lunes, 24 de diciembre de 2012

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. III (IV de IV)


7. Inocencia y sacrificio

Cuando se habla de las diversas formas de sacerdocio y de culto, suele ponerse todo el énfasis en su función restauradora, en la salud que traen al orden vulnerado por el delito de Adán y por el de sus hijos. Esa tendencia parece alentada por la historia de las religiones, con su lago de sangre humeante en el que chapotean millones de “sacerdotes del Ser supremo”. Y tal vez a ello se deba el que ningún teólogo haya reconocido en el primer precepto dado por Dios al primer hombre, no obstante la evidencia de su efecto consagratorio, la institución del sacrificio primordial.
San Agustín se anima a sugerir que no fue necesaria, en el estado de justicia original, una oblación distinta de la interior, de la que tiene por único signo externo el propio ser: “Entonces, como estaban puros y limpios de todas las manchas del pecado, se ofrecían a sí mismos a Dios por hostia y sacrificio purísimo”[1].
Según M. de la Taille[2], santo Tomás habría sido de la misma opinión, ya que en el comentario al Libro de las Sentencias, habla del sacrificio como de un sacramento[3]; y de los sacramentos afirma en otra parte que no eran necesarios en el estado de justicia original[4]. La verdad es que, santo Tomás no considera verdadero sacramento cualquier sacrificio, sino sólo el de la Nueva Ley. Ciertos actos rituales de la Ley Antigua, y entre ellos el sacrificio, por la prefiguración que realizan de los futuros medios cristianos de salud, reciben una cierta sacramentalidad, una cierta virtud soteriológica vinculada a la única redención en medio de los tiempos; y  es esta sacramentalidad la que hubiese resultado superflua en el estado de justicia. Pero el sacrificio, por ser de ley natural, no incluye en su esencia relación alguna necesaria con el pecado y con su precio, que son realidades contingentes. Y puesto que Santo Tomás reconoce al sacrificio esa extensión, es imposible haya pensado —sin contradecirse — que no hubo necesidad de él en el paraíso.
Que no fue allí necesario lo afirma el P. de la Taille, por su cuenta; y arguye que no lo fué en razón de lo muy alto que por entonces planeaba el espíritu del hombre sobre las cosas corporales: “propter summam quae tunc gauderet homo eminentiam spiritus supra corporalia
Más filosófico es, habida cuenta de la unidad de naturaleza que constituyen alma y cuerpo —atribuir a la vida somática de Adán una espiritualización paralela a la del alma; sublimación[5] que los dones preternaturales corroboraban y garantizaban permanentemente. Y es de buena teología suponer que en el grado de contemplación paradisíaco (desideratum de toda vida espiritual), Adán tuvo una idea tan clara de la sacramentalidad del mundo visible, y tan seráfica, por lo menos, como la que atestigua en su Cántico san Francisco de Asís. En otras palabras: donde el espíritu y el cuerpo eran mejores, el sacrificio no era innecesario, sino necesariamente mejor.
Ni las ofrendas del sacrificio (pacíficas o cruentas), ni las fórmulas rituales (laudatorias, deprecatorias o expiatorias) vienen determinadas por ley natural. Pero la religión  y el sacrificio, con la exigencia de los medios necesarios a su realización actual son connaturales al hombre.
El acto oblativo de la virtud de religión responde a un débito de todas las criaturas; débito que adquiere estado de conciencia racional, y voluntad de amor efectiva, en la persona humana. La cual compósita y sociable por esencia, conoce que corresponde satisfacerlo mediante actos sagrados que lo encarnen y solemnicen públicamente, por encima de todo bien común.
Si a causa de la culpa, “la creación entera lanza unánime gemido y anda toda ella como con dolores de parto”, es porque ya esperaba con Adán, antes de la caída, “la epifanía de la gloria de los hijos de Dios”[6]. Trátase de una unidad de destino que sobrepuja y transciende el valor de nuestras relaciones meramente utilitarias con las energías del cosmos. Unidad de destino sellada por la unidad de origen en el supremo Sacerdote, “primogénito de todo lo creado”.[7]

