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jueves, 31 de agosto de 2023

La Sagrada Liturgia, por Dom Adrien Gréa (Reseña)

La Sagrada Liturgia

por Dom Adrien Gréa (Reseña),

Traducciones CJ, p. 279, año 2023

 


El gran autor del inmortal libro “La Iglesia, su divina Constitución” (que hemos publicado en el blog), y a quien el mismísimo San Pío X pensó en hacer Cardenal, nos deleita con un excelente estudio sobre la Sagrada Liturgia.

Se respira en estas páginas la misma unción que inspiraron las páginas del libro sobre la Iglesia. Si de aquel libro podía decirse que, además de ser un excelente tratado teológico, estábamos en presencia de un poema, ¿qué podremos decir en esta ocasión?

Se trata de un completo estudio sobre la Liturgia, que el Autor resume en tres párrafos en el Prefacio: 

La Santa Iglesia aquí abajo entra en contacto con los elemen­tos de este mundo destinado a perecer con todo el orden del hombre viejo, cuando se cumplan los designios de Dios sobre sus elegidos; en estos elementos, la Iglesia toma como si fuera la porción de Dios de la naturaleza, que es obra suya; extrae de ella la materia de los sacramentos, y, más allá de los sacramen­tos, reserva para el servicio de Dios y desprende de los usos profanos una porción selecta y como si fuera las primicias de las criaturas; luego, a través del órgano de las cosas creadas que se han convertido en sagradas, eleva a Dios el olor del sacrificio y la voz de la oración.

El orden natural de este estudio nos invita a comenzar por lo que concierne esencialmente al servicio de Dios, es decir, el Oficio divino y la santa Misa, que es su parte principal, a la que le es más propio el nombre de liturgia, y que le da toda su digni­dad y virtud sobrenaturales; éste será el objeto de nuestros dos primeros libros.

A continuación, consideraremos, en su relación con la sa­grada liturgia y el culto a Dios, los tiempos, personas, lugares y, finalmente, cosas y objetos muebles, que serán objeto de los cuatro libros siguientes”. 

Y en la Introducción canta las glorias de la oración: 

"¿Cómo expresar la excelencia de la oración litúrgica?

Dios creó el corazón humano para llenarlo de su amor.

Le habla y le escucha.

miércoles, 16 de enero de 2019

Notas a algunos estudios de Mons. Fenton sobre la membresía en la Iglesia (IV de IX)


Apéndice III.

Joseph Anger, op. cit. pag. 286 y ss.

“La Pasión ha sido ofrecida por Cristo a fin de adquirir el derecho de poseer a la Iglesia como a su esposa y su Cuerpo espiritual; ella (la pasión) ha sido sufrida por todos los hombres sin distinción, pues todos son llamados a pertenecer al Cuerpo de Cristo. El sacrificio del altar es ofrecido sólo por aquellos que de hecho son parte de la Iglesia; ofrecido sólo por ellos les aprovecha igualmente sólo a ellos. Sin dudas la Misa, celebrada por la prosperidad y el bien de la Iglesia, no deja de beneficiar a los mismos herejes e infieles cuya conversión contribuye a la belleza y perfección del Cuerpo Místico; pero, sin embargo, directamente, aprovecha sólo a los miembros de Cristo. En este número se incluye a todos los fieles bautizados que viven aquí abajo, que participan de los frutos del sacrificio en la medida de su colaboración en la ofrenda y de su unión más o menos estrecha con Cristo por medio de la fe y la caridad. Pero también están incluidas todas las almas del Purgatorio, sea que hayan dejado esta vida con el carácter bautismal o no. En efecto, todos, incluso los no bautizados, pertenecen a la fracción sufriente de la Iglesia y forman parte del Cuerpo Místico, ya que todas tienen la gracia, que a todas les asegura la salvación y que tales privilegios no nos vienen más que por Cristo. Sin duda, los no bautizados, si duermen el sueño de la paz (“dormiunt in somno pacis”), no llevan en sus almas el “signum fidei”, esto es, el carácter bautismal, pero aún así creemos que pertenecen, con toda justicia, a Cristo y, justificadas por Él, aunque no lleven el sello de la pertenencia divina, se aprovechan, también, de la sangre que las ha santificado, pues allí la distinción entre el cuerpo y alma de la Iglesia no tiene razón alguna de ser.[1] Y si se pregunta por qué no participan directamente aquí abajo de los frutos del sacrificio y sí lo hacen en el otro mundo, respondemos: en esta tierra sólo participan directamente de los frutos del sacrificio sólo los que lo ofrecen; pero sólo los bautizados, marcados con un carácter, que es una verdadera iniciación sacerdotal[2], pueden ser los sacerdotes del sacrificio y, por lo tanto, sólo a ellos les aprovecha directamente; por el contrario, en el Purgatorio, las almas, bautizadas o no, no ofrecen el sacrificio, sino que es ofrecido por ellas; todas ellas no tienen más que un rol pasivo; reciben, no hacen nada; así, pues, se comprende sin dificultad que si para tomar parte en la acción sacrificial, en la ofrenda de la inmolación, se necesita tener un cierto carácter sacerdotal, no se exige lo mismo si se trata sólo de aprovechar los frutos del sacrificio; es suficiente con estar unido por la caridad a Cristo Víctima”.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XII (III de III) y Conclusión.

   Nota del Blog: Terminamos aquí este largo y hermoso tratado.

Dom Adrien Gréa


Exención de las Iglesias y de las personas.

