lunes, 3 de diciembre de 2012

Introducción de León Bloy a la Vie de Mélanie, Bergère de la Salatte, écrite par elle-même (VI de VII)

Mélanie Calvat

VI

Creo que el vero nombre de Mélanie es MAGNIFICAT. Todo lo que hace, todo lo que dice, sea en su infancia o en su vejez tiene el aire de una paráfrasis deste Cántico de la Inmaculada:
“Su alma glorifica al Señor y su espíritu se goza en Dios su Salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva, por lo cual todas las generaciones la llamarán bienaventurada. Pues aquel que es Poderoso ha hecho en ella grandes cosas y Su nombre es santo. Y su misericordia va de generación en generación para los que le temen. Mostró el poder de su brazo y dispersó a los que se ensoberbecieron en los pensamientos de su corazón. Bajó del trono a los poderosos y exaltó a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada. Acogió a Israel su siervo, recordando la misericordia, conforme lo dijera a nuestros padres a favor de Abraham y su posteridad para siempre”.
Sé que habrá personas que encontrarán desmesurado el poner las palabras de la nueva Eva en otra boca que no sea la suya. Sin embargo eso es lo que hace la Iglesia cuando invita a todos los fieles a cantar las vísperas. Somos de tal manera miembros de Jesucristo, Dioses incluso, según la palabra del salmista expresa y divinamente subrayada en el Evangelio, que no existe una afirmación santa aplicable estrictamente a la Divinidad que no pueda también decirse con provecho y amor por uno mismo. Ahí radica todo el secreto de la Liturgia católica. ¡Con cuánta mayor razón no pertenecerá la lengua sacra a ciertos seres extraordinariamente privilegiados como Mélanie, separados hasta lo indecible de las demás criaturas humanas por su vocación profética y apostólica!
No hay una sola palabra en el Magnificat que no se ajuste exactamente a esta pastora como una pieza de un vestido hecha a medida. Hay que leer lo que ella misma ha escrito, no digo para comprender, sino para entrever el misterio absolutamente inefable de la compenetración desta pobre escondida, apenas existente en la deslumbrante Madre del Hijo de Dios. A punto tal que a veces resulta difícil distinguirlas, de saber quién es la que habla y quién calla, quién llora y quién ve llorar, quién amenaza y quién reza. No se ve más que un torbellino de luz dolorosa.
Se glorifica, se exulta en Dios, son siervas cuya humildad ve el Señor y que las generaciones llamarán bienaventuradas. ¿Qué generaciones? Seguramente todas aquellas que han tenido o que podrán tener su temor. ¡Y he aquí las manos tendidas hacia todos los siglos y hacia todos los cielos!
¿Sois acaso vosotros, reyes del Asia o del Egipto los que tenéis este temor? ¿No será más bien alguno de los emperadores de la China o del Japón, o uno de los tantos príncipes desconocidos de la tenebrosa América, en la que se sacrificaban todos los años millones de hombres, aún después de trece siglos de la inmolación del Calvario? ¿Eres tú calvo César, precursor de Carlomagno con la barba florecida? ¿Eres tú, Basilio de hierro, asesino de los búlgaros? En fin, ¿eres tú Napoleón, el más grande de todos los vencedores o no importa quién entre las millones de imágenes de Dios masacradas a causa tuya, que buscaron, por tan poco tiempo, los pies de tu trono? Imposible saberlo antes del Juicio universal.
El temor de Dios es esa perla del Evangelio arrojada sobre la tierra o en el fondo del mar que fue encontrada por un magnífico mercader que vendió todo para tenerla. Es la Dracma de tan escaso valor que la Mujer diligente que la había perdido encuentra con tanta alegría, barriendo toda la casa, el universo entero, en medio de la basura y de las lámparas…
Y he aquí que el Señor muestra su Brazo, el “brazo pesado” de La Salette, a fin de disipar a los soberbios. María, la todopoderosa, la Omnipotentia supplex[1] de San Bernardo, que quisiera sin dudas, por lo menos, que los soberbios sean dispersados, ya casi no tiene fuerzas para retener el brazo. Y he aquí que Ella cuenta con la ayuda de los testigos de su angustia, los únicos que pudo encontrar, los dos niños más débiles que ha habido en el mundo.
Necesita, después de haberla elegido desde hace tanto tiempo, sobre todo de Mélanie. ¿Será preciso que esta pobre niña sea aplastada en lugar de todos los soberbios? Tal vez. La Soberana, sabiéndolo, le transmitió la fuerza de su Corazón, al confiarle la llave de su Cántico, ese Secreto formidable que le permitió a la depositaria poder sostener, hasta los sesenta y tres años, todo el peso del Cielo.
Pero he aquí que ya hace siete años que ella, la sustituta de los soberbios, ha muerto. Es preciso que estos sean arrojado de sus tronos y que los humildes como ella sean exaltados. Es preciso también, que aquellos que mueren de hambre sean saciados y que los ricos, que los devoran desde hace tantos años, sepan lo que es el aullido de los intestinos. Hay, hoy en día, numerosísimos signos.
En lo que respecta al Porvenir, al porvenir de Abraham, el nombre de Israel nos lo indica suficientemente. Solo los cristianos pueden ser ricos. Tienen el Bautismo, la Penitencia, la Eucaristía, la Confirmación, la Extremaunción, el Orden y el Matrimonio. Tienen el Manto de la Virgen y la protección de los Santos.  Tienen diecinueve siglos de tierra bendita y la fuente milagrosa de las Tradiciones. Cuando atraviesan el Corazón de Jesús, el río de la Sangre divina los inunda para santificarlos…
Israel no tiene más que su derecho de primogenitura nunca abolido y la promesa de un triunfo cierto aunque indefinidamente aplazado. El Dinero, del cual son el detentador simbólico y que los cristianos sórdidos le envidian cuando no se lo pueden arrancar, corre hacia él como un torrente de lodo y miseria invocando un abismo de desesperación. Israel presiente muy bien, y cada vez más, que no está allí el Dios que los precedió en el desierto en la columna de nube y en la de fuego. Pero, sin embargo, tiene la promesa que nadie puede borrar puesto que Aquel que la ha hecho es “sin arrepentimiento”. Sea cual fuera la “perfidia” deste pueblo que ha sobrevivido a todos los demás, tiene en sus garras el quirógrafo del Espíritu Santo, la cédula de su Patriarca, la Palabra de honor de Dios a Abraham por la cual se le aseguró la mejor parte que no le será quitada.
Tal es el fondo del gran Canto vesperal de la Inmaculada Concepción, hija de Abraham. Mélanie, su mensajera en la noche del mundo, no podía más que identificarse con esta Palabra inteligible, tal vez, sólo por ella, habiéndole confiado Nuestra Señora de la Transfixión, Madre dolorosa del Verbo encarnado, como he dicho, la Llave del Abismo.



[1] Omnipotencia Suplicante.