viernes, 14 de diciembre de 2012

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. IV (I de III)



Pius PP IX


IV

LA ALOCUCION SINGULARI QUADAM


Dos declaraciones del Papa Pío IX sobre la necesidad de la Iglesia para la obtención de la salvación eterna son de primordial importancia en el estudio desta sección de la sagrada teología. La primera se encuentra en su alocución Singulari quadam, pronunciada el 9 de Diciembre de 1854, el día siguiente de la solemne definición del dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, a los Cardenales, Arzobispos y Obispos que se reunieron en Roma para presenciar la definición. La segunda se contiene en su encíclica Quanto conficiamur moerore, dirigida a los Obispos de Italia el 10 de Agosto de 1863.
Ambos pronunciamientos son tremendamente profundos y ricos en implicancias teológicas. Además son mucho más difíciles de explicar que cualquier otra pronunciación  de la Iglesia docente sobre este tema. De hecho, han sido muy a menudo mal interpretados por los escritores Católicos que los han examinado muy superficialmente o que incluso, en algunos casos, han aceptado traducciones que eran un poco menos que completamente adecuadas. En ambos documentos es necesario considerar el contexto en el cual Pío IX habló y explicó el dogma.
La sección pertinente de la Singulari quadam incluye los siguientes párrafos:


“Otro error y no menos pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha invadido algunas partes del orbe católico y que se ha asentado en los ánimos de muchos católicos que piensan ha de tenerse buena esperanza de la salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso suelen con frecuencia preguntar cuál haya de ser la suerte y condición futura, después de la muerte, de aquellos que de ninguna manera están unidos a la fe católica y, aduciendo razones de todo punto vanas, esperan la respuesta que favorece a esta perversa sentencia. Lejos de nosotros, Venerables Hermanos, atrevernos a poner límites a la misericordia divina, que es infinita; lejos de nosotros querer escudriñar los ocultos consejos y juicios de Dios que son abismo grande [Ps. 35, 7] y no pueden ser penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a nuestro apostólico cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y vigilancia pastoral, para que, con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la mente de los hombres aquella a par impía y funesta opinión de que en cualquier religión es posible hallar el camino de la eterna salvación. Demostrad, con aquella diligencia y doctrina en que os aventajáis, a los pueblos encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas de la fe católica no se oponen en modo alguno a la misericordia y justicia divinas.
En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse; que ésta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de señalar los límites de esta ignorancia, conforme a la razón y variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos, veamos a Dios tal como es [1 Ioh. 3, 2], entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en nuestra inquisición, es ilícito.
Por lo demás, conforme lo pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para que todas las naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos, según nuestras fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades hay que fijarlas profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que no puedan ser corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la indiferencia de la religión, que para ruina de las almas vemos se infiltra y robustece con demasiada amplitud.[1]

