martes, 4 de diciembre de 2012

Introducción de León Bloy a la Vie de Mélanie, Bergère de la Salatte, écrite par elle-même (VII de VII)

VII

El deslumbramiento le ha sido prometido a aquellos que, conociendo ya el secreto de Mélanie, quieren leer el recitado que va desde los primeros años de su infancia hasta aquel día en que otro secreto, más profundo todavía, tuvo lugar.
Sin embargo se requiere una gran simplicidad de corazón. Jamás ha existido una criatura más simple que Mélanie. Ecce ancilla… Ella es, si se me permite la similitud, simple como María en Nazaret. Respira a Dios y a la Madre de Dios con la ingenuidad de una desas plantas infinitamente puras y suaves del Paraíso del cual parece haber sido la jardinera. Está sobre la tierra como si no estuviera y su clarividencia, a menudo tan extraordinaria, de las cosas deste mundo es una continuación de su visión de las cosas eternas. Dotada, en el sentido más alto, del sentido profético, no existe para ella sucesión o encadenamiento de conceptos. Las nociones de tiempo y lugar le son inútiles. No tiene necesidad de comprender ya que sabe, con una ciencia infusa, primordial, al igual que Adán y Eva antes del pecado.
Es cierto que está, al igual que cada uno de nosotros, bajo la ley de la caída, pero, por efecto de un trastoque excepcional, cae hacia arriba desde el primer día…  
Para curar en ella las manos y los pies de Adán, Dios los atravesó desde su más tierna infancia; a fin de que las demás criaturas no penetraran en su corazón, plantó allí la Lanza del Calvario; para preservar su cabeza, la cubrió de la pavorosa Corona del pretorio. Incluso antes de hablar, no podía ver a los hombres sino a través de la Sangre de Jesucristo.
Y esto fue así hasta su último día. Vivía muy cerca de Dios y la Madre de Dios le había dado un lugar muy cerca de su trono y estaba tan lejos de todos nosotros que no le era posible el escalonarnos. La prevaricación más grande a sus ojos debió haber sido precisamente el escalonar el no-amor.
Incapaz de subsistir de otra forma que no sea en lo Absoluto, acantonada y atrincherada en lo absoluto de lo Absoluto, ¿qué hubiera podido comprender de la casuística de la devoción de los mundanos? ¿Qué podía significar para ella una escalera de crímenes o virtudes? Veía a todos los hombres, cristianos o no, aplastados, arrastrándose como pequeños gusanos y a Dios no reinante sobre la tierra. Veía sobre todo a los sacerdotes ¡y con qué terrible precisión!:
“Comprendo, dice, que en el Clero la pureza de espíritu es la guardiana de la pureza del cuerpo, que no existe la castidad del cuerpo donde está ausente la constante pureza del espíritu y que el espíritu y los sentidos no guardan su pureza si no son CRUCIFICADOS con Jesucristo”. “Ayúdame a sobrellevar a mis ministros caídos”, le dijo Jesús después de una pavorosa visión.
El sufrimiento, enorme para ella, de conocer la miseria espiritual y la insuficiencia del Clero, está en el fondo de todo lo que piensa, de todo lo que dice, de todo lo que escribe. Es un sollozo interior sin interrupción. Léase aquellas páginas del “Buen Año” en las que cuenta con mucha alegría que sus amos la dejaban morir de inanición, sin darle nunca nada para comer: “Dios quiere que expíe por medio del hambre y la sed, el lujo y el amor a las riquezas de muchos miembros del clero”.
Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae[1]. ¿Qué otra cosa podía esperar o pedir más que el triunfo definitivo del Espíritu Santo que debe consumar la Redención en su Esposa Inmaculada, la Santísima Virgen, Madre de Dios; la Creación definitiva y la renovación de todas las cosas?
Mientras tanto, está en presencia de la nada, ya que todo lo que es imperfecto es absolutamente indigno de Dios y que nada se ha hecho mientras quede algo por alcanzar. En ese sentido Mélanie es la mensajera de la impaciencia y de la angustia universal.
Sin dudas, la Soberana le dio una Regla de los Apóstoles de los Últimos Tiempos que, por otra parte, nunca fue puesta en práctica, a pesar de la orden formal de León XIII que no pudo hacerse obedecer. Pero esta Regla, aplicable solo a un pequeño número, existía ciertamente a fin de esperar, de preparar el camino, para hacer que el pretendido mundo cristiano no fuera completamente maldito y continuara subsistiendo algún tiempo todavía, a la espera de la hora que ningún reloj debe marcar.
“La Inmaculada Concepción, me ha dicho una persona singularmente amada de Dios, vista de una manera atributiva, es una penitencia única por todo el género humano, una penitencia absolutamente inaudita en la cual nadie piensa y de la cual nadie ha hablado sino como de un privilegio glorioso más allá de toda expresión y no de otra manera”.
Se dice que Eva ha llorado durante muchos siglos por los innumerables hijos que había perdido, Rachel plorans filios suos et nolens consolari[2]. María, la nueva Eva, los encuentra ¡y en qué estado! Imagínese una Madre sin mancha con muchos millones de hijos leprosos, agonizantes, sollozantes en las torturas, entregados a la muerte más infame, mancillados con el fango más inmundo; Ella sola permanece pura y expectante, temerosa de su perdición. Y esto en todas partes y por todos los siglos…
Ha sido preciso este tormento incomprensible para “romper los cielos”, como dice Isaías, y para hacer descender al Salvador. El Salvador descendido e inmolado ya no era suficiente. Se necesitaba también que los miserables hijos aceptaran ser salvados y bien puede verse, después de diecinueve siglos, que esto no era menos difícil.
He aquí que María ya no sabe qué hacer. Descendió a su vez. Descendió, bañada en lágrimas, sobre una montaña y confió su inmensa pena a la última de las criaturas, pidiéndole que se lo contara a todo su pueblo. Esto fue lo que la obediente Mélanie quiso hacer y lo que los ministros de Jesucristo impidieron.
El moribundo universo cristiano, se levantó de su estiércol a fin de impedirlo, colmándola con los peores ultrajes… El manto doloroso de la Inmaculada Concepción extendido sobre ella desde la cabeza a los pies, ha debido morir en la amargura infinita del fracaso de una misericordia irreparable, dejando a la Soberana en la soledad infinita de su Privilegio, en medio de su progenie innumerable de muertos o putrefactos.
Hoy no quedan más que algunas pobres almas dispersas, sufrientes, vomitadas por el mundo, que no esperan más que el martirio; un minúsculo rebaño de almas evangélicas y simples sobre las que ha pasado la sombra de San Pedro y que constituyen la Iglesia actual de las Catacumbas.[3]
Es por ellas que escribía Mélanie, y es sólo por ellas que son publicadas estas humildes páginas de la Pastora que la multitud despreciará.
“No quiero ir más a la escuela porque hacen mucho ruido y tengo miedo que mi corazón lo entienda”, decía esta niña que el Creador de todos los mundos ha puesto infinitamente por encima de su trueno.

Taillepetit-en-Périgord.
Notre Dame des Neiges – Octava de la Asunción, 1911.



LÉON BLOY.




[1] Envía Señor tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra. Palabras del Salmo 103; 30 que la Iglesia utiliza en su hermoso himno Veni Creator.

[2] Raquel llora a sus hijos y rehúsa todo consuelo, Jer. 31, 15 citado por Mt. 2, 18.

[3] ¡Escrito hace más de 100 años!