Mostrando las entradas con la etiqueta Marie Anne Carreau (madre de Bloy). Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Marie Anne Carreau (madre de Bloy). Mostrar todas las entradas

viernes, 29 de diciembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (VI de VI)

Y la última carta de cierta importancia, la recibe Bloy la víspera de alistarse en la guerra[1]:

24 de octubre de 1870

Mi querido León: me apuro a escribirte y quisiera que recibieras algunas líneas de parte mía ya que tengo necesidad de decirte todos los deseos de mi pobre corazón y todas las súplicas que dirigirá al cielo a fin que puedas volver junto a mí. ¡Ah, querido niño!, quiero bendecirte también en el momento en que vas a exponerte al peligro; la bendición de una pobre madre siempre va seguida de la de Dios; recibe, pues esta bendición. Que Dios te cubra sin cesar con su protección, que la Santísima Virgen, nuestra buena Madre, y todos los santos ángeles te acompañen y velen sobre ti. Mi corazón sigue a mi bendición; me parece que va junto con ella; mi pobre hijo, ¡te abrazo y espero que no sea por última vez!

¡Que se haga la voluntad de Dios y no la mía!

No dudo que serás digno de la elección que ha caído sobre ti de marchar adelante y estoy tan contenta como tú que sigues a Cathelineau.

Adiós mi querido hijo. Si no hemos de vernos más sobre esta tierra, nos uniremos pronto allá arriba.

Tu madre,

M. Bloy.

[Post-scriptum (de la mano del padre)].

Pase lo que pase, cumple con tu deber y sé bendito.

Bloy.


¿Cómo termina esta historia? Pues bien, la madre de Bloy muere el 18 de noviembre de 1877, unos meses después que su esposo.

León Bloy dirá después en alguna parte que cuando los cuerpos de sus padres tuvieron que ser desenterrados se encontró con que el de su madre estaba incorrupto…




[1] Ibid. pag. 120-121.

martes, 19 de diciembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (V de VI)

“Feliz, aunque inquieta, la madre responde”:

IV Carta de la madre a L. Bloy[1]:

Périgueux, 2 de julio de 1869

Mi querido León:

Debes creer que te guardo rencor o que hay en mí indiferencia. Sabe, amado hijo, que el corazón de una madre no conoce el resentimiento ni comprende la indiferencia. Gemía, es cierto, y no podía imaginarme lo que te impedía escribirme; hacía ¡hay! muchas suposiciones, pero vuelves a mí y mis brazos se abren con más afección que nunca. Sufres, amado hijo, y quisiera poder consolarte.

No puedo estar más feliz de ver que tu fe se fortifica. Dices que no tienes ni el poder del deseo ni la certeza del amor. Agregas que no puedes entrar a una iglesia sin derramar lágrimas como un exiliado que viera de lejos su amada patria, ¿crees que eso no es el poder del deseo? ¿No estarías pronto a hacer todo por arribar a esta patria celeste, cualesquiera sean las dificultades?

La certeza del amor… ¿de dónde viene, pues, este dolor cuando oyes hablar mal de nuestra santa religión? ¿No estarías pronto a sostener con peligro de tu vida esta misma religión y la divinidad de Jesucristo, nuestro divino Maestro? Cesa de temer, ¿no eres mil veces más feliz incluso en los momentos de desolación interior que antiguamente en toda la efervescencia de tu impiedad? ¡Las lágrimas que uno derrama en presencia de Dios son tan buenas y refrescantes! Crees que difiere acordarte su gracia… supongamos que Dios te castiga y te prueba; te castiga porque apenas vuelto a Él, te has creído llamado a grandes cosas; te prueba porque tal vez tiene designios y quiere hacerte sentir que, abandonado a tus propias fuerzas, no eres absolutamente capaz de nada, y que a menudo saca el polvo más vil para sacar a luz su poder. Reconozcamos, pues, lo que somos. Hélas, la experiencia no ha hecho más que demostrarlo numerosas veces: sin la gracia de Dios no hacemos más que cosas malas y nos dirigimos a una perdición cierta. Humillémonos profundamente, reconozcamos sinceramente nuestra nada y vayamos a Dios con simpleza. Dices que no puedes rezar, caes de rodilla y los más indignos objetos vienen a distraerte. ¿Eres más fuerte que San Juan Crisóstomo que en el desierto y a pesar de los rigores de la penitencia era perseguido aún por los vanos rumores de un mundo lejano y que tenía necesidad de todos los auxilios de Dios?