La enseñanza de la Singulari quadam es de importancia especial puesto que esta alocución fue la primera declaración “moderna” de los Papas sobre el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Los antecedentes intelectuales contra los cuales enseñó el Papa Pío IX hace más de cien años es muy parecida, fundamentalmente, a la que existe en nuestro tiempo. De aquí que sea imperativo, para una adecuada apreciación desta porción de la doctrina Católica, analizar esta enseñanza para ver exactamente qué se puede sacar de esta alocución.
La enseñanza fundamental de la Singulari quadam es la aserción de que la enseñanza “nadie puede salvarse fuera de la Iglesia romana apostólica” es un dogma de fe. Es algo a lo cual debe prestarse el asentimiento de la misma fe. Como tal, es por supuesto completamente infalible. Es algo que nunca puede ser corregido o modificado. Debe recibirse como una proposición absolutamente vera.
Por cierto, es interesante notar que el Papa Pío IX se enfrentó a una situación completamente similar a la que Pío XII describió cuando escribió su encíclica Humani generis en Agosto de 1950. El ataque contra el dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación hace cien años, no fue llevada a cabo por hombres que se jactaban de negar o suprimir la afirmación de que no hay salvación fuera de la Iglesia. Su táctica fue mucho más sutil y peligrosa: intentaron vaciar esta afirmación de todo significado real. Intentaron hacer creer a los Católicos que había posibilidad de salvación para aquellos que nunca entraron a la Iglesia en modo alguno. La Singulari quadam caracteriza esta afirmación como un error funesto.
Pío XII trató con una situación similar cuando condenó los esfuerzos de aquellos maestros que intentaban reducir “a una fórmula vacía” la enseñanza de que la Iglesia es necesaria para la obtención de la salvación eterna. Pío IX trabajó en esta dirección cuando condenó la enseñanza de que hay alguna esperanza de salvación para aquellos hombres que no han entrado en modo alguno en la Iglesia de Jesucristo.
Aquellos que hace un siglo enseñaron en forma imprecisa sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación, usaron otra táctica. Hicieron hacer creer que había algo injusto en esta básica doctrina Católica. Afirmaban, directamente o por implicancia, que había alguna contradicción entre este dogma y las enseñanzas de la fe que nos dicen que Dios es justo y misericordioso. La alocución Singulari quadam trata también sobre esta maniobra. Pío IX dejó bien en claro que es el deber de la jerarquía probar al pueblo confiado a su cuidado que no hay ninguna oposición entre la enseñanza de la necesidad de la Iglesia para obtener la salvación eterna y los dogmas de la justicia y misericordias divinas. Presentó esta enseñanza pues como una parte integral de la doctrina Católica.
Como parte de su estrategia los oponentes a la vera doctrina Católica hicieron hacer creer que una aceptación genuina del dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación implicaba la enseñanza de que Dios castigaría a los hombres por ignorar invenciblemente la vera Iglesia. Pío IX enfrentó también esta afirmación en la Singulari quadam. Afirmó simplemente que Dios no va a culpar a nadie por ignorar invenciblemente la Iglesia Católica, de la misma forma que no va a castigar a nadie por ignorar invenciblemente cualquier otra cosa.
Por cierto, sobre este punto, ha habido escritores católicos que han sido engañados por una incompleta traducción desta porción de la Singulari Quadam. La alocución dice que aquellos que son invenciblemente ignorantes de la vera religión “no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna”. El texto latino dice: “qui verae religionis ignorantia laborent, si ea sit invincibilis, nulla ipsos obstringi huiusce rei culpa ante oculos Domini”. Algunos han traducido este pasaje sin tener en cuenta las palabras “huiusce rei”. Tales traducciones tienden hacer de la ignorancia invencible de la vera religión una suerte de sacramento, puesto que intentan hacer creer que el Sumo Pontífice enseñó que las personas invenciblemente ignorantes de la vera religión simplemente no son culpables a los ojos de Dios.
El tema es (y esta es la esencia de la enseñanza de Pío IX en la encíclica Quanto conficiamur moerore) que la no pertenencia a la Iglesia Católica no es de ninguna manera la única razón por la cual los hombres son privados de la visión beatífica. En última instancia, el único factor que va a excluir al hombre de la felicidad eterna y sobrenatural de Dios en el cielo es el pecado, sea original o mortal. Un infante que muere sin haber sido bautizado no va a tener la Visión Beatífica debido a que el pecado original lo ha hecho incapaz délla. Todo hombre que muere después de haber alcanzado el uso de razón y que es excluído eternamente de la Visión Beatífica es castigado por un pecado mortal actual que ha cometido. Tal persona puede además ser privado de la felicidad de la Visión Beatífica debido al pecado original que no se le ha borrado por el bautismo.
Para poder entender esta doctrina no debemos olvidar que no hay bajo ningún punto de vista un término medio entre el estado de gracia santificante y el estado de pecado o alejamiento de Dios. Todo aquel que ama a Dios con un amor de amistad o benevolencia, que sinceramente desea y tiene la intención de hacer Su voluntad y que prefiere sufrir cualquier cosa antes que ofenderlo, tiene la caridad divina sobrenatural y está en estado de gracia. Si muere en este estado, inevitablemente va a alcanzar la Visión Beatífica. Y, por cierto, si tiene el amor de caridad para con Dios, está “dentro” de la vera Iglesia de Jesucristo, por lo menos por un sincero (aunque tal vez sólo implícito) intención y deseo.
Si, por otra parte, una persona no tiene el amor de caridad hacia Dios, entonces está en estado de pecado. Si un adulto por quien Nuestro Señor murió en la Cruz no tiene este amor de caridad hacia Dios, esto puede deberse sólo al hecho de que ha elegido algún objeto de afecto incompatible con el amor de caridad. Si sale desta vida en esa condición, voluntariamente separado de Dios, no va a alcanzar la gloria del cielo. Esto es vero sea que el hombre muera como miembro de la vera Iglesia o no.
Así, pues, es perfectamente posible para un hombre morir “fuera” de la vera Iglesia y ser excluído por siempre de la Visión Beatífica sin que se le impute como pecado su ignorancia de la vera Iglesia o religión. Esto es precisamente lo que Pío IX dijo en la Singulari quadam. Como lo muestra el contexto, lo dijo como parte de su explicación del hecho de que el dogma Católico de la necesidad de la Iglesia para la salvación, de ninguna manera envuelve una contradicción con las enseñanzas sobre la soberana misericordia y justicia de Dios.



