Pius PP IX |
IV
LA
ALOCUCION SINGULARI QUADAM
Dos declaraciones del Papa Pío IX sobre la
necesidad de la Iglesia para la obtención de la salvación eterna son de
primordial importancia en el estudio desta sección de la sagrada teología. La
primera se encuentra en su alocución Singulari quadam,
pronunciada el 9 de Diciembre de 1854, el día siguiente de la solemne
definición del dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, a los
Cardenales, Arzobispos y Obispos que se reunieron en Roma para presenciar la
definición. La segunda se contiene en su encíclica Quanto conficiamur
moerore, dirigida a los Obispos de Italia el 10 de Agosto de 1863.
Ambos pronunciamientos son tremendamente profundos y
ricos en implicancias teológicas. Además son mucho más difíciles de explicar
que cualquier otra pronunciación de la
Iglesia docente sobre este tema. De hecho, han sido muy a menudo mal interpretados
por los escritores Católicos que los han examinado muy superficialmente o que
incluso, en algunos casos, han aceptado traducciones que eran un poco menos que
completamente adecuadas. En ambos documentos es necesario considerar el contexto
en el cual Pío IX habló y explicó el dogma.
La sección pertinente de la Singulari quadam
incluye los siguientes párrafos:
“Otro error y no menos
pernicioso hemos sabido, y no sin tristeza, que ha invadido algunas partes del
orbe católico y que se ha asentado en los ánimos de muchos católicos que
piensan ha de tenerse buena esperanza de la salvación de todos aquellos que no
se hallan de modo alguno en la verdadera Iglesia de Cristo [v. 1717]. Por eso
suelen con frecuencia preguntar cuál haya de ser la suerte y condición futura,
después de la muerte, de aquellos que de ninguna manera están unidos a la fe
católica y, aduciendo razones de todo punto vanas, esperan la respuesta que
favorece a esta perversa sentencia. Lejos de nosotros, Venerables Hermanos, atrevernos
a poner límites a la misericordia divina, que es infinita; lejos de nosotros
querer escudriñar los ocultos consejos y juicios de Dios que son abismo grande [Ps. 35, 7] y no pueden
ser penetrados por humano pensamiento. Pero, por lo que a nuestro apostólico
cargo toca, queremos excitar vuestra solicitud y vigilancia pastoral, para que,
con cuanto esfuerzo podáis, arrojéis de la mente de los hombres aquella a par
impía y funesta opinión de que en cualquier religión es posible hallar el
camino de la eterna salvación. Demostrad, con aquella diligencia y doctrina en
que os aventajáis, a los pueblos encomendados a vuestro cuidado cómo los dogmas
de la fe católica no se oponen en modo alguno a la misericordia y justicia
divinas.
En efecto, por la fe debe
sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse; que
ésta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá
en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que quienes sufren
ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los
ojos del Señor reos por ello de culpa alguna. Ahora bien, ¿quién será tan
arrogante que sea capaz de señalar los límites de esta ignorancia, conforme a
la razón y variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan
numerosas circunstancias? A la verdad, cuando libres de estos lazos corpóreos, veamos a Dios tal como es [1 Ioh. 3,
2], entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están unidas la
misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra
agravados por este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente
según la doctrina católica que hay un
solo Dios, una sola fe, un solo bautismo [Eph. 4, 5]: Pasar más allá en
nuestra inquisición, es ilícito.
Por lo demás, conforme lo
pide la razón de la caridad, hagamos asiduas súplicas para que todas las
naciones de la tierra se conviertan a Cristo; trabajemos, según nuestras
fuerzas, por la común salvación de los hombres, pues no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de
faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran
y pidan ser recreados por esta luz. Estas verdades hay que fijarlas
profundamente en las mentes de los fieles, a fin de que no puedan ser
corrompidos por doctrinas que tienden a fomentar la indiferencia de la
religión, que para ruina de las almas vemos se infiltra y robustece con
demasiada amplitud.[1]
La enseñanza de la Singulari quadam es de
importancia especial puesto que esta alocución fue la primera declaración
“moderna” de los Papas sobre el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”.
Los antecedentes intelectuales contra los cuales enseñó el Papa Pío IX
hace más de cien años es muy parecida, fundamentalmente, a la que existe en
nuestro tiempo. De aquí que sea imperativo, para una adecuada apreciación desta
porción de la doctrina Católica, analizar esta enseñanza para ver exactamente
qué se puede sacar de esta alocución.
