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viernes, 28 de agosto de 2015

Prólogo de Jaime Eyzaguirre a La Salvación por los Judíos de L. Bloy (II de II)

I Parte

No es el solo tema de una obra de Bloy sino la idea síntesis de toda una doctrina que se encuentra insinuada o definida a cada paso en su variada producción intelectual, esta del Divino Pobre y el trágico y paradojal destino de Israel. Pero ha sido en “Le salut par les juifs” donde se ha agotado la explanación de este pensamiento audaz y vigoroso, no sin duda con la exactitud propia del teólogo, pero sí con la libertad vehemente y creadora del artista. Fué a mediados de 1892 cuando la pluma de Bloy, que gemía de impaciencia ante las expresiones del antisemita Drumont, se resuelve a oponer a su campaña de odio racial barnizado de Catolicismo, la frase lapidaria de Jesús a la samaritana: “La salud procede de los judíos" (Juan, IV, 22). Es el lema de la obra, desconcertante para muchos, que concluirá en tres meses de angustia espiritual y financiera y donde rehusará abrazar cualquier postura política, favorable u odiosa, respecto de Israel, resolviéndose tan sólo a mirar el destino de este pueblo bajo el ángulo incambiable y supremo de la eternidad. El día antes de iniciar la obra, estampa en su diario el programa que le animará en su redacción:

“Decir mi desprecio por los horribles traficantes de dinero, por los judíos avaros y venenosos de que el universo está emponzoñado, pero decir, al mismo tiempo, mi veneración profunda por la raza de que ha salido la Redención (“Salus ex Judaeis”) que porta visiblemente, como el mismo Jesús, los pecados del mundo, que tiene razón de esperar su Mesías, y que no fué conservada en la más perfecta ignominia sino porque es invenciblemente la raza de Israel, es decir, del Espíritu Santo, cuyo éxodo será el prodigio de la abyección."

Ha planteado así el tema "sub specie aeternitatis" y con razón puede escribir entonces a un amigo, a quien anuncia la aparición de este trabajo:

Los que me hallen del lado judío, se equivocarán, los que me hallen del lado antijudío, se equivocarán; los que me busquen entre los dos se equivocarán más burdamente todavía."

Pocas obras de Bloy vinieron al mundo como ésta en un parto de tan extremo dolor y abandono. La miseria le va entonces azotando implacable, con una fuerza impensada, acumulando sobre "El Mendigo ingrato" el peso de atroces humillaciones.

“Reviento de tal modo — apunta en su diario— que "Le salut par les juifs" se halla interrumpida desde hace diez días".

Y agrega poco después:

"Busco sin cesar el dinero. Cada mañana vuelvo a coger los temores de la muerte. ¿Cómo concluir mi opúsculo? Voy a la deriva en el río de sombra".

jueves, 20 de agosto de 2015

Prólogo de Jaime Eyzaguirre a La Salvación por los Judíos de L. Bloy (I de II)

Nota del Blog: La recensión a La Salvación por los judíos hecha por la Revista Bíblica de Straubinger (ver AQUI) hablaba de un prólogo “genial” de Jaime Eyzaguirre y la verdad que su lectura ha cumplido las expectativas.

LEON BLOY BAJO EL SIGNO DE ISRAEL

Un fluir y refluir de pueblos; un continuo renovar de configuraciones geográficas que se ensanchan y se angostan hasta el desaparecimiento; un inquieto oscilar de vidas colectivas que irrumpen con fuerza de voluntad e imperio y que acaban por marchitarse en la nada y el olvido. Así entra la humanidad la hora proteica de su historia.

