viernes, 31 de enero de 2014

La Gloria de Dios en el Destierro (I de II)

Nota del blog: presentamos el VI capítulo del precioso libro de Stanislas Fumet "Misión de León Bloy".

Segunda Parte 

CAPÍTULO VI

LA GLORIA EN EL DESTIERRO

   Una vez que ya hemos interrogado a su vida, se van a justificar mejor sus ideas. Veremos que ya no son proyecciones cerebrales que interesen sólo a la inteligencia y la imaginación. Tienen otra densidad: fueron resultado de experiencias costosas.
   Aunque más tarde haya escrito un número considerable de obras, repetimos que a León Bloy, intelectualmente no le quedaba nada por adquirir después de Le Désespéré. Vivirá hasta el fin sobre este patrimonio, inagotable por cierto, que se había constituido en diez años de oraciones, de holocaustos, de iluminaciones, de pecados y de sufrimientos.
Bloy lo había recibido de Dios, según lo creía, pero también por intermedio de otras personas. Advertimos que debía muchísimo al padre Tardif, su maestro en el arte de descifrar la Sagrada Escritura: "Tenía entonces treinta años. Dios había querido que yo no fuese absolutamente nada, antes de encontrar a este hombre extraordinario, y que tuviese el enorme pesar de perderlo muy poco después"[1]. Afirmaba tener más todavía de Ana María. "Las páginas realmente grandes que, en Le Désespéré, escribe a Henriette L'Huillier el 6 de febrero de 1887, han llamado la atención del intuitivo Montchal —cap. 13, 54, 64, 65 y 68 — esas páginas me fueron dictadas, hace cinco años, por una joven ignorante que hizo realmente cuanto imaginarse puede de más sublime, a quien debo todo lo que valgo intelectualmente y a quien empequeñecí prodigiosamente para hacerle entrar en mi libro".
   A Barbey d'Aurevilly no le es deudor sino de las riquezas de su orquestación y de las variedades de tono de su tinta. El "Condestable de las letras" no tenía espiritualmente nada que enseñarle. Un examen atento permite ver que Baudelaire, en el orden de la estética, le transmitió cualidades más duraderas. En cuanto a las ideas conviene decir que las concepciones del padre Tardif se injertaron en Bloy sobre ciertos datos que había tomado de José de Maistre y de Blanc de Saint-Bonet.
   Por otra parte, videntes, como Ángela de Foligno, Rusbrok, Catalina de Génova, María de Agreda, Ana Catalina Emmerich, los niños de la Salette, le colocaron en una atmósfera que le convenía. El beato Luis Grignion de Montfort, el Padre Faber, fijaron su piedad. Sin embargo fueron sobre todo Tardif de Moidrey y Ana María quienes determinaron para siempre su formación.

jueves, 30 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. III, II Parte

Las sedes de Pedro.

Anteriormente, ¿había tenido el jefe de los apóstoles su sede en Jerusalén y en Antioquía como obispo particular de aquellas Iglesias?
Es cierto que, desde los primeros tiempos, Santiago estuvo establecido como obispo en Jerusalén[1] por lo cual aquella Iglesia, primogénita entre todas las demás, primer tipo de las Iglesias particulares, es llamada, a veces, “madre de las Iglesias”[2], San Pedro, residente en Jerusalén, ejercía allí su cargo supremo, pero no era el obispo propio.
Más dificultades hay a propósito de Antioquía. San Pedro residió ciertamente en aquella ciudad (Gál. II, 11-14), gobernando desde allí la Iglesia naciente extendida ya lejos. Y dicha residencia de siete años[3] se celebra en la Iglesia, que hace su conmemoración anual. Pero ¿cuál fue su verdadero carácter?
¿Fue san Pedro propiamente obispo de Antioquía? ¿Fue erigida esta sede por él mismo, de modo que por el título episcopal, que es de suyo definitivo, y por una institución, que por esencia es perpetua, hiciera de ella la sede del sumo pontificado? ¿Y fue luego preciso que desposeyera de su prerrogativa a esta misma Iglesia de Antioquía para trasladarla a la Iglesia romana a la vez que se trasladaba él mismo?
En esta primera hipótesis se tropieza con graves dificultades. Por una parte, los traslados de los obispos, siempre odiosos no parecen haber debido ser estimulados por un ejemplo tan ilustre. La Iglesia los mira como graves infracciones a su disciplina y no los admite sino con dispensa. En todas partes los rechazaba la antigüedad. Pero Roma sobre todo las descartaba con celosa solicitud, y es sabido qué desórdenes causó el traslado de Formoso, mirado como un hecho sin precedente hasta entonces[4].
Según la tradición[5] conocía san Pedro, por revelación, su futuro y definitivo establecimiento en Roma,  y tal dirección divina parecía vedarle aceptar un título episcopal que en su intención sólo podía ser provisional.
Pero hay más. San León, siempre tan exacto, enseña que desde el comienza y en la repartición misma que de la evangelización del mundo había hecho san Pedro entre los apóstoles, él había elegido como su parte personal y su destino la capital del imperio romano[6].
De esta manera, todas las residencias anteriores de san Pedro en diversos lugares, en Jerusalén, en Antioquía, en Asia, las reduce a etapas gloriosas de un viaje apostólico, cuyo término estaba fijado anticipadamente en su espíritu por Dios, y públicamente ante el colegio de sus hermanos y ante la Iglesia naciente. Comprometido de antemano y ya desposado, por así decirlo, con la Iglesia de Roma, ¿podía contraer compromisos de obispo titular con otras Iglesias? La naturaleza precaria de aquellas permanencias transitorias ¿era compatible con vínculos duraderos y estables por naturaleza?

miércoles, 29 de enero de 2014

La restauración de Israel, por Ramos García (XIII de XIII)

