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jueves, 16 de septiembre de 2021

La oración y el esfuerzo, por el P. Thibaut S. J. (III de III)

 3) La oración asegura el esfuerzo 

El que ora tiene asegurado el éxito final. No lo verá siempre en esta vida pasajera, pero gozará de él eternamente. Pues ¿a quién buscamos si no a Dios? Por el contrario, el esfuerzo humano nunca está garantizado contra las sorpresas imprevistas. El futuro no pertenece a nadie. Napoleón, Hitler, ilustran esta verdad, no desesperanzadora, sino consoladora. El futuro es de Dios, es decir, solo la oración tiene derecho allí. 

El éxito temporal resulta a menudo de una feliz coincidencia. ¡Cuántos inventores en potencia no llegaron a nada, no porque les faltara la prudencia o la energía sino únicamente porque no se dio la oportunidad que hubiera hecho brotar la chispa del genio! No hay ningún método para hacer descubrimientos. El arte de triunfar es una quimera. Los que prevén y proveen, los que, como se dice, no dejan nada al azar, no fracasan tan a menudo como los que se abandonan a la fortuna, pero también, cuando los alcanza el fracaso, los golpea más dolorosamente. 

Por más sabio y fuerte que uno sea, hay lugar para buscar en la oración una garantía contra la mala suerte. Cuando el estudiante ha trabajado mucho y se siente muy capaz de pasar el examen, es sobre todo entonces cuando debe pedir a Dios el éxito que merece. Pero ni el perezoso ni el incapaz tienen derecho de sustraer, a fuerza de oraciones, un veredicto favorable, que sería en realidad perjudicial a la sociedad y finalmente a ellos mismos. Si el caso se presenta, el éxito inmerecido no es imputable a la oración, sino al azar o a la complicidad de los que toman el examen. 

La oración no asegura el esfuerzo más que para el bien o incluso para lo mejor. Es la lección que hay que sacar sobre tantos fracasos aparentes. Para Dios son verdaderos éxitos, pero solamente la fe, la fe heroica, permite juzgar como Dios. La fe prueba al amor: tal es, gracias a ella, el rigor de la prueba, que nadie conseguirá entrar en el cielo por fraude o fingiendo amar a Dios. 

 

4) La oración prolonga el esfuerzo 

Los deseos del hombre llevan felizmente más alto que sus fuerzas. La oración continúa o prolonga el esfuerzo llevado al límite, así como la vara permite al brazo extendido alcanzar el fruto deseado. Es decir que, incluso en ese caso, la oración no dispensa del esfuerzo posible. 

viernes, 10 de septiembre de 2021

La oración y el esfuerzo, por el P. Thibaut S. J. (II de III)

 II. El esfuerzo no dispensa de la oración 

La oración no reemplaza el esfuerzo; lo completa, es decir, lo dirige, lo sostiene, lo asegura contra los riesgos y lo prolonga. 

1) La oración dirige al esfuerzo 

El esfuerzo debe ser dirigido pues, a diferencia de la oración, es poderosa tanto para el bien como para el mal. Este poder neutro del esfuerzo es una consecuencia de la discreción divina o del respeto de Dios por la autonomía de sus creaturas. No hay abominación que Dios tolere menos que violentar el libre albedrío. Esta reserva divina supone, para ser sabio, que el esfuerzo humano no sea todopoderoso como la oración y que ésta tenga el poder de hacer fracasar a aquél cuando esté mal dirigido. 

Mientras más poderoso es el esfuerzo, mayor es la necesidad de que sea bien dirigida. Asimismo, la oración se vuelve cada vez más necesaria, pues las fuerzas humanas crecen siempre y hoy en día el progreso se acelera terriblemente. La civilización moderna representa un enorme esfuerzo, pero raramente la ha dirigido la oración y comenzamos a temer que esta loca ascensión termine con una lamentable caída. No se trata de frenar el progreso material, que por otra parte sería una vana tentativa; se trata de promover el progreso moral: es la única manera de prevenir la catástrofe. 

Es preciso rezar a Dios antes de comenzar y sobre todo antes de llevar hasta el final una iniciativa. Está claro que la oración no dispensa de la atención, de la reflexión, de la vigilancia continua. Pero todo esto no sería suficiente sin la luz divina para regular nuestra acción. Lo único que esta iluminación es, por lo general, discreta; las inspiraciones celestes no son llamativas como las sugestiones infernales. Las máximas mundanas producen en el corazón humano un eco más estridente que las verdades evangélicas. La triple concupiscencia suscita más esfuerzos que las ocho bienaventuranzas. 

Un santo es un hombre que se deja dirigir por Dios y cuyo esfuerzo, por lo tanto, es todopoderoso para el bien. Los grandes apóstoles, los fundadores de órdenes religiosas, los promotores de las buenas obras, todos esos héroes que la Iglesia ha canonizado y nos propone como modelo, desconfiaban de su juicio natural y de las emboscadas diabólicas; buscaban, en una oración ardiente y prolongada, la luz pura de la cual sentían la urgente necesidad. Lo que los distingue ¿no es el buen empleo del tiempo y la sabia economía de sus fuerzas? El derroche que hace estragos hoy en día prueba que los hombres de acción no son hombres de oración como antes. Se hace mucho ruido y poco bien; se adquiere renombre, pero el nombre de Dios no es santificado; se hace lo que uno quiere y no lo que Dios quiere. 

