IV. RESTAURACIÓN DEL SACERDOCIO
1.
Sacerdocio y santidad
Casi
todo lo que concierne al origen inmediato de las diversas religiones de la gentilidad,
y al proceso de sus cambios naturales y recíprocos influjos, continúa siendo
mal conocido. Este proceso es materia de conjeturas, no siempre lógicas y a
veces distorcidas por prevenciones antirreligiosas o categóricamente
anticristianas. Aquel origen pertenece a la prehistoria.
Mas la
prehistoria es historia quoad se; y una parte de ella, la más
substancial, nos ha sido providencialmente transmitida en libros inspirados. Estos
revelan que el hombre fue sacerdote desde el principio. Y si algún documento
humano de las épocas más remotas algo acredita, es la triple constante de
religión, sacrificio y sacerdocio, mantenida en las más diversas estructuras
sociales y a despecho de grandes diferencias de índole y de ambiente.
En
la Sagrada Escritura, la promesa de una restauración superabundante del real sacerdocio
perdido, la Promesa por antonomasia, no aparece desde el primer momento
formulada con toda claridad; pero aparece formulada desde el primer momento[1].
Y conforme adelanta el Espíritu en la redacción da sus oráculos[2],
el dulcísimo rostro del Salvador va destacando su contorno singular sobre la
historia impura, triste y cruel de los pueblos idólatras. Apenas perpetrada la
profanación del paraíso, el destierro se ilumina con el anuncio del Vástago
de la Mujer[3].
Corren los siglos, impulsados por esa expectación; y un buen día, la humanidad
sonríe casi incrédula desde el rostro de Sara, cuando escucha anunciar de nuevo
al Deseado de las naciones, al Vástago de Abraham[4]
.
Exulta
la esperanza en el Salterio; se hace vidente y celosa en las profecías; allana
los caminos interiores en los cenobios de los Hijos de la luz; y culmina, por
fin, a la sombra de la ignorada Nazaret, en flor sin mancha y sin defecto.
El
largo proceso pedagógico de la humanidad ha conseguido frutos de perfección muy
escasos. Cuando llega el Cordero que ha de borrar los pecados del mundo, los
hombres que algo enseñan acerca de la culpa y sus remedios, muy poco saben y
muy mal. Y el mismo pueblo de cuyo flanco nace el Redentor, lo reviste de
llagas y de oprobios y se apresura a quitárselo de encima, odiándolo tanto más,
cuanto más semejante al Varón de dolores[5]
de su antigua esperanza. A despecho de la universal corrupción y la
traición reiterada de los elegidos, la bondad y la justicia de Dios
consiguieron suscitar en todas partes, y en todo tiempo, hombres buenos y
justos; contempladores del sumo Bien; y profetas de la suma Verdad y de sus
juicios. Y es de fe que cuando esa raza de hombres produce una respuesta
adecuada a la voluntad buena y justa de Dios, lo hace por una inclinación que
no procede de virtud natural, sino de santidad sobrenatural, de justicia y
bondad de Dios participadas. Ahora bien, la humanidad es una; una es la gracia
que restaura y santifica nuestra naturaleza; y una es en todos los hombres la
virtud de religión, cualesquiera sean los grados de conocimiento de lo divino,
y no obstante la multitud de formas rituales más o menos puras, más o menos
adecuadas a su fin. Luego, se da un sacerdocio común, connatural a todos y a
cada uno de los hombres que se encuentran en estado de gracia santificante: es
el de Adán, y el de la humanidad entera en él; sacerdocio ordenado a obtener su
máxima perfección en la naturaleza humana de Jesucristo, fuente de toda santidad.
Dentro
de este sacerdocio unívoco (formalmente, el único antes de la encarnación), el
ministro que de hecho ejerce las funciones rituales, como representante
religioso de la comunidad, sólo posee sobre los demás miembros de la misma una
prelacía convencional, de orden jurídico, y por ende no absoluta. La de Adán,
por ejemplo (conforme a la letra del Génesis), non obsta para que Abel
sacrifique y su oblación sea aceptada[6].
Y durante todo el tiempo del status mal llamado naturae (el
hombre exclusivamente natural es una ficción didáctica en teología, y es uno de
los tantos mitos de las modernas ciencias naturales), la costumbre y la
legislación adscriben el sacro ministerio al mayorazgo, al patriarcado o a la
realeza, es decir, a dignidades o a investiduras meramente extrínsecas.