La enseñanza fundamental de la Singulari
quadam es la aserción de que la enseñanza “nadie puede salvarse fuera de la
Iglesia romana apostólica” es un dogma de fe. Es algo a lo cual debe prestarse
el asentimiento de la misma fe. Como tal, es por supuesto completamente
infalible. Es algo que nunca puede ser corregido o modificado. Debe recibirse
como una proposición absolutamente vera.
Por cierto, es interesante notar que el Papa Pío IX
se enfrentó a una situación completamente similar a la que Pío XII describió
cuando escribió su encíclica Humani generis en Agosto de 1950. El ataque
contra el dogma de la necesidad de la Iglesia para la salvación hace cien años,
no fue llevada a cabo por hombres que se jactaban de negar o suprimir la
afirmación de que no hay salvación fuera de la Iglesia. Su táctica fue mucho
más sutil y peligrosa: intentaron vaciar esta afirmación de todo significado
real. Intentaron hacer creer a los Católicos que había posibilidad de salvación
para aquellos que nunca entraron a la Iglesia en modo alguno. La Singulari
quadam caracteriza esta afirmación como un error funesto.
Pío XII trató con una situación similar cuando
condenó los esfuerzos de aquellos maestros que intentaban reducir “a una
fórmula vacía” la enseñanza de que la Iglesia es necesaria para la obtención de
la salvación eterna. Pío IX trabajó en esta dirección cuando condenó la
enseñanza de que hay alguna esperanza de salvación para aquellos hombres que no
han entrado en modo alguno en la Iglesia de Jesucristo.
Aquellos que hace un siglo enseñaron en forma
imprecisa sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación, usaron otra
táctica. Hicieron hacer creer que había algo injusto en esta básica doctrina
Católica. Afirmaban, directamente o por implicancia, que había alguna
contradicción entre este dogma y las enseñanzas de la fe que nos dicen que Dios
es justo y misericordioso. La alocución Singulari
quadam trata también sobre esta maniobra. Pío IX dejó
bien en claro que es el deber de la jerarquía probar al pueblo confiado a su
cuidado que no hay ninguna oposición entre la enseñanza de la necesidad de la
Iglesia para obtener la salvación eterna y los dogmas de la justicia y misericordias
divinas. Presentó esta enseñanza pues como una parte integral de la doctrina
Católica.
Como parte de su estrategia los oponentes a la
vera doctrina Católica hicieron hacer creer que una aceptación genuina del
dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación implicaba la enseñanza de que
Dios castigaría a los hombres por ignorar invenciblemente la vera Iglesia. Pío
IX enfrentó también esta afirmación en la Singulari quadam. Afirmó
simplemente que Dios no va a culpar a nadie por ignorar invenciblemente la
Iglesia Católica, de la misma forma que no va a castigar a nadie por ignorar
invenciblemente cualquier otra cosa.
Por cierto, sobre este punto, ha habido escritores
católicos que han sido engañados por una incompleta traducción desta
porción de la Singulari Quadam. La alocución dice que aquellos que
son invenciblemente ignorantes de la vera religión “no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna”. El texto latino dice: “qui verae
religionis ignorantia laborent, si ea sit invincibilis, nulla ipsos obstringi huiusce
rei culpa ante oculos Domini”. Algunos han traducido este pasaje sin
tener en cuenta las palabras “huiusce rei”. Tales traducciones tienden
hacer de la ignorancia invencible de la vera religión una suerte de sacramento,
puesto que intentan hacer creer que el Sumo Pontífice enseñó que las personas
invenciblemente ignorantes de la vera religión simplemente no son culpables a
los ojos de Dios.
El tema es (y esta es la esencia de la enseñanza de Pío
IX en la encíclica Quanto conficiamur moerore) que la no
pertenencia a la Iglesia Católica no es de ninguna manera la única razón por la
cual los hombres son privados de la visión beatífica. En última instancia, el
único factor que va a excluir al hombre de la felicidad eterna y sobrenatural
de Dios en el cielo es el pecado, sea original o mortal. Un infante que
muere sin haber sido bautizado no va a tener la Visión Beatífica debido a que
el pecado original lo ha hecho incapaz délla. Todo hombre que muere después de
haber alcanzado el uso de razón y que es excluído eternamente de la Visión
Beatífica es castigado por un pecado mortal actual que ha cometido. Tal persona
puede además ser privado de la felicidad de la Visión Beatífica debido al
pecado original que no se le ha borrado por el bautismo.
