Nota del Blog: el siguiente texto está tomado de L. Bloy, "El Simbolismo de la Aparición".
El
segundo libro de los Macabeos, que cierra con tanta grandeza el Antiguo Testamento
y cuya autenticidad fuera tan discutida antes del juicio definitivo y soberano
del Concilio de Trento que lo declaró canónico, ha sido por un destino singular
tan completamente descuidado por los Santos Padres, que es casi imposible (no[1])
citar algo de importancia escrito sobre esta página admirable de la historia
del pueblo de Dios. Y sin embargo, es ahí donde el Espíritu Santo parece haber trazado
la figura más penetrante de Nuestra Señora de los Dolores. Quiero hablar de
la Madre de los siete niños torturados y muertos por Antíoco Epifanes.
"Sucedió, dice el Santo Libro, que fueron tomados siete hermanos con su madre
y, el rey quiso forzarlos a comer contra la prohibición de comer carne de
puerco, haciéndolos destrozar con látigos y azotes de cuero de toro"[2]. La
circunstancia de la carne de puerco es como una luz puesta en nuestras manos a
la entrada de este capítulo, para iluminar nuestra interpretación. Esta carne, tan
formalmente prohibida al pueblo de Israel y declarada inmunda por el Señor[3],
representa aquí el conjunto de delicias terrestres que el Príncipe del mundo
propone a los hijos de María y que quiere obligarlos a compartir con sus
propios hijos. Es un remedo del compelle intrare del Evangelio, con
diferencia de que el hombre de la parábola excluye para siempre de su festín a
los convidados infieles que se han excusado de tomar parte y que él no obliga a
entrar en su casa más que a los que no estaban invitados, mientras que el
verdadero anfitrión de los Macabeos no excluye a nadie, y los invitados
inexactos o recalcitrantes son precisamente los que él se cansa menos en llamar
y a los que más desea obligar a ir a su casa. La mesa de este Antíoco es,
por otra parte, magnífica y siempre llena de pobres, de estropeados, de ciegos
y de cojos espirituales[4].
Es una verdadera mesa de Baltasar donde todas las indigencias humanas se ven
satisfechas con carne de puerco.
Es
digno mencionar que los sacrificios idolátricos están en general señalados en
la Escritura por festines, y que las prohibiciones más rigurosas de la antigua
ley proceden mucho más sobre el acto de comer que sobre toda otra práctica de
adhesión a la infidelidad. El Señor Dios está celoso de la boca humana, los
hijos de la nueva ley saben por qué, y es a la boca a la que la serpiente se ha
dirigido para hacer caer al género humano. Los cerdos aparecen dos veces en el
Evangelio, la primera vez para servir de refugio a los espíritus impuros y una
segunda para despertar la envidia del hijo pródigo, convertido en su famélico
pastor. Estos animales parecen haber recibido la misión de simbolizar de la
manera más perfecta el último extremo de toda concupiscencia carnal, y por esta
razón Antíoco se empeña en que todo el mundo los coma. En cuanto a aquellos que no quieren
absolutamente mezclarse en estos ágapes filantrópicos, he aquí cómo los trata
este gran príncipe.
Primero,
se encoleriza[5]
porque es en la cólera, dice el Espíritu Santo, donde el orgulloso trabaja
mejor su orgullo[6].
Entonces, cuando él da esas maravillas, despliega todo su boato. Es el tesoro
de su genio, diligentemente amasado por sus dos fieles intendentes, la dureza y
la impenitencia[7].
Enseguida manda calentar sus sartenes y sus calderas hasta qué estén ardiendo[8] .
Aquí el esposo celeste de María, que es un espíritu de fervor y de llama,
traiciona su predilección. El agua, la sangre y el fuego, dice San Juan, dan
testimonio sobre la tierra al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo[9]. ¿No
es posible conjeturar que los mártires por el fuego pertenecen más
especialmente a tercera persona divina, como los primogénitos de esta ardiente
casa de Jacob, que debe devorar como paja a la posteridad réproba de Esaú?[10] Más:
esta clase de testimonio responde a la tercera maldición del Señor el día de la
caída, aquella que cae sobre Adán y que menciona las zarzas y las espinas
destinadas un día a ser alimento de la llama que saldrá de Israel[11].
El sublime Isaías dice que todos los árboles del Líbano no bastarían
para encender al Espíritu del Señor y que todos los animales que hay en él no
significarían nada para serles ofrecidos en holocausto[12] pero
los hornos del monarca sacrílego bastan para probar y para templar las siete
espadas resplandecientes que deben ser plantadas para siempre en el Corazón
inmaculado de su Paloma.