8. Sacrificio y obediencia

Así, pues, el primer mandamiento positivo de Dios puso en acto, mientras fué observado, todas las virtualidades religiosas del primer hombre; y de la humanidad en él.
Por virtud de obediencia, sometíase la voluntad humana a la divina, negativamente; es decir absteniéndose de querer lo prohibido. Por virtud de religión, por acto imperado de la virtud de religión, convertíase la obediencia en sacrificio interno, en abstención positivamente ofrecida al Creador.
La ofrenda interior encarnaba en el signo sensible que Dios mismo había consagrado, destinándolo a una perpetua oblación: el fruto del árbol-de-toda-ciencia.
Se nos podría argüir que la necesidad de abstenerse de aquella materia consagrada, necesidad moral, creada por el origen del precepto y su tremenda promulgación conminatoria -“morte morieris”[8]- quitaba a la abstención el carácter de sacrificio voluntarios, y por ende su mérito y eficacia. Responderíamos que el cumplir lo que se manda no deja de ser un acto libre, aunque la obediencia imponga necesidad respecto de lo mandado.[9] Justamente, el precio de nuestra liberación es la esclavitud del deber.
Aún más: una ofrenda sacrificada en obediencia a Dios, supera el valor de una ofrenda espontánea. Y ello porque no sólo añade a su mérito propio el de la obediencia, sino porque cada vez que hacemos coincidir nuestra voluntad con la de Dios –que en eso consiste obedecerle- lo conseguimos adquiriendo un incremento de nuestra libertad, una mayor participación de la libertad divina.
También el sacrificio de la cruz, en el Gólgota, fue padecido y ofrendado en obediencia; y es la causa fontal de todo mérito[10]. A la obediencia de Jesucristo hasta la muerte, y muerte de cruz, miraba en primer término la sanción conminada en el Edén. Aquella amenaza, puede decirse, era dictada por el amor, y aún por el “temor” de Dios: amor del Padre al Hijo eterno, a quien la culpa de Adán condenaría; presciencia del temor del Hijo eterno, previdente de su hora en el Huerto de los olivos.

9. Desobediencia y sacrilegio[11]

Si la obediencia de Adán había sido preordenada al sacrificio, su desobediencia, y la de toda la humanidad en él, fue un sacrilegio. Y un sacrilegio múltiple: contra su propio carácter sacerdotal (su estado de justicia), conferido en directa relación con aquel sacrificio concreto; contra la ofrenda señalada por Dios, al convertirla de sagrada en profana; contra todas las criaturas visibles, consagradas a Dios en él y ofrendadas, es decir, religadas a Dios por él, simbólicamente, en aquella mínima porción de vida vegetal que Dios se había reservado “para sí”[12].
Vuelto de espaldas a Dios, Adán se enfrenta con un mundo subvertido. La creación ya no es el éxodo de formas anhelantes que se despeña en el abismo de la pura multiplicidad, como lo había sido antes que el hombre hiciera su entrada en el mundo, antes que asumiera su pontificado regio, imponiendo nombre a las criaturas y ofrendándolas consigo al Creador. Roto el puente de amor e inteligencia, cesante el estado habitual de justicia, el mundo visible y la sensibilidad humana caen bajo el poder del adversario invisible[13]; y es otro a partir de ese momento, el príncipe de este mundo; hasta que en la hora tenebrosa de su máximo triunfo, quede extenuada su potestad para siempre, dondequiera le alcance la sombra de cruz[14].
Hubo, pues, en el origen de tanto daño, un mal mucho más grave que la episódica desobediencia a un precepto negativo. El terrible misterio de iniquidad, sin dejar de presentarse a la razón como un insondable objeto de fe, se torna más intangible cuando lo consideramos como la injuria a una realidad específicamente sacra. Un precepto dado en orden al ejercicio del acto religioso por excelencia es inmensamente más valioso, más divino, que una mera prohibición ordenada, como un test, a probar los quilates de la virtud del primer hombre, y a dar al hombre una prueba de la autoridad de Dios.
Por otra parte, si es legítima esta exégesis, los principios teológicos de solidaridad y recirculación, puestos en juego sobre el plano de lo específicamente sacro y sacerdotal, configuran antítesis y paralelismos más proporcionados, analogías y contrastes más significativos: resultan más comparables la idea creadora y la idea soteriológica de Dios, el sacerdocio inmortal del Edén y el sacerdocio eterno del Calvario, la desobediencia del primer sacerdote contra el sacrificio y la obediencia del supremo Sacerdote mediante el sacrificio; y otros extremos de doctrina revelada que se relacionan con el origen y la caída del hombre. Ello hace más fácil considerar el pecado, en la creación, como una contingencia, y desplazarlo del centro de las intenciones que suelen atribuirse al Creador, en cuanto tal. Introducida así la muerte, por el sacrilegio del primer sacerdote, explicadas así las catástrofes que se suceden hasta hoy, con peores desastres invisibles en el interior de tantísimas almas, el hombre se demuestra más sagrado, la persona del hombre más divina en la intención de las tres divinas Personas.
Y concorde con esa más íntima asociación del tiempo a la eternidad, la idea que Dios realiza por medio de Jesucristo y con su Iglesia, consiste primordialmente en consumar la obra de los seis días, asumiéndola en el séptimo de su reposo. Antes que a reparar un honor en sí mismo invulnerable, antes que a devolver al cosmos un equilibrio que sólo se ha alterado en su relación con el hombre, el Verbo viene a concluir la plena manifestación ad extra de la Verdad y del Amor eternos, y a fijarla en un culto indefectible, universal y propiamente divino.