 

2) La oración sostiene el esfuerzo 

El éxito visible al aumentar la confianza en sí alimenta el esfuerzo, que quiebra naturalmente el fracaso. La ignorancia del resultado, cuando dura, no es menos desconcertante que el fracaso. Pero, en el trabajo sobrenatural el beneficio es por lo general poco visible. Y como nada grande tiene grandes comienzos, la visión del verdadero éxito por lo general se hace esperar. Aquellos que, para perseverar, tienen necesidad de ver el fruto de sus esfuerzos, no llegarán a ningún lado. La oración puede prescindir de la visión porque está segura que su objeto es siempre bueno. Solamente los creyentes sostienen el esfuerzo ingrato hasta el final. 

Sin dudas que no es invariablemente la fe sobrenatural o la oración confiada la que reemplaza así la visión estimulante del resultado; hay trabajadores que tienen tanta confianza en ellos mismos que nada podría decepcionarlos y, repetido el fracaso, como una serie de latigazos, los coloca en la delantera en lugar de abatirlos. Tales son los inventores que sueñan con su descubrimiento antes de constatarlo. El esfuerzo sostenido por esa fe no está dirigido necesariamente al bien. 

La fe en Dios no sostiene más que el esfuerzo verdaderamente útil, pero lo sostiene a pesar de todo. Lejos de perjudicar la confianza, la ignorancia del resultado permite a la fe terminar en abandono. Si la Iglesia, a pesar de tantas pruebas, no ha renunciado a conquistar el mundo; si, en lugar de replegarse sobre sí mismo, se extiende cada vez más, es que debe esta milagrosa perseverancia al Adveniat regnum tuum que no cesa de clamar al cielo.

sábado, 4 de septiembre de 2021

La oración y el esfuerzo, por el P. Thibaut S. J. (I de III)

La oración y el esfuerzo, por el P. Thibaut S. J.

Nota del Blog: Este artículo del P. Thibaut está tomado de la Nouvelle Revue Théologique 74 (1952), pp. 1078-1083. 

 

*** 

No existe oración sincera ni esfuerzo serio sin un deseo anterior. El esfuerzo supone además la confianza en sí o en la naturaleza, y la oración la confianza en Dios o en otra fuera sobrenatural. La oración y el esfuerzo no están sino medio relacionados y no crecen necesariamente juntos. Podría pasar que los que rezan y los que obran sean dos clases de hombres, como los creyentes y los incrédulos, pero no debe suceder así. La oración no dispensa del esfuerzo, ni éste de aquélla. 

I. La oración no dispensa del esfuerzo 

El esfuerzo es bueno mientras el hombre está inconcluso. Al esforzarse por ser más, la creatura se hace un poco a sí misma con el auxilio divino. Es debido a una mayor bondad que Dios no nos ha creado completos. Quiere que le seamos semejantes lo más posible en el acto creador y que gustemos eternamente la alegría de habernos hecho en parte tal como somos. Después de esto está claro que la oración o el recurso a Dios no podría tener como finalidad hacer superfluo al esfuerzo. 

Es cierto que la oración digna de ese nombre, la oración eficaz, incluye un esfuerzo personal. También que la mayor parte de los mismos creyentes ruegan raramente como se debe. ¿Por qué ese esfuerzo no dispensa de todos los demás? A menudo se piensa que así sucede. “Sin ella, dicen los perezosos, ¿qué ventaja tiene rezar?”. En vez de buscar metódicamente el objeto perdido, invocan a San Antonio; en lugar de recurrir al médico o de sufrir una operación benigna, hacen novena tras novena. No les viene la idea de unir los medios naturales a los sobrenaturales. 

En ciertos casos, sin dudas, la sugestión es un remedio razonable y uno tiene el derecho de pedir a Dios que opere la curación por ese medio y no por los medicamentos o los psiquiatras. San Gregorio de Tours confiesa ingenuamente que San Martín era su médico. Entonces no era tentar a Dios sino preferir la oración a la intervención de los médicos. De la misma manera, la policía estaba tan mal hecha que el clero en general no prohibía las ordalías. Hoy en día ya no soportamos la idea de un duelo judicial, nos hemos olvidado de la lista de los santos curadores y, si el pan de San Huberto sigue figurando el 3 de noviembre en nuestro desayuno, nada nos impedirá recurrir, llegado el caso, a la vacuna antirrábica. 

domingo, 4 de octubre de 2020

Miserere mei Deus, por el P. Thibaut S.J. (II de II)

   Hay peticiones que son tanto o más cómodas hacer por sí mismo que por otro y, lo más a menudo, cuando gemimos espontáneamente Miserere mei Deus, son gracias naturalmente deseables las que así solicitamos. Quisiéramos que Dios reduzca al mínimum la cruz sin la cual la salvación es imposible. “Tened piedad de mí”, significa entonces: “¡Tened cuenta de mi debilidad, desconfiad de mi bajeza, obrad con dulzura, etc.”! Así no rezaba San Agustín: “Hic ure, hic seca, modo parcas in aeternum”: “Obrad intrépidamente, Señor, tallad sobre lo vivo, emplead el hierro y el fuego; nada será poco para evitar el infierno”. ¿Cuántos cristianos estarían encantados de saber que se reza por ellos de esta manera? 

¡La mayoría de los enfermos apelan a la piedad divina pidiendo la curación y no la paciencia que en el noventa y nueve por ciento de los casos vale más que la curación! ¡Uno entiende que, en este caso, Dios se haga rogar! Al pedir un don menor, rechazamos uno mejor. El santo pedirá la salud, pero es para tener el medio de sufrir más y de ayudar más eficazmente a sus hermanos. Al esperar sin impaciencia la curación que considera sinceramente como un don más grande, aprovechará sus sufrimientos y los hará retornar para la gloria de Dios y la salvación de las almas. Si no se le devuelve la salud, comprenderá que, contrariamente a su anterior apreciación, la enfermedad es para él un don mejor y se tendrá por escuchado más allá de sus deseos. 