Institúyese después el colegiado sacro, con un aumento considerable de
especialización y de autonomía; pero es en el sacerdocio del orden, propiamente
sacramental, donde se da por vez primera una formalidad intrínseca que faculta,
ontológicamente, a ejercer las funciones del
ministerio sagrado, con autonomía y especialización absolutas,
independientes de la voluntad comunitaria (aunque no ajenas a ella).
Se ha
observado, en aparente oposición a lo que venimos diciendo, que “la idea de
sacerdocio tiene en el cristianismo un sentido más amplio que en las restantes
religiones, para las cuales pueblo y sacerdocio son dos conceptos estrictamente
distintos y que se excluyen el uno al otro[7].
Trátase de la noción de “ministerio sacerdotal”, no de la de “sacerdocio”; el
hecho de que esa distinción se dé en las religiones no cristianas de un modo
tan enfático, no prueba que ella corresponda a fundamentos intrínsecos in re.
Pretenderlo es confundir los dominios de la psicología con los del saber
teológico. La distinción abrupta de que habla Laurentin es de índole
afectiva. Está originada, por una parte, en la sobrenaturalidad –real o ficticia-
que impregna las acciones sagradas del ministro y comunica una cierta majestad
hierática a su persona; y por otra parte, en el sacer horror, en
el temor de lo preternatural, de lo divino; pasión que cuando se adueña del
corazón de gente crédula y pusilánime, es capaz de convertir al mistagogo más
humano y menos digno, alucinadamente, en personaje ultraterreno. De análoga
manera, apenas tallado el fetiche, el mismo escultor cae reverente a los pies
de su obra, atribuyendo a aquel trozo de madera un poder y una dignidad que no
reconoce en el leño originario.
Antes
de la era cristiana, sólo en el sacerdocio aaronítico se da una cierta
diputación de lo alto hacia abajo, remotamente parecida al régimen vocacional
que preside la elección de los sacerdotes dentro de la Iglesia Católica. La
tribu de Leví, segregada de las demás parcelas sociales del mundo hebreo, y sin
otra heredad que Yahveh, realiza una emancipación muy relativa, pero real.
Tiene de real el llamado divino, en la preordenación de los parcelamientos
sociales. Tiene de relativa la forma indirecta del llamado. Israel es algo
más que una verdadera teocracia, en cuanto régimen político; es la única
teocracia verdadera. De ahí la peculiaridad a que nos referirnos: los ministros
del culto representan al pueblo; el pueblo es quien los diputa y autoriza; pero
lo hace en cuanto pueblo de Dios, en cuanto especialmente congregado, asistido
y conducido por Dios[8].
2.
Melquisedek
Así,
pues, en rigor de verdad no se da excepción alguna. Antes de la Ley de Gracia,
el ministro es un representante de la comunidad, instituido para garantizar la
eficacia, el decoro y el carácter público de los actos rituales y de las leyes
religiosas. Pero ello no significa, de un modo necesario, que la voluntad de
Dios sea subordinada al arbitrio de los hombres; y mucho menos, desdeñada. El
origen humano de la potestad ministerial no excluye la intervención del
beneplácito divino, sino que la presupone o la invoca. Y de manera implícita,
apela al único sacerdote en quien Dios tiene puesto su total beneplácito:
Jesús.
En el
plan de la creación de cielos y tierra (con y sin previsión de la ruptura
interna y de la externa hostilidad que siguieron a la culpa de origen; con y
sin el pronóstico de la universal dispersión de miras humanas que en la Sagrada
Escritura se llama Babel), todas las cosas, con la historia de todos los
hombres, están preordenadas a la religión personal del Sacerdote único. Por
tanto, de él recibe el sacerdocio de los hombres su eficacia; y de él reciben
su aptitud, la verdad de su jerarquía, los ministros del culto. El derecho a
sacrificar públicamente, -“vices
gerens multitudinis”- , recíbenlo con el mandato que la multitud les confiere; mas lo que da
contenido real y positiva eficacia a la autoridad que invisten, es la mayor
intimidad de trato con Dios. La cual depende exclusivamente de la virtud y de
la personal consagración del ministro: “Deo tanto magis aliquis homo coniungitur quanto est virtuosior
vel Deo sacratior”[9].