[1] De Civitate Dei, XX, XXVI, 1.

[2] De la Taille, Mysterium fidei, Paris, 1921, 5, nota 2.

[3] D. 4, 2, I, I, 3.

[4] Ibid. III, 61, 2.

[5] Conforme al sentido cristiano de asunción de lo inferior en lo superior.

[6] Cfr. Romanos 8, 19-22.

[7] “Deus enim se cognoscit et creaturam, sed omnia in sua essentia, sicut in prima causa effectiva. Filius autem est conceptio intellectualis Dei secundum quod cognoscit se, et per consequens omnem creaturam. Inquantum ergo gignitur, videtur quoddam verbum repraesentans totam creaturam, et ipsum est principium omnis creaturae. Si enim non sic gigneretur, solum Verbum Patris esset primogenitus Patris, sed non creaturae” (S. Tomás, Super Epistolas S. Pauli lectiones; Ad Colos. 4, 1, 15).

[8] Morirás, inexorablemente (Gen. II, 17).

[9] Cf. S. Tomás, Summa Theol., III, 47, 2 ad 2.

[10] Filipenses 2, 8. No hemos hallado un solo Padre de la Iglesia, ni teólogo alguno que patrocine nuestra tesis acerca del sacrificio del Edén. Quizás fue una de aquellas explicaciones que “silentio, magis locum honorare operae pretium putarunt magistri Ecclesiae”, etc. San Máximo el Confesor escribe estas palabras (Ad Thalassium Quaest. XLIII, PGL 46, 149) con ocasión, precisamente, del misterio del árbol de la ciencia del bien y del mal. No faltan, con todo, explicaciones que aluden implícitamente a lo que hay de sacrificio religioso en la abstención del fruto vedado; como las siguientes, de san Cirilo de Alejandría; “Nam cum omnibus hortis plantis vesci eum iusisset, unius gustum vetuit; neque id ipsum temere fecit, sed ut homo auctorem suum agnosceret, atque instar iugi cuiusdam legem Creatoris haberet; atque sciret se quidem in terra regnare, sed tamen Factorem suum vicissem sibi dominari, praeesse et subiici, imperare et imperari, ducere et duci” (De Incarnatione Domini, V, PL 39, 719).

[11] Nota del Blog: todo este punto es simplemente extraordinario.

[12] Metafóricamente, del sacrificio suele decirse en el Antiguo Testamento que es ofrecido a Dios como manjar de su gusto. Cfr. Levítico III, 11-16.

[13] I Ped. 5, 8.

[14] “Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque viene el príncipe del mundo; y aunque nada puede contra mí, es menester conozca el mundo que amo al Padre; y que obro en conformidad con el mandato que el Padre me dio” (Juan 14, 30-31). “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera” (Juan 12, 31). “Esta es vuestra hora, y el poder de las tinieblas” (Lc. 22, 53). “Participó de la sangre y de la carne, para destruir, muriendo, al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo”.  (Hebreos 2, 14).