domingo, 30 de diciembre de 2012

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. IV (I de IV)


IV. RESTAURACIÓN DEL SACERDOCIO

1. Sacerdocio y santidad

Casi todo lo que concierne al origen inmediato de las diversas religiones de la gentilidad, y al proceso de sus cambios naturales y recíprocos influjos, continúa siendo mal conocido. Este proceso es materia de conjeturas, no siempre lógicas y a veces distorcidas por prevenciones antirreligiosas o categóricamente anticristianas. Aquel origen pertenece a la prehistoria.
Mas la prehistoria es historia quoad se; y una parte de ella, la más substancial, nos ha sido providencialmente transmitida en libros inspirados. Estos revelan que el hombre fue sacerdote desde el principio. Y si algún documento humano de las épocas más remotas algo acredita, es la triple constante de religión, sacrificio y sacerdocio, mantenida en las más diversas estructuras sociales y a despecho de grandes diferencias de índole y de ambiente.
En la Sagrada Escritura, la promesa de una restauración superabundante del real sacerdocio perdido, la Promesa por antonomasia, no aparece desde el primer momento formulada con toda claridad; pero aparece formulada desde el primer momento[1]. Y conforme adelanta el Espíritu en la redacción da sus oráculos[2], el dulcísimo rostro del Salvador va destacando su contorno singular sobre la historia impura, triste y cruel de los pueblos idólatras. Apenas perpetrada la profanación del paraíso, el destierro se ilumina con el anuncio del Vástago de la Mujer[3]. Corren los siglos, impulsados por esa expectación; y un buen día, la humanidad sonríe casi incrédula desde el rostro de Sara, cuando escucha anunciar de nuevo al Deseado de las naciones, al Vástago de Abraham[4] .
Exulta la esperanza en el Salterio; se hace vidente y celosa en las profecías; allana los caminos interiores en los cenobios de los Hijos de la luz; y culmina, por fin, a la sombra de la ignorada Nazaret, en flor sin mancha y sin defecto.
El largo proceso pedagógico de la humanidad ha conseguido frutos de perfección muy escasos. Cuando llega el Cordero que ha de borrar los pecados del mundo, los hombres que algo enseñan acerca de la culpa y sus remedios, muy poco saben y muy mal. Y el mismo pueblo de cuyo flanco nace el Redentor, lo reviste de llagas y de oprobios y se apresura a quitárselo de encima, odiándolo tanto más, cuanto más semejante al Varón de dolores[5] de su antigua esperanza. A despecho de la universal corrupción y la traición reiterada de los elegidos, la bondad y la justicia de Dios consiguieron suscitar en todas partes, y en todo tiempo, hombres buenos y justos; contempladores del sumo Bien; y profetas de la suma Verdad y de sus juicios. Y es de fe que cuando esa raza de hombres produce una respuesta adecuada a la voluntad buena y justa de Dios, lo hace por una inclinación que no procede de virtud natural, sino de santidad sobrenatural, de justicia y bondad de Dios participadas. Ahora bien, la humanidad es una; una es la gracia que restaura y santifica nuestra naturaleza; y una es en todos los hombres la virtud de religión, cualesquiera sean los grados de conocimiento de lo divino, y no obstante la multitud de formas rituales más o menos puras, más o menos adecuadas a su fin. Luego, se da un sacerdocio común, connatural a todos y a cada uno de los hombres que se encuentran en estado de gracia santificante: es el de Adán, y el de la humanidad entera en él; sacerdocio ordenado a obtener su máxima perfección en la naturaleza humana de Jesucristo, fuente de toda santidad.
