Mélanie Calvat |
VI
Creo que el vero nombre de Mélanie es
MAGNIFICAT. Todo lo que hace, todo lo que dice, sea en su infancia o en su
vejez tiene el aire de una paráfrasis deste Cántico de la Inmaculada:
“Su alma glorifica al Señor y su espíritu se
goza en Dios su Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva, por lo
cual todas las generaciones la llamarán bienaventurada. Pues aquel que es
Poderoso ha hecho en ella grandes cosas y Su nombre es santo. Y su misericordia
va de generación en generación para los que le temen. Mostró el poder de su
brazo y dispersó a los que se ensoberbecieron en los pensamientos de su
corazón. Bajó del trono a los poderosos y exaltó a los humildes. Llenó de
bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. Acogió a Israel su
siervo, recordando la misericordia, conforme lo dijera a nuestros padres a
favor de Abraham y su posteridad para siempre”.
Sé que habrá personas que encontrarán
desmesurado el poner las palabras de la nueva Eva en otra boca que no sea la
suya. Sin embargo eso es lo que hace la Iglesia cuando invita a todos los
fieles a cantar las vísperas. Somos de tal manera miembros de Jesucristo,
Dioses incluso, según la palabra del salmista expresa y divinamente subrayada
en el Evangelio, que no existe una afirmación santa aplicable estrictamente a
la Divinidad que no pueda también decirse con provecho y amor por uno mismo.
Ahí radica todo el secreto de la Liturgia católica.
¡Con cuánta mayor razón no pertenecerá la lengua sacra a ciertos seres
extraordinariamente privilegiados como Mélanie, separados hasta lo
indecible de las demás criaturas humanas por su vocación profética y apostólica!
No hay una sola palabra en el Magnificat que no se ajuste exactamente
a esta pastora como una pieza de un vestido hecha a medida. Hay que leer lo que
ella misma ha escrito, no digo para comprender, sino para entrever el misterio
absolutamente inefable de la compenetración desta pobre escondida, apenas
existente en la deslumbrante Madre del Hijo de Dios. A punto tal que a veces
resulta difícil distinguirlas, de saber quién es la que habla y quién calla,
quién llora y quién ve llorar, quién amenaza y quién reza. No se ve más que un
torbellino de luz dolorosa.
Se glorifica, se exulta en Dios, son siervas
cuya humildad ve el Señor y que las generaciones llamarán bienaventuradas. ¿Qué
generaciones? Seguramente todas aquellas que han tenido o que podrán tener su temor. ¡Y he aquí las manos tendidas
hacia todos los siglos y hacia todos los cielos!
¿Sois acaso vosotros, reyes del Asia o del
Egipto los que tenéis este temor? ¿No será más bien alguno de los emperadores
de la China o del Japón, o uno de los tantos príncipes desconocidos de la
tenebrosa América, en la que se sacrificaban todos los años millones de
hombres, aún después de trece siglos de la inmolación del Calvario? ¿Eres tú
calvo César, precursor de Carlomagno con la barba florecida? ¿Eres tú, Basilio
de hierro, asesino de los búlgaros? En fin, ¿eres tú Napoleón, el más grande de
todos los vencedores o no importa quién entre las millones de imágenes de Dios
masacradas a causa tuya, que buscaron, por tan poco tiempo, los pies de tu
trono? Imposible saberlo antes del Juicio universal.
El temor de Dios es esa perla del Evangelio
arrojada sobre la tierra o en el fondo del mar que fue encontrada por un
magnífico mercader que vendió todo para tenerla. Es la Dracma de tan escaso
valor que la Mujer diligente que la había perdido encuentra con tanta alegría,
barriendo toda la casa, el universo entero, en medio de la basura y de las
lámparas…
Y he aquí que el Señor muestra su Brazo, el
“brazo pesado” de La Salette, a fin de disipar a los soberbios. María, la
todopoderosa, la Omnipotentia
supplex[1]
de San Bernardo, que quisiera sin dudas, por lo menos, que los soberbios sean
dispersados, ya casi no tiene fuerzas para retener el brazo. Y he aquí que Ella
cuenta con la ayuda de los testigos de su angustia, los únicos que pudo
encontrar, los dos niños más débiles que ha habido en el mundo.
Necesita, después de haberla elegido desde
hace tanto tiempo, sobre todo de Mélanie. ¿Será preciso que esta pobre niña sea
aplastada en lugar de todos los soberbios? Tal vez. La Soberana, sabiéndolo, le
transmitió la fuerza de su Corazón, al confiarle la llave de su Cántico, ese Secreto formidable que le permitió a la
depositaria poder sostener, hasta los sesenta y tres años, todo el peso del
Cielo.
Pero he aquí que ya hace siete años que ella,
la sustituta de los soberbios, ha muerto. Es preciso que estos sean arrojado de
sus tronos y que los humildes como ella sean exaltados. Es preciso también, que
aquellos que mueren de hambre sean saciados y que los ricos, que los devoran
desde hace tantos años, sepan lo que es el aullido de los intestinos. Hay, hoy
en día, numerosísimos signos.
En lo que respecta al Porvenir, al porvenir
de Abraham, el nombre de Israel nos lo indica suficientemente. Solo los
cristianos pueden ser ricos. Tienen el Bautismo, la Penitencia, la Eucaristía,
la Confirmación, la Extremaunción, el Orden y el Matrimonio. Tienen el Manto de
la Virgen y la protección de los Santos.
Tienen diecinueve siglos de tierra bendita y la fuente milagrosa de las
Tradiciones. Cuando atraviesan el Corazón de Jesús, el río de la Sangre divina
los inunda para santificarlos…
Israel no tiene más que su derecho de
primogenitura nunca abolido y la promesa de un triunfo cierto aunque
indefinidamente aplazado. El Dinero, del cual son el detentador simbólico y que
los cristianos sórdidos le envidian cuando no se lo pueden arrancar, corre
hacia él como un torrente de lodo y miseria invocando un abismo de desesperación.
Israel presiente muy bien, y cada vez más, que no está allí el Dios que los
precedió en el desierto en la columna de nube y en la de fuego. Pero, sin
embargo, tiene la promesa que nadie puede borrar puesto que Aquel que la ha
hecho es “sin arrepentimiento”. Sea cual fuera la “perfidia” deste pueblo que
ha sobrevivido a todos los demás, tiene en sus garras el quirógrafo del
Espíritu Santo, la cédula de su Patriarca, la Palabra de honor de Dios a
Abraham por la cual se le aseguró la mejor parte que no le será quitada.
Tal es el fondo del gran Canto vesperal de la
Inmaculada Concepción, hija de Abraham. Mélanie, su mensajera en
la noche del mundo, no podía más que identificarse con esta Palabra
inteligible, tal vez, sólo por ella, habiéndole confiado Nuestra Señora de la
Transfixión, Madre dolorosa del Verbo encarnado, como he dicho, la Llave del
Abismo.
[1] Omnipotencia
Suplicante.