sábado, 9 de diciembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (IV de VI)

Tenemos, sí, una carta de Bloy a su madre escrita un par de meses después, que si es la respuesta a esta última no lo sabemos, pero lo cierto es que “se queja de las infaltables decepciones, de sus impaciencias en los primeros pasos de la vida espiritual”.

I Carta de L. Bloy a su madre[1]:

[fin de junio de 1869].

Ya os había dicho que había vuelto a ser cristiano. Nada es más cierto y agrego que mi convicción católica no hace más que crecer en mí al punto de excluir en mí cualquier otra preocupación intelectual. El sentimiento profundo de la verdad revelada ma hace despreciar hoy las doctrinas impías de nuestros días y las ciencias orgullosas que son su origen y que quieren que sustituyan a la fe.

Pero, me animo a decírtelo, esa es toda mi transformación. De las tres virtudes que hay que tener para alcanzar la salvación no tengo más que la primera: la fe; no poseo ni el poder del deseo ni la certeza del amor. Y sin embargo estoy tan penetrado de las verdades de la Iglesia que no puedo escuchar el mal horrible que se dice hoy en día por todas partes, sin palidecer de dolor y de cólera.

No puedo entrar a una iglesia sin derramar lágrimas como un exiliado que viera de lejos su querida patria. Nadie en el mundo contempla como más profundamente verdadera, santa y pura a la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo que yo. Desde hace un año mi fe ha pasado por el crisol de mi joven razón y jamás ha desfallecido. Mi razón, que temía orgullosamente sometérsele y que durante el espacio del primer segundo se rebeló con horror, ha abdicado desde hace mucho tiempo. Se abolió en la fe, allí se fortaleció y, al hacerlo, vino a ser invulnerable. Hoy en día poseo un conjunto de creencias verdaderamente inquebrantable, pues entrego todo a Dios, hago que todo dimane de la fe e incluso, literalmente, he cesado por completo de entender que se pueda tener, no digo una duda, sino incluso la sombra de una duda sobre todas las cosas que enseña la Iglesia. Para mí sólo existe la verdadera fe que gobierna absoluta y despóticamente la razón, y me parece que esta noción divina debe primar en el mundo, las almas y las legislaciones, que son las almas de los pueblos (sobre este último punto daría con gusto mi vida para convencer a mi padre, pues entonces sería cristiano). En una palabra, estoy herido en el corazón de la manera más profunda, mi fe extraída de la fuente de la más pura ortodoxia es tan ardiente que a veces, y no exagero, mi corazón no resiste en su prisión de barro y, en el silencio de la noche, me ha sucedido que he derramado torrentes de lágrimas sin poder aplacar los impotentes deseos de mi alma. Pero por desgracia, - ¿hace falta que lo diga? – no rezo, no sé, no puedo rezar. Caigo de rodillas y caigo en vano, pues los más indignos objetos me distraen invenciblemente de Dios. Desde hace un año intento en vano rezar. Creo que Dios difiere acordarme su gracia a fin de castigarme haciéndome probar la decepción de haberlo rechazado y desconocido por tanto tiempo”.




[1] Id. Pag. 104 sig.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (III de VI)

La siguiente carta, escrita tres años después, nos muestra a Bloy recién convertido.