Lo que ayer era una afirmación potencial —mesopotamios, griegos, romanos— hoy ya no cuenta: Lo que ahora quiere asirse a lo definitivo y escapar a la ley biológica implacable que empuja el ser hacia el no ser, habrá también de disolverse en un horizonte breve o distante. Pero quedará siempre algo, un poder que se transfiere de tiempo a tiempo sin ahogarse en los vaivenes, un hilo invisible que desde el inicio del hombre va ensartando prolija y armoniosamente las cuentas de ese misterio de gloria y de dolor que constituye el rosario de la historia. El mundo heleno lo llamó “Destino” y en su deambular vacío de esperanza lo simbolizó con los ojos encubiertos. Para el cristianismo es todo el temario de un drama que brota en las ternuras del Eterno el día primero de la creación y que se agolpa por encrucijadas de luz y sombra hasta llegada la hora de la reintegración de todas las cosas en que habrá de desembocar en el mismo cauce que le viera partir. Es el pensamiento de Dios que se prende a la vera de la criatura en el peregrinar angustioso del tiempo con afán de conceder unidad y sentido a la máxima insensatez de la historia humana. Es el Amor que clava hitos de luminosidad en el reino de tinieblas que enseñorea el "príncipe de este mundo" y que perfila en la distancia, con dilecciones de Padre, los tintes de una aurora de finalidad.

Pero en la mudable estructura del drama histórico no sólo permanece el hálito providencial. Hay todo un microcosmos paradojal de entrega y apostasía, que en balde busca morir, pero que en desesperada sobrevivencia sufre el látigo de los siglos sobre su superficie rugosa y lacerada. Lo escogió El en la hora sin contornos y le tiene allí clavado, dentro y fuera del tiempo, hasta el instante cada vez más cercano en que el misterio se desdoble y lo incomprensible se alce en nitidez. Desde la eternidad ha apetecido El vestirse de su carne y descender a cortar en dos estadios el curso de la historia. Ha vuelto a la eternidad y de su tránsito por la tierra conserva tan sólo esa envoltura de que no ha querido desprenderse. Su presencia a la diestra del Padre es para los hombres el índice de la futura resurrección e inmortalidad. Pero, lo que para todos es sólo esperanza, para el pueblo escogido ya tiene un signo de realización cumplida: el primer hombre glorificado le pertenece por entero. La primera carne, la única[1] carne que hoy contempla la grandeza del Padre, es una carne judía.

El solo respetado en ese sistemático devorarse de naciones, en ese canibalismo colectivo e incesante que funda glorias efímeras sobre aniquilamientos brutales, es el Israel abyecto, subsistente incómodo, testigo siempre odiado de una eternidad que no comprende. Reúne las abominaciones de los pueblos de ayer y de los pueblos de hoy, que golpean furiosos sobre su roca impávida. La arremetida de los monstruos poderosos no tiene más virtud que la de afianzarlo y demostrar su inconmovilidad. Los verá deshacerse como arena ante su vista ya cansada. Porque su historia

"Cierra el paso a la historia del género humano como un dique cierra el paso a un río, para elevar su nivel. Inmóvil, en definitiva, todo lo que se puede hacer es saltar por encima de él, con más o menos estrépito, sí, pero sin ninguna esperanza de destruirlo."

lunes, 27 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXXIII (fin)

  Nota del Blog: en su último capítulo Bloy remata el libro con su habitual destreza. Aquel que dijo que quería ser "el escultor de la palabra" obtiene aquí una pieza hermosa. Tras este capítulo Bloy inserta como epílogo los primeros 14 versículos del tan conocido y no menos misterioso capítulo XXXVII de Ezequiel.


XXXIII

¡Silencio!

Una Voz de Abajo.

Voz de destierro, infinitamente lejana, extenuada, casi muerta, que parece dilatarse al subir de las profundidades:

La Primera Persona es la que habla.

La Segunda persona es Aquella a quien se habla.

Esa Tercera Persona soy Yo, Israel, praevalens Deo, hijo de Isaac, hijo de Abrahán, generador y bendecidor de los doce Leoncillos instalados en las gradas del Trono de marfil[1] para vigilancia del gran Rey y perpetuo recelo de las naciones.