Dentro de este sacerdocio unívoco (formalmente, el único antes de la encarnación), el ministro que de hecho ejerce las funciones rituales, como representante religioso de la comunidad, sólo posee sobre los demás miembros de la misma una prelacía convencional, de orden jurídico, y por ende no absoluta. La de Adán, por ejemplo (conforme a la letra del Génesis), non obsta para que Abel sacrifique y su oblación sea aceptada[6]. Y durante todo el tiempo del status mal llamado naturae (el hombre exclusivamente natural es una ficción didáctica en teología, y es uno de los tantos mitos de las modernas ciencias naturales), la costumbre y la legislación adscriben el sacro ministerio al mayorazgo, al patriarcado o a la realeza, es decir, a dignidades o a investiduras meramente extrínsecas. Institúyese después el colegiado sacro, con un aumento considerable de especialización y de autonomía; pero es en el sacerdocio del orden, propiamente sacramental, donde se da por vez primera una formalidad intrínseca que faculta, ontológicamente, a ejercer las funciones del  ministerio sagrado, con autonomía y especialización absolutas, independientes de la voluntad comunitaria (aunque no ajenas a ella).
Se ha observado, en aparente oposición a lo que venimos diciendo, que “la idea de sacerdocio tiene en el cristianismo un sentido más amplio que en las restantes religiones, para las cuales pueblo y sacerdocio son dos conceptos estrictamente distintos y que se excluyen el uno al otro[7]. Trátase de la noción de “ministerio sacerdotal”, no de la de “sacerdocio”; el hecho de que esa distinción se dé en las religiones no cristianas de un modo tan enfático, no prueba que ella corresponda a fundamentos intrínsecos in re. Pretenderlo es confundir los dominios de la psicología con los del saber teológico. La distinción abrupta de que habla Laurentin es de índole afectiva. Está originada, por una parte, en la sobrenaturalidad –real o ficticia- que impregna las acciones sagradas del ministro y comunica una cierta majestad hierática a su persona; y por otra parte, en el sacer horror, en el temor de lo preternatural, de lo divino; pasión que cuando se adueña del corazón de gente crédula y pusilánime, es capaz de convertir al mistagogo más humano y menos digno, alucinadamente, en personaje ultraterreno. De análoga manera, apenas tallado el fetiche, el mismo escultor cae reverente a los pies de su obra, atribuyendo a aquel trozo de madera un poder y una dignidad que no reconoce en el leño originario.
Antes de la era cristiana, sólo en el sacerdocio aaronítico se da una cierta diputación de lo alto hacia abajo, remotamente parecida al régimen vocacional que preside la elección de los sacerdotes dentro de la Iglesia Católica. La tribu de Leví, segregada de las demás parcelas sociales del mundo hebreo, y sin otra heredad que Yahveh, realiza una emancipación muy relativa, pero real. Tiene de real el llamado divino, en la preordenación de los parcelamientos sociales. Tiene de relativa la forma indirecta del llamado. Israel es algo más que una verdadera teocracia, en cuanto régimen político; es la única teocracia verdadera. De ahí la peculiaridad a que nos referirnos: los ministros del culto representan al pueblo; el pueblo es quien los diputa y autoriza; pero lo hace en cuanto pueblo de Dios, en cuanto especialmente congregado, asistido y conducido por Dios[8].