Las exenciones se pueden dividir en dos clases. Unas afectan principalmente a Iglesias o a territorios determinados; respectan a la jerarquía de las Iglesias, penetran en su seno, por lo cual revisten carácter local o territorial, como esta misma jerarquía.
Otras tienen por objeto primero y principal órdenes o clases de personas constituidas fuera de la jerarquía de las Iglesias.
Las exenciones de la primera clase son las más antiguas en la historia. Su primera aplicación tuvo lugar en favor de los monasterios; y aquí no queremos hablar de los simples privilegios apostólicos, legislación tutelar que ponía bajo la protección de la Santa Sede la santa libertad de los religiosos y los defendía contra las intromisiones seculares y contra los posibles manejos de los obispos mismos tocante a los bienes de los monasterios o a la integridad de la observancia.
Estos privilegios prepararon el camino a las exenciones propiamente dichas, que aparecieron más tarde. Éstas vinculan inmediatamente el monasterio a la Santa Sede, de modo que el Soberano Pontífice se convierte en su único obispo, y la jurisdicción se ejerce en nombre y por comunicación de su autoridad.
Fácilmente se comprende la gran conveniencia de estas exenciones para las grandes instituciones monásticas.
La Iglesia de África había sentido ya la necesidad de vincular inmediatamente a la sede metropolitana de Cartago los monasterios de aquella región que se reclutaban en toda el África cristiana y que por su importancia parecían a veces eclipsar a la Iglesia episcopal vecina, sobre todo en aquellas regiones en que las sedes episcopales se habían multiplicado con cierto exceso[1].
En Oriente, una disciplina semejante sometía los grandes monasterios a la autoridad inmediata de los patriarcas[2].
Causas análogas explican las exenciones de los grandes monasterios de Occidente. ¿Era conveniente que poderosas abadías, cuyas colonias y prioratos se extendían lejos y en gran número de diócesis, que instituciones que por su desarrollo providencial adquirían importancia universal e interesaban a la Iglesia entera, dependieran de una sede episcopal próxima y de una ciudad mediocre?

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XII (II de III)

Aplicación de esta autoridad.

El ejercicio de la jurisdicción inmediata del Sumo Pontífice sobre todas las partes de la Iglesia universal y en todas las Iglesias particulares puede en su aplicación y en sus manifestaciones resumirse en tres capítulos principales.
El Sumo Pontífice puede o bien ejercer de paso un acto de la autoridad episcopal, o bien reservarse mediante una disposición duradera tal o cual parte de los poderes episcopales, o también mediante una disposición igualmente duradera, reservarse todos los poderes sobre lugares o personas determinadas, es decir, establecer lo que se llama propiamente la exención.

- En primer lugar, el Papa puede siempre y cada vez que lo juzgue oportuno atribuirse la colación de un oficio eclesiástico o evocar a su tribunal el juicio de una causa.
Puede ejercer en todas partes las funciones episcopales, tales como la dedicación de las Iglesias y la administración de todos los sacramentos.
Puede igualmente diputar comisarios apostólicos para toda clase de asuntos. Puede finalmente dar a las parroquias, a las Iglesias o a las diócesis administradores apostólicos que reciban de él mismo su jurisdicción en calidad de delegados suyos.

- En segundo lugar, el Sumo Pontífice puede, no sólo por un acto transitorio, sino como medida legislativa que entre en el cuerpo del derecho, reservarse todos los casos que juzgue oportuno determinar. Así, en la colación de los beneficios se ha reservado el Papa en los tiempos modernos la primera dignidad de las Iglesias catedrales, y en el orden de los juicios se ha reservado ciertas causas, independientemente del derecho de apelación, que puede ejercerse siempre.
Análogas reservas apostólicas se hallan en todas las otras ramas de la administración eclesiástica.

- Finalmente, y en  tercer lugar, mediante las exenciones sustrae el Sumo Pontífice a la autoridad de los obispos a Iglesias o personas, a las que somete exclusivamente a la suya.

Las exenciones ocupan un puesto muy importante en las instituciones eclesiásticas. Por ello vamos a hacer brevemente algunas observaciones acerca de las mismas, por parecernos importantes para que se conozcan mejor su naturaleza y su utilidad.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XII (I de III)

XII

COMPENETRACIÓN DE LA IGLESIA UNIVERSAL
Y DE LAS IGLESIAS PARTICULARES

Llegamos al término de nuestro trabajo. Hemos estudiado la vida de las Iglesias particulares, hemos contemplado su sagrada economía, y terminamos con una última ojeada sobre el misterio de su jerarquía, que nos conduce otra vez a la autoridad del sucesor de san Pedro, de aquel en quien todas ellas reposan como en único e inquebrantable fundamento, y en quien todas son la única Iglesia de Jesucristo.
Ahí reside su verdadera grandeza y su más noble prerrogativa. En su multitud pertenecen al misterio de la unidad, todas concurren y se confunden en esa gran unidad de la Iglesia católica y la Iglesia católica, a su vez, subsiste y vive en cada una de ellas.
Esta misteriosa compenetración de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares se revela al exterior y tiene su espléndida y especial manifestación en la jurisdicción inmediata que el vicario de Jesucristo, cabeza de la Iglesia universal, posee y ejerce en cada una de las Iglesias particulares.
Vamos a exponer brevemente este último aspecto de las actividades jerárquicas del cuerpo místico de Jesucristo.

Autoridad soberana del Sumo Pontífice.

