Así, pues, es perfectamente posible para un hombre morir
“fuera” de la vera Iglesia y ser excluído por siempre de la Visión Beatífica
sin que se le impute como pecado su ignorancia de la vera Iglesia o religión. Esto
es precisamente lo que Pío IX dijo en la Singulari quadam. Como
lo muestra el contexto, lo dijo como parte de su explicación del hecho de que el
dogma Católico de la necesidad de la Iglesia para la salvación, de ninguna
manera envuelve una contradicción con las enseñanzas sobre la soberana
misericordia y justicia de Dios.
En esta sección de la Singulari quadam Pío IX
avanza hasta urgir a los Obispos de la Iglesia Católica para que usen toda
su fuerza a fin de apartar de la mente de los hombres el mortífero error de que
la salvación puede encontrarse en cualquier religión. En cierta medida esta es
una repetición de la errónea opinión según la cual podemos tener esperanzas de
la salvación del hombre que nunca ha entrado en modo alguno en la Iglesia
Católica, la primera interpretación errónea de la doctrina católica reprobada
en esta parte de la alocución. Aún así, en otro sentido, el error de que
la salvación puede encontrarse en cualquier religión, tiene su propia e
individual malicia. Está basada en la falsa conclusión de que las religiones
falsas, aquellas que no son la Católica, son en alguna medida un acercamiento
parcial a la plenitud de verdad que se encuentra en el Catolicismo. Según esta
aberración doctrinal, la religión Católica se diferenciaría de las otras, no
como la verdad se distingue del error, sino sólo como la plenitud se distingue
de participaciones incompletas. Es esta noción, la idea de que las demás
religiones contienen lo suficiente de la esencia de esa plenitud de verdad que
se encuentra en el Catolicismo que hace déllas vehículos para la salvación
eterna, lo que la Singulari quadam ha reprobado.
Uno de los más interesantes elementos en esta sección de
la alocución es el hecho de que Pío IX prohíbe a su pueblo inquirir
la presencia, carencia o extensión de la ignorancia invencible en los casos
individuales. De hecho va tan lejos que enfatiza que está mal ir más allá de la
enseñanza de que hay un Dios, una fe, y un bautismo. Al ordenar esto y al hacer
esta afirmación, Pío IX tuvo en cuenta una de las condiciones fundamentales del
ministerio doctrinal cristiano.
El objeto primario y central del ministerio
doctrinal de la Iglesia se encuentra en el cuerpo de verdades reveladas por
Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo y entregada a la Iglesia por Sus
Apóstoles como doctrina que debe ser aceptada con asentimiento de fe divina.
El objeto secundario dese ministerio abarca todas y solas aquellas
verdades que la Iglesia debe poder enseñar sin error para desa forma poder
enseñar su objeto principal adecuadamente como un cuerpo docente vivo e
infalible. La decisión de lo que constituiría en algún caso particular
la ignorancia invencible, distinta de la vencible o culpable, sobre la Iglesia
Católica no cae dentro del ámbito de ninguno de los dos objetos. Y de hecho, el
hombre es completamente incapaz de formar este juicio correctamente en esta
vida.
Sin dudas la obligación del que enseña la verdad Católica
es la de mostrar el hecho de que Dios es absolutamente misericordioso y justo en
Sí mismo y en su trato con todas Sus creaturas. Todo hombre que viene a este
mundo es el receptor de la justicia y misericordia de Dios. En la luz de la
Visión Beatífica veremos cómo se ejercieron la misericordia y justicia de Dios
en cada individuo que se salvó y en cada individuo que se condenó o ha sido
privado de la Visión Beatífica por siempre. Es un error tratar de explicar esto
en esta vida, puesto que los datos que necesitaríamos para llevar a cabo esa
indagación no están en modo alguno disponibles para nos, y al intentar traer a
la doctrina Católica enunciados sobre un tema que no podemos conocer, lo único
que lograríamos sería confundir y adulterar el cuerpo de verdades que Dios se
dignó entregar a la Iglesia.
En la Singulari quadam Pío IX recordó a
los miembros de la jerarquía apostólica que, sobre este tema, su preocupación
debería ser la de limitar su enseñanza y limitar las preguntas de los Cristianos
bajo su cargo al cuerpo de las verdades reveladas. Deben procurar que su
pueblo conozcan que, según la enseñanza de Dios mismo, no hay sino un solo
Dios en quien y por quien y a través de quien se adquiere la salvación.
Deben instruir a su rebaño para que sepan que hay solo una fe, solo un
cuerpo de verdades reveladas que constituyen el mensaje público y sobrenatural
de Dios para la salvación de los hombres. Y deben predicar y enseñar de forma
tal que su pueblo sepa que hay un solo bautismo, un solo sacramento de
regeneración que es la entrada en la única Iglesia verdadera, el reino
sobrenatural de Dios, el Cuerpo Místico de Cristo, en la cual solamente hay
contacto salvífico con el Dios Trino. Esto es parte del divino mensaje que
están obligados a enseñar. La invencibilidad de la ignorancia de algún individuo
que no es miembro de la Iglesia no está contenida en modo alguno en el mensaje
divino que ha sido confiado al collegium apostólico.