Yo soy el Ausente de todas partes, el extranjero en todos los lugares habitables, el Disipador de la Substancia, y mis tabernáculos están plantados en colinas tan lúgubres, que hasta los reptiles de los sepulcros han hecho leyes para que los senderos de mi desierto sean borrados.

Ningún velo es comparable a mi Velo, y nadie me conoce, porque nadie, excepto el Hijo de María, ha podido adivinar el enigma infinitamente obscuro de mi condenación.

Ya en los tiempos en que parecía fuerte y glorioso, en los antiguos tiempos pletóricos de prodigios que precedieron al Gólgota, mis propios hijos no me reconocían y con frecuencia se rehusaban a recibirme, pues mi yugo es áspero y mi carga muy pesada.

Me acostumbré de tal suerte a asumir el Arrepentimiento espantoso de Jehová, "pesaroso de haber creado los hombres y los animales"[2], y ya se ve que lo sobrellevo de la misma manera que Jesús cargó con los pecados del mundo.

He ahí por qué tengo en mí el polvo de tantos siglos.
Hablaré, sin embargo, con autoridad de Patriarca inamisible, investido cien veces con la elocución del Todopoderoso.

sábado, 25 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXXII

XXXII

Pero ese instinto de mercantilismo y de trapacería, despojado de sus conexiones misteriosas, no fue ya desde entonces sino una áspera pendiente que descendía a los lugares más bajos de la avaricia y la concupiscencia.
La Cobarde "suplantación" del pobre coloso Esaú, ante quien Jacob, fuerte sólo contra Dios, jamás dejó de temblar, y el despojo universal de los egipcios, se convirtieron en funciones corrientes, inaptas para prefigurar otra cosa que el castigo definitivo, cuya forma, ignorada sin embargo, será tal que aquel que la conozca por confidencia del Espíritu Santo, sabrá, seguramente, el indescifrable secreto del desenlace de la Redención.
Incontenibles en su caída, rodaron hasta el último peldaño en la Escalera de los Gigantes de la ignominia.
No habiendo retenido de su patrimonio soberano otra cosa que el simulacro del poder, que es el Oro, este metal infortunado, convertido entre sus garras de aves de presa en una inmundicia, fue obligado a trabajar a su servicio en el embrutecimiento del mundo. Y en el temor de que este servidor exclusivo se les escapara, lo encadenaron ferozmente y se encadenaron a él con cadenas monstruosas que dan siete vueltas a sus corazones, empleando así su duro despotismo para convertir a su esclavo en instrumento de su propia esclavitud.
Y el alma de los pueblos se contaminó a la larga, de su pestilencia.
Puesto que habían esperado más de dos mil años una oportunidad para crucificar al Verbo de Dios, bien podían seguir esperando diecinueve veces cien años más que una colosal explosión de la Desobediencia transformara en cerdos a los adoradores de esa Palabra dolorosa, para que a Israel, que había disipado su substancia, le quedara, al menos, la piará del "Hijo Pródigo".

jueves, 23 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXXI


XXXI


Tales son los Judíos, los Judíos auténticos, semejantes en todo a aquel Natanael que fuera visto debajo de la emblemática higuera y de quien, no obstante, Jesús dijo: “He aquí un verdadero israelita, en el cual no hay engaño".
Tales plugo a Dios formarlos en su origen y tal, por amor, no temió configurarse Él mismo al hacerse, en cuanto a la carne pasible y mortal, Hijo de Abraham.
He renunciado hace ya demasiado tiempo a no desagradar, para que me detenga ahora el temor de congestionar a algunos fogosos sacristanes diciendo, como digo, que Nuestro Señor Jesucristo debió cargar también eso, de la misma manera que cargó con todo el resto, vale decir, con una exactitud infinita.
Sin hablar ya del gran Holocausto, que fue evidentemente la "especulación" más audaz que un israelita haya concebido jamás, poco costaría encontrar en lo exterior de las palabras infinitamente amables y sagradas del Hijo de Dios, ciertos vínculos de familia con ese eterno espíritu judaico que hace rebullir a la gentilidad.

martes, 21 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXX

Abraham y los tres Ángeles, por G. Doré.