Alguien pensará tal vez que esta misión de Henokh y Elías para resistir al anticristo, más que obra de restauración, es obra de defensa y no deja de tener visos de verdad la observación. Y es que en la misión de Elías hay que distinguir dos períodos, y mejor tal vez dos misiones sucesivas, la primera de Elías sólo para antes de la aparición del anticristo y comienzos del reino anticristiano, y la otra de Henokh y Elías juntos, en las postrimerías del mismo, dicho el reinado de la bestia rediviva (Ap. XI, 7; XIII, 3; XVII, 11). En la primera misión es cuando Elías, como auxiliar extraordinario de entrambas potestades, promueve más propiamente la obra de la restauración universal y en ella la de Israel que es su parte principal; y en la segunda, juntamente con Henokh, continúa y sostiene hasta donde puede su obra restauradora en contra del anticristo; y cuando éste logra apoderarse de los dos y darles muerte, no resta sino esperar el advenimiento o intervención personal de Cristo[1].
La primera misión, esto es, la de Elías solo, está significada en el interludio al sexto sello, que comienza así: Post hæc vidi quatuor angelos stantes super quatuor angulos terræ, tenentes quatuor ventos terræ, ne flarent super terram, neque super mare, neque in ullam arborem. Et vidi alterum angelum (éste sería Elías[2]) ascendentem ab ortu solis, habentem signum Dei vivi: et clamavit voce magna quatuor angelis, quibus datum est nocere terræ et mari, dicens: Nolite nocere terræ, et mari, neque arboribus, quoadusque signemus servos Dei nostri in frontibus eorum, etc. (Ap. VII, 1-3).
La segunda misión, esto es, la de Henokh y Elías juntos, viene significada poco después en el interludio de la sexta trompeta, que comienza de esta manera: Et vidi alium angelum fortem descendentem de cælo amictum nube, et iris in capite ejus, et facies ejus erat ut sol, et pedes ejus tamquam columnæ ignis: et habebat in manu sua libellum apertum: et posuit pedem suum dextrum super mare, sinistrum autem super terram, etc. (Ap. X, 1-11, 14).
Dejando otros pormenores, que sería sabroso declarar[3], este ángel fuerte nos parece el arcángel S. Gabriel (la fortaleza de Dios), quien tiene, como sabemos, el encargo especial de anunciar el misterio evangélico[4]. Sus dos pies significarían cabalmente a estos dos profetas, en plan de portadores obligados del evangélico mensaje según aquello de S. Pablo a los Romanos: Quam speciosi pedes evangelizantium pacem, evangelizantium bona (Rom. X, 15; cf. Is. LII, 7; Nah. I, 15), y el consejo que daba a los Efesios de estar calceati pedes in praeparatione evangelii pacis (Eph. VI, 15), pues según se le muestra luego a S. Juan por medio de visiones y acciones simbólicas, parece se concederá entonces una nueva evangelización a la humanidad descreída: Oportet te iterum prophetare gentibus, et populis, et linguis, et regibus multis (Apoc. X, 11); y esto, como se ve, pertenece todavía de lleno a la obra de la restauración universal. Aparecen seguidamente estos dos profetas predicadores, como testigos abonados de la verdad, la que sostienen a fuerza de milagros, cuales otros apóstoles de Cristo, cuyo oficio más propio es el de ser testigos del misterio cristiano (Lc. XXIV, 28; Act. I, 8.22; II, 32; IV, 33; V, 32; X, 39.42; I Pet. V, 1; Jn. XIX, 35; XXI, 24; I Jn. I, 2; Ap. I, 2.9; al.).
Et cum finierint testimonium suum, bestia quae ascendit de abysso (el anticristo redivivo) faciet adversos eos bellum, el vincet illos, et occidet eos, etc. (Ap. XI, 7).
Con la muerte de estos dos profetas -que así los llama en términos S. Juan (Ap. XI, 10; cf. X, 11; XI, 3.6)- queda la Iglesia destituida de todo auxilio externo y a merced de la furia infernal del anticristo. Algún tiempo antes había desaparecido el gran Caudillo (Ap. XII, 5; cf. Is. XXII, 25), y sido extinguido el orden eclesiástico (Dn. IX, 27; XII, 11; cf. VIII, 10-14); ahora la bestia logra dar muerte a los dos grandes profetas, que parecían invencibles. No queda nadie que pueda resistir eficazmente al anticristo; es tiempo de que Cristo venga o intervenga personalmente para salvar su causa, y lo  hará como canta magníficamente el profeta Isaías:
Vidit Dominus, et malum apparuit in oculis ejus, quia non est judicium. Et vidit quia non est vir, et aporiatus est, quia non est qui occurrat; et salvavit sibi brachium suum, et justitia ejus ipsa confirmavit eum. Indutus est justitia ut lorica, et galea salutis in capite ejus; indutus est vestimentis ultionis, et opertus est quasi pallio zeli: sicut ad vindictam quasi ad retributionem indignationis hostibus suis, etc. (Is. LIX, 15-18; cf. Sap. V, 17 ss).

martes, 28 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. III, I Parte

III

PERPETUIDAD DEL VICARIO DE JESUCRISTO

Cuestión de derecho

Si la institución de san Pedro es tal que por él y sólo por él se hace visible Jesucristo, cabeza de la Iglesia, y que por él y sólo en él comunica la Iglesia con su cabeza y recibe de su cabeza la verdad y la comunión eclesiástica, la autoridad del magisterio y la del gobierno pastoral, es evidente que tal institución debe durar tanto como la Iglesia, puesto que la Iglesia no puede verse un solo instante privada de la comunicación de vida que le viene de su cabeza[1].
Si, por tanto, la Iglesia no puede privarse, ni un solo día, de la presencia manifestada y del gobierno exterior y visible de su divino Esposo, hubo ciertamente que cuidar de la sucesión de san Pedro.
Ahora bien, si este apóstol, como la mayoría de sus hermanos, hubiera muerto sin heredero que le fuera propio y designado distintamente, su prerrogativa se extinguiría con él. Era preciso que fuera obispo de una sede determinada, a fin de que un obispo fuera su sucesor determinadamente, propiamente, con exclusión de cualquier otro.
Los obispos que no tienen sede no tienen sucesores sino en la masa común, y su episcopado vuelve al cuerpo entero del episcopado; mas el obispo que tiene una sede y es anillo de una cadena por ser cabeza de una Iglesia particular y por pertenecerle esta cualidad a él solo, no puede confundirse en ese tesoro común del que se ha dicho que cada obispo participa solidariamente[2].
San Pedro será, por tanto, en los designios de Dios, obispo de una Iglesia particular. Tendrá herederos que le representarán a perpetuidad, distintamente y con exclusión de los otros obispos.
De esta manera su prerrogativa será transmisible para siempre y su persona, en cierta manera, inmortal.