La Iglesia particular pertenece a su obispo, y este obispo es su esposo, en un sentido muy verdadero.
Mas estas nupcias místicas deben entenderse de un misterio más alto. Son las nupcias mismas de Cristo, cuya alianza lleva el obispo a su Iglesia.
En nuestra parte primera hemos enseñado ya que la Iglesia particular, que procede de la Iglesia universal lleva en sí todas las divinas relaciones de ésta. El nombre sagrado de Iglesia que le pertenece la vincula con Cristo en un sacramento indivisible.
La Iglesia universal no está dividida en las Iglesias particulares sino que vive entera en todos sus misterios en cada una de ellas. Es única, y en ella todas y cada una de las Iglesias son la única esposa de Jesucristo.
Por esta razón las jerarquías inferiores no son como intermediarios necesarios que puedan detener y quebrar los impulsos que vienen de más arriba. Todas las Iglesias convergen en la unidad superior de la Iglesia universal, en ella son consumadas, y todas pertenecen a Jesucristo por un vínculo muy simple y muy inmediato.
Sobre el profundo fundamento de esta doctrina está establecida la autoridad inmediata del Sumo Pontífice en todas las Iglesias particulares. Jesucristo, que las posee a todas sin intermediario, lo estableció en su lugar para que fuera su representante en la tierra, y en él se muestra como cabeza de estas Iglesias, como él mismo es el cabeza de la Iglesia universal en el mismo misterio de unidad.
Esa autoridad inmediata del Sumo Pontífice como vicario de Jesucristo sobre las Iglesias particulares, definida por el concilio Vaticano I, es propiamente episcopal[1], porque no hay ninguna parte de la autoridad episcopal que no le pertenezca esencialmente y que él no pueda ejercer siempre.
La predicación de la doctrina, la administración de los sacramentos, el gobierno pastoral, la colación de la potestad eclesiástica, los juicios, todas esas funciones que forman el campo del poder episcopal, son también, sin restricción posible, objeto de potestad del Sumo Pontífice en cada Iglesia.
Pero si esta autoridad es propiamente episcopal en su objeto, tiene frente al episcopado un carácter de soberanía y de excelencia que lo aventaja. Es el episcopado en su fuente y en su cabeza.
Y como el obispo mismo, en las funciones del sacerdocio, obra con una dignidad más alta que los sacerdotes, aunque con la  misma eficacia, así también el Sumo Pontífice, al ejercer este poder episcopal en las Iglesias, lo hace con toda la majestad y soberanía de su principado.
Así todos sus actos tienen un carácter de soberanía y de independencia, al que los obispos mismos no pueden aspirar en sus Iglesias.
En virtud de un derecho superior se pueden trazar a éstos reglas y se pueden poner límites a su jurisdicción, sus actos pueden ser invalidados, se puede recurrir contra sus juicios; pero los actos del Sumo Pontífice, incluso en el gobierno inmediato de las Iglesias, no dependen de ningún superior de aquí abajo, llevan consigo la legitimidad esencial que pertenece a los actos del primer soberano. Y si al ejercer esta jurisdicción en las Iglesias por medio de delegados le place a veces fijarles límites e imponerles estrechas condiciones, de su sola voluntad depende determinar los limites que no pueden rebasar.
Por lo demás, la autoridad del Sumo Pontífice aventaja a la de los obispos no solamente por su excelencia, sino también porque la precede en el orden del misterio de la jerarquía.  Los cristianos,  antes de pertenecer a sus obispos, pertenecen a Jesucristo y consiguientemente a su vicario; antes de pertenecer a las Iglesias particulares, pertenecen a la Iglesia universal. En la mente de Dios y en el cumplimiento de su designio, la Iglesia universal precede en todas partes a las Iglesias particulares; y al formarse éstas no pudieron hacer mella a las relaciones anteriores que habían ligado ya a los fieles con Jesucristo y con su vicario ni al lazo primordial que se los había sometido anticipadamente.
Por esto el Sumo Pontífice es con toda verdad y por la esencia misma de su autoridad el ordinario del mundo entero y puede siempre y en cada momento ejercer por sí mismo o por sus mandatarios la jurisdicción que a este título le corresponde.



[1] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus 3, Dz 3060: «Enseñamos, por ende, y declaramos que la Iglesia romana, por disposición del Señor, posee el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es inmediata”.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (XIII Parte)

A la imagen del único Santo.

Dentro de los límites de este breve tratado hemos intentado mostrar el puesto que los diferentes institutos religiosos ocupan en la vida exterior de la Iglesia y los ministerios públicos que en ella ejercen.
Pero pueden ser considerados también en otro aspecto: penetrando en su vida íntima se pueden descubrir maravillas de otro orden.
Las diversas formas de la vida religiosa que revisten estas grandes familias de elegidos están destinadas a reproducir en ellas, y por ellas en la Iglesia, los rasgos diversos del único y divino modelo de la santidad.
En este profundo designio de la divina Providencia, cada uno de estos institutos además de la misión exterior que desempeña acá abajo cerca de los hombres — misión que puede vincularse a las necesidades especiales, accidentales y variables de los tiempos y de los lugares, y que puede también pasar o modificarse con las vicisitudes de las sociedades humanas —, recibe una misión más alta, y más sublime, misión que  mira más directamente a  Jesucristo mismo y al acabamiento cada vez más perfecto de su semejanza y de su vida en la Iglesia.
Este género de misión no está llamado a pasar con los siglos, y por este lado las órdenes religiosas todas adquieren un carácter de perpetuidad que ninguna institución humana puede compartir con ellas. Todas están destinadas a aguardar con la Iglesia la última consumación de la obra divina aquí en la tierra, y el espíritu que las sostiene interiormente las reanima cuando parecen flaquear bajo la acción del tiempo, mediante la intervención de los santos y las reformas que rejuvenecen su vigor.
En este grande y profundo trabajo de la santidad cada uno de los institutos religiosos cumple un destino particular y misterioso; cada uno aporta su rasgo diferente, y todos juntos contribuyen a reproducir en la Iglesia la imagen perfecta de Jesucristo, ejemplar de toda perfección.
Así la orden de santo Domingo honra su celo y su doctrina; la orden de san Francisco celebra su pobreza; los carmelitas tienen su parte en la oración, los mínimos en el ayuno, los cartujos en el retiro al desierto; la Compañía de Jesús glorifica su vida pública e iza su nombre como un estandarte; los pasionistas, con sus austeridades, llevan por todas partes el misterio de sus sufrimientos.
Podrían multiplicarse estas aplicaciones sin agotarlas jamás, pues no tienen nada de exclusivo, y todas las familias religiosas gozan, en común, de todas las riquezas de Jesucristo. Y si cada una de ellas parece llevada por el Espíritu Santo a elegirse entre este tesoro la joya de una virtud o de un misterio distinto para hacer de ella su ornato especial, no por ello dejan todas de poseer en común todas estas riquezas indivisibles; porque ¿cómo podría Cristo dividirse?
Desgraciadamente, tenemos que hablar el lenguaje de los hombres. ¡Pobres de nosotros! Porque nuestros labios están mancillados, y sería necesaria la palabra de los ángeles para describir dignamente estos misterios ocultos de la obra divina, lo que hay de más íntimo en la santidad de la Iglesia, las delicias de este huerto cerrado del Esposo. ¿Cómo pintar esa divina vegetación, esos árboles poderosos, esas flores fragantes, esos frutos saludables que no cesa de producir el Espíritu Santo?