XXX

LA PRIMERA ESPECULACIÓN JUDÍA


—El clamor de Sodoma y Gomorra se ha multiplicado —dijo el Señor— y su culpa se ha agravado infinitamente[1].
Estas palabras fueron dirigidas confidencialmente a Abraham, a continuación de la promesa de un Hijo, en quien todos los pueblos de la tierra serían bendecidos. Promesa que hizo reír a la vieja Sara "detrás de la puerta del tabernáculo", como había hecho reír algunos días antes, al centenario Abraham.
La risa es muy rara en las Escrituras. Abraham y Sara, esos dos antepasados de la dolorosa María, Madre de las Lágrimas, son los encargados de iniciarla, y esta circunstancia misteriosa es tan importante, que el nombre de la primera rama del roble genealógico de la Redención, en el momento en que este árbol sale de la tierra, es precisamente Isaac que significa Risa.
Es en circunstancias en que vibra todavía en el aire esa risa sorprendente cuando Dios habla a su Patriarca del clamor de las ciudades culpables y comienza la sublime historia de los cincuenta justos.
La belleza infinita de ese pasaje inspira tanto respeto y tan tenebrosa admiración, que parece casi imposible tratar de comentarlo sin incurrir en blasfemia.
Hay que tener presente que era en el comienzo de todo y que el Pueblo elegido vale decir, la Iglesia militante, acababa de ser convocado.

domingo, 19 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXIX


XXIX

Entre todos los prejuicios y opiniones congénitas aceptados por la generalidad de la gente, ninguno está tan fuertemente remachado en el alma cristiana como el lugar común architrivial que consiste en considerar que la famosa codicia judía y el instinto de mercantilismo versal del pueblo errante son obra de un riguroso decreto que lo castiga así por haber traficado con su Dios.
Incontestablemente, a partir de la venta de Cristo, en que ese instinto se desencadenó, vale decir, a partir del justo punto matemático en que se consumó innoblemente su vocación de depositarios de las profecías, los Judíos quedaron fijados en su infidelidad, del mismo modo que todos los hombres, según la Teología, quedan irremisiblemente amarrados, cuando la muerte los sorprende, a la circunstancia precisa del pecado del cual están impenitentes.
No otra cosa he dicho toda mi vida, y hasta creo haber entreabierto, para hacer entrar un poco de luz en las tinieblas, la pálida puerta de lo Irrevocable.

viernes, 17 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXVIII


XXVIII

Sé muy bien cuán absurdo, monstruoso y blasfematorio debe parecer imaginar un antagonismo en el seno mismo de la Trinidad; pero no es posible, de otro modo, presentir el inexpresable destino de los  judíos, y cuando se habla amorosamente de Dios, todas las palabras humanas parecen leones ciegos que buscaran una fuente en el desierto.
Se trata, realmente, de algo que los hombres pueden concebir sólo como una rivalidad.
Todas las violaciones imaginables de lo que se ha convenido llamar la Razón pueden aceptarse de un Dios que sufre, y cuando se sueña en lo que es necesario creer para ser apenas un mísero perro cristiano, no significa un gran esfuerzo conjeturar, por añadidura, "una especie de impotencia divina, provisionalmente convenida entre la Justicia y la Misericordia con miras a una inefable recuperación de Substancia dilapidada por el Amor"[1].

miércoles, 15 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXVII


XXVII

¿Osaré yo ahora, corriendo el riesgo de pasar por un miserable fomentador de sofismas heterodoxos, hablar, así fuere con timidez de paloma o prudencia de serpiente, del conflicto adorablemente enigmático entre Jesús y el Espíritu Santo?
He hablado ya de Caín y Abel, del Hijo Pródigo y de su hermano, como lo había hecho del Buen y del Mal Ladrón, que tan extrañamente los evocan. Hubiera podido recordar asimismo la historia de Isaac e Ismael, de Jacob y Esaú, de Moisés y el Faraón, de Saúl y David, y cincuenta otros menos populares, donde la rivalidad mística entre el Primogénito y el Segundogénito, decisiva y sacramentalmente promulgada en el Gólgota, fue notificada a través de las edades a la manera profética.