Incluso a los más grandes santos les pasa lo mismo que a Jesús en Getsemaní, que tienen miedo y dudan ante el sacrificio que Dios les propone. Entonces, sin escrúpulos, ruegan por ellos mismos: Miserere mei Deus. Quieren decir: “Señor, véis mi debilidad y es preciso que me deis lo que me pedís”: “Da quod iubes et iube quod vis”. Sucede también a los santos que pierden la paciencia y, no pudiendo más, apelan a la indulgencia divina. Les pasa, para consuelo de los pobres pecadores, que son presa de tentaciones tan violentas que ya no saben si son amigos o enemigos de Dios. ¿Qué oración pueden entonces sacar de su corazón sino el De profundis o el Miserere mei? 

 Si está permitido a los más grandes santos replegarse así sobre ellos mismos en ciertos momentos, ¿cómo estará prohibido a los débiles y pusilánimes multiplicar los clamores a la piedad? Sin dudas no es esa la oración más sublime y los soberbios dirán incluso que es la oración de los cobardes. Pero la falta de coraje que no se transfigura en prudencia a sus propios ojos, la cobardía que se confiesa y deplora no es un vicio imperdonable como la suficiencia de los orgullosos. El temor al infierno es menos noble que el abandono de los quietistas: sin embargo, ésta es una herejía y aquélla no. 

lunes, 28 de septiembre de 2020

Miserere mei Deus, por el P. Thibaut S.J. (I de II)

Miserere mei Deus, por el P. Thibaut S.J.

Nota del Blog: Este bellísimo estudio del P. Thibaut está traducido de la Nouvelle Revue Théologique 74 (1952), pp. 298-301. 

 

*** 

Es la oración de los pecadores y de los desafortunados, es nuestra oración habitual. En ciertos momentos hará lugar al heroico Fiat voluntas tua o también al Magnificat, anticipación del cántico de los elegidos. Incluso entonces, si somos completamente sinceros, la aceptación no existirá sin una secreta esperanza de alivio, al estar atiborrado el alegre reconocimiento de una nota de melancolía. Pues nuestra presente condición es demasiado miserable para que podamos prescindir de un llamamiento a la misericordia divina. Es importante, pues, que nos aseguremos de una buena vez de la perfecta legitimidad de una oración tan nuestra. 

Las encontramos equivalentes a las últimas peticiones de la oración dominical: et dimitte nobis debita nostra… et ne nos inducas in tentationem, sed libera nos a malo. Sin embargo, aquí el “nosotros” le da otro tono. Lo que hay que legitimar antes que nada es el “mí” del Miserere. 

Sin dudas, todos somos pecadores, excepto la Virgen María, y todos tenemos necesidad de la misericordia infinita. Evidentemente, no se trata de decir a Dios: “¡Ten misericordia de mí solo!”. Esta dureza de corazón con respecto a los demás sería un pecado que clamaría venganza, lejos de apiadar a nuestro Padre común. Está claro que el “mí” no excluye al prójimo, pero, sin embargo, ponemos el acento sobre nuestra propia miseria. Es ella quien inspira nuestro llamamiento a la piedad. ¿Es legítimo ese retorno sobre sí? 

Es necesario distinguir. Ciertamente, tenemos derecho a considerar nuestra miseria moral, nuestros pecados, como merecedores de una preferencia. En ese sentido, el adagio “la caridad bien ordenada comienza por casa”, es sin dudas verdadero. Ninguno de nosotros es como San Francisco de Asís, que se tenía por el pecador más grande de todos. Sería una especie de quietismo no querer el perdón para sí antes de haberlo obtenido para los demás. En el fondo, el pecado es siempre egoísmo. Es la conciencia de nuestro egoísmo o de nuestro excesivo amor propio lo que nos hace clamar: “Señor, ten piedad de mí”. El “mí” no se pone aquí en evidencia más que como un mal del cual se pide la liberación. Miserere mei Deus, es decir, sobre todo: 

¡Oh Dios, que eres todo Amor, quitad de mi corazón este veneno que lo estrecha y lo cierra!”. 

viernes, 14 de junio de 2019

Erunt duo in lecto uno, por R. Thibaut


Erunt duo in lecto uno, por R. Thibaut

   Nota del Blog: Tomado de la Nouvelle Revue Théologique 58 (1931), p. 56-57.


***

   Los exégetas no están de acuerdo sobre la parte exacta del doble detalle que se lee en Mt. XXIV, 40 s. y Lc. XVII, 34 s. Al hacer valer las palabras subrayadas más abajo, intentaremos resolver el desacuerdo.

   Mt. Entonces                                                 en el campo

                                  habrá dos hombres

   Lc. En aquella noche                                       en un lecho común:

   Mt. Uno es                                        otro es

                                  tomado                                 dejado;

   Lc. Uno será                                     el otro será           

   Mt.

        habrá dos mujeres ocupadas en la                    muela 

   Lc.                                                          misma

 
   La contigüidad final de los elegidos y réprobos[1], que Mt. deja adivinar y que Lc. acentúa fuertemente, he ahí, creemos, el punto de los rasgos que revela la distinción.