En
otras palabras, el sacerdocio de la gracia santificante, primera restauración
del sacerdocio de Adán, miraba hacia la plenitud sacerdotal de Cristo como a su
perfección ejemplar y final. Y quienesquiera ofrecieron eficazmente ofrendas
sagradas al Señor, lo hicieron en gracia de su unión virtual con el supremo
Sacerdote (esperado), cuyos miembros eran[10].
Hubo,
de hecho, en el seno de comunidades paganas entregadas a la credulidad más abyecta
y a la práctica de ceremonias aberrantes, sacerdotes que adoptaron formas
cultuales, de aquilatada pureza y que atestiguaron en sus palabras y en sus
obras una asidua y profunda experiencia de lo divino. El misterioso rey de
Salem, Melquisedek, perteneció a un linaje pontificio de institución humana[11]; y
es muy probable que la primera restauración del sacerdocio de Adán haya alcanzado
en él su máxima altura. Era superior al mismo padre de la fe, Abraham; “porque,
fuera de toda controversia, lo que es inferior se somete a la bendición de lo
superior”[12].
Su paso a través de la historia de Israel, sesgado y fugacísimo, le basta para
dejar su nombre unido al carácter del sacerdocio eterno.
En
aquel tiempo, el primer patriarca de la nación hebrea no se llamaba todavía
Abraham, sino Abram. Volvía al encinar de Mamré, después de su victoria sobre Kedor-laómer
y sobre los reyezuelos con él coligados. Acababa de liberar a su sobrino Lot,
que con toda su gente y hacienda había sido hecho prisionero por el rey de
Elam. Le acompañaban trescientos dieciocho siervos, de los nacidos en su casa,
cargados con el botín que habían hecho en el despojo de los raptores de Lot:
“Entonces
Melquisedek, monarca de Salem, sacó pan y vino, pues era sacerdote del
Dios Altísimo, y le bendijo exclamando: Bendito sea Abram del Dios
Altísimo, creador de cielo y tierra y bendito sea Dios Altísimo que entregó a
tus enemigos en tu mano” (Gen. 14, 18-20).
Consumado
el sacrificio de acción de gracias, pagó el patriarca al sacerdote el diezmo
ritual. Y eso es todo lo que sabemos de aquel personaje. El mismo silencio con
que la Sagrada Escritura oculta lo que ha sido y ha hecho Melquisedek
antes de esa efímera aparición, cae sobre los días de su vida que siguieron a
ella. ¿Cuál es su influjo en la suerte del pueblo elegido?
El
relato de la primera alianza de Yahveh con Abram viene inmediatamente
después de aquel encuentro; pero nada nos autoriza a afirmar, en rigurosa
exégesis, que el pacto incoado en Mamre, con el que se inicia en el mundo la
vida pública de nuestra fe cristiana, sea el fruto de aquella bendición. Nada,
tampoco, nos prohíbe suponerlo.
En
todo caso, los hijos de la Promesa no lo pensaron nunca; ni rindieron culto a
la memoria de quien los bendijo en embrión, y a quien pagaron diezmo antes de
ellos nacer (cf. Heb. 7, 9). No obstante su superioridad, innegable; no
obstante el prestigio de su sede real, Jerusalén; y el de su nombre, monarca-justiciero;
y el de su sobrenombre, sacerdote del Altísimo; y a pesar del vaticinio
del salmo 109 (en hebreo, el 110), que coloca al sacerdocio del Mesías en la
línea del suyo, Melquisedek sólo merece durante dos mil años, en la vida religiosa
de los adoradores de Yahveh, el lugar de un vago recuerdo; recuerdo que perdura
y al que se le honra con alguna estima, por venir asociado a la historia y al
honor de Abraham.
Hasta
el día en que el autor de la Epístola a los Hebreos, sin intentar una
explicación del misterio de la persona del sacerdote-rey, sino al contrario,
encareciéndolo, acentuando el arcano de su origen y de su vida, colocó su
nombre por encima del de todos los hijos de Adán celebrados en el Antiguo
Testamento.
Y
desde entonces, vale decir, a lo largo de otros veinte siglos, aquel rey de
Salem - quizás un cananeo; tal vez un hombre de piel obscura- viene siendo
solemnemente recordado en la consagración de cada uno de los sacerdotes de la
Nueva Alianza: Eres sacerdote, para siempre, a la manera de Melquisedek: “Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem
Melchisedec”.