lunes, 13 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXVI


XXVI

Cierto es que los mismos Circuncisos están condenados a llevar la Cruz desde hace diecinueve siglos, pero de muy distinta numera.
Dije antes que a los Judíos de la Edad Media, perseguidos a la vez por todas las jaurías de la indignación y de la generosidad cristianas, les quedaba el recurso de oponerles, frenéticos, el Signo terrorífico desenterrado de entre los huesos del primer Caín en virtud del cual nadie podía exterminarlos con la espada de la Cólera ni con la espada de la Dulzura sin ser castigado siete veces,[1] es decir, sin exponerse a la represalia infinita del Septenario omnipotente a quien los cristianos llaman Espíritu Santo.

sábado, 11 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXV


XXV

No tengo, ciertamente, motivo para suponer que los cristianos de la Edad Media poseyeran, en general, tan transcendentales percepciones acerca de Dios y de su Palabra. Pero, no habiendo conocido el siglo XVII ni la Compañía de Jesús, eran simples, y si no creían con un alma enamorada, creían con un corazón tembloroso, como está escrito de los demonios[1], y eso bastaba para que algo adivinaran, para que sus temores y sus esperanzas llegaran más allá de los mezquinos horizontes entrevistos por los soñolientos rebaños de la piedad contemporánea.
"No te he amado para divertirme", oyó un día la visionaria sublime de Foligno. Estas cándidas palabras cuentan la historia de millones de almas.
La religión no movía entonces a risa, y la Vida divina, para esa gente simple, era la cosa más seria, más perentoria del mundo.
En el Evangelio se habla de cierto Simón de Cirene, a quien los Judíos obligaron a llevar la Cruz con Jesús, que sucumbía bajo su peso. La tradición nos dice que era un hombre pobre y piadoso y que inmediatamente quiso hacerse cristiano, para tener el derecho de llorar como tal recordando a la Víctima cuya ignominia había tenido la gloria de compartir.
¿No se piensa conmigo que semejante adjunto del Redentor humillado es una evidente prefiguración de esa Edad Media plena de horcas y de basílicas[2], de tinieblas y de espadas sangrantes, de sollozos y de plegarias, que durante mil años cargó sobre sus hombros, hasta donde pudo, la inmensa Cruz, caminando con ella por los negros valles y las colinas dolorosas, exaltando a sus hijos en la misma angustia, sin sepultarse en la tierra hasta que ellos hubieron crecido lo suficiente para sustituir su compasión con la propia?
¡Prodigiosa, infatigable resignación!

El pan le falta muchas veces, y el reposo siempre;
La mujer, los hijos, los soldados, los impuestos,
Los acreedores, la carga vecinal,
Forman la exacta pintura del rigor de sus desdichas.
Llama a la Muerte; viene sin tardar
Y le pregunta qué se le ofrece:
—Que me ayudes a volver a cargar Este Madero...[3]

La Fontaine se equivocó. No era un haz de leña lo que los leñadores pedían a la Muerte que les ayudará a cargar sobre sus hombros. Era el Madero de la Salvación del mundo, la "Esperanza única" del género humano, que los Judíos los obligaban despiadadamente a llevar.
Nunca se negaban a hacerlo por mucho que estuvieran agotados por la fatiga y envueltos en una perpetua niebla de miserias, y si a veces se rebelaban contra los pérfidos era, como he dicho, porque éstos se negaban a poner fin a las Congojas de Cristo, sentimiento de una ternura inefable que ya nadie comprenderá jamás.


[1] "Tú crees que Dios es uno: haces bien; también los demonios lo creen, y tiemblan". Santiago, II, 19.

[2] Paul Verlaine.