   Muchos comentadores no ven allí más que un detalle pintoresco. Han buscado el elemento significativo de la parábola en todas partes menos allí. A veces es el refrán uno tomado, uno dejado, donde descubren (agregando de su parte: tomado para la recompensa, dejado para el castigo) la suerte tan diversa que se hará con los hombres el día del juicio. A veces es la diversidad: hombres y mujeres, lecho y muela, donde encuentran una prueba (muy superflua) que el juicio dividirá los hombres según su actitud moral y no según el sexo, la ocupación o la condición social. A veces es el carácter de despreocupación de la puesta en escena: se duerme, se ocupa en los trabajos domésticos, sin saber nada sobre la catástrofe inminente, al igual que los contemporáneos de Noé y los ciudadanos de Lot, cuyo ejemplo precede nuestro comentario. Lo que tanto aquí como allá se tiene en cuenta es, dicen, la rapidez del juicio.

   Sin embargo, aclarando algunos exégetas (Lucas de Brujas, in Mt. XXIV, 41; Rongy, Rev. Ecclés. de Liége, 1921-1922, p. 307), nuestro comentario agrega algo a la lección del diluvio y de Sodoma: allí los elegidos estaban debidamente advertidos, aquí los elegidos están en la ignorancia al igual que los réprobos. Como se vé, jamás se saca provecho de la contigüidad. Sin embargo, una sola vez, que sepamos, se ha intentado encontrarle un significado, pero desesperando de encontrarlo tomándolo materialmente, se lo ha espiritualizado y falseado como consecuencia el alcance del detalle:

   “La intimidad, la asociación, el parentesco, no garantizarán la misma suerte en el día de la venida del Hijo del hombre. Los méritos de uno no aprovecharán al otro” (Rose, evangile selon S. Luc, 1905, p. 168).

   Conservamos a la contigüidad final su carácter material. Así, y no de otra manera, la doble característica que vienen a continuación del ejemplo del diluvio y de Sodoma, previene una falsa interpretación. Para mostrar claramente que a diferencia de Noé y de Lot, los elegidos no serán separados de los réprobos antes del momento supremo, su contigüidad en ese momento es llevada al punto más alto, ilustrada por situaciones conocidas por todos, la proximidad de un lecho común, el sentarse frente a frente junto al molino que las mujeres hacen girar.

   No es pues, la rapidez del juicio que se tiene en cuenta directamente, es la instantaneidad de la separación. Tendrá lugar, por completo, en el último momento. Inútil por lo tanto ponerse en camino (Mt. XXIV, 26; Lc. XVII, 23), retirarse de la masa destinada a la perdición, como habrá que hacer antes de la ruina de Jerusalén (Mt. XXIV, 16-20; Lc. XXI, 21). Sobre el juicio, la cuestión del lugar es tan vana como la del tiempo. Se puede impunemente esperar y permanecer en el lugar. La catástrofe final no es como las otras: alcanzará en forma diversa a las personas relacionadas en el espacio y el tiempo.



[1] Nota del Blog: Interpretación bastante común pero que no se condice con el texto. Los evangelistas dicen “dejado” y no hay nada que haga suponer una condena en el uso de este término o en el contexto en que ha sido empleado. Claro que la razón de esta exégesis es la negación de viadores después del Anticristo, o sea, siempre volvemos a lo mismo: al quitar el Reino Milenario la explicación de muchos pasajes se torna muy difícil, por no decir imposible.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Sin Bastón ni Calzado, por R. Thibaut


Nota del Blog: Artículo del P. R. Thibaut aparecido en la Nouvelle Revue Théologique 58 (1931), p. 54-56.

***

Mc. VI, 8 s. concede al viajero apostólico el bastón y el calzado que le rechazan, parece, Mt. X, 10 y Lc. IX, 3 (cf. Lc. X, 4 y XXII, 35). En vano, a fin de llevar la excepción de Mc. a la regla de Mt. y Lc., se ha supuesto un error en la versión griega del arameo (Wellhausen) o dado a εἰ μὴ (sino) el sentido de sed neque (pero tampoco) (Méchineau, Études, t. 69, p. 303). Para reducir la contradicción es necesario o bien deslizar una distinción en el objeto permitido y prohibido al mismo tiempo, o bien no hacer ninguna, para este objeto, entre prohibición y permisión.

Los comentadores inventaron naturalmente una cantidad de distinciones una más sutil que la otra. En otro tiempo, muchos hubieran recurrido al simbolismo: hay que tomar o dejar el objeto material según el sentido místico que uno le fije. Con el tiempo, las distinciones pasaron a ser más realistas: permiso para conservar, prohibición de adquirir; permiso para poseer un bastón, un par de calzado, prohibición de tener de recarga; permiso para apoyarse sobre un bastón, para usar sandalias, prohibición de armarse de un garrote, de llevar calzado para montar.

Maldonado, disgustado con estas distinciones gratuitas, creyó desterrarlas para siempre, descubriendo que, prácticamente, desde el punto de vista de la pobreza, prohibir o permitir semejantes objetos mínimos tendrían aquí el mismo valor. Cuando se prescribe dejar todo hasta el bastón, no importa mucho que se especifique inclusivamente (Mt., Lc.) o exclusivamente (Mc.). Las dos fórmulas: ni siquiera un bastón, nada más que un bastón, significan realmente la misma cosa, representan la misma pobreza. Así, agrega Maldonado, para expresar la misma idea de pobre equipamiento, uno dice equivalentemente: “caminar a pie sin lanza” o “caminar a pie con un bastón en la mano” (in Mt. X, 10).

La explicación de Maldonado no es menos ingeniosa que las distinciones de las que nos quiere desembarazar; desafortunadamente es gratuita. En Mt. y Lc. el bastón es citado entre otros objetos prohibidos, sin que nada lo presente como menos para dejar que el resto, o lo prepara de lejos para la excepción formal, del que beneficia a Mc. junto con el calzado.