Cuando
los instrumentos de tortura se han puesto tan ardientes como se puede desear,
Antíoco ordena, para empezar, que se corte la lengua a los despreciadores de la
carne de puerco[13].
Es precisamente el género de suplicio que Santa Francisca Romana vio infligir a
los perjuros en el infierno. Este principio de tortura, de una significación
teológica admirable, nos advierte que el demonio representado por Antíoco,
tiene un odio especial a la lengua humana, no sólo porque es el instrumento de
la oración y del apostolado, sino sobre todo porque es el privilegiado por
medio del cual los cristianos reciben el Alimento más apropiado para hacerles
despreciar los festines inmundos que él les prepara.
Cuando
no hay lengua, resulta extremadamente fácil arrancar de la cabeza la piel con
los cabellos, y es el tercer mandamiento de Antíoco[14]. Este modo de tonsura radical,
que no se ve en otra parte en la Escritura y que los Pieles Rojas practican con
tanta destreza, parece ser enteramente del gusto de este príncipe y simboliza,
si se quiere, la circuncisión filosófica previa a los incendios del amor
divino. Pero aquel de quien Antíoco es esclavo lo comprende de otra manera, y
éste es tal vez su pensamiento. La cabeza es Nuestro Señor Jesucristo y la
piel, es decir, lo que la envuelve, es el prodigio anunciado por Jeremías: femina
circumdabit virum[15].
Es María con sus cabellos, vale decir, con las multitudes salidas por Ella de
la Cabeza. La obra maestra del príncipe del mundo sería evidentemente arrancar
a María de Jesús, y desarraigar así de la Cabeza de Dios esta cabellera
luminosa e innumerable que se llama la Iglesia católica. Por suerte, sucede que
los símbolos divinos se cumplen siempre, mientras que los símbolos diabólicos
no se cumplen jamás o se cumplen en un sentido divino, que nadie había previsto.
Una
vez arrancada la Piel de la cabeza, Antíoco hace cortar las extremidades de
las manos y de los pies[16];
es su cuarto mandamiento y el más hermoso. Setenta reyes mutilados de este modo
recogían los platos bajo la mesa de Adonibezec, rey de los Cananeos y de
los Fereseos. Han sido necesarios no menos de setenta reyes que
representaran esta parte del suplicio de los siete niños mártires y profetas
escogidos por el Espíritu Santo para cerrar el Antiguo Testamento, como los
siete ángeles con las siete trompetas y las siete copas cerrarán el Nuevo. Se
les cortan las extremidades de las manos y de los pies, es decir, los dedos,
que son toda la espiritualidad del hombre carnal y que cumplen figurativamente
en la antigua ley lo que la inmaterial voluntad del corazón está encargada de
cumplir con plenitud en la ley nueva. Este aumento de la dignidad humana se
halla claramente indicado por Salomón en el Libro de los Proverbios:
"Ligad, dice el Señor, mis mandamientos a vuestros dedos y en seguida los
inscribiréis sobre la tabla de vuestro corazón"[17].
El dedo de Moisés consagra el altar de las promesas[18],
de las que el dedo de Jesucristo debe manifestar el cumplimiento por la
cura de los mudos y de los sordos. Cuando Antíoco ordena esta mutilación, se
propone nada menos que la destrucción o el envilecimiento del sacerdocio y es a
esto lo que quiere llegar a través de la multitud de los símbolos la multitud
de los días.
En
fin, habiendo los hijos de Israel perdido sucesivamente la Eucaristía, la
Santísima Virgen y el Sacerdocio, no queda no queda más que echarlos al fuego,
mientras respiran todavía, y éste el quinto y último mandamiento de este
monarca precursor de las majestades protestantes de la historia moderna. "Desde que lo hubo hecho
mutilar así en todo el cuerpo, dice el Espíritu Santo hablando del mayor de los
siete mártires, ordenó que se lo acercara al fuego y se lo hiciera asar en la
parrilla, mientras aún respiraba"[19].
Aquí
reaparece el tercer testimonio mencionado antes, el testimonio definitivo del
fuego. Un día, un pobre hombre llorando llevó a Jesús su hijito, poseído de un
demonio sordo y mudo. "Desde su infancia, dijo el padre, este espíritu lo ha echado a menudo
sobre el fuego y sobre el agua para hacerlo perecer. Si Vos podéis algo, socorrednos
por piedad"[20].