[3] La Fontaine: La Muerte y el Leñador.

jueves, 9 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXIV


Nota del Blog: Sin dudas uno de los capítulos más interesantes del libro, lo cual no es poco decir.

XXIV

De ahí que la Raza anatematizada fuera siempre, para los cristianos, a la vez que un objeto de abominación, la  causa de un temor misterioso.
Cierto es que se trataba del rebaño sumiso de la dulce y poderosa Iglesia, infalible e indefectible, en cuyo seno se tenía la seguridad de no perecer; pero sabíase también que el Señor no lo había dicho todo, que su revelación parabólica y similitudinaria era penetrable sólo hasta una mínima profundidad...
Sentíase que había allí algo que no estaba explicado, algo que la misma Iglesia no conocía del todo y que podía ser infinitamente temible. 

martes, 7 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXIII


XXIII

Los Judíos no se convertirán mientras Jesús no baje de su Cruz, y Jesús no puede bajar de ella mientras los Judíos no se hayan convertido.
Tal es el dilema insoluble en que se retorcía la Edad Media como entre los brazos del un torno. De ahí que no cesaran de maldecir y exterminar a esos abominables antagonistas más que para suplicarles, sollozando a sus pies, que tuvieran piedad del Dios doliente.
No hay poema comparable con ese arrodillamiento insensato de todos los pueblos ante un rebaño de bestias abyectas, para implorar en nombre de la Sabiduría Eterna agonizante: "Qui feci tibi, aut in quo cantristavi te?
"¡Pueblo mío! ¿Qué he hecho o en qué te he contristado? Respóndeme.
"Porque te saqué de la tierra de Egipto, preparaste una Cruz a tu Salvador…
"Porque te guié cuarenta años en el desierto y te sustenté con maná y te llevé a una tierra de abundancia, preparaste una Cruz a ti Salvador...
¿Qué más debí hacer por ti que no haya hecho? Yo te planté como mi viña magnífica, y tú me has salido tan amarga, que apagaste mi sed con vinagre y traspasaste con lanza el costado de tu Salvador...
"Por ti descargué mi azote sobre Egipto y sus primogénitos, y tú me entregaste para ser azotado...
"Yo te precedí en la columna de nubes, y tú me llevaste al pretorio de Pilatos...
"Yo te sustenté con maná en el desierto y me diste golpes y bofetadas...
"Por tu culpa herí á los reyes de los cananeos, y tú con una vara heriste mi cabeza...
"Yo te di un cetro real, y tú pusiste en mi frente una corona de espinas...
"Yo te exalté a gran poderío, y tú me levantaste en el patíbulo de la Cruz..."[1]

Imploración vana y siempre la misma insultante negativa. "Ha puesto su confianza en Dios. Pues entonces, que Dios lo salve ahora,  si le interesa, ya que ese salvador de los otros ha pretendido ser hijo suyo". ¡Ni la amenaza del derrumbe de los cielos hubiera podido arrancarles otra respuesta!


[1] Oficio del Viernes Santo. Adoración de la Cruz.

domingo, 5 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXII


XXII

Oremos también por los pérfidos Judíos; para que Dios Nuestro Señor quite el velo de sus corazones, a fin de que reconozcan con nosotros a Nuestro Señor Jesucristo. ¡Oh Dios Omnipotente y Eterno, que no excluyes de tu misericordia ni a los pérfidos Judíos! Oye las plegarias que te hacemos por la ceguera de ese pueblo, para que, reconociendo la luz de tu verdad, que es Cristo, salga de sus tinieblas".
Tales eran y tales serán hasta el Fin las plegarias de la Iglesia por la asombrosa descendencia de Abrahán. Plegarias absolutamente solemnes que sólo son recitadas públicamente el Viernes Santo.
En ese momento, sin duda, los corazones de otros tiempos suspendían sus latidos y el silencio de la cólera era prodigioso, en la esperanza universal de oír llegar de los lugares subterráneos el primer suspiro de la conversión del Pueblo obstinado.
Se comprendía confusamente que esos hombres de mugre y de ignominia eran, a pesar de todo, los carceleros de  la Redención, que Jesús era su cautivo y su cautiva la Iglesia, que su consentimiento era necesario para la difusión de los gozos espirituales, y que a eso se debía  que un persistente milagro protegiera a su progenitura.