La Singulari quadam contiene todavía otra
contribución importante a la doctrina Católica sobre la posibilidad de
salvación dentro de la Iglesia por parte de aquellos individuos que mueren
antes que puedan obtener la membresía en esta sociedad. Se encuentra en estas
dos sentencias:
Por lo
demás, conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para
que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos, según
nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de
faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran
y pidan ser recreados por esta luz.
Estas afirmaciones
contienen lo que puede llamarse la carta o plan del trabajo apostólico para la
salvación de los hombres. Pío IX pidió a sus hermanos, los obispos de la
Iglesia Católica a que se unan pidiendo “que todas las naciones de la tierra
se conviertan a Cristo” y para que empleen sus energías y
talentos al máximo “por la común salvación de los hombres”. Así pues el
Supremo Pontífice recordó a sus oyentes y a toda la Iglesia que, según el plan
de la enseñanza de Nuestro Señor, la salvación se describe como llegando a los
hombres por medio de los esfuerzos de Sus seguidores, y particularmente por
medio de los trabajos de Su colegio apostólico. Tal es, claro está, el
significado de la instrucción final de Nuestro Señor a Sus apóstoles antes de
su ascensión a los cielos, como se lee en los Evangelios según San Marcos.
“Y les dijo: Id a todo el mundo y predicad el
Evangelio a todas las creaturas. El que creyere y se bautizare se salvará; pero
el que no cree se condenará”[1].
Detrás de los errores que Pío IX combatía en su alocución
estaba la noción vaga que la salvación era en alguna medida independiente de
los esfuerzos de la Iglesia Católica y de su jerarquía. La indiferencia
religiosa que se estaba extendiendo por todo el mundo hace un siglo y que
afectaba directa o indirectamente algunos Católicos intentó hacer creer que de
una u otra forma la salvación era debida al hombre por el mero hecho de ser
seres humanos, descendientes de Adán y Eva. Para contrarrestar la viciosa
influencia desta indiferencia, Pío IX recordó a los Obispos el hecho que la
salvación era algo que debía llegar a los hombres por medio del poder de las
propias obras y oraciones destos Obispos. Desta forma coincidía
completamente con la enseñanza de San Pablo a los Romanos:
“Así que “todo el que invocare el nombre del Señor será
salvo”. Ahora bien, ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? Y ¿cómo
creerán en Aquel de quien nada han oído? Y ¿cómo oirán, sin que haya quién
predique? Y ¿cómo predicarán si no han sido enviados? según está escrito:
“¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian cosas buenas!”.
Las personas que son enviadas a predicar el evangelio de
salvación son precisamente los miembros de la Iglesia docente, los Obispos de
la Iglesia Católica, el colegio apostólico instituido y comisionado por Nuestro
Señor mismo. Estos hombres, junto con aquellas personas que son llamadas para
ayudarles en esta obra, son aquellos por medio de quienes debe venir el mensaje
de salvación y la posibilidad de salvación, según la enseñanza divina, a los
hijos de los hombres.
La exhortación de la Singulari quadam evoca
la respuesta de San Pablo con respecto a su responsabilidad de llevar la
salvación a aquellos por quienes murió Nuestro Señor. El Apóstol de los
Gentiles estaba presto a hacer y sufrir tanto puesto que sabía que actuaba como
instrumento de Dios en llevar la salvación a los hombres. Se veía a sí
mismo, en cierto sentido, como la causa de la salvación de los hombres que se beneficiaban
de sus trabajos apostólicos. Sabía que estaba trabajando para ganar para Cristo
y para salvar aquellos por quienes trabajaba. San Pablo muestra esto en
un magnífico pasaje de la Primera Carta a los Corintios:
“Porque libre de todos, a todos me esclavicé, por ganar
un mayor número. Y me hice: para los judíos como judío, por ganar a los judíos;
para los que están bajo la Ley, como sometido a la Ley, no estando yo bajo la
Ley, por ganar a los que están bajo la Ley; para los que están fuera de la Ley,
como si estuviera yo fuera de la Ley – aunque no estoy fuera de la Ley de Dios,
sino bajo la Ley de Cristo- por ganar a los que están sin Ley. Con los débiles
me hice débil, por ganar a los débiles; me he hecho todo para todos, para de
todos modos salvar a algunos. Todo lo hago por el Evangelio para tener parte en
él”.[2]
Tal vez la afirmación más elocuente del hecho que la
salvación viene del mensaje de Nuestro Señor se encuentra en la epístola de San
Pablo a los Romanos. Es predicando este mensaje, y rogando para que los
hombres lo acepten con asentimiento de fe divina y vivan en conformidad a sus
enseñanzas, que los Obispos de la Iglesia Católica, según la enseñanza de la Singulari
quadam, deben trabajar por la común salvación de los hombres. San Pablo
escribió:
“A griegos y a bárbaros, a sabios y a ignorantes, soy
deudor. Así, pues, cuanto de mí depende, pronto estoy a predicar el Evangelio
también a vosotros los que os halláis en Roma. Pues no me avergüenzo del
Evangelio; porque es fuerza de Dios para salvación de todo el que cree, del
judío primeramente, y también del griego. Porque en él se revela la justicia
que es de Dios, mediante fe para fe, según está escrito: “El justo vivirá por
la fe”[3].