II Carta de la madre a L. Bloy[1]:

3 de enero de 1869

Mi buen León, mi querido hijo:

¡Qué emoción me ha causado tu buena carta![2] ¡Qué dulces y felices lágrimas me ha hecho derramar! Oh, querido hijo, solamente ahora te será dado conocer la verdadera felicidad ¡Qué son todas las alegrías del mundo comparadas con un solo momento pasado al pie de la Cruz de Jesús! Cómo he deseado que Dios llenara tu corazón; lo había creado muy vasto para que ninguna otra cosa sino Él pudiera llenarlo. Llegará un momento en que encontrarás demasiado pequeño tu corazón, donde pedirás a ese Dios tan bueno que lo ensanche para amarlo más intensamente. Debes tener la alegría de unirte a Dios en el sacramento de su amor; con esa alma que conozco, que Dios te dé la fuerza de soportar tu alegría. ¡Ah! Es que comprendemos nuestra indignidad y nuestra malicia, junto con todos esos inefables misterios del amor de nuestro Dios; es necesario que su poder nos sostenga, pues moriríamos. Sé fiel a la gracia, haz el sacrificio de todo orgullo, desconfía del espíritu del mal, no te creas llamado a grandes cosas, abandónate a Dios, Él sabe hacer llegar cada cosa a su debido tiempo. Recordemos a menudo nuestros pecados y que Dios se sirve a menudo de los más viles instrumentos para hacer brillar su poder. Estoy feliz de conocer tu intención de escribir cada ocho días; hazme partícipe de todas tus alegrías. Nadie puede estar más contenta que yo.

Querido amigo, ruega por mí a la Santísima Virgen, esa buena Madre: ámala mucho. Recuerda que quise que en el bautismo llevaras su nombre a fin de que estuvieses más especialmente bajo su protección. Si obtuvieras por su intercesión mi curación, sería realmente un milagro, pues estoy más impotente que nunca; no voy más a misa y apenas camino con la ayuda de dos bastones, pero todo poder es de Dios y que se haga su voluntad.

Adiós. Te abrazo y piensa en tu pobre madre a los pies de Jesús.

María Bloy.

Al poco tiempo le vuelve a escribir, y como dice Bollery: “la pobre mujer cree que es su deber moderar el ardor combativo de su hijo en sus relaciones con su padre”.

Esto se entiende al punto si se tienen en cuenta dos hechos: el primero, que el padre de Bloy era un libre pensador[3] y el segundo… bueno, el temperamento ardiente, colérico y demás de Bloy. El choque, pues, era casi inevitable, y de ahí esta nueva carta de su madre.

III Carta de la madre a L. Bloy[4]:

lunes, 13 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (II de VI)

I Carta de la madre a L. Bloy[1]:

Périgueux, 4 de marzo de 1866

¿De dónde viene, querido niño, que no nos escribes? Siento el corazón completamente afligido, pues siento que sufres. Estoy segura que no te das bien cuenta de lo que pasa en tu pobre alma: hay un poco de todo, es ardiente y carece del alimento que le es propio; a veces vas para un lado y a veces para otro y no puedes determinar tu mal ¡Ah! Pobre niño, cálmate un poco. Reflexiona. La razón no puede ser porque creas que tu futuro está perdido o amenazado, pues a tu edad todavía no es posible aún hacer su futuro o desesperar de él; ordinariamente es todavía muy incierto; no, no es eso. Tus estudios, tu trabajo te dejan sin progreso que te satisfagan, ¿por qué? Porque, tal vez, quieres muchas cosas al mismo tiempo, porque eres muy impaciente; no, no es ese el problema aún. Tu espíritu quisiera, pero tu alma y tu corazón sufren y tienen otras necesidades, otras aspiraciones sin que dudes de ellas y su malestar y sufrimiento actúan sobre tu espíritu y le quitan la fuerza y atención necesarias.

Sufres, eres desdichado. Siento todo lo que padeces y, sin embargo, soy incapaz de consolarte, de apoyarte, pero sin embargo quisiera. ¡Ah!, si tuviéramos las mismas convicciones. ¿Por qué has rechazado sin un profundo examen la fe de tu niñez? Las palabras de aquellos a los que la fe molesta o que han sido perdidos por falta de instrucción han impresionado tu pobre imaginación; y sin embargo tu corazón tiene necesidad de un centro que no encontrará jamás sobre la tierra. Es Dios, es lo infinito lo que precisas y sobre el cual te impulsan todas tus aspiraciones. Formas parte del restringido número de esos elegidos a los cuales Dios se comunica y prodiga su amor, una vez que esos hombres han querido hacer un acto de humildad sometiéndose a las obscuridades de la fe.