viernes, 3 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXI


XXI

Pero he aquí que la voluntad de esos  malditos era, precisamente, infernal. Se sabían poderosos y su abominable alegría consistía en retardar indefinidamente, eternizando a la Víctima, el Reino glorioso esperado por los cautivos.
La Salvación de todos los pueblos se veía así, por su perversidad, diabólicamente suspendida —en sentido figurado y en sentido propio— y el apóstol fariseo, que comprendía sin duda mejor que nadie estas cosas, no pudo menos que confesar que el mundo no estaba salvado sino "en esperanza", sólo en esperanza y que había que aguardar aún la Redención, exhalando, con el doliente Espíritu del Señor "gemidos indecibles”[1]
La negativa de esos canallas detenía espantosamente, por minutos y por segundos, los más rápidos episodios y todas las peripecias de la Pasión.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XX


XX

Las desolaciones y los terrenos del Evangelio creaban un ambiente tal, alrededor de la buena gente de otros tiempos, que su aversión a los Judíos ponía en la naturaleza misma de su sensibilidad algo de profético.
Los Judíos no solamente habían crucificado a Jesús, no solamente seguían crucificándolo en su presencia, sino que, por añadidura, rehúsan hacerlo descender de su Cruz creyendo en Él.
Porque las palabras del Texto siguen vigentes.
Para esas almas profundas y amorosas no podía haber cuestión de retórica o de vana literatura cuando se trataba de la Palabra de Dios.
Los fabricantes de libros, que lo han dilapidado todo, dormían todavía en los limbos de las maternidades futuras, y grande habría sido el horror si alguien hubiera osado suponer que el Espíritu Santo pudo haber referido una anécdota o un incidente accesorio cuya supresión no significara inconveniente.
No había en el Libro una sílaba que no se refiriese al mismo tiempo al pasado y al porvenir, al Creador y a las criaturas, al abismo de arriba y al abismo de abajo, envolviendo a todos los mundos a la vez en un único resplandor, como el remolinante espíritu del Eclesiastés, que “pasa considerando los universos in circuitu y que vuelve siempre sobre sus propios círculos".
Este ha sido siempre, por otra parte, el infalible pensamiento de la Iglesia que elimina de sí, a la manera de un miembro podrido, a quienquiera que toque esta Arca santa llena de truenos: la Revelación por las Escrituras, eternamente actual en el sentido histórico y absolutamente universal en el sentido de los símbolos.
En otros términos, la Palabra divina es infinita, absoluta, irrevocable en todo sentido y, sobre todo, prodigiosamente iterativa, pues Dios no puede hablar sino de Sí mismo.
Aquellas almas simples se hallaban, pues, "razonablemente" persuadidas de que la Burla judía consignada por los dos primeros Evangelistas, significaba nada menos que un cumplimiento profético de la historia de Dios contada por Dios, y Su instinto les advertía que el "Reino terrenal" del Crucificado y el fin glorioso de su permanente Suplicio dependían, en forma inexpresable de la buena voluntad de esos infieles.