Releamos el pasaje y si hay una distinción, saquémosla del texto, en lugar de inventar, como se hacho a menudo hasta aquí.

“No tengáis ni oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón (Mt. X, 9 s.)”.

“No toméis nada para el camino, ni bastón, ni bolsa, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas” (Lc. IX, 3).

“No llevar nada para el camino, sino sólo un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero en el cinto, sino que fuesen calzados de sandalias, y no se pusieran dos túnicas” (Mc. VI, 8 s.).


Así, pues, dos clases de objetos: oro, plata, cobre, alforja, pan, segunda túnica prohibidos sin distinción; bastón, calzado, prohibidos (Mt.-Lc.) o permitidos (Mc.) según el caso. Pero Mc. nota expresamente el caso en que el calzado está permitido: hay que tenerlo en los pies, es decir, usarlo actualmente. Llevado de otra manera (βαστάζειν en Lc. X, 4), entran en la categoría de objetos prohibidos sin distinción, y pasan a ser por ocasión lo que los otros objetos son por naturaleza, a saber, equipajes. El bastón está permitido evidentemente en el mismo caso que el calzado, si facilita actualmente el andar como lo hacen él, si está sin nada, sin carga alguna (nada más que un bastón, nota Mc.). Si sirve, por el contrario, para llevar el menor equipaje, por ejemplo, el calzado, el ῥάβδος (bastón) de βακτηρία pasa a ser άνάφορον, y he ahí entonces prohibido por la misma razón que el objeto que ayuda a portar (Mt.: ni calzado ni bastón; Lc.: ni bastón ni alforja).

Las autorizaciones particulares de Mc. no mitigan en manera alguna la prohibición general de Mt. y Lc. Solamente precisan la razón. No se trata que los apóstoles se priven de lo necesario: se les asegura que nada les faltará (Lc. XXII, 35 s.). Se trata únicamente de tener confianza en Dios (Mt. VI, 25 s.). Esta es la idea esencial de este pasaje. La confianza no debe tener límites: no se debe tomar nada para el futuro, ni siquiera esas cosas indispensables para el viajante, como un bastón o calzado (Mt., Lc.); pero el uso actual no está prohibido (Mc.).

Los tres evangelistas están perfectamente de acuerdo con el programa que Maldonado ha formulado felizmente en estos términos: “no tengan nada excepto aquellas cosas que sean necesarias para el uso actual”.

viernes, 6 de julio de 2018

La Parábola del Ladrón, Interpretación de Mt. XXIV, 43; Lc. XII, 39, por R. Thibaut, S.J.

Nota del Blog: El siguiente artículo fue publicado por la Nouvelle Revue Théologique, Tomo 54 (1927), p. 688-692, y escrito por el P. R. Thibaut S.J.


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El Texto.

La doble transmisión griega de esta parábola (Mt. XXIV, 43; Lc. XII, 39) no ofrece divergencia notable, salvo en San Lucas la omisión de διὰ τοῦτο (por esoa causa de ésto) entre el aspecto parabólico y la aplicación moral. La versión latina zanja la ambigüedad del texto original. Unimos al equivalente español de la Vulgata el sentido del griego que no ha pasado al latín:

“Comprended (vosotros comprended) que, si el padre de familia (amo de casa) supiera (hubiera sabido) a qué hora el ladrón vendría (viene), velaría (hubiera velado) y no dejaría (no hubiera dejado) horadar su casa. Por eso, vosotros también, estad prontos, porque el Hijo del hombre vendrá (viene) a la hora en que no pensáis”.


La dificultad del texto.

El P. Buzy coloca la parábola del Ladrón al igual que la de la higuera (Mt. XXIV, 32; Mc. XIII, 28; Lc. XXI, 29) en la clase de simples comparaciones (Introduction aux Paraboles, Gabalda, 1912, p. 187). La parábola de la Higuera se cierra con la comparación más fácil del mundo:

“Cuando ya sus ramas se ponen tiernas, y sus hojas brotan, conocéis que está cerca el verano. Así también vosotros cuando veáis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas”.

El equilibrio de los dos términos es impecable. No se puede decir lo mismo sobre la comparación del Ladrón:

“Así como un padre de familia no dejaría de velar para defender su casa, si, por un imposible, supiera la hora en que debe venir el ladrón; así, vosotros también estad prontos, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora en que no pensáis”.

Nada subraya más la falta de equilibrio que los esfuerzos de los comentadores para simplificarla un poco. Por ejemplo, Lacouture elimina prácticamente del texto la presciencia de la hora:

“Si el padre de familia sabía que debía venir un ladrón, seguramente estaría despierto. Pero, ese es precisamente nuestro caso. Sabemos que la muerte vendrá a despojarnos, pero ignoramos la hora de su venida” (Paraboles évangéliques, I, p. 394, Paris, Retaux, 1906).

Knabenbauer, cuidadoso de no mutilar el texto, deja al padre de familia la advertencia completa y se esfuerza únicamente por analizar la incertitud de los discípulos:

martes, 8 de mayo de 2018

Las falsificaciones de la esperanza en Dios, por R. Thibaut (II de II)


La Presunción perezosa.

Es la presunción que cuenta de tal manera con Dios que transforma la pereza en abandono total. Seduce a los temerarios, mientras que los tímidos, queriendo evitarla, no osan confiarse tanto como debieran. Nuestro propósito es ponerla en su lugar, es decir, de ninguna manera, como se lo cree generalmente, más allá, sino bastante por debajo de la más circunspecta confianza en Dios. Así quitaremos a los despreocupados y a los timoratos la ilusión cómoda de la que se nutre su pereza, en unos, la apariencia de llevar al extremo el abandono en la Providencia, y en otros, de retener este abandono en sus justos límites.