2. Melquisedek

Así, pues, en rigor de verdad no se da excepción alguna. Antes de la Ley de Gracia, el ministro es un representante de la comunidad, instituido para garantizar la eficacia, el decoro y el carácter público de los actos rituales y de las leyes religiosas. Pero ello no significa, de un modo necesario, que la voluntad de Dios sea subordinada al arbitrio de los hombres; y mucho menos, desdeñada. El origen humano de la potestad ministerial no excluye la intervención del beneplácito divino, sino que la presupone o la invoca. Y de manera implícita, apela al único sacerdote en quien Dios tiene puesto su total beneplácito: Jesús.
En el plan de la creación de cielos y tierra (con y sin previsión de la ruptura interna y de la externa hostilidad que siguieron a la culpa de origen; con y sin el pronóstico de la universal dispersión de miras humanas que en la Sagrada Escritura se llama Babel), todas las cosas, con la historia de todos los hombres, están preordenadas a la religión personal del Sacerdote único. Por tanto, de él recibe el sacerdocio de los hombres su eficacia; y de él reciben su aptitud, la verdad de su jerarquía, los ministros del culto. El derecho a sacrificar públicamente, -“vices gerens multitudinis”- , recíbenlo con el mandato que la multitud les confiere; mas lo que da contenido real y positiva eficacia a la autoridad que invisten, es la mayor intimidad de trato con Dios. La cual depende exclusivamente de la virtud y de la personal consagración del ministro: “Deo tanto magis aliquis homo coniungitur quanto est virtuosior vel Deo sacratior[9].
En otras palabras, el sacerdocio de la gracia santificante, primera restauración del sacerdocio de Adán, miraba hacia la plenitud sacerdotal de Cristo como a su perfección ejemplar y final. Y quienesquiera ofrecieron eficazmente ofrendas sagradas al Señor, lo hicieron en gracia de su unión virtual con el supremo Sacerdote (esperado), cuyos miembros eran[10].
Hubo, de hecho, en el seno de comunidades paganas entregadas a la credulidad más abyecta y a la práctica de ceremonias aberrantes, sacerdotes que adoptaron formas cultuales, de aquilatada pureza y que atestiguaron en sus palabras y en sus obras una asidua y profunda experiencia de lo divino. El misterioso rey de Salem, Melquisedek, perteneció a un linaje pontificio de institución humana[11]; y es muy probable que la primera restauración del sacerdocio de Adán haya alcanzado en él su máxima altura. Era superior al mismo padre de la fe, Abraham; “porque, fuera de toda controversia, lo que es inferior se somete a la bendición de lo superior”[12]. Su paso a través de la historia de Israel, sesgado y fugacísimo, le basta para dejar su nombre unido al carácter del sacerdocio eterno.
En aquel tiempo, el primer patriarca de la nación hebrea no se llamaba todavía Abraham, sino Abram. Volvía al encinar de Mamré, después de su victoria sobre Kedor-laómer y sobre los reyezuelos con él coligados. Acababa de liberar a su sobrino Lot, que con toda su gente y hacienda había sido hecho prisionero por el rey de Elam. Le acompañaban trescientos dieciocho siervos, de los nacidos en su casa, cargados con el botín que habían hecho en el despojo de los raptores de Lot:

“Entonces Melquisedek, monarca de Salem, sacó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo, y le bendijo exclamando: Bendito sea Abram del Dios Altísimo, creador de cielo y tierra y bendito sea Dios Altísimo que entregó a tus enemigos en tu mano” (Gen. 14, 18-20).

Consumado el sacrificio de acción de gracias, pagó el patriarca al sacerdote el diezmo ritual. Y eso es todo lo que sabemos de aquel personaje. El mismo silencio con que la Sagrada Escritura oculta lo que ha sido y ha hecho Melquisedek antes de esa efímera aparición, cae sobre los días de su vida que siguieron a ella. ¿Cuál es su influjo en la suerte del pueblo elegido?
El relato de la primera alianza de Yahveh con Abram viene inmediatamente después de aquel encuentro; pero nada nos autoriza a afirmar, en rigurosa exégesis, que el pacto incoado en Mamre, con el que se inicia en el mundo la vida pública de nuestra fe cristiana, sea el fruto de aquella bendición. Nada, tampoco, nos prohíbe suponerlo.
En todo caso, los hijos de la Promesa no lo pensaron nunca; ni rindieron culto a la memoria de quien los bendijo en embrión, y a quien pagaron diezmo antes de ellos nacer (cf. Heb. 7, 9). No obstante su superioridad, innegable; no obstante el prestigio de su sede real, Jerusalén; y el de su nombre, monarca-justiciero; y el de su sobrenombre, sacerdote del Altísimo; y a pesar del vaticinio del salmo 109 (en hebreo, el 110), que coloca al sacerdocio del Mesías en la línea del suyo, Melquisedek sólo merece durante dos mil años, en la vida religiosa de los adoradores de Yahveh, el lugar de un vago recuerdo; recuerdo que perdura y al que se le honra con alguna estima, por venir asociado a la historia y al honor de Abraham.
Hasta el día en que el autor de la Epístola a los Hebreos, sin intentar una explicación del misterio de la persona del sacerdote-rey, sino al contrario, encareciéndolo, acentuando el arcano de su origen y de su vida, colocó su nombre por encima del de todos los hijos de Adán celebrados en el Antiguo Testamento.
Y desde entonces, vale decir, a lo largo de otros veinte siglos, aquel rey de Salem - quizás un cananeo; tal vez un hombre de piel obscura- viene siendo solemnemente recordado en la consagración de cada uno de los sacerdotes de la Nueva Alianza: Eres sacerdote, para siempre, a la manera de Melquisedek: “Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedec”.