¿Pero cómo narrar las visitas y la morada del Esposo que se deleita entre los lirios y las rosas? Nosotros no somos dignos de penetrar en ese huerto cerrado; acerquémonos a las puertas y a las barreras sagradas, entreveamos esas maravillas, recojamos los perfumes que se exhalan hasta nosotros de en medio de las delicias divinas. Glorifiquemos al autor de esos bienes. Así es como Él mismo glorifica ya en las pruebas de este mundo a su amada Iglesia y se complace en ella como en su Esposa muy amada. La Iglesia nos aparece en estos esplendores revestida de inmortal juventud y nuevas familias, fruto de su inagotable fecundidad, no cesan de salir de su seno para regocijar al cielo al mismo tiempo que cubren la  tierra de inestimables beneficios.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (XII Parte)

Obras de misericordia.

Podríamos limitarnos a estas rápidas consideraciones sobre el estado religioso y sobre las formas que ha revestido a lo largo de les tiempos al servicio público de la Iglesia y de las almas.
Pero al lado de los ministerios espirituales que los institutos religiosos han desempeñado tan laboriosamente y con tanta utilidad hay otro orden de servicios que los mismos han prestado y que no podemos pasar enteramente en silencio.
Nos referimos a las obras de misericordia que ha realizado por ellos la Iglesia para alivio de la humanidad.
Nada recomienda tanto el Evangelio como el ejercicio de la caridad con el prójimo, mandamiento que todos los cristianos tienen recibido de la boca del Señor.
Ahora bien, como ya hemos indicado antes, por encima de las obras de beneficencia individual apareció desde los comienzos el gran ministerio de la caridad de las Iglesias.
Todos los fieles, asociados por el vínculo mismo de la comunión eclesiástica, concurrían a formar esta unión de todas las fuerzas benéficas del pueblo cristiano.
Las Iglesias eran poderosas sociedades caritativas, incluso las únicas que se conocían entonces; en efecto, con la admirable energía de la vida que las animaba respondían más que suficientemente a todas las aspiraciones generosas de las almas y satisfacían todos los piadosos deseos de asociación para el bien.
De esta manera la caridad se convertía en el mundo en un ministerio público y revestía un carácter jerárquico en el seno de cada Iglesia.
Su dirección estaba confiada al sacerdocio; los clérigos, como jefes y magistrados espirituales de la santa ciudad, estaban a la cabeza de las obras de beneficencia pública. Estaban presididos por el obispo, establecido por su misma dignidad como padre de los pobres[1]. Los diáconos habían sido establecidos desde el comienzo por los apóstoles como ministros principales en este orden de solicitudes (Act. VI, 1-6), y así la entera jerarquía sacerdotal y levítica aparecía revestida del magnífico carácter de dispensadora de las limosnas del pueblo cristiano. Éstas, al pasar por sus manos, adquirían carácter sagrado; se ponían, por así decirlo sobre el altar y del altar se derramaban sobre los infortunios humanos.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (XI Parte)

Progresión histórica.

Las órdenes apostólicas, esas grandes creaciones del Espíritu Santo en el seno del estado religioso, no aparecieron en el mundo sin una preparación providencial, sino que enlazaron con las instituciones de las edades precedentes mediante una transición insensible. Los mismos fundadores, elegidos por Dios con vocación especial para darles origen, las más de las veces no conocieron los designios divinos cuyos instrumentos eran, sino después de su realización. El Espíritu de Dios, que los guiaba en el desarrollo de aquellas obras admirables, a fin de que quedase perfecta constancia de que Él solo era su autor y para que toda la gloria recayera sobre Él, sólo poco a poco les revelaba lo que necesitaban conocer respecto al plan del edificio; y este divino arquitecto no comunicaba su secreto a sus obreros predestinados sino en el orden y en la medida que requería el progreso de la construcción.
Así la divina Providencia, por una parte preparaba poco a poco el terreno en el que debían elevarse para la gloria de Dios aquellos magníficos monumentos, y por otra parte suscitaba en el momento oportuno los hombres que debían emprender y dirigir las obras.
Por lo demás, esto mismo se verificó en todas las diferentes fases porque pasó el estado religioso y en los sucesivos desarrollos que recibió en el transcurso de los siglos.
Ya en el seno del orden monástico, el advenimiento de las congregaciones de abadías que tuvo lugar con la orden del Cister, había sido preparado por las numerosas filiaciones de prioratos dependientes de Cluny y de los otros monasterios. La importancia creciente de estos prioratos y la autonomía relativa que comenzaban a darles esta importancia y la distancia de los lugares, fueron las que abrieron el camino a la confederación de las abadías en un instituto común. Esta fecunda innovación en la orden del Cister ofrecía el primer tipo que inmediatamente fue imitado, y así el orden canónico tuvo su gran congregación Premonstratense.
Un siglo más tarde, cuando apareció santo Domingo, en el momento en que iban a nacer, gracias a él y a su hermano san Francisco, las órdenes religiosas propiamente dichas, aquel gran hombre no pareció concebir en un principio otro designio que el del establecimiento de una congregación de canónigos regulares. El primer diploma pontificio otorgado a su orden no deja entrever otra cosa, y santo Domingo mismo dio el título de abad a uno de sus primeros discípulos[1].
Pero las necesidades del apostolado encauzaron por nuevas vías al naciente instituto.
Hubo un maestro general, priores provinciales, y todos los religiosos pertenecieron a un único cuerpo, cuya verdadera cabeza era el maestro general.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (X Parte)

Clero secular, clero titular.