La sede de Roma (cuestión de conveniencia).

Desde el origen del mundo Dios había predestinado en sus designios el lugar donde esta cátedra de san Pedro y esta Iglesia de su episcopado debían guardar el depósito del soberano gobierno de las almas.
Cuando su dedo diseñaba los contornos de los continentes y cavaba en el antiguo mundo la vasta cuenca del mar interior que debía ser el centro del comercio y de las relaciones de todos los pueblos, había lanzado en él como un promontorio avanzado la península italiana. En sus riberas, en el centro del mar mediterráneo, fueron echados los cimientos de la ciudad de Roma, cuyo destino misterioso estaba todavía oculto.
Roma, que por su situación geográfica ocupaba el centro del mundo antiguo y que además estaba situada en la vertiente occidental de Italia, parecía mirar y llamar a ella a los continentes americanos que en nuestros días han venido a ser un mundo nuevo y hacia el que se abre el mar Gaditano.
Esta misteriosa situación de Roma no era todavía más que una preparación remota. Los movimientos providenciales por los que se sucedieron los grandes imperios, mezclándose en sus  revoluciones los diversos pueblos y civilizaciones, llevaron poco a poco el centro de los negocios humanos de Oriente a Occidente, hasta el momento en que Roma, victoriosa de Europa, de Asia y de África, apareció en la tierra como la reina del universo. Toda la historia de la antigüedad vino a parar allí, y con esta dirección providencial de  los negocios humanos recibía el designio divino su última e inmediata preparación.
Entonces todo estaba pronto en aquella ciudad para que la religión cristiana hiciera de ella la capital de su imperio pacífico. Allí hubo de ser predicado el Evangelio a fin  de que se propagara más fácilmente entre todas las naciones reunidas ya en el gobierno de un solo Estado[3]. Allí debía ser decisiva la victoria de Cristo porque allí estaban reunidos todos los ídolos de los pueblos y todas las sectas de los filósofos y allí habían convergido todas las corrientes de los errores humanos. A aquella Roma dominadora del mundo y maestra de los errores llegó, pues, el apóstol san Pedro y allí estableció su sede.



[1] Cf. León XIII, encíclica Satis cognitum.

[2] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, 5; PL 4, 501: “El episcopado es uno, y cada obispo tiene su parte de él, sin división del todo».

[3] San León, Sermón 82, para la fiesta de los apóstoles, 2; PL 54, 423: «Para que se derramaran por el mundo entero los efectos de esta gracia inenarrable preparó la divina Providencia el imperio romano... Y, en efecto, convenía perfectamente a la disposición de la obra divina que todos los reinos estuvieran reunidos en un imperio y que una predicación general alcanzara rápidamente a los pueblos que reunía el gobierno de una sola ciudad. Esta gran ciudad, ignorando al autor de su promoción, como dominaba sobre casi todas las naciones, estaba al servicio de los errores de todas las naciones...; Cf. Pío XII, Alocución a los recién casados (17 de enero de 1940).

domingo, 26 de enero de 2014

La restauración de Israel, por Ramos García (XII de XIII)

VI. —Los dos Testigos contra el anticristo,
precursores de Cristo rey en el juicio universal.

SUMARIO. —Henokh, compañero de Elías en la obra de la restauración: textos e interpretaciones. —Los dos períodos de la misión escatológica de Elías: Henokh le acompaña en el segundo hasta la muerte.

Si esta nuestra elucubración es verdadera, tendríamos en la restauración escatológica, que vamos perfilando, las mismas cuatro grandes figuras principales que en la restauración histórica de Israel la vuelta del cautiverio babilónico, es a saber, dos soberanos, el uno de lo temporal y el otro de lo espiritual, y dos profetas insignes, auxiliares suyos de parte de Dios en la común empresa de restaurar todas las cosas en Cristo.
Si al lado del gran Caudillo está el gran Pontífice, para concertar entre sí ambas potestades cristianas, la religiosa y la política; con el gran profeta Elías, acaso hacia el fin de su misión, aparecerá otro gran profeta, que según una tradición un tanto oscura sería Henokh[1], arrebatado como Elías a la muerte, y que, a tenor de la interpretación del Eclesiástico, parece habrá de volver al mundo como él. Dice así nuestra Vulgata: Henoch placuit Deo, et translatus est in paradisum, ut det gentibus poenitentiam (Ecco. XLIV, 16). Más sobrio el griego, lee: Henoch placuit Domino, et translatus est, sig-num poenitentiae generationibus (— signum cognitionis in generationem et gensrationem, el hebr.)[2]. Abundando en las mismas ideas, dice el autor de la epístola a los Hebreos: Fide Henoch translatus est, ne videret mortem, el non inveniebatur, quia transtulit illum Deus (Hebr. XI, 5; cf. Gn. V, 24).
Siendo Henokh y Elías los dos únicos mortales que se fueron de entre los vivos, sin pagar el tributo a la muerte, se entendió que lo habrían de pagar volviendo al mundo y siendo mártires de Cristo hacia el final del reinado de la bestia[3], según lo que de los dos mártires o testigos trae S. Juan en el Apocalipsis (cap. XI), con alusión manifiesta a Zacarías (cap. IV), pues, en efecto, la expresión apocalíptica: Hi sunt duae olivae et duo candelabra, in conspectu Domini terrae stantes (Ap. XI, 4), es una refundición de esta otra de Zacarías: Hi sunt duo filii olei, qui assistunt Dominatori universae terrae (Zac. IV, 14). Serán, pues, dos pacificadores de primer orden, en tiempos tan calamitosos para la pobre Humanidad. Lo que está escrito de Elías, que paratus est ad tempus, lenire iracundiam Domini, conciliare cor patris ad filium, etc., se extenderá así por igual a su compañero.
Y a propósito del referido paso apocalíptico, no vemos la ventaja de ver en los dos testigos una alegoría del Viejo y el Nuevo Testamento, ni tampoco la de sustituir a Henokh por Moisés, sin negar por eso el color egipcíaco de la gran tribulación del anticristo, la cual habrán de soportar los dos testigos, como Moisés y Aarón hubieron de soportar la del soberbio Faraón.
Es mucho más acertado ver ahí una representación, no del Antiguo y Nuevo Testamento, sino de la Ley natural y escrita, ambas dando testimonio de Cristo contra el anticristo. Lo que fué Elías en la Ley mosaica, eso fué Henokh en la Ley natural, un celador insuperable de los divinos intereses. De los ocho pregoneros de la justicia, a partir de Enos, quien, según el hebreo, fue «el que comenzó a clamar en el nombre de Yavé» (Gen. IV, 26), hasta Noé que hace así el octavo de la serie, y lo consigna S. Pedro en su Canónica (II Pet. II, 5), Henokh es sin disputa el que mayor renombre dejó como profeta[4].

