G. Dore. |
III. SACERDOCIO Y SACRIFICIO
1.
Sacerdocio y sacrificio ministeriales.
Para
los autores inspirados de la Sagrada Escritura, sacrificio y sacerdocio son
inseparables. Así también lo ha entendido, más o menos explícitamente, toda
la tradición. Y el Concilio de Trento, al consignarlo, nos enseña que esa
unidad indisoluble es de ley natural: “Sacrificium et sacerdotium ita
Dei ordinatione coniuncta sunt, ut utrumque in omni lege exstiterint”[1].
Aquí
surge, ineludible, una pregunta que no siempre ha sido bien contestada; a saber:
¿el acto religioso por excelencia es privilegio exclusivo de quienes presiden[2] legalmente
las ceremonias del culto?
Tratase
de la exclusividad indicada por san Roberto con las palabras a
legitimo ministro, que comentamos precedentemente (II, 2). La respuesta
afirmativa repugna casi a priori. El acto que consuma existencialmente la
virtud de religión; el único capaz de satisfacer la plenitud de nuestro débito
a Dios (la plenitud exigible, se sobreentiende); y el que de hecho realiza el
más íntimo religamiento de la simple creatura con su Creador, no puede estar
supeditado a la función contingente del ministerio sacerdotal.
Y
no lo está. El ministerio sacerdotal, en cuanto ministerio, es de ley positiva.
Tiene por fin la perfección del sacerdocio. Este es de ley natural; común a
todos los hombres.
Expliquemos.
La religión, como virtud, mientras no se lo estorba ninguna disposición moral
contraria, tiende en todos los hombres a su máxima perfección actual; y ésta es
alcanzada en el sacrificio.
No
basta la oblación interior. Nuestra esencia compósita, encuentro del mundo de
la materia con el mundo del espíritu, exige la encarnación de nuestro
sacrificio espiritual interno. Y en este sentido, “ita Dei ordinatione sacrificium
et sacerdotium coniuncta sunt”, tan inseparables son el sacrificio y el sacerdocio,
por ordenación divina, que todos somos, por ordenación divina, sacerdotes.
Para
mayor perfección del sacrificio (es decir, para garantizar la eficacia y el
decoro ritual, mediante la santidad y la especialización doctrinaria y litúrgica
de un oferente escogido), se instituye el ministerio del sacerdocio común. Aunque
vicariamente actualizado, este sacerdocio permanece en todos y en cada uno de
los miembros de la comunidad. “Ille vero
agit negotium, cuius nomine agitur”[3].
2.
El sacerdocio primordial.
Hagamos aquí, a modo de interludio, un viaje quimérico a
los días del Génesis. Imaginemos la sexta jornada en su penúltima hora,
dispuesto ya el escenario para que el hombre haga su entrada en el mundo. Ahí
están el cordero, el ruiseñor y la rosa; y junto a ellos sobrevive una pareja
estrafalaria: los dos últimos retoños del Sinántropo, o del Oreopiteco,
inocentes imágenes bestiales de lo que puede llegar a ser el hombre. Aún
duermen muchas catástrofes ocultas en los abismos del planeta; pero los mares y
los continentes continúan poblándose; y las montañas y las constelaciones
ocupan su lugar definitivo. Si la creación quedara fija en ese punto, por
incontables millones de años, el torrente mineral y biológico de formas enérgicas,
vívidas, anhelantes, no sería más que eso, un torrente; y un torrente sin
cauce, una caída en la nada, una perpetua frustración.
Imaginemos
que la creatura racional hace su entrada; pero no es Adán quien aparece
primero; es Eva: la primera de las mujeres, para el primer varón, que aún no
existe. Nadie le ha impuesto obligación ni prohibición alguna. Todo su ser y su
quehacer es esperar. Instalada en el Edén, pasa los días de su expectación
adornándose de rosas, escuchando al ruiseñor, acariciando al cordero, y
contemplando con ojos de burla y de piedad, alternativamente, a los dos viejos
monos. El torrente de formas continúa cayendo en el vacío.
Consideremos
ahora lo que realmente sucedió. Formado del polvo de la tierra, es decir, de la
común materia elemental, vivificado por un aliento espiritual divino,
consciente de ser imagen y semejanza del Creador, Adán entra en la escena del mundo.
Con él ingresan la sabiduría, el amor, el sacrificio, el sacerdocio. La
creación ha dejado de ser un puro éxodo, una catarata que se despeña en el
vacío. Se ha convertido en una ofrenda. Y en una ofrenda sagrada.
Entre
la idea ejemplar divina de las formas mundanales y la idea ejemplar del hombre,
hay como un hiato en la intención creadora. Imagen del sumo Intelecto, cosa distinta
y separada del universo de las cosas, Adán recibe un sector de realidades para
imperar sobre ellas, a semejanza del Creador, transcendiéndolas: para que
domine en los peces del mar, en del cielo, en los ganados, etc.[4].