lunes, 29 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XIX


XIX

Ya la inmensa mirada de desolación con que la Estrella de la mañana anegaba a quienes la compadecían, era para ellos una respuesta de desgarradora suavidad.
- Los pérfidos Judíos —creían escuchar—han acusado a mi divino Hijo de ser un hombre glotón y bebedor[1], lo cual es  bien cierto, os aseguro, porque aun estando en  su Cruz gimió para que le dieran de beber.
¡Y pensar que en ese momento El veía mis lágrimas!
Esas lágrimas, estrechamente vinculadas con su Humanidad santa y armadas entonces contra Él con la omnipotencia de la impetración por un mundo herido de locura, se elevaron como una multitud de olas en torno de su Cruz solitaria...
Y en ese momento, antes de que todo fuese consumado, cuando se cumplían espantosamente las antiguas profecías, cuando al cabo de cuatro mil años de humillación la Mujer volvía por fin a estar de pie ante el Árbol de la Vida, hollando con su planta la cabeza de la Serpiente y tocando con su frente las doce estrellas, toda la descendencia del primer Desobediente, magnificada por mi Compasión, se manifestó en el esplendor de mis lágrimas.
El Cáliz de amargura infinita que Jesús, bajo los olivos, pidió a su Padre que apartara de El, y que llenó de espanto a Su Alma hasta hacerle sudar sangre y agonizar, era preciso que lo bebiera ahora de manos de Aquella a quien eligiera desde el comienzo para ser el ministro sin tacha de la parte más cruel de su Suplicio.

sábado, 27 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XVIII


XVIII

Jesús agonizará hasta el fin del mundo, escribía Pascal, el más deplorable, a mi juicio de los grandes hombres que se han equivocado mucho.
Pensamiento de una alta y triste belleza que el feroz jansenista no hubiera explicado, seguramente, y que no podía ser, ante sus ojos, sino una hipérbole de piedad.
No resultaría fácil, sin embargo, decir hasta qué punto esa coordinación de sílabas tiene el poder de sugestionar a un corazón profundo que la supondría más que humana...
A fuerza de amor, la Edad Media había comprendido que Jesús está eternamente crucificado, eternamente sangrante, eternamente moribundo, escarnecido por el populacho y maldecido por Dios mismo, según el texto preciso de la antigua Ley: "Aquel que pende del madero está condenado por Dios”.

miércoles, 24 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XVII


XVII

La Madre de los fieles, helada de horror, continúa, en la imperturbable serenidad de su Liturgia, las Lamentaciones sublimes;

"¡Cómo se ha tornado solitaria la ciudad antes tan populosa! La Dominadora de las naciones ha quedado como viuda; la Soberana de las provincias es ahora tributaria.
"Ella llora inconsolable en la noche, y corren las lágrimas por sus mejillas; entre los que fueron sus amigos no hay quien la consuele; todas las que la amaban la desprecian y se han convertido en enemigos suyos.
"Emigró Judá, por verse oprimido con muchas maneras de esclavitud. Fijó su morada entre los gentiles, mas no halló reposo; todos sus peregrinos lo oprimieron con angustias.
"Lloran los caminos de Sión, porque no hay quien vaya a su Solemnidad; destruidas están todas sus puertas, gimiendo sus sacerdotes, tristes sus vírgenes y ella oprimida de amargura.
"Los extranjeros se han enseñoreado de ella y los que la odiaban se han enriquecido, porque el Señor habló contra ella a causa de la muchedumbre de sus iniquidades; sus pequeñuelos han sido llevados al cautiverio en presencia del que los oprimía.

“Jerusalén, Jerusalén, conviértete al Señor, tu Dios”

lunes, 22 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XVI


XVI

Exspectans exspectavi, cantaban los cristianos, esperando la Resurrección de los muertos.
Exspectaveram et adhuc exspectabo, rectificaban hondamente los gemidos de Israel. Yo esperaba y sigo esperando. Vuestro Mesías no es mi Mesías, y aunque todas vuestras tumbas se abrieran, yo seguiría esperando.
Mientras la paciente Iglesia de Jesús consideraba silenciosamente esa eterna suspensión que una inefable esperanza fortalecía, y de la cual ningún salvador hubiera podido sobrellevar la espantosa penitencia, las basílicas y los monasterios repicaban a la gloria de un Niño Judío que había muerto en la ignominia para salvar a los desesperados.
Los sollozos y los cantos de las campanas, que hacíanestremecer de amor a todos los imperios cristianos, golpeaban en vano el alma obstinada de esos huérfanos del Leviatán.[1]