¿Se arruina la presunción al señalarle un exceso de confianza? Es hacerle demasiado honor. Para que haya presunción más allá de la confianza, sería preciso que reciba los límites de la Bondad divina y no de la estrechez del corazón humano. Pero lejos de desalentar nuestras esperanzas, Dios las desafía a vencer su generosidad. En todo caso la victoria será del Infinito, pero le hacemos la victoria muy fácil. Son raros los corazones grandes que, fuertes contra Dios, no lo obligan a triunfar sin gloria.

Cuando se habla de los límites de la bondad de Dios, tengamos la delicadeza de notar que no viene de Él sino de nosotros.

El amor divino no tiene más límites que los rechazos opuestos por nuestras libertades. Aun así, no tiene cuenta de nuestros rechazos parciales y provisorios, por más graves y reiterados que sean. Una sola cosa lo desarma: un rechazo decisivo e irremediable” (Sertillanges, O.P., Catecismo de los incrédulos, tomo, 2).

Esto responde bien a la idea que nos hacemos de la Caridad infinita, pero cómo leer sin repugnancia estas líneas desoladoras de un autor por otra parte muy recomendable[1]:

“Que la bondad de Dios para con nosotros tiene límites, todo lo proclama: el infierno, el dolor, el mal, y hasta esos mediocres goces que pronto nos dejan… Hagámonos muy humildes y como tímidos ante esos terribles límites de la bondad; temamos sobrepasarlos” (Práctica progresiva de la confesión, II).

No, no temamos ir más allá, temamos más bien quedarnos muy por debajo de los espléndidos ofrecimientos, de las ventajas insospechadas que la munificencia infinita prodiga incluso a los menos aventajados entre nosotros.

Pero, se dirá, ¿no es bueno que los pecadores empedernidos teman agotar la misericordia?

sábado, 28 de abril de 2018

Las falsificaciones de la esperanza en Dios, por R. Thibaut (I de II)


Las falsificaciones de la esperanza en Dios

Nota del Blog: Hermoso y profundo trabajo del P. R. Thibaut, seguramente conocido ya por los lectores de este Blog como agudo exégeta, y que se muestra aquí, además, como un gran autor espiritual. Este estudio apareció en la Nouvelle Revue Théologique, tomo 61 (1934), pag. 837-845.

***

Es de gran utilidad confrontar la verdadera esperanza con las falsificaciones de esta excelente virtud, pues amenazan desacreditarla si es que no suplantarla. Se trata de la presunción ignorante y de la presunción perezosa. En cuanto a la presunción orgullosa no tenemos nada que decir aquí: este exceso de confianza en sí evidentemente no simula la confianza en Dios, a la cual se opone abiertamente como la misma desesperanza. Pero las otras dos presunciones pasan muy a menudo por una auténtica confianza en Dios. Es su atributo común. Se distinguen en que la ignorante minimiza los dones divinos reales que pretende esperar, mientras que la perezosa magnifica las ficciones miserables que espera en lugar de los dones divinos.

La Presunción ignorante.

Es cierto que la ignorancia alimenta esperanzas humanas. Existe una bella declaración: el que quiere puede; sólo cuesta el primer paso; la fortuna favorece a los audaces, etc.; la experiencia opone los hechos a estas bellas frases: mientras más reflexiona el hombre, más duda en emprender; la mayoría de las empresas fracasan y los privilegiados que tienen éxito, lo atribuyen al azar o a la Providencia, confesando que, si hubieran previsto lo que les esperaba, hubieran desesperado de triunfar. Lo mismo sucede con la esperanza en Dios: muchos no cuentan con el don de Dios porque ignoran su inmensidad. Si supieran lo que es la vida eterna, que profesan esperar, o el perdón de los pecados, que esperan obtener sin límites, a menos que no tengan al mismo tiempo una idea completamente diferente de la infinita Bondad de Dios que la que se forjaron a su imagen, se los escucharía, desgarrando bruscamente el semblante de confianza que ocultaba su profunda desesperanza, exclamar con una terrible sinceridad: “¡El cielo no está hecho para nosotros!” – “¡Nuestros pecados son demasiado grandes para que Dios los perdone!”.

domingo, 8 de abril de 2018

El Anuncio a José (II de II)


Gracias a la traducción propuesta se puede dar una interpretación satisfactoria del mensaje en el conjunto del recitado. Ya no hay dos mensajes: anuncio de la concepción virginal y revelación del rol de José, sino uno sólo que unifica sus elementos subordinándolos. Si el Espíritu Santo es el autor de la concepción, José no tiene ninguna función que cumplir en el nacimiento milagroso. Pero dado que tiene la misión de servir de padre al Niño es que él, hijo de David, debe, a pesar de la concepción virginal, tomar consigo a la madre del Salvador.

Este mensaje le es transmitido en el estilo de las Anunciaciones. Como en San Lucas a la Virgen María, le es dado un signo. En el pasado, el signo para la Virgen fue la milagrosa preñez de Isabel; para José es la obra del Espíritu Santo en María, oficialmente confirmada. En el futuro, tanto para José como para la Virgen, es el anuncio de un hijo (cf. Juec. XIII, 3-5). Luego, dado el signo, se le confía tanto a José como a la Virgen, imponer el nombre al niño (cf. a Agar, Gen. XVI, 11 y a Abraham, Gen. XVII, 19).