Para poder entender esta doctrina no debemos olvidar que
no hay bajo ningún punto de vista un término medio entre el estado de gracia
santificante y el estado de pecado o alejamiento de Dios. Todo
aquel que ama a Dios con un amor de amistad o benevolencia, que sinceramente
desea y tiene la intención de hacer Su voluntad y que prefiere sufrir cualquier
cosa antes que ofenderlo, tiene la caridad divina sobrenatural y está en estado
de gracia. Si muere en este estado, inevitablemente va a alcanzar la Visión
Beatífica. Y, por cierto, si tiene el amor de caridad para con Dios, está
“dentro” de la vera Iglesia de Jesucristo, por lo menos por un sincero
(aunque tal vez sólo implícito) intención y deseo.
Si, por otra parte, una persona no tiene el amor de
caridad hacia Dios, entonces está en estado de pecado. Si un adulto por
quien Nuestro Señor murió en la Cruz no tiene este amor de caridad hacia Dios,
esto puede deberse sólo al hecho de que ha elegido algún objeto de afecto
incompatible con el amor de caridad. Si sale desta vida en esa condición,
voluntariamente separado de Dios, no va a alcanzar la gloria del cielo. Esto es
vero sea que el hombre muera como miembro de la vera Iglesia o no.
Así, pues, es perfectamente posible para un hombre morir
“fuera” de la vera Iglesia y ser excluído por siempre de la Visión Beatífica
sin que se le impute como pecado su ignorancia de la vera Iglesia o religión.
Esto es precisamente lo que Pío IX dijo en la Singulari quadam.
Como lo muestra el contexto, lo dijo como parte de su explicación del hecho de
que el dogma Católico de la necesidad de la Iglesia para la salvación, de
ninguna manera envuelve una contradicción con las enseñanzas sobre la soberana
misericordia y justicia de Dios.
[1] Dz.
1646-8 “Errorem alterum nec minus
exitiosum aliquas catholici orbis partes occupasse non sine moerore novimus
animisque insedisse plerumque catholicorum, qui bene sperandum de aeterna
illorum omnium salute putant qui in vera Christi Ecelesia nequaquam versantur
(cf. D 1717). Idcirco percontari saepenumero solent, quaenam futura post obitum
sit eorum sors et conditio, qui catholicae fidei minime addicti sunt,
vanissimisque adductis rationibus responsum praestolantur, quod pravae huic
sententiae suffragetur. Absit, Venerabiles Fratres, ut misericordiae divinae,
quae infinita est, terminos audeamus apponere; absit, ut perscrutari velimus
arcana consilia et iudicia Dei, quae sunt abyssus multa (Ps 35, 7), nec humana
queunt cogitatione penetrari. Quod vero apostolici Nostri muneris est,
episcopalem vestram et sollicitudinem et vigilantiam excitatam volumus, ut,
quantum potestis contendere, opinionem illam impiam aeque ac funestam ab
hominum mente propulsetis, nimirum quavis in religione reperiri posse aeternae
salutis viam. Ea qua praestatis sollertia ac doctrina demonstretis commissis
curae vestrae populis, miserationi ac iustitiae divinae dogmata catholicae
fidei neutiquam adversari.
Tenendum quippe ex fide est, extra apostolicam
Romanam Ecclesiam salvum fieri neminem posse, hanc esse unicam salutis arcam,
hanc qui non fuerit ingressus, diluvio periturum; sed tamen pro certo pariter
habendum est, qui verae religionis ignorantia laborent, si ea sit invincibilis,
nulla ipsos obstringi huiusce rei culpa ante oculos Domini. Nunc vero quis
tantum sibi arroget, ut huiusmodi ignorantiae designare limites queat iuxta
populorum, regionum, ingeniorum aliarumque rerum tam multarum rationem et
varietatem ? Enimvero cum soluti corporeis hisce vinculis videbimus Deum sicuti
est (1 Io 3, 2), intelligemus profecto, quam arcto pulchroque nexu miseratio ac
iustitia divina copulentur; quamdiu vero in terris versamur mortali hac gravati
mole, quae hebetat animam, firmissime teneamus ex catholica doctrina unum Deum
esse, unam fidem, unum baptisma (Eph 4,6); ulterius inquirendo progredi nefas
est.
Ceterum prout caritatis ratio postulat,
assiduas fundamus preces, ut omnes quaquaversus gentes ad Christum
convertantur, communique hominum saluti pro viribus inserviamus, neque enim
abbreviata est manus Domini (Is 59, 1), gratiaeque coelestis dona nequaquam illis
defutura sunt, qui hac luce recreari sincero animo velint et postulent.
Huiusmodi veritates defigendae altissime sunt fidelium mentibus, ne falsis
corrumpi queant doctrinis eo spectantibus, ut religionis foveant
indifferentiam, quam ad exitium animarum serpere latius videmus ac roborari.”