sábado, 25 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. II.

II

AUTORIDAD DEL VICARIO DE JESUCRISTO

Doble función.

Jesucristo, con la institución de su vicario, atiende al porvenir y a la seguridad de su Iglesia, extranjera y peregrina en esta tierra. Quiere ser su guía visible y marchar a su cabeza. Este vicario no tiene, por tanto, el encargo de establecer una nueva doctrina con nuevas revelaciones, de crear un nuevo estado de cosas o de instituir nuevos sacramentos; no es ésa su función[1].
Representa a Jesucristo a la cabeza de la Iglesia, cuya constitución es perfecta.
Esta constitución esencial, es decir, la creación misma de la Iglesia, fue la obra propia de Jesucristo, que Él mismo debía llevar a término y de la que dijo a su Padre: «He acabado la obra  que me habías encomendado» (Jn. XVII, 4).
Ya no hay nada que añadirle; pero en adelante hay que mantener esta obra, asegurar la vida de la Iglesia y presidir el funcionamiento de sus órganos.
Para esto son necesarias dos cosas: hay que gobernarla, que perpetuar en ella la enseñanza de la verdad. El concilio Vaticano I resume en estos dos objetos la función suprema del vicario de Jesucristo[2]. Pedro representa a Jesucristo en este doble aspecto.

Autoridad de gobierno.

Es primeramente el vicario de Jesucristo en el gobierno de la Iglesia, en la que ejerce su autoridad soberana. Jesús le da las llaves del reino de los cielos. Él ata y desata en la tierra; todas sus decisiones son ratificadas en los cielos (Mt XVI, 19). Cierto que más tarde se comunicó también a los apóstoles el poder de atar y de desatar (Mt. XVIII, 18). Pero, dice Bossuet, «lo que sigue no destruye el comienzo, y el primero no pierde su puesto. Esta primera palabra: "Todo lo que atares, dicha a uno solo, puso ya bajo su poder a cada uno de aquellos a quienes dirá: "Lo que perdonareis.". Las promesas de Jesucristo, así como sus dones, son sin arrepentimiento. Lo que una vez se ha dado indefinida y universalmente, es irrevocable»[3].

viernes, 24 de enero de 2014

La restauración de Israel, por Ramos García (XI de XIII)

Los que tratan del crecimiento del cuerpo místico de Cristo, que es su Iglesia, prevén la posibilidad, y aun necesidad, de que aparezcan en ella nuevos órganos en correspondencia con nuevas funciones vitales, especificación necesaria o conveniente de la universal función salvífica de Cristo (Arintero, La Evolución mística, parte III, capítulo II). Pues bien, según la revelación positiva, que prevé la final restauración de Sión en una nueva alianza  (Os. XII, 9; Am. IX, 11; Miq. IV, 6-8; VII, 14-15; Is. I, 26.27; XIV, 1; Jer. XXX, 18-21; XXXI, 4.5, 23; XXXII, 15; XXXIII, 10-12; Ez. XXXVI-XXXXVII; Zac. I, 17; II, 12; VIII, 4.5; X, 6-10; Mal. III-IV; al. pass.), y la consiguiente hegemonía de Israel convertido sobre todos los pueblos y naciones (Am. IX, 12; Is. XI, 14; XIV, 1.2, etc.; cf. Mich. V, 3; al.), esos nuevos órganos le nacen automáticamente a la Iglesia con el feliz alumbramiento del gran Caudillo davídico y la implantación de su universal imperio teocratico, de concierto con el gran Pontífice: et consilium Pacis erit inter illos duos (Zac. VI, 13)[1].
Se dirá tal vez que esto lleva un cambio de organización en la Iglesia de Cristo. De ninguna manera; su organización fundamental, que es la del sacerdocio cristiano, sigue la misma de siempre; lo que es que al organismo religioso se agrega oportunamente el político, paralelo y armónico con él, respondiendo a una necesidad imperiosa que la Iglesia sintió desde muy antiguo y que manifestó repetidas veces con la fundación y refundición del sacro romano Imperio, el cual si no llegó nunca a satisfacer cumplidamente, fue al parecer, por no ser enteramente teocrático, es decir, de origen divino exclusivamente positivo, cual lo fué el davídico en Israel, y lo volverá a ser algún día en la Iglesia, según la perspectiva profética.
Y aquí es mucho de notar, para quienes pudiera dar tal vez en ojos lo tardío de institución tan necesaria, que lo propio aconteció por ordenación divina en Israel, donde sólo siglos después de estar aquel pueblo perfectamente organizado en lo religioso, recibió esa  nueva organización en lo político, con la institución de la teocracia davídica, la cual por cierto no vino a mudar el orden religioso, sino a ser su mejor amparo y defensa, con reyes conscientes del puesto que ocupaban, cuales fueron David, Josafat, Ezequías y Josías.
Es obvio que el mundo corre a grandes pasos hacia la unidad poítica o hacia la disolución. Desaparecen las pequeñas nacionalidades o se las hace girar en torno a otras mayores. Un choque entre las dos o tres grandes potencias remanentes puede arrastrarnos violentamente a esa unidad política o bien precipitarnos en la anarquía más completa. Esta última es la perspectiva de los Profetas de Israel que hacen coincidir con esa anarquía la aparición del tsémah y la conversión de su pueblo (Is. cap. III y IV; II Cron. XV, 5.6; cf. Zac. VIII, 9, ss. [in typo]; Mt. XXIV, 6-8, y par., etc.)[2]. Oigamos a uno más por todos, leyendo de nuevo el oráculo de Ageo: Ego movebo cælum pariter et terram, et subvertam solium regnorum, et conteram fortitudinem regni gentium: et subvertam quadrigam et ascensorem ejus, et descendent equi, et ascensores eorum, vir in gladio fratris sui. In die illa, dicit Dominus exercituum, assumam te, Zorobabel, fili Salathiel, serve meus, dicit Dominus: et ponam te quasi signaculum, quia te elegi, dicit Dominus exercituum (Ag. II, 22-24).