Aunque
domina (y cada día con mayor perfección) el universo de la ciega espontaneidad,
y por la autonomía que le dan su conciencia y su libre albedrío parece de otro
mundo; aunque la parte más noble de esta criatura extraña, su espíritu de
vida, ha emanado del mismo rostro de Dios (es creación directa de Dios) y
aspira a la contemplación de ese Rostro, la integridad de su esencia incluye un
cuerpo orgánico asumido del polvo común e inclinado a la común disolución de
los vivientes.
Pero
la animalidad del hombre no es de suyo bestial. La arcilla de su cuerpo, fina,
plástica, ha sido modelada por y para el espíritu, en orden al ser, a las
operaciones y al fin de su divino hálito, de su alma inteligente. Parte
integral e instrumental de una persona, “que es lo que hay de más perfecto en
la naturaleza”[5],
su cuerpo es el nexo religioso de la obra de los seis días. En la frente
erguida del hombre tiene su sede la conciencia del cosmos. A través de los ojos
del hombre, elocuentes y ávidos de luz, el Creador reconoce y sonríe a sus
creaturas.
Materia
espiritual, polvo que entiende y que ama, con sólo ser ese prodigio, el primer
hombre ya hubiese ejercido un cierto sacerdocio, una actividad religatoria
natural de lo creado con lo eterno. Pero Adán no realiza plenamente la idea
divina de hombre. Es sólo el primer hombre, el primer Adán. Remoto
vástago de su raza, otro Adán hay en los planes del Creador, predestinado a
serle inconmensurablemente más íntimo: el que siendo de toda eternidad el
Hijo de Dios, ha de venir a ser, en la plenitud de los tiempos, el Hijo
del Hombre.
Por
amor de Jesucristo, el muy amado, la humanidad del primer hombre es creada en
gracia santificante; y constituida, al mismo tiempo, en el estado que imita de
más cerca el de la gracia de unión: el estado de justicia original. Con aquella
gracia, en aquel estado, el sacerdocio real del primer hombre, y de toda la
humanidad capitulada en él, fue una imagen profética del sacerdocio eterno del
Rey de la gloria, Jesucristo.
3.
El sacrificio en el Edén.
La
historia de este mundo -historia sagrada, toda ella - no empieza con una prohibición[6]
; se inicia con una serie de consagraciones.
El
universo de las cosas visibles fue consagrado con la hechura del hombre en
gracia de Dios.
Un
lugar de la tierra, el vergel del Edén fue consagrado a la mística unión de la
tierra con el hombre y del hombre con Dios.
El
mutuo amor y la unión prolífica del varón y la mujer fueron consagrados mediante
el don paradisíaco de Eva, que Adán recibe de Dios.
El
tiempo mismo fue quizás consagrado, con la dedicación del día séptimo de dios.
Y
en medios del Edén, un árbol y sus frutos fueron consagrados por el mismo Dios,
para ofrenda de un sacrificio perenne.
Hubiese
bastado el don de integridad de que gozaba el primer hombre (habitual
obediencia de todas sus pasiones y facultades al intelecto unido habitualmente
con Dios), para que en lo íntimo de su ser se diese un constante y perfecto sacrificio.
Pero la congénita condición corporal del alma humana ha postulado siempre,
corno dijimos, la hipóstasis del sacrificio espiritual en un signo corpóreo,
consagrado[7]
a ese fin. Dios mismo instituye ese signo para el sacrificio de Adán, al
separar de todo uso profano un árbol en medio del Edén, y su fruto perspicuo,
hermoso, apetecible: el árbol y el fruto de toda ciencia.
Apresurémonos
a suministrar una explicación sedante, que empieza a ser necesaria para cierto
tipo de lectores. Hoy por hoy, casi todos los exégetas prefieren ver en el “fruto del árbol de la ciencia del bien y del
mal” un mero símbolo del escritor sagrado. Esa preferencia se defiende de
cualquier impugnación, y aun de cualquier sospecha, con sólo señalar la
instante callada de la Comisión Bíblica al respecto: “Commissio Biblica quoad
historicitatem huius ligni nihil habet, exegetae ergo catholico libertas
quaedam relinquitur”[8].
Además de ese silencio de la docta Comisión, puede aducirse con igual propósito
la autoridad de algún doctor de la Iglesia; por ejemplo, san Agustín:
“Hoc, si
forte lignum illud non ad proprietatem ut verum lignum el vera poma eius, sed
ad figuram velint accipere, habeat exitum aliquem rectae fidei veritatique probabilem”[9].