Lo que acabamos de decir a propósito de las órdenes monásticas y de las órdenes apostólicas nos lleva a llamar la atención del lector sobre una distinción que importa en gran manera establecer entre los diversos órdenes de personas eclesiásticas.
Los canonistas tienen la costumbre de distinguir entre el clero secular y el clero regular. Esta distinción practica y conocida por todos se basa principalmente en la diferencia de estado y de género de vida de las personas.
Pero hay otra que se relaciona más profundamente con la constitución misma de la Iglesia y se basa en las relaciones de las personas con su jerarquía, a saber, la distinción entre el clero vinculado por título a las Iglesias particulares y el clero sin título, destinado al servicio de la Iglesia universal.
En la primera clase se sitúan, con los beneficiarios seculares, los monjes y los canónigos regulares; la segunda clase comprende, con las órdenes religiosas propiamente dichas, las diversas congregaciones de sacerdotes seculares, que en los últimos tiempos han sido suscitadas por el Espíritu de Dios y destinadas al apostolado, y a los clérigos vagos que sirven a la Iglesia sin estar ligados por títulos a ningún lugar.
Quizá, insensiblemente, nos hemos acostumbrado demasiado a confundir estos dos órdenes de distinción; nos hemos acostumbrado demasiado, decimos nosotros, a considerar al clero secular como el único encargado originariamente y por naturaleza, del ministerio titular de las Iglesias, y a mirar al apostolado como el único ministerio reservado al estado religioso, hasta tal punto que los religiosos parecen no poder ser ya los clérigos titulares de ninguna Iglesia, a no ser por excepción o por derogación del orden natural de las cosas como los clérigos seculares no se podrían tampoco asimilar a no ser por excepción, a los religiosos en el apostolado. Ahora bien, ya hemos mostrado suficientemente cómo la profesión religiosa, perteneciendo por su esencia misma a la Iglesia entera y no siendo sino la perfección del cristianismo, conviene que penetre todas las partes del cuerpo de la cristiandad; desde los tiempos apostólicos, y sin la menor derogación de los principios de la jerarquía, esta excelente profesión, por los dos órdenes, el canónico y el monástico, se asoció íntimamente a la vida de las Iglesias particulares.
Por otro lado, nada se opone tampoco a la vocación apostólica en el estado del clero secular; así la expresión de clero secular no es en modo alguno sinónimo de clero titular u ordinario de las Iglesias, puesto que también los religiosos pueden tener esta última cualidad; como tampoco la expresión de clero regular es equivalente a la de clero apostólico o auxiliar, puesto que puede haber clérigos seculares que no estén ligados a ninguna Iglesia particular por el vínculo del título y que en esta situación sirvan a la Iglesia y ejerzan el apostolado.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (IX Parte)

Dos clases de familias religiosas

Si se considera el puesto asignado por la naturaleza de sus misiones en el plano de la Iglesia a estas diferentes familias religiosas, nos aparecen repartidas en dos grandes clases.
Por un lado los órdenes monásticos y canónicos, los monjes y los canónigos regulares, que pertenecen y están ligados a Iglesias particulares. Los monasterios mismos de los monjes son verdaderas Iglesias; sus clérigos son titulares de tales Iglesias y en calidad de tales están expresamente comprendidos en la regla del canon sexto de Calcedonia; el abad es el pastor ordinario de dichas Iglesias, a cuya constitución canónica no falta nada.
Los religiosos, fratres o clérigos regulares, por el contrario, no están ligados a ninguna Iglesia particular. Son clérigos vagos, ordenados en calidad de tales por legítima derogación del canon sexto de Calcedonia, antes mencionado. Ligados por el hecho mismo a la sola Iglesia universal, no pertenecen a la jerarquía de ninguna Iglesia particular; destinados y reservados al ministerio apostólico, prestan servicios en las Iglesias de su monasterio o de su residencia como huéspedes, no como clérigos titulares o beneficiarios de dichas Iglesias. En ellas sirven a Dios y están más o menos estrechamente vinculados a las mismas, no por título de ordenación o de beneficio, sino por la simple deputación disciplinaria de la regla y de las constituciones o por disposición de los superiores.
Es cierto que en algunas órdenes esta deputación, vinculando bajo el nombre de afiliación al religioso a un monasterio determinado, imita superficialmente el título de la ordenación; pero esta afiliación, que en otras órdenes no respecta sino a la provincia y que tiene su origen en la profesión religiosa y no en la ordenación, depende enteramente de las constituciones del instituto y, cualesquiera que sean sus afinidades y sus semejanzas con el vínculo del título, no es en el fondo, a nuestro parecer, sino un puro reglamento de disciplina o de administración interior.
Así los monjes y los canónigos regulares forman parte del clero titular de las Iglesias; los religiosos fratres o clérigos regulares no son, por el contrario, por institución, titulares de ninguna Iglesia y forman el clero propiamente apostólico de la Iglesia universal.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VIII Parte)

Órdenes religiosas nuevas.