[1] Dz. 1646-8 “Errorem alterum nec minus exitiosum aliquas catholici orbis partes occupasse non sine moerore novimus animisque insedisse plerumque catholicorum, qui bene sperandum de aeterna illorum omnium salute putant qui in vera Christi Ecelesia nequaquam versantur (cf. D 1717). Idcirco percontari saepenumero solent, quaenam futura post obitum sit eorum sors et conditio, qui catholicae fidei minime addicti sunt, vanissimisque adductis rationibus responsum praestolantur, quod pravae huic sententiae suffragetur. Absit, Venerabiles Fratres, ut misericordiae divinae, quae infinita est, terminos audeamus apponere; absit, ut perscrutari velimus arcana consilia et iudicia Dei, quae sunt abyssus multa (Ps 35, 7), nec humana queunt cogitatione penetrari. Quod vero apostolici Nostri muneris est, episcopalem vestram et sollicitudinem et vigilantiam excitatam volumus, ut, quantum potestis contendere, opinionem illam impiam aeque ac funestam ab hominum mente propulsetis, nimirum quavis in religione reperiri posse aeternae salutis viam. Ea qua praestatis sollertia ac doctrina demonstretis commissis curae vestrae populis, miserationi ac iustitiae divinae dogmata catholicae fidei neutiquam adversari.
 Tenendum quippe ex fide est, extra apostolicam Romanam Ecclesiam salvum fieri neminem posse, hanc esse unicam salutis arcam, hanc qui non fuerit ingressus, diluvio periturum; sed tamen pro certo pariter habendum est, qui verae religionis ignorantia laborent, si ea sit invincibilis, nulla ipsos obstringi huiusce rei culpa ante oculos Domini. Nunc vero quis tantum sibi arroget, ut huiusmodi ignorantiae designare limites queat iuxta populorum, regionum, ingeniorum aliarumque rerum tam multarum rationem et varietatem ? Enimvero cum soluti corporeis hisce vinculis videbimus Deum sicuti est (1 Io 3, 2), intelligemus profecto, quam arcto pulchroque nexu miseratio ac iustitia divina copulentur; quamdiu vero in terris versamur mortali hac gravati mole, quae hebetat animam, firmissime teneamus ex catholica doctrina unum Deum esse, unam fidem, unum baptisma (Eph 4,6); ulterius inquirendo progredi nefas est.
 Ceterum prout caritatis ratio postulat, assiduas fundamus preces, ut omnes quaquaversus gentes ad Christum convertantur, communique hominum saluti pro viribus inserviamus, neque enim abbreviata est manus Domini (Is 59, 1), gratiaeque coelestis dona nequaquam illis defutura sunt, qui hac luce recreari sincero animo velint et postulent. Huiusmodi veritates defigendae altissime sunt fidelium mentibus, ne falsis corrumpi queant doctrinis eo spectantibus, ut religionis foveant indifferentiam, quam ad exitium animarum serpere latius videmus ac roborari.”