Este doble aspecto del mensaje angélico se refleja en la cita escriturística que sigue:

Todo esto sucedió para que se cumpliese la palabra que había dicho el Señor por el profeta: “Ved ahí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán el nombre de Emmanuel”, que se traduce: “Dios con nosotros”.”

Para entender en qué sentido esta profecía anunciaba el suceso narrado, conviene remarcar que el fin del recitado está distribuido en forma similar: “Y sin que la conociera, dio ella a luz un hijo” (en lo que respecta a la concepción virginal), “y le puso por nombre Jesús” (en lo que respecta al rol de José). Mensaje (vv. 20-21), profecía (v. 23) y recitado (v. 25) se corresponden perfectamente, recitados los tres por καλέσεις τὸ ὄνομα αὐτοῦ (21), καλέσουσιν τὸ ὄνομα αὐτοῦ (v. 23), ἐκάλεσεν τὸ ὄνομα αὐτοῦ (v. 25) (le pondrán por nombre). Así se explica la modificación del texto de Isaías (καλέσουσιν [le pondrán por nombre] en lugar de καλέσεις [le pondrás por nombre]; por el plural (no necesariamente indeterminado), José se une a la Virgen para ponerle el nombre al Niño. La profecía viene así a justificar a su manera el rol de José en el nacimiento del Emanuel.

El pasaje termina, pues, con la paternidad legal de José. La concepción virginal, si es supuesta por todas partes como el suceso mayor que ocasiona el recitado - ἐκ πνεύματος ἁγίου (del Espíritu Santo) (vv. 18.20), ἡ παρθένος (la Virgen) (v. 23), οὐκ ἐγίνωσκεν αὐτὴν (no la conoció) (v. 25)- no es revelada directamente[1]. Para convencerse de ello, hay que renunciar al concordismo espontáneo que proyectan las enseñanzas de San Lucas sobre el recitado mateano.

martes, 27 de marzo de 2018

El Anuncio a José (I de II)

Nota del Blog: El siguiente estudio es obra del P. Xaver Léon-Dufour S.J., y apareció en Mélanges bibliques rédigés en l'honneur d’André Robert, Paris 1957, p. 390-397. 

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Según Mt. I, 18-25, es seguro que José decidió repudiar a María su “prometida” porque estaba encinta; también es cierto que cambió su proyecto como consecuencia de una intervención angélica. Hasta ahí los intérpretes están de acuerdo. Difieren a la hora de explicar la decisión de José que,

“Como era justo y no quería delatarla (a María), se proponía despedirla en secreto” (Mt. I, 19).

¿Por qué esta conducta envuelta, esta repudiación oculta, ignorada de los usos judíos? ¿En qué consiste la “justicia” que le atribuye el evangelista? ¿Justicia con respecto a la ley, a Dios, a María o justicia indulgente (débonnaireté)? Todas estas respuestas se han dado, suponiendo resuelto otro enigma: ¿José tenía a María como inocente o culpable? ¿O la veneraba como el arca de Dios?

Ordinariamente, si no concuerdan sobre la suposición de adulterio, se responde con seguridad que José no estaba al corriente de la concepción virginal, y esto en razón del mensaje del ángel que parece revelarle:

“José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, porque su concepción es del Espíritu Santo” (Mt. I, 20).

Pero ¿revela de hecho el misterio de María? Creemos que no. Antes de justificar nuestra opinión por medio de una nueva traducción de este pasaje, recordemos esquemáticamente las interpretaciones corrientes.

sábado, 17 de marzo de 2018

El Signo de Jonás (II de II)


Nota del Blog: A fin de no producir tedio en el lector con una nota al pie casi a cada paso, nos parece más oportuno hacer una sola nota y al final del trabajo.

La predicación de Jonás


Primero lo primero:

Mt. XII, 38-42: “Entonces algunos de los escribas y fariseos respondieron, diciendo: “Maestro, queremos ver de Ti una señal”. Replicóles Jesús y dijo: “Una raza mala y adúltera requiere una señal: no le será dada otra que la del profeta Jonás. Pues, así como Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches. Los ninivitas se levantarán, en el día del juicio, con esta raza y la condenarán, porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; ahora bien, hay aquí más que Jonás. La reina del Mediodía se levantará, en el juicio, con la generación ésta y la condenará, porque vino de las extremidades de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón; ahora bien, hay aquí más que Salomón”.

Mt. XVI, 1-4: “Acercáronse los fariseos y saduceos y, para ponerlo a prueba le pidieron que les hiciese ver alguna señal del cielo. Mas Él les respondió y dijo: “Cuando ha llegado la tarde, decís: Buen tiempo, porque el cielo está rojo”, y a la mañana: “Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo sombrío”. Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no las señales de los tiempos. Una generación mala y adúltera requiere una señal: no le será dada otra que la del profeta Jonás”. Y dejándolos, se fue”.

Mc. VIII, 11-13: “Salieron entonces los fariseos y se pusieron a discutir con Él, exigiéndole alguna señal del cielo, para ponerlo a prueba. Mas Él, gimiendo en su espíritu, dijo: “¿Por qué esta raza exige una señal? En verdad, os digo, ninguna señal será dada a esta generación”. Y dejándolos allí, se volvió a embarcar para la otra ribera”.

Lc. XI, 15-16: “Pero algunos de entre ellos dijeron: “Por Beelzebul, príncipe de los demonios, expulsa los demonios”. Otros, para ponerlo a prueba, requerían de Él una señal desde el cielo”.