Es un gran espectáculo el del desarrollo sucesivo y providencial de las semillas apostólicas de la vida religiosa, depositada en los comienzos en la tierra de la Iglesia.
El árbol creció y su crecimiento dio lugar al magnífico desarrollo de los dos órdenes antiguos y primitivos, el orden monástico y el orden canónico. Entrelazando sus ramas sobre Europa abolieron la idolatría, convirtieron a los bárbaros, establecieron por todas partes, juntamente con la jerarquía sagrada de las Iglesias, obispados, monasterios y parroquias, y fundaron las costumbres cristianas y la verdadera civilización gracias a la doble eficacia del ministerio sacerdotal y de los ejemplos de santidad.
Hasta el siglo XIII no conoció la Iglesia otros institutos religiosos fuera de estas grandes órdenes.
Pero en esta época y al acercarse los tiempos modernos vino Dios en ayuda de su Iglesia con nuevas y magníficas creaciones. Había que sostener nuevos combates en medio de los riesgos de una civilización más avanzada, que aspiraba a una peligrosa independencia.
El movimiento de los espíritus se extendía a todas las naciones sin tener en cuenta sus límites: al lado del ministerio localizado de los monjes y de los canónigos pastores de las Iglesias había necesidad de una nueva milicia que pudiera recorrer el mundo y dirigir aquel movimiento, efecto legítimo, en su origen, del progreso de la unidad cristiana, pero que podía fácilmente desviarse.
Había también que reemprender la obra apostólica de la conversión de los infieles. En aquel mismo tiempo en que se abrían las universidades y en que se agitaban los primeros esfuerzos del racionalismo, las inmensas regiones de Asia y de África se ofrecían a las empresas y a las investigaciones de Europa[1]. Pronto se revelará América al viejo mundo.
Precisamente entonces aparecieron las grandes familias de las órdenes religiosas propiamente dichas, la de santo Domingo y la de san Francisco.
Con estos institutos recibió el estado religioso nueva misión y nueva forma. No estuvo llamado únicamente a sostener a las Iglesias particulares y a realizar obras locales en los órdenes monástico y canónico, sino a servir a la Iglesia universal con un ministerio esencial y propiamente apostólico.
Y como este apostolado respecta a la Iglesia entera, debió ser por su misma naturaleza esencial y propiamente dependiente del Soberano Pontífice, dirigido por él y en ninguna parte limitado por barreras de circunscripciones o de jurisdicciones particulares.
Otras órdenes religiosas aparecieron tras las órdenes de santo Domingo y de san Francisco. Se las reúne bajo el nombre común de fratres y todas tienen una fisonomía común. Tales son las órdenes de los carmelitas, de los agustinos, de los mínimos.
La edad media se terminó en medio de sus inmensos trabajos.
Finalmente, en el siglo XVI este apostolado de los religiosos recibió nueva forma en la gran familia de los clérigos regulares.
Entre éstos corresponde incontestablemente el puesto más glorioso a la Compañía de Jesús, suscitada por el Espíritu de Dios para sostener a la Iglesia en sus combates contra el protestantismo y el racionalismo moderno, al mismo tiempo que para extender más la obra de las misiones entre los infieles.
Esta ilustre Compañía, con sus apóstoles, sus doctores y sus santos, no cesó de constituir la vanguardia de la Iglesia militante  y mereció el insigne honor y el privilegio de ser cada vez más violentamente atacada y perseguida por los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia. Alabada por el Espíritu Santo desde su cuna en el sagrado concilio de Trento[2], no cesa de dar a la Iglesia doctores, apóstoles y mártires.
A los clérigos regulares hay que asimilar todavía por su género de vida y su vocación especial los clérigos que viven en comunidad y las grandes familias de san Alfonso de Ligorio y de san Pablo de la Cruz, y luego, más cerca del clero secular bajo la disciplina de los santos votos, los sacerdotes de la Misión, y finalmente las numerosas congregaciones modernas de oblatos, y de misioneros.



[1] Nada más admirable y quizá menos conocido que el inmenso desarrollo de las misiones dominicanas y franciscanas, extendidas desde Groenlandia hasta el Norte de China, y de Siria hasta el Sur de Abisinia.

[2] Concilio de Trento, sesión 25 (1563), Decreto (de reforma) sobre los regulares y las monjas, can. 16; Hefele 10, 607.

domingo, 26 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VII Parte)

Como las grandes fundaciones de los canónigos regulares irradiaban de los centros más importantes a las parroquias rurales y a las comunidades menores, orden canónico, a su vez, tuvo sus abadías y sus prioratos, aunque con la diferencia de que el nombre de abad, tomado de la lengua del instituto monástico, no fue nunca recibido en él universalmente.
Y cuando, en el siglo XIV, menciona Benedicto XII, en su gran bula de reforma, a las cabezas de las comunidades de canónigos regulares, enumera en esta calidad a obispos, archidiáconos, arciprestes, prebostes, y recuerda así los títulos diversos de las cabezas de Iglesia y de los superiores eclesiásticos, que en todos los grados de la jerarquía mantenían a su clero en la vida regular.
Por lo demás, la época misma en que el orden canónico regular adquiría una existencia distinta en el seno del clero, resultaba ser aquella en que el orden monástico constituía en su seno las grandes asociaciones de monasterios de que antes hemos hablado y cuyo primer ejemplo fue dado por la orden del Cister.
El orden canónico no tardó en recurrir, para el mantenimiento de la disciplina regular, al poderoso medio que le ofrecía esta nueva institución. La orden de los premonstratenses, en el instituto canónico, marchó al igual con la orden del Cister, sostén del estado monástico.
Las congregaciones canónicas se multiplicaron; Benedicto XII trató de ligar en el universo entero a todos los canónigos regulares por medio de vastas agregaciones formadas según el mismo tipo, con sus cabezas y sus capítulos generales[1]. En los siglos sucesivos, todos los reformadores suscitados por Dios para establecer y sostener esta antigua religión de los clérigos hubieron de recurrir a los mismos medios y establecieron, con diversos títulos, confederaciones o congregaciones reformadas.

jueves, 23 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (VI Parte)

La gran reforma del siglo XI.

Pero llegó un momento en el que este estado de cosas se vio sujeto a profunda decadencia.
El elemento imperfecto, debido a la natural proclividad de lo humano, se inclinó hacia los más deplorables relajamientos. Las guerras que habían devastado a Europa durante los siglos IX y X y, por encima de todo, el debilitamiento de la autoridad de la Santa Sede, secuela del triste estado en que Dios había permitido que cayera la misma Iglesia romana en los últimos años de aquel doloroso período, todo ello contribuyó a fomentar el desorden.
La tiranía de los príncipes invadió y corrompió con la simonía las grandes sedes episcopales, con lo cual se relajaron todos los vínculos de la disciplina y la jerarquía se halló sin fuerza.
Entonces se vio al clero de los campos, privado de los auxilios de la vida común, entregarse generalmente al desorden; y el mal no tardó en invadir las grandes Iglesias por la connivencia o la negligencia de los primeros pastores.
Mas, como la piscina del evangelio, que, agitada por el ángel a determinados tiempos, recobraba la virtud de curar a los inválidos (cf. Jn V, 4) así la Iglesia, piscina misteriosa destinada a curar a la humanidad de sus grandes achaques, se nos muestra en la historia como recibiendo igualmente en momentos providenciales nuevos movimientos del Espíritu Santo; y cuando parece haberse agotado su virtud, se renueva de repente por la santidad y las obras de los grandes siervos de Dios.
Esto se vio en el siglo XI.
De repente suscita Dios los grandes Pontífices San León IX (1048-1054) y San Gregorio VIII (1073-1085), y con ellos comienza la reforma.
Los reformadores salen del orden monástico. El orden monástico viene, por decirlo así, en ayuda del orden canónico y es el instrumento elegido por Dios para levantarlo de sus ruinas. Son dos hermanos que se ayudan mutuamente (cf. Prov. XVIII, 19).
El plan de los grandes pontífices que acabamos de mencionar consistía en hacer que todo el orden canónico volviera a la perfección de su estado, es decir, a la vida común e incluso a la vida religiosa[1].
Por todas partes hubo admirables resurrecciones, pero no fue posible imponer eficazmente el estado religioso a todo el clero; pronto hubo que contar con las necesidades y la diversidad de las vocaciones y sufrir las condiciones que la antigüedad había conocido y aceptado.

sábado, 18 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (V Parte)

El orden canónico en los diez primeros siglos.