Dios te dará la Ciencia, las Artes; ¡ah! si te impulsaras al infinito, ¡hasta dónde podrías llegar!... ¡Cómo siente la creatura tan cerca de su Dios desarrollar sus facultades y cómo sus concepciones se vuelven sublimes en ese momento!

viernes, 3 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (I de VI)

Nota del Blog: Sirvan estas páginas como un pequeño homenaje a León Bloy a cien años de su muerte.
 
La madre de L. Bloy, dibujada por él mismo. 

***

Hay en la vida de León Bloy tres[1] mujeres que marcan a fuego su vida; dos de ellas acaso sean las más conocidas: Anne-Marie Roullet, la Verónica de El Desesperado y, por supuesto, su mujer Jeanne Molbech, la Clotilde de la segunda parte de La Mujer Pobre; pero hay otra mujer a la cual Bloy le debe mucho y de la que poco se conoce: nos referimos a su madre, Marie Anne Carreau.

Joseph Bollery, en su monumental e insuperable biografía[2] nos ha conservado un par de cartas que la madre de Bloy le enviara en su juventud; verdaderas joyas donde reluce un hermoso y cristiano corazón.

¿Pero quién era esta mujer, hija de madre española?

El 14 de febrero de 1890, León Bloy le escribe a su futura esposa:

Antes que viniera al mundo, mi madre, que era una cristiana de corazón profundo, quiso que no fuera su hijo. Con un esfuerzo extraordinario de voluntad y de amor, que acaso sólo las almas superiores pueden comprender, abdicó totalmente en manos de María sus derechos maternales, haciéndola responsable de todo mi destino, y mientras vivió no cesó de repetirme, con una obstinación sublime, que mi verdadera madre, de una manera especial y absoluta, era la Santísima Virgen. A Ella, pues, debes dirigirte, mi amada Juana, si quieres conseguirme”.

Estas palabras parecen darnos ya como una pincelada de un alma no mediocre.

La vida de Bloy, sin embargo, lejos estuvo de ser en su juventud un modelo de piedad. A los 18 años dejó su casa paterna para residir en París, y con ella dejaba también, al poco tiempo, la fe. Pero nadie mejor que él mismo nos puede resumir esos años.

En una carta al célebre Abad de Solesmes, Dom Gueranger, escrita en 1874, Bloy le abría su corazón con la siguiente confesión[3]:

“Entré en la vida como un aventurero, habiendo perdido la fe, sin un céntimo, envidioso, vanidoso, ambicioso, perezoso y sensual. Con semejante bagaje, no podía dejar de volverme un perfecto socialista y es precisamente lo que sucedió. Entonces me volví completamente miserable y mi consciencia y libertad se alteraron a un punto increíble.

Hasta entonces, Padre mío, todo estaba en orden. Estaba en el camino más largo y frecuente de este siglo y no me deshonré ni más ni menos que el primer infeliz. Era el estúpido trono del demonio que todo socialista lleva en sí y si la Comuna hubiera venido dos años antes, ciertamente hubiera fusilado algunos sacerdotes e incendiado algunas casas, sin ninguna crueldad, por lo demás”.

El 10 de febrero de 1877, en una carta a Paul Bourget[4], y sobre la cual volveremos, Bloy resumía brutalmente su vida en aquellos años:

Hubo un momento donde el odio a Jesús y a su Iglesia eran el único pensamiento de mi espíritu y el único sentimiento de mi corazón”.

Bien. Para ubicar las cartas de su madre en su justo contexto era preciso antes conocerlo a grandes rasgos.






[1] El que quiera agregar a la lista a Berta Dumont, la Clotilde de la primera parte de La Mujer Pobre, puede hacerlo.

[2] Léon Bloy, essai de Biographie, 3 vol., ed. Albin Michel, 1947, 1949 y 1954.

[3] Op. cit. I, pag. 75.

[4] Id. pag. 228 ¡¿A Bourget semejante confesión!? ¡Oh ironías de la vida!