sábado, 1 de diciembre de 2012

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. II


II. EL SACRIFICIO, ACTO RELIGIOSO POR EXCELENCIA

I. La virtud de religión, forma eminente de justicia

Nos hemos referido a la religión en su efecto propio, que es la religación del hombre y de todas las criaturas con Dios, el retorno de la creación al Creador; y aunque sólo incidentalmente, hemos hablado también del sacrificio, que es el acto religioso por excelencia. Nos ocuparemos ahora del principio elicitivo de tal acto, que es la virtud de religión.
Si recapitulamos lo dicho acerca de la religión en general (a la que creemos haber redimido, siquiera en parte, de los equívocos de la etimología), convendremos en que ella es, desde cualquier lado que se mire, ordenamiento del hombre y de todas sus cosas  a Dios: “porque a Él es, en efecto, a quien primordialmente debemos ligarnos, como a principio indefectible; a Él, como a fin último, debe tender nuestra voluntad de elección, asiduamente; y a Él, después de haberle rechazado pecando, le debemos recuperar creyéndole y atestiguando nuestra fe”[1].
Las expresiones "debemos ligarnos a él", "debernos reelegirle", "debemos recuperarle", señalan una obligación, un débito a satisfacer. Ello indica que la virtud que nos ordena a Dios, el principio de actos elícitos con que reelegimos y recuperamos a Dios y nos religamos con Él, es una forma de justicia especial; ya que sola la justicia, entre las demás virtudes, connota la idea de débito, de obligaciones a cumplir[2].
La virtud de religión, inclinación habitual de nuestro ánimo a dar a Dios su derecho, es la más alta forma de justicia. 
No obstante ordenarnos a Dios, trátase de una virtud moral, cuya eficacia depende de lo que le dan las virtudes teologales: de la dirección que le imprime la fe; del objetivo que le presenta, aquilatado, la esperanza; de la forma que le infunde la caridad.
Conque el objeto propio de los actos elícitos de la virtud de religión no es Dios. Esta virtud no tiene puesta su mira directamente en la realidad divina, objeto exclusivo de las virtudes teologales, sino en el conjunto de todas las nociones y cosas que se ordenan directa e inmediatamente al  honor divino, como a su fin[3]. Entre las cuales cosas está el sujeto físico (subiectum quod) de la virtud de religión, que es la persona humana, con todo su ser y su haber.
En ese objeto propio de la virtud de religión pueden distinguirse dos aspectos: el del culto de Dios y el del servicio de Dios; porque todos los actos propiamente religiosos se reducen a atestiguar la transcendental excelencia de Dios, por una parte; y a significar, por otra parte, el hecho, subjetivo de nuestro sometimiento a Dios[4]. Decimos dos aspectos de un objeto único, ya que uno sólo es el motivo que da razón de ser a todos los actos religiosos: la excelencia de Dios[5].

2. Una definición del sacrificio.

La historia destaca el lugar eminente que el sacrificio ocupa en todas las religiones. La psicología y la ciencia teológica explican el porqué de esa superioridad. Aquélla, de-mostrando que es el acto que mejor satisface la propensión del hombre a exteriorizar sus sentimientos de temor e indigencia esenciales y sus pensamientos de gratitud y de alabanza, ante el Creador y Dador de todo bien. Y ésta, la teología, enseñándonos que el sacrificio es el núcleo vital de la religión revelada; de suerte que cualquier acto religioso es perfecto y meritorio en la medida en que incluye una intención sacrifical. Confirma la singularidad de su excelencia el hecho de que, mientras cualesquiera otros actos religiosos, mudada su finalidad, pueden también tributarse a los hombres, el sacrificio se ofrece a Dios exclusivamente[6].
He aquí cómo lo define san Roberto Belarmino, uno de más prolijos expositores del tema:

Sacrificium est oblatio externa facta soli Deo, qua ad agnitionem hummanae infirmitatis et professionem divinae maiestatis a legitimo ministro res aliqua, sensibilis et permanens, ritu mystico consecratur et transmutatur[7].

Empléase la palabra oblación, para que quede bien clara la referencia al acto de sacrificar, dado que también a la cosa sacrificada se la suele llamar sacrificio. Sacrificar, oblar y ofrecer son, en este caso, sinónimos. Sinonimia que se da, asimismo, en algunos lugares de la Sagrada Escritura (Génesis 4, y 8, 20) y en muchas obras de los más antiguos autores eclesiásticos; por ejemplo, el De velandis virginibus y el De exhortatione castitatis de Tertuliano (en los que se lee que los oficios de los sacerdotes de la Nueva Ley son tres: tingere, offerre, docere; id est, baptizare, sacrificare, concionari).
Dícese oblación externa, para distinguirla de la interna; que es mejor, por cierto, más noble que la visible (hasta el punto de que es más acepta a Dios aquélla sin ésta, que ésta sin aquélla); pero que no realiza la entera noción de sacrificio.
Añádese únicamente a Dios, porque sólo Dios tiene derecho al acto público de nuestro sometimiento total, pues sólo Él es causa primera y sumo bien.
El fin general del sacrificio viene expresado allí donde se dice: para confesión de la indigencia humana y reconocimiento de la divina majestad.
Observa san Roberto, en sus glosas a la definición, que no es facultativo de cualquier hombre el sacrificar, sino de ciertas y determinadas personas públicas, deputadas a ese oficio:

“Bajo el imperio de la ley natural, los sacerdotes eran los jefes de familia y de tribu, como Noé y Abraham, o aquellos a quienes Dios, por inspiración, designaba. Bajo la ley escrita, sólo los descendientes de Aarón estaban facultados para ejercer el sacerdocio; y bajo la ley de la Gracia, las sagradas funciones incumben exclusivamente a los obispos y presbíteros canónicamente ordenados”.

Esta univocidad en que incurre san Roberto, con muchísimos otros autores, al hablar del legítimo ministro de su definición (como si lo fuesen de igual modo Jacob, Eleazar y el señor párroco), viene siendo la causa de que se identifiquen los conceptos de sacerdocio y ministerio sacerdotal. Ya veremos, más adelante, las diferencias esenciales que median entre los sacerdotes de la nueva Ley y sus precursores; y cómo, sin ejercicio ni facultad ministeriales, puede darse verdadero sacerdocio.
Para excluir del sacrificio, en su idea genuina, todo acto religioso efímeramente expresivo de meros sentimientos y de necesidades, como la genuflexión, la oración, etc., defínese que la ofrenda debe ser de algo sensible y permanente.
Algo sensible y permanente “que se consagra mediante un rito místico”, añade san Roberto; porque la cosa ofrecida a Dios ha de serle antes dedicada mediante una consagración que la separe del uso profano; pues el significado de la palabra sacrificar es, precisamente, hacer sagrada una cosa[8]. Ahí hubiese debido darse por acabada la definición. Pero una actitud mental polémica, muy de los tiempos de san Roberto, actitud culpable de toda una teología hamartiocéntrica[9], ha exigido que se introduzca, junto a las notas esenciales de la definición, la referencia a la muerte de la víctima animal y a destrucciones y transformaciones de otras oblatas.[10]

3. La destrucción, signo ajeno a la esencia del sacrificio.

Algunos racionalistas han llegado a identificar sacrificio y destrucción de la cosa ofrecida a Dios. Entre ellos no faltan quienes fantasean en torno a un aniquilamiento emancipador que “destruye para crear, para liberar por medio de la muerte la virtud encerrada y oculta en un ser vivo, para multiplicarla y en cierto modo sublimarla”[11].
No vamos a refutar frases como la precedente. Trátase, apenas, de muy mala literatura. Ello no obstante, dos o tres cosas tendremos que decir respecto a esas ideas. Porque también hay teólogos modernos, nada racionalistas y muy buenos razonadores, que afirman algo parecido; y hasta en los manuales de seminario suele incorporarse a la esencia del sacrificio el requisito de la destrucción[12]. Aunque nadie, que se sepa, ha conseguido defender esa teoría con más piadosa crueldad que el eminentísimo Lugo. El cual llega a decirnos, en resumen, que para ofrecer a Dios un sacrificio agradable, deberíamos matarnos; pero, teniendo en cuenta que por regla general no debemos matarnos, hemos de matar una bestia en lugar nuestro; o por lo menos, estropear bien alguna cosa[13]
Hoy se rechaza, y parece que con toda justicia, la tesis de que la víctima sacrificada substituía al oferente en el sacrificio expiatorio. El rito de la imposición de las manos, la semikah, no cumplía en todos los casos una misma idea simbólica. En el caso del macho cabrío que se enviaba al desierto (Levítico 16, 20-22), acémila de todas las iniquidades y transgresiones de los hijos de Israel, la impureza contraída por el animal lo inhabilitaba para el sacrificio; y la impureza le era comunicada, precisamente, bajo la imposición, de las manos.
La semikah, previa a otras acciones rituales, no era un ademán expresivo de substitución, sino más bien de pertenencia[14].
Por esa y por otras razones, abundan los autores que descartan la destructio de entre los requisitos necesarios para el entero acto sacrifical. Y es extraño que los que la exigen, y muchos que no la impugnan con resolución, sean posteriores al Concilio de Trento. Los teólogos de aquellas magnas asambleas excusaron la disputa sobre el particular; y si algún influjo hubiese debido esperarse de ellos, es justamente el contrario; porque en obras derivadas del Concilio, y muy difundidas, como el llamado Catechismus ad parochos, se pone toda la esencia del sacrificio en la oblación: Omnis vero sacrificii vis in eo est ut offeratur[15].
Entre los más señalados estudiosos del asunto, anteriores, contemporáneos y posteriores a Trento, que no consideran requisito esencial la destrucción de la ofrenda, figuran Alejandro de Hales[16], san Alberto Magno[17], Guillermo de Auvernia[18], Gerson[19], Suárez[20], Arriaga[21], Maldonado[22], Olier[23] y De Bérulle[24].
En un texto que tanto desde un extremo de la disidencia, como desde el otro, suele invocarse para dirimir la cuestión, dice santo Tomás:

Hay sacrificio propiamente dicho cuando las cosas no son simplemente ofrecidas a Dios, sino que al mismo tiempo se hace algo (aliquid fit) en ellas; como cuando al ofrecer los animales se los mataba, y en otros casos se los quemaba, además; o como cuando se parte el pan, al ofrecerlo, o se lo come, o se lo bendice. Todo lo cual obedece a la intención de hacer sagrada la cosa, conforme lo expresa el mismo verbo "sacrificar". En cambio, es sólo oblación el ofrecer algo a Dios sin consagrar la ofrenda[25].

Para quienes lo leen sin prejuicio, el tan citado texto de santo Tomás señala una posición equidistante: no exige que se destruya la ofrenda; ni siquiera que se la haga objeto de alguna mudanza física; pero considera requisito esencial que a la cosa ofrecida se le haga algo consagratorio, algo que de profana la convierta en sagrada. Ese algo puede ser matanza, combustión o fragmentación; pero también puede ser una bendición, simplemente. Basta que mediante ese aliquid la oblata sea substraída al uso común y trocada en cosa de Dios; “nam sacrificium dicitur ex hoc quod homo facit aliquid sacrum[26].
“Todo lo cual obedece, dice el Angélico, a la intención de hacer sagrada la cosa”. Materialmente considerado, el aliquid que se hace a la cosa ofrecida no es consagratorio. El serlo le viene de la intención sacrifical, de la forma que le confiere el sacrificio interior. Cualquiera sea el modo de consagrar la ofrenda (matanza, combustión, bendición, simple segregación de la promiscuidad con lo profano), el modo no vale por sí mismo; sólo vale en cuanto es signo de una intención religiosa. Debe guardar, como signo, una cierta adecuación con lo significado; pero no comporta de suyo una relación insubstituible con la idea que significa; no es un signo natural (como el humo lo es del fuego, o el relámpago lo es de la tormenta), sino arbitrario, instituido positivamente por el hombre, en unos casos; en otros casos, por Dios.
Queda, pues, corto quien afirma que toda la esencia del sacrificio “in eo sit ut offeratur”; y se excede quien exige, como san Roberto Belarmino, “ut plane destruatur”.



[1] S. Tomás, Summa theol II-II, 81, I.
[2] Ibid. I-II, 99, 5 ad 1.
[3] Ibid. II-II, 81, 6.
[4] Ibid. 3 ad 2.
[5] Ibid. 3 ad 1.
[6] S. Tomás, Contra Gentiles, III, 120, 7.
[7] S. Roberto Belarmino, Controversia generalis, X, V, II
[8] Ibid: “Nam debet res illa, quae Deo offertur, ex profana fieri sacra, et Deo dicata: id enim significat sacrificare, sacrum facere”.
[9] Centrada en el hecho del pecado original. El neologismo es de Holzer O, O.F.M., citado por Bonnefoy J.F., O.F.M., La question hypothétique, en Revista española de teología, 55-56 (1954) 331.
[10] Cfr. San Roberto Belarmino, loc. cit.
[11] Loisy H., Essai historique sur le sacrifice, Paris 1920,22.
[12] Tanquerey, Synopsis theologiae dogmaticae, II (De sacrificio).
[13] “Sacrificium esse protestationem, qua homo profitetur se habere totum suum esse a Deo, et ideo dignum esse Deum in cuius honorem est cultum idem esse et eadem vita consummatur et destruatur; quod quia regulariter non licet, offertur pro vita propria, vita seu entitas alterius rei, protestando eodem modo nostram vitam oblaturos, si liceret et oporteret” (Lugo, De sacramento Eucharistiae, disp. 19, 1, 5).
[14] Cf. Moraldi L., I. M. C., Espiazione sacrificale e riti espiatorí nell`ambiente biblico e nell'Antico Testamento, en Analecta Biblica, 5, Roma 1956.
[15] Cf. Catechismus Concilii Tridentini, II De Euch., LXXVIII, Parisiis 1878, p. 298.
[16] Alejandro de Hales, Summa theol., III, 55, IV, 1.
[17] S. Alberto Magno, In IV Sent., IV, V, II.
[18] Guillermo de Auvernia, De legibus, II.
[19] Gerson J., Super Magnificat, IX, II.
[20] Suárez F., Disputationes, 73, 5, 5.
[21] Arriaga, Disputationes, 49.
[22] Maldonado, De sacramento Eucharistiae, III.
[23] Olier, Explications des céremonies, VI, 2.
[24] De Bérulle P. Discours de l`état des grandeurs de Jesus.
[25] S.  Tomás, Summa theol, II-II, 85, 3 ad 3.
[26] Ibid.