[1] Cf. Gén. 3, 35

[2] Rom. 3, 2.

[3] Gén. 3, 15.

[4] Gén. c. 22; cf. Gálatas 3, 16.

[5] Cf. Isaías 53, 3.

[6] Gen. 4, 4.

[7] Laurentin R., Marie, l´Eglise et le sacerdote (Etude historique). Paris 1952, 10.

[8] “Las exigencias de la historia, al igual que la natura misma de las instituciones, prohíben a los narradores (del Éxodo) datar el origen del sacerdocio organizado en una época anterior a la formación del pueblo. El sacerdocio no podía ser visto por ellos como la eflorescencia y coronación de la nación constituida”. Van Hoonacker A, Le sacerdote lévitique dans la loi et dans l´histoire des Hébreux, Londres-Louvain 1899, 129.

[9] Cf. S. Tomás, Summa theol. I-II, 73, 9.

[10] Ibid. III, 68, 1 ad 1.

[11] Cf. Ibid. I-II, 103, 1 ad 3.

[12] Hebr. 7, 7. El fabuloso Targum de Jerusalén y algunos escritores heréticos de la primera época del Cristianismo han tratado de dar razón de esa superioridad del rey de Salem, sin desmedro de la autoridad del patriarca, identificándolo con personajes anteriores (con Sem, por ejemplo, a gala de complicar un poco más la sincopada cronología bíblica), y con manifestaciones de la divinidad. Fuera de Orígenes, que tuvo a Melquisedek por un ángel, los Padres de la Iglesia han ceñido su explicación a lo que da de sí la breve referencia del Génesis. San Jerónimo escribe: “He consultado a Hipólito, Ireneo, Eusebio de Cesarea y a Emiseno, a Apolinario y a nuestro Eustacio; y he comprobado que todos, mediante diversos argumentos y por diferentes caminos, han llegado al mismo punto, a saber: que Melquisedek era un cananeo, rey de la ciudad de Jerusalén; la cual ciudad, en sus principios, se llamó Salem” (Epist., LXXII, 2 [PI, 22, 677]).
Nada nuevo aportan los descubrimientos arqueológicos de los últimos decenios en Palestina, sobre el particular. Las cartas de Ebed-tob o Adbdi Khiba, halladas entre la correspondencia de Tell el-Amarna, sugirieron una identificación con el misterioso personaje del Génesis; mas, por insuficiencia de pruebas, la tentativa no prosperó, “De cualquier modo, esos hallazgos confirman las palabras de San Jerónimo contra la opinión de algunos críticos de nuestros días, que, renovando las aventuradas hipótesis de antaño, pretenden que Melquisedek es simplemente el tipo del gran sacerdote judío, tal como se da en el siglo IV antes de nuestra era (Guthe, H. Bibelwörterbuch, 1903, 426). Como si la idea que los judíos tenían de su patriarca no estuviera en oposición completa con el papel que esa hipótesis pretende hacerle desempeñar” (Lesètre H., Dictionnaire de la Bible, de Vigouroux, IV, col. 939-942). El único dato interesante suministrado por las tabletas epistolares de Tell el-Amarna, en lo que concierne a nuestro asunto, es que los antiguos reyes de Jerusalén protestaban serlo por designación divina; y negaban que el poder les viniera por sucesión. Lo cual coincide — materialmente — con las notas de universalidad del sacerdocio de Melquisedek, según la inducción simbólica de San Pablo: “Sin padre, sin madre, sin genealogía” (Hebr 7, 3).
 Tampoco añade nada al aspecto histórico del rey-sacerdote (y descuida el examen de trabajos que sobre temas afines le precedieron), la obra de G. Th. Kennedy titulada: St. Paul's Conception of the Priesthood of Melchisedech (The Catholic University of America Press 1951). Cf.: J. Bonsirven, Le judaisme paleslinien, Paris 1935, I, P. 454 ss.; Id., Exégèse rabbinique et exégèse paulinienne, Paris 1939, p. 136 ss.; P. Heinsich, Teologia del Vecchio Testamento, Torino 1950, p. 390 ss.