[1] Cf. Gén. 3, 35.
[2] Rom. 3, 2.
[3] Gén. 3, 15.
[4] Gén. c. 22; cf. Gálatas 3, 16.
[5] Cf. Isaías 53, 3.
[6] Gen. 4,
4.
[7] Laurentin R., Marie, l´Eglise et le sacerdote (Etude
historique). Paris 1952, 10.
[8] “Las exigencias de la historia, al igual que la
natura misma de las instituciones, prohíben a los narradores (del Éxodo) datar
el origen del sacerdocio organizado en una época anterior a la formación del
pueblo. El sacerdocio no podía ser visto por ellos como la eflorescencia y coronación
de la nación constituida”. Van Hoonacker A, Le
sacerdote lévitique dans la loi et dans l´histoire des Hébreux,
Londres-Louvain 1899, 129.
[9] Cf. S. Tomás, Summa theol. I-II, 73, 9.
[10] Ibid. III,
68, 1 ad 1.
[11] Cf. Ibid. I-II, 103, 1 ad 3.
[12] Hebr. 7, 7. El fabuloso
Targum de Jerusalén y algunos escritores heréticos de la primera época del
Cristianismo han tratado de dar razón de esa superioridad del rey de Salem, sin
desmedro de la autoridad del patriarca, identificándolo con personajes
anteriores (con Sem, por ejemplo, a gala de complicar un poco más la
sincopada cronología bíblica), y con manifestaciones de la divinidad. Fuera de Orígenes,
que tuvo a Melquisedek por un ángel, los Padres de la Iglesia han ceñido
su explicación a lo que da de sí la breve referencia del Génesis. San Jerónimo
escribe: “He consultado a Hipólito, Ireneo, Eusebio de Cesarea y a Emiseno, a
Apolinario y a nuestro Eustacio; y he comprobado que todos, mediante diversos
argumentos y por diferentes caminos, han llegado al mismo punto, a saber: que
Melquisedek era un cananeo, rey de la ciudad de Jerusalén; la cual ciudad, en
sus principios, se llamó Salem” (Epist., LXXII, 2 [PI, 22, 677]).
Nada nuevo aportan los
descubrimientos arqueológicos de los últimos decenios en Palestina, sobre el
particular. Las cartas de Ebed-tob o Adbdi Khiba, halladas entre
la correspondencia de Tell el-Amarna, sugirieron una identificación con el
misterioso personaje del Génesis; mas, por insuficiencia de pruebas, la
tentativa no prosperó, “De cualquier modo, esos hallazgos confirman las
palabras de San Jerónimo contra la opinión de algunos críticos de
nuestros días, que, renovando las aventuradas hipótesis de antaño, pretenden
que Melquisedek es simplemente el tipo del gran sacerdote judío, tal
como se da en el siglo IV antes de nuestra era (Guthe, H. Bibelwörterbuch,
1903, 426). Como si la idea que los judíos tenían de su patriarca no estuviera
en oposición completa con el papel que esa hipótesis pretende hacerle desempeñar”
(Lesètre H., Dictionnaire
de la Bible, de Vigouroux,
IV, col. 939-942). El único dato interesante suministrado por las tabletas
epistolares de Tell el-Amarna, en lo que concierne a nuestro asunto, es que los
antiguos reyes de Jerusalén protestaban serlo por designación divina; y negaban
que el poder les viniera por sucesión. Lo cual coincide — materialmente — con
las notas de universalidad del sacerdocio de Melquisedek, según la
inducción simbólica de San Pablo: “Sin padre, sin madre, sin
genealogía” (Hebr 7, 3).
Tampoco añade nada al aspecto histórico del
rey-sacerdote (y descuida el examen de trabajos que sobre temas afines le
precedieron), la obra de G. Th. Kennedy titulada: St. Paul's Conception of the Priesthood of
Melchisedech (The Catholic University of America Press 1951). Cf.: J.
Bonsirven, Le judaisme paleslinien, Paris 1935, I, P. 454 ss.; Id., Exégèse
rabbinique et exégèse paulinienne, Paris 1939, p. 136 ss.; P. Heinsich,
Teologia del Vecchio Testamento, Torino 1950, p. 390 ss.