miércoles, 22 de enero de 2014

Notas a la Escritura Santa, III. Allo, sobre Apocalipsis XXI, 3

La Nueva Jerusalén


Sabido es que Allo no es santo de nuestra devoción ni mucho menos, pero como ya lo hemos dicho en otra oportunidad, el análisis gramatical suele ser de un inapreciable valor, y sin dudas desde este punto de vista es único, por lo menos entre los autores Católicos.

Al estudiar el v. 3 del cap. XXI en sus diferentes versiones y comentarios nos topamos con una bellísima traducción sumada a un interesante, aunque escueto, comentario.

Para tener una leve idea de las diferencias en la traducción del versículo veamos cómo lo traducen dos excelentes versiones castellanas:

Straubinger:

Y oí una gran voz desde el trono que decía: “He aquí la morada de Dios entre los hombres. Él habitará con ellos y ellos serán sus pueblos, y Dios mismo estará con ellos”.

Bover:

Y oí una gran voz venida del trono, que decía: “He aquí la tienda, mansión de Dios con los hombres, y fijará su tiende entre ellos, y ellos serán pueblo suyo, y el mismo Dios estará con ellos como Dios suyo”.

Allo, por su parte, traduce en forma más literal:

3. Y oí una gran voz del el trono que decía: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres y Él fijará su tienda con ellos y ellos, serán sus pueblos y Él, será “Dios con ellos”.”

Y luego en las notas dice:

“El “Dios con ellos” será Él mismo su Dios. Cfr. Is. VII, 14, nombre del Mesías predicho”.

Is. VII, 14, como es sabido, dice: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”, a lo cual San Mateo agrega: “Es decir, Dios con nosotros” (I, 23)”.

Luego Allo sigue comentando:

“Cfr. Ez. XXXVII, 27: “Mi habitación estará encima de ellos; Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”; id. Jer. XXXI, 33; Zac. VIII, 8; Gen. XVII, 8; Lev. XXVI, 11-12, citado libremente por II Cor. VI, 16”.

 “σκηνώσει (fijará su tienda), cfr. VII, 15; XIII, 6; XV, 5 y Heb. VIII, 2; IX, 11”.

 “La frescura y penetrante suavidad de los versículos 3-4 recuerdan la descripción de VII, 15-17. Dado que se habla de Dios en tercera persona, y creemos, también del “Emmanuel” que será su Dios, la voz que pronuncia estas palabras debe ser angélica, la de un “Ángel del Rostro”[1]. Ahora se ve claramente aquí, como XIII, 6, que σκηνώσει no significa una habitación temporaria; cfr. Heb. supra”.

Por supuesto que este Tabernáculo de Dios con los hombres no es otra cosa más que la Jerusalén Celeste que no debe confundirse con el cielo, mal que le pese a Allo y a varios más, pero de eso tendremos que hablar en otro momento.

Tampoco es esta la ocasión de hablar sobre lo que los Profetas llamaron la Sékinah, tema extremadamente interesante que merece un artículo aparte. Baste solamente decir por ahora que San Juan en su sublime y magistral prólogo a su Evangelio dice:

Y el Verbo se hizo carne y fijó su tabernáculo (ἐσκήνωσεν) entre nosotros”.

Vale!




[1] Esto viene a confirmar nuestras sospechas de que el ángel de XXI, 3 es San Gabriel, tal como lo dijimos AQUI. Otros autores ven aquí a uno de los querubines.

martes, 21 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. I, III Parte.

Error del sistema episcopal.