Lc. XI, 29-32: “Como la muchedumbre se agolpaba, se puso a decir: “Perversa generación es ésta; busca una señal, mas no le será dada señal, sino la de Jonás. Porque lo mismo que Jonás fué una señal para los ninivitas, así el Hijo del hombre será una señal para la generación esta. La reina del Mediodía será despertada en el juicio frente a los hombres de la generación esta y los condenará, porque vino de las extremidades de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón; y hay aquí más que Salomón. Los varones ninivitas actuarán en el juicio frente a la generación esta y la condenarán, porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; y hay aquí más que Jonás”.


***

Bien. Tenemos varias cosas para decir sobre este interesante estudio.

Lo primero que debemos preguntarnos es ¿para qué es el signo que piden los judíos?

La respuesta es obvia: para reconocer al Mesías.

Es decir, los judíos piden un signo del cielo para recién entonces aceptar al Mesías; por lo tanto, y acá coincidimos con el Autor, el signo del Maestro deberá buscar producir el mismo efecto y no ser un signo de condenación.

Claro que la pregunta que tenemos que hacernos aquí es ¿y qué pasa con los demás signos (de hecho, así llama San Juan a los milagros) de Nuestro Señor? ¿No hacía, acaso, Jesús los milagros para acreditar su divinidad?

El problema es que los judíos ya habían rechazado los milagros de Nuestro Señor atribuyéndolos al diablo, y es en extremo interesante notar que San Lucas relaciona estos dos aspectos que parecerían no tener mucho que ver: el pecado contra el Espíritu Santo y el signo de Jonás.

Estaba Jesús echando un demonio, el cual era mudo. Cuando hubo salido el demonio, el mudo habló. Y las muchedumbres estaban maravilladas. Pero algunos de entre ellos dijeron: “Por Beelzebul, príncipe de los demonios, expulsa los demonios”. Otros, para ponerlo a prueba, requerían de Él una señal desde el cielo” (XI, 15-16).

miércoles, 7 de marzo de 2018

El Signo de Jonás (I de II)


Nota del Blog: El siguiente artículo es obra del P. R. Thibaut S.J. y apareció en la Nouvelle Revue Théologique, 60 (1931), pag. 532-536.

La segunda parte la dedicaremos a realizar algunas observaciones a este estudio.


Jonás y el pez.
El signo de Jonás no es un signo como los demás. Creemos que sobre ésto todo el mundo está de acuerdo. Cuando Nuestro Señor declara que la γενεὰ πονηρὰ (generación mala), tras pedir un milagro, no tendrá otro más que el signo de Jonás, no reenvía indistintamente a los milagros que obró en el gran día tanto antes como después de esta declaración. El signo de Jonás debe, pues, tener algo particular, incluso único. ¿Qué será pues? Esta es la pregunta que divide a los exégetas.

A decir verdad, la mayoría saltea la etapa y va directamente a otra cuestión: ¿cuál es, en la historia de Jesucristo, el suceso que profetiza la estadía de Jonás en el vientre de un monstruo marino durante tres días y tres noches? Responden sin dudar: la sepultura de Cristo que termina el tercer día; en una palabra: la resurrección. Su interpretación es tanto más segura cuanto no hace más que reproducir, parece, el comentario de Nuestro Señor mismo:

“Pues, así como Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt. XII, 40).

El signo de Jonás, al ser asimilado de esta manera con el signo del Templo (Jn. II, 19), parecería que la cuestión preliminar está completamente resuelta: el milagro en cuestión tiene aquí de particular que es el más grande de todos. Nuestro Señor envía naturalmente allí a aquellos a los que los milagros ordinarios no satisfacen.

Maldonado, que al principio abandonó la interpretación universalmente recibida antes de él, finalmente la retomó, atenuándola un poco:

“A los que le piden un signo con una intención maliciosa, Cristo no tenía la costumbre de dar otro signo más que el de su resurrección, como si dijera: “¿No me creéis? ¡Y bien! Esperad el fin; el fin (es decir, mi resurrección) os abrirá los ojos” (In Jn. II, 19).

Todo esto supone que Jonás en su signo sea el profeta encerrado tres días en las profundidades del mar. Es ciertamente la nota que se encuentra en San Mateo. ¿Pero por qué San Lucas nos da otra idea? Nos lo muestra predicando a los ninivitas:

“Porque lo mismo que Jonás fue una señal para los ninivitas, así el Hijo del hombre será una señal para la generación esta” (Lc. XI, 30).

domingo, 25 de febrero de 2018

La Respuesta de Nuestro Señor a Pilatos (Jn. XIX, 11)

Nota del Blog: Hermosa y muy natural explicación de un pasaje evangélico un tanto difícil, escrita por el P. R. Thibaut S.J. y publicado por la Nouvelle Revue Théologique, Tomo 54 (1927), p. 208-211.



Los judíos lanzaron finalmente el grito decisivo:

“Nosotros tenemos una Ley y, según esta Ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios.”

Ante estas palabras, remarca San Juan (XIX, 8), Pilatos temió aún más.  Al entrar de nuevo al pretorio, le dijo a Jesús:

“¿De dónde eres Tú?”.

Jesús no le dio respuesta.

“Díjole, entonces, Pilatos: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo el poder de librarte y el poder de crucificarte?”.

Esta vez, Jesús responde:

No tendrías sobre Mí ningún poder, si (poder) no te hubiera sido dado de lo alto, por esto quien me entregó a ti, tiene mayor pecado”.

Después de esta respuesta, nota todavía San Juan (XIX, 12), Pilatos busca salvar a Jesús.

En esta breve respuesta de Nuestro Señor, hay al menos cinco elementos que los comentadores han interpretado en forma diversa.