Si el instituto de los ascetas, desde los primeros tiempos en que la Iglesia comenzó a gozar de la libertad religiosa, se separó del resto del pueblo para adquirir una existencia distinta y formar el orden monástico, en el seno del clero no tuvo lugar en un principio una análoga división entre el elemento religioso y el elemento secular; por esta razón el arden canónico, que es el clero mismo, se desarrolló conservando largo tiempo en su seno la unión mal definida de la vida religiosa y de una vida menos perfecta.
La razón se comprende fácilmente: la Iglesia invitaba claramente a sus clérigos a abrazar la vida apostólica; exigiendo imperiosamente más a las órdenes más elevadas, hubiera querido verlos a todos caminar por la vía de los consejos evangélicos con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra, ya que se da una secreta y profunda alianza entre el sacerdocio y este desprendimiento. Bajo las sombras de la antigua ley debían ya los levitas vivir de las ofrendas del pueblo porque no tenían, dice la Sagrada Escritura, ninguna otra posesión (Núm XVIII, 20; Deut X, 9; XVIII, 1-2); bajo la nueva ley, si el sacerdote vive del altar, conviene que haya renunciado a cualquier otra posesión de aquí abajo.
Esta renuncia era, por tanto, objeto de la invitación general de la Iglesia, invitación que dirigía a todos, y si no hacía de ella una ley rigurosa, era en consideración de la flaqueza de algunos.
«Los clérigos», dice un antiguo padre, Juliano Pomerio, «puestos en el rango de los pobres por su propia voluntad o hasta por su humilde nacimiento» y por las disposiciones providenciales plenamente aceptadas, «abrazando la perfección de esta virtud reciben las cosas necesarias para la vida en sus propias casas o en la congregación en que viven en común.» Era la época en que se abrían las primeras comunidades. «Las reciben, no por ansia de poseer, sino por la pura necesidad de la flaqueza humana.» El obispo mismo, administrador y como titular del bien de la Iglesia que en calidad de tal parece implicado por estado en los intereses y en la posesión temporal, «el obispo, que ha dejado todos sus bienes a su familia o los ha distribuido a los pobres o dado a la Iglesia, y que por amor de la pobreza se ha puesto en el número de los pobres, administra sin avaricia las ofrendas de los fieles; alimenta a los pobres de los fondos de que él mismo vive como pobre voluntario»[1]. «En cuanto a los débiles», prosigue el mismo autor, exponiendo la antigua tradición doctrinal y disciplinaria, «que no pueden renunciar a sus bienes, alivien por lo menos a la Iglesia de sus cargas, sirviéndola a sus expensas, y sopórteselos a esta condición»[2], gratis serviant, como dice otro texto.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (IV Parte)

Confederaciones monásticas.

Ya dijimos que las grandes abadías tenían subordinadas comunidades menos considerables que formaban como los miembros de un mismo cuerpo mediante la unidad de gobierno y la unidad de origen de los religiosos que las poblaban. Formados todos ellos en la escuela de la abadía y vinculados a la abadía por la estabilidad de sus votos, eran enviados a estas residencias sin cesar de pertenecer a la misma familia y de formar una misma comunidad.
Con el tiempo se fueron multiplicando estos establecimientos secundarios o prioratos, se establecieron en regiones distantes, adquirieron mayor importancia. Todas las grandes abadías tenían establecimientos de este género; sin embargo, la de Cluny, con más esplendor que todas las demás, extendía sus brotes por todo el mundo católico. Algunas de estas casas secundarias se convirtieron a su vez en abadías, aunque conservando algo de su primitiva dependencia.
Estos comienzos de organización central fueron el preludio de una institución considerable que había de asegurar al instituto monástico en los tiempos modernos la conservación de su vida y de su vigor. Nos referimos a las grandes confederaciones o congregaciones monásticas.
Esta nueva idea nació y se nos presenta en su pleno desarrollo con la orden del Cister.
No se ven ya solamente prioratos, es decir, simples destacamentos de la legión monástica situados en residencias más o menos alejadas de la abadía a la que los religiosos que las componen no dejan de pertenecer por el vínculo estrecho de la profesión, sino que desaparecen los prioratos, se multiplican las abadías, las cuales a su vez forman entre sí una vasta asociación. Se confederan bajo la residencia de una abadía principal a fin de mantener mediante la unión de todas las fuerzas la observancia exacta de las reglas. Incluso se subordinan entre sí por las leyes de la afiliación, última  imitación de la antigua dependencia de los prioratos.
Los abades se reúnen en un capítulo general, cuya autoridad se impone a todos[1]. La cabeza de la Confederación continúa la acción del capítulo sobre el cuerpo entero, y una jerarquía de visitadores, que parte del centro, ejerce vigilancia hasta las partes más remotas.
Sin embargo, en esta nueva organización[2], el instituto monástico conserva su antigua y esencial propiedad: no cesa de contener tantas Iglesias constituidas canónicamente como monasterios y ésta es la razón de que usemos el término de confederación para expresar el vínculo de las congregaciones monásticas. Cada monasterio, al entrar en ella, conserva a sus miembros ligados con el vínculo que los une a él; guarda su gobierno, se pertenece a sí mismo. Los religiosos que componen el monasterio le pertenecen primeramente y sólo pertenecen a la orden entera por intermedio del monasterio que los cobija y que consigo mismo los lleva a esta grande asociación.
El lenguaje mismo de aquellos tiempos expresa la naturaleza jerárquica de los monasterios y les conserva el nombre de Iglesias. La gran constitución cisterciense, llamada Carta de caridad, y el Exordio del Cister hablan a cada página de las Iglesias del Cister, de Claraval y de las otras para designar las abadías[3].

sábado, 11 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (III Parte)

Desarrollo del monacato.