San Pedro es, pues, el vicario de Jesucristo en todo el rigor del término, es decir, no forma con Él sino una sola cabeza de la jerarquía y de la Iglesia.
Por esto nuestro Señor, al instituir por debajo de Sí mismo el orden del episcopado, no instituyo un orden pontifical especial del que debieran estar revestidos san Pedro y sus sucesores.
Hay, a no dudarlo, un orden del pontificado supremo superior al orden episcopal, pero este orden es el orden mismo de Jesucristo y no pertenece sino a Él solo. Él solo, por su ordenación eterna, es la fuente sagrada y permanente del episcopado. Su vicario se toma de entre los obispos y ejerce la autoridad de este pontífice único, cabeza de los obispos, autoridad que no está comprendida ni incluida en los poderes del episcopado, pero sí en el orden supremo de Jesucristo, cabeza del episcopado, como el vicario del obispo, tomado de entre los sacerdotes, ejerce sobre ellos la autoridad de su cabeza, que es el obispo.
En vano quiere, pues, el sistema episcopal hacerse un arma contra la prerrogativa de san Pedro y de su episcopado. «No es,  -dicen, sino un puro obispo, el primero si se quiere, entre sus hermanos[1] pero todo su poder está radicalmente contenido en el orden del episcopado, y en el fondo no tiene nada por encima de ese bien común que pertenece a todo el colegio, aunque no esté administrado por todos. Todo poder está, por tanto, a no dudarlo, en el fondo de la sustancia, encerrado en el episcopado, puesto que hasta el de san Pedro mismo está contenido en él. Desde luego hizo falta una ordenación en el ejercicio de este poder soberano del episcopado, y precisamente por ello fue establecido san Pedro como primero. Pero esta institución no va más acá de esta reglamentación necesaria ni se eleva más alto. Si, por tanto, se le llama cabeza de la Iglesia, es en un sentido particular e impropio, quodammodo: porque si fuera cabeza de los obispos en el mismo sentido y con tanta verdad como el obispo es cabeza de sus sacerdotes, convendría que hubiera en la institución divina de la jerarquía un orden de pontificado superior al de los obispos y del que estaría revestido, como el obispo mismo está elevado por encima de los sacerdotes por su ordenación.»
Pero precisamente en esto se declara propiamente la esencia misma y la excelencia del principado de san Pedro, principado que no es sino el vicariato del pontífice supremo, Jesucristo.
Es cierto, como hemos dicho, que en la cumbre de la jerarquía hay un orden pontifical incomparablemente más elevado por encima del de los obispos de lo que lo está éste por encima del sacerdocio. Pero este pontificado es el de Jesucristo, y el honor del pontificado consiste sobre todo en depender inmediatamente del pontificado eterno del Hijo de Dios. Los obispos no deben tener otra cabeza; y Jesucristo, respetando, por decirlo así, en esto la grandeza del orden episcopal, o más bien, siendo el esposo divino de la Iglesia por su sacerdocio supremo y universal, y queriendo pertenecerle y regirla inmediatamente, no quiso situar un sacerdocio intermedio entre el colegio episcopal y Él mismo, sino que siendo Él solo e inmediatamente la cabeza y el esposo, tuvo a bien manifestarse a este colegio por un vicario, que siendo su puro órgano es uno con Él mismo y no puede ser considerado separadamente de él.
Y si por el misterio de esta institución se muestra la grandeza del episcopado, en esto también se revela la sublimidad de la prerrogativa de san Pedro. Es incomparablemente más para san Pedro ser el vicario de Jesucristo y no tener nada sino en Él y por Él, que formar en la jerarquía como un grado particular debajo de Él. Si san Pedro fuera por su orden sacerdotal más que un obispo, ocuparía en la jerarquía un grado distinto, que se le atribuiría propiamente. Por tal grado sería superior a los obispos e inferior a Jesucristo. Así rebajaría al episcopado y no menos lo alejaría de este primer Pontífice; y por el hecho mismo rebajaría también su propia autoridad, que no sería ya la misma de Jesucristo, sino un poder de grado inferior.
Como vicario de Jesucristo no tendrá, por tanto, nada que le sea propio; pero también todo su poder se confundirá con el de Jesucristo mismo. Será el poder de Jesucristo solo, ejercido y manifestado en Él.
En esto consistirá la esencia de su prerrogativa. En esto aparecerá enteramente divina y se elevará por encima de todos los poderes que se nombran en la tierra y de todos los grados de las jerarquías.



[1] San Pedro, considerado como obispo, es con toda seguridad el primero de los obispos en un mismo grado del episcopado; peco es también, por encima de los obispos, cabeza de los Obispos y del episcopado como vicario de Jesucristo.  Es a la vez el primero de los obispos entre sus colegas y el primer miembro de su colegio; y es, por encima de este colegio, el príncipe de los obispos, cabeza y principio de toda dignidad pontifical en la persona de Jesucristo, al que representa. Se ha querido abusar de su calidad de primer obispo para oscurecer lo que es como cabeza de los obispos. Es importante hacer esta distinción.

domingo, 19 de enero de 2014

La restauración de Israel, por Ramos García (X de XIII)

V. — Los dos Vicarios de Cristo,
el uno en lo espiritual y el otro en lo temporal.

SUMARIO. —Los dos jefes y las dos capitalidades: textos que abonan y definen la capitalidad de Sión en lo político. —Significación providencial del gran Caudillo lo llevan en gestación la Iglesia y la Sinagoga. —Armonías teológicas e históricas de esta concepción: últimos esfuerzos de la oposición anticristiana.