Es
verdad que el silencio de la Comisión Bíblica puede no ser definitivo, como no
lo han sido alguna vez sus prevenciones expresas contra un modo determinado de
leer tal o cual pasaje de la Sagrada Escritura.
También
es cierto que la precitada frase de san Agustín (que Ceuppens y Coppens
indican remitiendo a su autoridad) se refiere a una opinión ajena (“Non
ignoro quibusdam esse visum”, etc., etc.); y que el sentir del santo Doctor a ese respecto, expresado
sin vacilación alguna en un capítulo precedente de la misma obra[10] no
coincide, ni mucho menos, con aquella opinión: “hoc non in figura dictum, sed
quoddam vere lignum accipiendum est”.
Como
tampoco puede negarse que hasta hoy nadie ha presentado una razón que demuestre
el carácter fabuloso del fruto prohibido. El mismo Ceuppens, que se
inclina a negar la historicidad del árbol en cuestión, sabe y señala que no se
conocen documentos paralelos “e quo exsistentia alicuius arboris scientiae boni et mali
deduci potest in litteratura babilónica”[11]. También
se observa, a veces, que la repugnancia a leer en sentido literal lo que el
Génesis cuenta de ese fruto, como la inclinación a leer en ese fruto el
eufemismo de un acto indecente, es de índole subjetiva. Tratase del malestar
que produce a la sensibilidad moderna, que presume de adulta y está enferma de
hipercrítica, la sencillez de los hechos narrados y la ingenuidad del estilo en
que se narran. Olvidase demasiado fácilmente a qué pretérita humanidad y a qué
futuros misterios se refiere el primero de los libros de la Sagrada Escritura.
Aquella humanidad era la nuestra, mas no era como la nuestra. Y las analogías
que nuestra fe descubre entre el árbol del Paraíso y el del Calvario, entre el
fruto ingerido para muerte y el que se come para vida eterna, bien puede ser
que correspondan a la primera de las parábolas del Señor escrita con hechos
reales; parábola tan infantil y tan divina, tan simple y tan misteriosa, como
las que narró con hechos de su propio vivir, desde la gruta de Belén hasta el
monte de la Ascensión.
Por
todo ello, y honrando la libertad que nos concede el silencio de la Comisión
Bíblica respecto a lo que es o no es historia dentro de algunas páginas del
Génesis, podríamos admitir, en primer lugar, que bajo los nombres de Abel
y de Caín se designan personas reales que ofrecieron realmente a Yahveh de
los primogénitos de sus rebaños y “del fruto de sus sementeras”. En segundo
lugar, fundados en la existencia de sacrificios verdaderos a tan corta
distancia de la vida edénica, nos sentiríamos autorizados a inducir la
posibilidad de un sacrificio instituido y practicado anteriormente a la culpa
original. Y esta circunstancia, la de tratarse de un acto religioso
anterior a la culpa, prohibiéndonos pensar en un sacrificio cruento, nos inclinaría
a concluir que la materia de la oblación primordial fue escogida entre los
frutos del Edén. Aun en el caso de que la humanidad representada por Abel
y Caín pertenezca al Neolítico precerámico (según algunos sugieren, y
contra los cuales no tenemos ni autoridad ni competencia), siempre nos queda el
recurso de remontarnos al Paleolítico Medio, donde la religión de los desgarbados
hombres de Neandertal (posteriores, según parece, a varios tipos de “homo
sapiens”), está bien atestiguada, gracias a sus preocupaciones simbólicas, precisamente.
Si la
hipótesis es legítima sobre la sola base del sacrificio de Caín, mayor resulta
su verosimilitud en presencia de un texto inspirado, referente a un fruto
que Dios consagra mediante un solemne mandamiento, con el que impone a la primer
pareja humana una abstención sacrifical exterior, interior y perpetua. ¿Qué
mejor símbolo, en aquel lugar, para aquel primer pacto de amistad religiosa,
entre aquellas dos creaturas simplicísimas y el Autor de las formas, colores y
sabores del Paraíso? Puede, pues, haberse dado el fruto, en realidad, como
materia simbólica, precisamente, a fin de que el acto religioso por excelencia
alcanzara, desde el principio, su cabal perfección.
No
queremos canonizar una exégesis que trata de materia tan misteriosa. No deseamos
ser más dogmáticos que la Iglesia. Tampoco lo necesitarnos. No lo deseamos,
porque nos resulta sobremanera estimable nuestro derecho a cambiar de parecer;
y es más noble y más científico, mientras no se ha llegado a la evidencia de
poseer conclusiones incontestables, anticiparse a la posibilidad de mejores
razones que las propias. No necesitamos encarecer el precio de la historicidad
del árbol de la ciencia del bien y del mal. La validez de nuestra tesis
sobre el sacrificio en el Edén no depende de que el fruto vedado haya sido
realmente una fruta, producida por un árbol siempre lozano, en medio de un
huerto maravilloso. Depende de que la doctrina esencial del Génesis respecto al
origen divino del hombre y a su primera apostasía y sacrilegio sea verdadera.