Más arriba dejamos expuesto cómo por una parte la plena libertad dada a la vida cristiana, y por otra el desarrollo natural de la semilla apostólica depositada en la Iglesia naciente hizo que del estado primitivo de los ascetas surgiera la rama vigorosa y distinta del orden monástico.
Es, en efecto, natural que cuando el tallo único de una planta tierna, que contiene en sí las fibras y las ramas del árbol entero, demasiado débiles en un principio para sostenerse distintamente, alcanza finalmente su pleno desarrollo, esas fibras contenidas hasta entonces en la unidad del tronco se separen formando otras tantas ramas poderosas. Obedeciendo a esta ley el orden monástico, confundido hasta entonces en el seno del pueblo cristiano, tomó el vuelo y apareció en forma de instituto distinto.
Este instituto, como antes hemos dicho, contaba tantas Iglesias, que vivían bajo su disciplina, como eran los monasterios, Iglesias excelentes que no tardaron en tener su jerarquía tomada de su seno. Luego, por un viraje providencial y de resultas de admirables vicisitudes, así como en un principio habían formado los monjes parte de las Iglesias comunes a todo el pueblo antes de constituirse ellos mismos en Iglesias distintas, a su vez las Iglesias monásticas fueron abiertas a los pueblos; el clero de los monasterios dio apóstoles y pastores a las poblaciones cristianas; y las Iglesias monásticas, que cobijaban a los pueblos bajo el cayado de monjes sacerdotes y pontífices, fueron para aquéllos Iglesias episcopales y parroquias.
Bajo esta primera forma y por el instituto monástico llamado a perpetuarse hasta el  fin de los  tiempos, se propagó la vida religiosa por toda la extensión de la cristiandad tomando cuerpo y constituyéndose en el estado de Iglesias particulares, numerosas y florecientes. El monje laico es el fiel de la Iglesia de su monasterio; el monje sacerdote o ministro es su clérigo y, conforme al célebre canon de Calcedonia, está vinculado a él por el título de su ordenación, como lo están en cada una de las otras Iglesias los clérigos de éstas. Es su canónigo, si podemos expresarnos así, y le pertenece por el  vínculo del título canónico. Los clérigos monjes forman, pues, el presbiterio y el cuerpo de los ministros de su monasterio, es decir, de una verdadera Iglesia constituida jerárquicamente y que tiene su puesto en la gran armonía de las Iglesias particulares.
Por lo que atañe a la disciplina monástica en sí misma, ésta consiste en un conjunto de observancias depositadas, en cuanto a la sustancia, desde el tiempo de los apóstoles, en el tesoro de la tradición. Son las Sagradas leyes de la abstinencia, del ayuno y del trabajo manual, pues no queremos incluir aquí especialmente las vigilias sagradas y las santas salmodias, ya que en este particular no tienen los monasterios nada que no les sea común con todas las demás Iglesias.
Por lo demás, las mismas observancias propiamente monásticas no les están reservadas en forma tan exclusiva que el común de las Iglesias no conserve restos de las mismas en la institución de la cuaresma y de los ayunos apostólicos; y así como estas observancias comunes del pueblo cristiano en el seno de las Iglesias fueron poco a poco precisadas y reducidas a fórmulas más estrictas, así también las grandes tradiciones del ascetismo primitivo fueron reducidas a reglas fijas y claramente determinadas por los grandes hombres suscitados por Dios para que fueran los legisladores del orden monástico[1].
San Pacomio (292-345) fue el primero que, por una revelación especial[2], recibió esta misión para todo el estado de los cenobitas y para el gobierno de los monasterios, donde la precisión de las reglas es más necesaria que en el interior de los desiertos y en el estado de los ermitaños o anacoretas.
El gran san Antonio (250-356) nos informa de que esta misión había sido ofrecida primeramente a otro solitario, que no había correspondido a ella[3]. La regla de san Pacomio, muy poco conocida hoy, contiene, con un detalle que sorprende en aquellos tiempos tan remotos, todo el conjunto de las observancias que forman el fondo de las reglas más recientes, y con toda razón se le puede considerar como el primer patriarca de las instituciones cenobíticas.
Pronto apareció la regla de san Basilio (330-370), común a los monasterios del campo y a los de las ciudades y que, como se dijo en su tiempo, condujo la vida monástica al seno de éstas.
En Occidente, las reglas tomadas de Oriente y trasladadas a  Lérins, a Saint-Victor, a Agaune, a Condat, como también las reglas célticas y las instituciones de san Columbano, cedieron poco a poco el puesto a la admirable constitución monástica de san Benito.
Este gran santo fue suscitado por Dios para dar a la vieja tradición monástica su fórmula definitiva; no pretendió crear reglas absolutamente nuevas y desconocidas, sino recoger y renovar la antigua doctrina de los padres; y el Martirologio romano consagra su misión asignándole la calidad de «reformador y restaurador de la vida monástica» (21 de marzo).
Pero esta restauración fue como el coronamiento de la obra comenzada y proseguida por los siglos precedentes, y la regla de san Benito es ya el tesoro común en el que reposa el depósito de toda la antigua tradición monástica y en el que los monjes irán a buscar hasta el fin de los tiempos la sustancia de la misma sin agotar jamás sus riquezas.



[1] La pobreza y la comunidad de bienes no es tampoco tan exclusivamente privilegio de los monasterios, que las otras Iglesias ni tengan en ella cierta participación mediante la puesta en común de las ofrendas y de los diezmos, es decir, de una cantidad de los bienes de los fieles; también aquí hay tradición apostólica y determinación de derecho eclesiástico.

[2] Vida de san Pacomio, c. 1, n. 7, en Acta Sanctorum de los Bolandistas, 16 de mayo, t. 16, p. 298.

[3] Id. c. 10, n. 77.