El gran Caudillo y el gran Profeta son seguramente las dos piedras principales en el edificio de la restauración futura, al menos desde el punto de vista de Israel, pero no son ciertamente las únicas, aun entre las principales, pues con el gran Caudillo está el gran Pontífice, y con el gran Profeta Elías viene otro no menos grande, que sería Henokh, según expondremos por su orden.
Si al Zorobabel, hijo de Salatiel, jefe político de los repatriados del cautiverio babilónico, corresponde un Zorobabel esecatológico a quien Zacarías identifica con el tsémah de la tradición profética, al Jesús, hijo de Josedec, jefe religioso de aquella comunidad, en calidad de sumo sacerdote, trasladado todo esto a la nueva Ley, no le puede corresponder otro que el Papa, como sumo sacerdote de la Iglesia.
A la verdad, nada de transcendental se podría hacer sin él en la Economía nueva. Ahora bien, después de la institución del sacerdocio cristiano, hecha directamente por Cristo, nada más trascendental que la restitución del reino a Israel (τῶ Israél), por las inopinadas consecuencias, ventajosas desde luego, que esa restauración ha de tener en la organización de la sociedad entera.
Efectivamente, aunque tantas veces, como vimos, la restauración se presenta como una vuelta de lo antiguo, que por eso se la llama la deutérosis, mas no vuelve lo antiguo sólo, sino que con ello se juntan elementos y factores nuevos, no sólo en cuanto que a lo externo, que es el cuerpo, se une lo interno, que es el espíritu evangélico, como vimos antes, sino en cuanto que el mismo cuerpo ha de crecer y conformarse hasta alcanzar su perfecto desarrollo, como veremos ahora. En consonancia con todos los Profetas asegura Miqueas que veniet potestas prima, regnum filiae Jerusalem (Mich. IV, 8); mas ese reino no se circunscribe ya a los límites antiguos, sino que se extiende hasta los confines del orbe, según una multitud de óráculos, que os son familiares, por el estilo del Salmo LXXI, 8; y en consecuencia, la ciudad santa queda constituida en centro de atracción e irradiación universales, según advertiréis por doquier en los Profetas (Pss, II, 6; XLVI, 7-10; LXVII, 30; CIX, 2; Mich. IV, 1-4; V, 4; Is. II, 2-5; LVI, 7-8; cap. LX-LXII; LXVI, 23.24; Ag., II, 7-10; Zac. 2, 11; VIII, 20-23; XIV, 16 ss.; al.).
Hanse querido explicar tales vaticinios sobre la gloria futura de la Jerusalén restaurada por medio de ingeniosas alegorías de tendencia espiritualista, que no pueden convencer, sino al que está convencido de antemano, pues hay en esa interpretación olvido absoluto del cuerpo, en que el espíritu se sustenta; es, a saber, de la Jerusalén que cayó y fué desolada, que esa y no ya otra es la que ha de resurgir, para ser la capital del mundo venidero. Y respecto de este punto no se ha distinguido lo bastante entre la capitalidad religiosa y la política, que es la que ahora más nos interesa.
Preséntase ésta en los Profetas como una verdadera hegemonía universal de parte de la nueva Sión, a la cual corresponde en justa correlación el vasallaje universal, que de grado o por fuerza le prestarán las demás naciones. Nótese aquel  inciso «de grado o por fuerza», atendido el cual, hemos de convenir en que no está directamente en vista la Iglesia en su estadio actual. Y porque no nos gusta hacer afirmaciones sin documentadas, vayan algunos textos, además de las llamadas anteriores, en confirmación de nuestra posición:

sábado, 18 de enero de 2014

El Discurso Parusíaco X: Respuesta de Jesucristo, V

Pasamos ahora a la parte más importante del Discurso. Veamos, como de costumbre, los textos y luego los sometamos a un pequeño análisis.

Tener en cuenta la exégesis de Lc XXI que ya habíamos dado AQUI.


Mateo XXIV

15 "Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, de la que habló el profeta Daniel, estando (de pie) en el Lugar Santo -el que lee, entiéndalo-,
16 entonces, los que estén en la Judea, huyan a las montañas;
17 quien se encuentre en la terraza, no baje a recoger las cosas de la casa;
18 quien se encuentre en el campo, no vuelva atrás para tomar su manto.
19 ¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquellos días!
20 Rogad, pues, para que vuestra huida no acontezca en invierno ni en día de sábado.
21 Porque habrá entonces, grande tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora ni la habrá más.
22 Y si aquellos días no fueren acortados, nadie se salvaría; más en razón de los elegidos serán acortados esos días.
23 "Si entonces os dicen: "Ved, el Cristo está aquí o aquí”, no lo creáis.
24 Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán señales grandes y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los elegidos.
25 ¡Mirad que os lo he predicho!

Marcos XIII

14 "Más cuando veáis la abominación de la desolación estando él (de pie) allí donde no debe – ¡entienda el que lee!-, entonces, los que estén en la Judea, huyan a las montañas;
15 quien se encuentre en la azotea, no baje ni entre a recoger nada de su casa;
16 quien se encuentre en el campo, no vuelva atrás para tomar su manto.
17 ¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquellos días!
18 Rogad, pues para que no acontezca en invierno.
19 Porque habrá en aquellos días tribulación tal, cual no la hubo desde el principio de la creación que hizo Dios, hasta el presente, ni la habrá.
20 Y si el Señor no hubiese acortado los días, ningún viviente escaparía; más a causa de los escogidos que El eligió, ha acortado esos días.
21 Y si entonces os dicen: "Ved, el Cristo está aquí”, “ved, está allí”, no lo creáis.
22 Porque surgirán falsos  Cristos y falsos profetas, que harán señales y prodigios para descarriar aún a los elegidos, si fuera posible.
23. Vosotros, pues, estad alerta; ved que os lo he predicho todo”. 


Lucas XXI

20 "Más cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos, sabed entonces que su desolación está cerca.
21 Entonces, los que estén en la Judea, huyan a las montañas; y los que estén en medio de ella, salgan fuera; y los que estén en los campos, no vuelvan a entrar;
22 porque días de venganza son éstos, de cumplimiento de todo lo que está escrito.
23 ¡Ay de las que estén encintas y de las que críen en aquellos días! Porque habrá gran apretura sobre la tierra, y gran cólera contra este pueblo.
24 Y caerán a filo de es-pada, y serán deportados a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que el tiempo de los gentiles se cumpla.

jueves, 16 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. I, II Parte.

En el único principado de la cabeza.