Depende de que tanto el precepto prohibitivo original y su efecto consagratorio,
como la desobediencia y la profanación en el principio mismo de la humanidad y
de su historia, no sean cuentos, ni mitos, ni leyendas; no procedan del desván
de las culturas orientales, sino de una tradición sacerdotal genuina,
conservada por especial providencia, y mantenida inmune de todo error, y de
toda idea espuria, por especial inspiración de Dios. Y no hay exégeta de
fe, y de buena fe, que pueda negar este mínimum de fidelidad a la palabra
divina, en nombre de su pobre ciencia humana.
Así,
pues, no porque queramos dogmatizar acerca de la real existencia de aquel árbol,
sino por lealtad a nuestra convicción de que pudo existir, continuaremos
hablando de él cada vez que lo pida nuestro asunto; aun con riesgo de lastimar -y
de dar lástima- a quienes prefieren un lenguaje menos imaginativo y menos
candoroso que el de la Biblia. Hace poco se ha dicho que “tomado a la letra,
ese texto del fruto vedado, relativo a un asunto terriblemente serio, conduce a
conclusiones infantiles o inverosímiles”[12]. Creemos
que los lectores más exigentes, en materia de seriedad divina, y los doctores
menos dispuestos a aceptar que Dios haya desestimado, en su redacción de la
Sagrada Escritura, los puntos de vista de la exégesis moderna, convendrán en
que la existencia histórica del fruto prohibido comienza a ser más verosímil (y
el creer en ella empieza, por tan o, a parecer menos pueril, cuando entendemos
que se trata de una materia consagrada en sacrificio, de una porción de vida
separada del uso profano, para significar el primero, el más necesario de los
actos religiosos: la subordinación consciente y la ofrenda deliberada de todas
las criaturas a la voluntad del sumo Hacedor. Mas, aun negando la posibilidad
de que el tal fruto haya existido, aun insistiendo en que se trata de un
símbolo literario, de una mera versión metafórica, siempre será inevitable
reconocer que el símbolo representa una realidad; que detrás de la metáfora
existe una cosa concreta, la materia concreta de un mandamiento divino; y que
la perfecta observancia de aquel mandamiento exigía del primer hombre, como
tal, un designio y un acto de abstención propiamente sacrificales. Esto ya no
es verosímil, sino cierto; y el aceptarlo no incluye consecuencia alguna que
consienta ser motejada de infantil.
Por
otra parte, infantil e inverosímil son calificaciones demasiado
arriesgadas cuando se las aplica a los modos y a los caminos de la sabiduría de
Dios, que suele no ser tan circunspecta como la de los sabios; y que ha
incurrido, de hecho, en más de una humorada increíble. Fue una calificación semejante
nacida de un austero sentido de la propia respetabilidad, la que apartó de Jesús
a muchos de sus oyentes, cuando reveló la necesidad de comer su Cuerpo y beber
su Sangre a fin de alcanzar la vida eterna. Y no son pocos los que protestan
todavía contra la fe católica en la Presencia real, por entender que sobre
asunto tan serio no debe propagarse una doctrina infantil, inverosímil.
[1] Concilium Trid. Sess. XXIII, I (Dz. 957).
[2] Caietanus, Comm. In III, 63, 1. “Sacerdotis enim est
principatus cuiuscumque religiones tam verae quam falsae”.
[3] Guillelmus Parisiensis, De Sacramento
Ordinis, cit. por De La Taille, M. Fidei, Paris, 1921, 328.
[4] Gen. I, 26.
[5] “Id quod est perfectissimum in tota
natura” (S. Tomás, Summa theol. I, 29, 3).
[6] Alguien lo afirmó, venenosamente. Creo que fue Salomón
Reinach, autor de fáciles sarcasmos y de objeciones seudocientíficas, en
homenaje de odio a la verdad revelada.
[7] Venimos empleando la palabra consagrar en el sentido de separar
del uso profano y poner en algún modo de relación especial con Dios. Tal
es, si proviene del verbo kadab, el sentido etimológico de la expresión
hebrea kadosch.
[8] F. Ceuppens, Quaestiones
selectae ex historia primaeva, Roma 1953.
[9] S. Agustín, De Genesi ad litteram libri duodecim, XI, XLI,
56 (PL, 34,452).
[10] Ibid., VIII, VI, 12 (PL, 34, 377). Cf. ibid, I, I (PI, 34, 371).
[11] F.
Ceuppens, op. cit. 234.
[12] Revue Biblique, 56 (1949), 305.