Se dirige precisamente a Aquel que da el Agua de la Vida eterna y que ha
venido a traer el fuego al mundo a fin de que el mundo sea incendiado. Le pide
que su hijo no esté expuesto a perecer por el uno o por la otra. Ese padre que
representa a todos los padres, busca para todos los hijos, en la invocación a
la segunda Persona divina, un refugio y una ayuda, contra las dos especies de
blasfemias castigadas por el agua y por el fuego; es decir, la blasfemia contra
la Providencia y la blasfemia contra el Amor, y es al Verbo a quien se dirige
para expulsar al demonio sordo y mudo que hace caer a menudo a los hijos de los
hombres en una o en otra. No se conocía otra blasfemia antes de la venida
del Hijo de Dios. Jesús, que descendió del Tabor de su Transfiguración y
que va a dar el testimonio de la Sangre, que falta desde hace cinco mil años al
equilibrio del mundo, manda al demonio salir para no volver a entrar, y toma
después al niño de la mano y lo levanta de la tierra, lo fuerza a levantarse,
realizando así, por anticipado y de una manera figurada, esta erección de la
naturaleza humana que no será realizada con plenitud sino en su propia persona
y por la efusión de toda su Sangre, cuando su hora haya llegado. Inmediatamente
después de este prodigio anuncia su muerte próxima, y en toda la continuación
del capítulo de San Marcos, no habla más que del fuego, como si la caída en el
fuego fuese la única impresión que quedase en su pensamiento. Sin embargo,
sabemos por sus propias palabras que lleva el fuego en una mano y el agua en la
otra, pero esta agua que nos da es un brebaje para la vida eterna, mientras que
el fuego un incendio para la presente, para incendiar a los hombres de aquí
abajo, y de este modo debe ser comprendido el cumplimiento de la voluntad del
Padre Celeste, que es el objeto de la tercera petición de la oración dominical.
San
Juan bautiza en
el agua, es decir que da la ciencia de la salvación, que es la fe: pero su
prodigiosa misión no va más allá y sólo a Jesucristo pertenece dar la
práctica, bautizándonos en el fuego, es decir, en el Espíritu Santo, que es
todo amor[21].
Pero es necesario que Él muera, pues el Espíritu Santo no puede venir antes que
haya sido glorificado[22].
Por esto sin duda es que tiene tanta impaciencia por morir. Todo en la Escritura
tiene en vista este segundo bautismo que los Profetas miran venir por sobre la
cabeza de los siglos. No es precisamente la inmolación de un Dios pasible[23]
lo que esperan, sino lo que debe seguir a esta inmolación: "Es necesario
que el pueblo, según la palabra de Isaías, sea un alimento del
fuego"[24].
"Es necesario que la tierra arda", según la palabra del Maestro y
parece que eso es espantosamente difícil, puesto que después de diez y ocho
siglos no se ve todavía dónde estallará ese incendio.
San Pablo declara que el
valor real de nuestras obras será manifestado por el fuego. Nos habla al mismo
tiempo que del Día del Señor, como si debiera ser la prueba suprema[25],
y es justamente lo que nos hace comprender el historiador inspirado del libro
de los Macabeos. Los tormentos que hacen correr sangre no son más que
pruebas preparatorias para esta definitiva prueba del fuego, que Antíoco tenía
más en vista y es sobre la que más ha contado. El demonio que lo inspira
considera sin duda que los siete niños que quiere perder pertenecen al Espíritu
Santo a causa de su número, y es en el fuego donde pretende hacerlos caer. En
cuanto a su Madre, Ella asiste a sus tormentos, presenta sucesivamente su
Corazón a las siete Espadas, saborea siete veces, lentamente, la embriaguez
terrible de su inmolación y los exhorta virilmente a sufrir, a causa, dice el
texto, de la Esperanza que Ella tenía en Dios[26].
[1] Nota del Blog: la palabra entre paréntesis
falta en la versión española. No hemos podido consultar el original pero
creemos que es necesario agregarla por el contexto.
[2] II Mac.
VII, 11.
[3] Levit., XI, 7;
Deut., XIV, 8.
[4] Lc XIV, 21.
[5] II Mac. VII. 3.
[6] Prov., XXI, 24.
[7] Rom. II, 5.
[8] II Mac., VII, 3.
[9] I Joan, V, 7, 8.
[10] Abdías, 18.
[11] Isaías, X, 17.
[12] Id., XL, 16.
[13] II Mac., VII, 4.
[14] II Mac., VII, 4.
[15] Jerem, XXXI, 22.
[16] II Mac., VII, 4.
[17] Prov. VII, 3; Deut., VI, 8.
[18] Exod., XXIX, 12.
[19] II Mac., VII, 5.
[20] Mat., XVII, 14;
Marc., IX, 21.
[21] Fides quae per charitatem operatur- Gal, V, 6.
[22] Jn. VII,
39.
[23] Nota del Blog: en la traducción se lee
“posible”.
[24] Is. IX, 19.
[25] Cor., III, 13.
[26] II Mac. VII, 20.