Primeramente, san Pedro es cabeza de la Iglesia. Su prerrogativa es el principado, es decir, él es en la Iglesia fuente y principio y todos los demás jerarcas reciben de él todo lo que son, mientras que él no recibe nada de los otros[1].
«Tú eres la piedra sobre la que Yo edificaré mi Iglesia» (Mt XVI, 18). ¿Qué expresión más enérgica que la de piedra fundamental? Lo propio de un fundamento es comunicar la firmeza a todo el edificio y a cada piedra del edificio, de tal modo que no haya ninguna que reciba de otra parte su firmeza, y que aquella única que es la piedra fundamental no reciba la firmeza de ninguna otra.
Es todavía lo que el Señor dice en otro lugar: «He orado por tí a fin de que no desfallezca tu fe. Tú, pues... confirma a tus hermanos» (Lc. XXII, 32). La firmeza del cuerpo depende de la que tenga la cabeza[2]; la gracia otorgada a Pedro no es una gracia privada que se detiene en su persona; su infalible firmeza en la fe es tal que él deberá comunicarla y que, comunicada por él, vendrá a ser la firmeza de todo el cuerpo.
Éste es ciertamente, una vez más, el carácter del principado, fuente, principio, origen, tal como nos aparece en la jerarquía, en la que todo viene de arriba, donde Dios da a Cristo, donde Cristo, a su vez, da a la Iglesia, donde el obispo mismo comunica a su pueblo y donde la autoridad y el don divino descienden sin cesar de las cumbres y no ascienden jamás de los grados inferiores a los superiores.
La tradición confirma esta noción del principado en san Pedro: «Si la sede de Pedro flaquea, dicen los obispos de las Galias todo el episcopado se tambalea», pues él es el origen del episcopado[3]. Los términos «cabeza», «fundamento», «fuente» y «origen» se emplean constantemente. En todas partes aparece san Pedro recibiendo principalmente y comunicando lo que recibe a sus hermanos, los apóstoles o los obispos, que no tienen nada sino por él[4].
Pero si san Pedro es así constantemente la cabeza de la Iglesia universal, hay que considerar, en segundo lugar, que tiene esta calidad en unión con Jesucristo, al que representa. Es una sola cabeza con él, o más bien no es cabeza sino en la persona de Jesucristo que representa aquí en la tierra.
Esta doctrina sobre la naturaleza del principado del vicario de Jesucristo no es un mero sistema teológico, sino la tradición y la enseñanza misma de la santa sede y de la Iglesia universal. «La Iglesia, que es una y única, dice el papa Bonifacio VIII en la bula Unam sanctam, tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor», sino que, según la palabra del Señor, las ovejas de Cristo son las ovejas de Pedro, sin distinción ni división[5].

miércoles, 15 de enero de 2014

La restauración de Israel, por Ramos García (IX de XIII)

Pero no adelantemos los sucesos, que nos falta aún mucho que recorrer antes de llegar a esa meta feliz. En los días del gran Caudillo aparece el gran Profeta, cuya persona hemos de rastrear también por la Escritura, aunque con éste somos más afortunados, pues sabemos quién es y le conocemos por el nombre. La tradición bíblica ha visto en él a Elías y hácele precursor del Señor en su segunda venida al mundo.
Recuérdese que a la restauración universal se la menciona como tiempo límite a la quedada del Señor en el cielo, quem oportet quidem caelum suscipere usque in tempora restitutionis ómnium (Act. III, 21). Pues bien, de Elías dice el Señor por S. Mateo: Elias quidem venturus est, et restituet omnia (Mt. XVII, 11); y por S. Marcos: Elias, cum venerit restituet omnia (Mc. IX, 11). Ahí tenéis la restitutio omnium atribuída en términos formales a Elías por el mismo Cristo. Lo del «primo» de la respuesta se explica por el “primum” de la pregunta, igual en ambos evangelistas: Antes de venir el Mesías, ¿no había de venir primero (primum) Elías? Pues bien, cuando venga primero, ha de restituir todas las cosas.
Elías, pues, entenderá en la obra de la restauración universal, que tendrá lugar antes que venga, es decir, antes que vuelva, el Mesías y el Mesías no se tardará mucho, una vez puesta en marcha esa restauración, pues se pone ahí, según acabamos de ver, como término de su quedada en el cielo.
Hoy, empero, comienza a cundir la idea de que, pues Elías ya vino en la persona del Bautista, no hay más que esperar en este caso; y con esta orientación, o desorientación, exegética, llegan hasta escribirse tesis doctorales. Es una de tantas bien intencionadas secuelas del alegorismo transcedente, de tendencia espiritualista. Si cuanto los Profetas anunciaron sobre el reino mesiano se ha cumplido ya en la Iglesia histórica, y gozamos ya felizmente de la prometida paz universal, no obstante la protesta de la Historia y del propio divino Maestro, que dijo no haber venido a traer la paz, sino la guerra (Mt. X, 34; Lc. XII, 51) ¿qué mucho se deje a un lado al heraldo del gran Rey y de su pacífico reinado? nam quod quis habet, quid sperat?
Y en confirmación de esa sentencia se alegan dos declaraciones del mismo Cristo.
La primera son las palabras que, a manera de corrección, añadió a las ya citadas, y que suenan así en S. Mateo: Dico autem vobis quia Elias venit, el non cognoverunt eum, etc. Tunc intellexerunt discipuli quia de Joanne Baptista dixisset eis (Mt. XVII, 12, 13). Pero en S. Marcos dice con más explicítud: Sed dico vobis quia et Elias venit (Mc. IX, 11). Nótese bien la copulativa «et» (también), que es la clave de la solución: Elías veniet et Elias venit. Vino en la persona del Bautista, de quien se dijo que precedería al Señor in spiritu et virtute Eliae (Lc. I, 17), y vendrá en su propia persona a impulsar la esperada restauración de todas las cosas en Cristo.
La otra declaración parece más apremiante, mas eso es sólo en una parcial inteligencia de la sentencia del Maestro. Termina así el panegírico del Bautista: Si vultis recipere, ipse est Elias, qui venturus est (Mt. XI, 14). Pero enseguida añade: Qui habet aures audiendi, audiat (Mt. XI, 15).
Ahora bien, según un principio hermenéutico de S. Jerónimo que era preciso tener en cuenta, quando ad intellingentiam provocumur, mysticum monstratur esse quod dictum est (Hier. Comm. in Mt. XXIV), es decir, que en tales casos, bajo el velo de la letra hay otro sentido oculto que se nos invita a escudriñar. En otros cuatro pasajes del Evangelio usa el Señor de la misma advertencia, y en todos ellos es para avisarnos de ese segundo recóndito sentido, cual es el caso de los símiles y parábolas (Mt. XIII, 9.43; Mc. IV, 9.23; VII, 16; Lc. VIII, 8). Una expresión semejante: qui legit intelligat (Mt. XXIV, 15; Mc. XIII, 14), emplea en el discurso escatológico, según la redacción de S. Mateo y de S. Marcos, para señalar bajo la desolación histórica de Jerusalén por los romanos, la desolación escatológica, obra del último anticristo, que es la que luego desarrolla. Por eso S. Lucas (cap. XXI), que se limita a la desolación histórica, omite ese toque de atención[1].