VII
El deslumbramiento le ha sido prometido a
aquellos que, conociendo ya el secreto de Mélanie, quieren leer el recitado que
va desde los primeros años de su infancia hasta aquel día en que otro secreto,
más profundo todavía, tuvo lugar.
Sin embargo se requiere una gran simplicidad
de corazón. Jamás ha existido una criatura más simple que Mélanie. Ecce ancilla…
Ella es, si se me permite la similitud, simple como María en Nazaret. Respira a
Dios y a la Madre de Dios con la ingenuidad de una desas plantas infinitamente
puras y suaves del Paraíso del cual parece haber sido la jardinera. Está
sobre la tierra como si no estuviera y su clarividencia, a menudo tan
extraordinaria, de las cosas deste mundo es una continuación de su visión de
las cosas eternas. Dotada, en el sentido más alto, del sentido profético, no
existe para ella sucesión o encadenamiento de conceptos. Las nociones de tiempo
y lugar le son inútiles. No tiene necesidad de comprender ya que sabe, con una ciencia infusa, primordial,
al igual que Adán y Eva antes del pecado.
Es cierto que está, al igual que cada uno de
nosotros, bajo la ley de la caída, pero, por efecto de un trastoque
excepcional, cae hacia arriba desde
el primer día…
Para curar en ella las manos y los pies de
Adán, Dios los atravesó desde su más tierna infancia; a fin de que las demás
criaturas no penetraran en su corazón, plantó allí la Lanza del Calvario; para
preservar su cabeza, la cubrió de la pavorosa Corona del pretorio. Incluso
antes de hablar, no podía ver a los hombres sino a través de la Sangre de
Jesucristo.
Y esto fue así hasta su último día. Vivía muy
cerca de Dios y la Madre de Dios le había dado un lugar muy cerca de su trono y
estaba tan lejos de todos nosotros que no le era posible el escalonarnos. La prevaricación más
grande a sus ojos debió haber sido precisamente el escalonar el no-amor.
Incapaz de subsistir de otra forma que no sea
en lo Absoluto, acantonada y atrincherada en lo absoluto de lo Absoluto, ¿qué
hubiera podido comprender de la casuística de la devoción de los mundanos? ¿Qué
podía significar para ella una escalera de crímenes o virtudes? Veía a todos
los hombres, cristianos o no, aplastados, arrastrándose como pequeños gusanos y
a Dios no reinante sobre la tierra. Veía sobre todo a los sacerdotes ¡y con qué
terrible precisión!:
“Comprendo, dice, que en el Clero la pureza
de espíritu es la guardiana de la pureza del cuerpo, que no existe la castidad
del cuerpo donde está ausente la constante pureza del espíritu y que el
espíritu y los sentidos no guardan su pureza si no son CRUCIFICADOS con Jesucristo”. “Ayúdame a sobrellevar a
mis ministros caídos”, le dijo Jesús después de una pavorosa visión.
El sufrimiento, enorme para ella, de conocer
la miseria espiritual y la insuficiencia del Clero, está en el fondo de todo lo
que piensa, de todo lo que dice, de todo lo que escribe. Es un sollozo interior
sin interrupción. Léase aquellas páginas del “Buen Año” en las que cuenta con
mucha alegría que sus amos la dejaban morir de inanición, sin darle nunca nada
para comer: “Dios quiere que expíe por medio del hambre y la sed, el lujo y el
amor a las riquezas de muchos miembros del clero”.
Emitte
Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terrae[1]. ¿Qué
otra cosa podía esperar o pedir más que el triunfo definitivo del Espíritu Santo
que debe consumar la Redención en su Esposa Inmaculada, la Santísima Virgen,
Madre de Dios; la Creación definitiva y la renovación de todas las cosas?
Mientras tanto, está en presencia de la nada, ya que
todo lo que es imperfecto es absolutamente indigno de Dios y que nada se ha
hecho mientras quede algo por alcanzar. En ese sentido Mélanie es la
mensajera de la impaciencia y de la angustia universal.
Sin dudas, la Soberana le dio una Regla de los
Apóstoles de los Últimos Tiempos que, por otra parte, nunca fue puesta en
práctica, a pesar de la orden formal de León XIII que no pudo hacerse
obedecer. Pero esta Regla, aplicable solo a un pequeño número, existía
ciertamente a fin de esperar, de preparar el camino, para hacer que el
pretendido mundo cristiano no fuera completamente maldito y continuara
subsistiendo algún tiempo todavía, a la espera de la hora que ningún reloj debe
marcar.
“La Inmaculada Concepción, me ha dicho una persona
singularmente amada de Dios, vista de una manera atributiva, es una penitencia única por todo el género
humano, una penitencia absolutamente inaudita en la cual nadie piensa y de la
cual nadie ha hablado sino como de un privilegio glorioso más allá de toda
expresión y no de otra manera”.
Se dice que Eva ha llorado durante muchos
siglos por los innumerables hijos que había perdido, Rachel plorans filios suos et nolens
consolari[2].
María, la nueva Eva, los encuentra ¡y en qué estado! Imagínese una Madre sin
mancha con muchos millones de hijos leprosos, agonizantes, sollozantes en las
torturas, entregados a la muerte más infame, mancillados con el fango más
inmundo; Ella sola permanece pura y expectante, temerosa de su perdición. Y
esto en todas partes y por todos los siglos…
Ha sido preciso este tormento incomprensible para
“romper los cielos”, como dice Isaías, y para hacer descender al
Salvador. El Salvador descendido e inmolado ya no era suficiente. Se necesitaba
también que los miserables hijos aceptaran ser salvados y bien puede verse, después
de diecinueve siglos, que esto no era menos difícil.
He aquí que María ya no sabe qué hacer.
Descendió a su vez. Descendió, bañada en lágrimas, sobre una montaña y confió
su inmensa pena a la última de las criaturas, pidiéndole que se lo contara a
todo su pueblo. Esto fue lo que la obediente Mélanie quiso hacer y lo
que los ministros de Jesucristo impidieron.
El moribundo universo cristiano, se levantó de
su estiércol a fin de impedirlo, colmándola con los peores ultrajes… El
manto doloroso de la Inmaculada Concepción extendido sobre ella desde la cabeza
a los pies, ha debido morir en la amargura infinita del fracaso de una
misericordia irreparable, dejando a la Soberana en la soledad infinita de su
Privilegio, en medio de su progenie innumerable de muertos o putrefactos.
Hoy no quedan más que algunas pobres almas
dispersas, sufrientes, vomitadas por el mundo, que no esperan más que el
martirio; un minúsculo rebaño de almas evangélicas y simples sobre las que ha
pasado la sombra de San Pedro y que constituyen la Iglesia actual de las
Catacumbas.[3]
Es por ellas que escribía Mélanie, y es sólo
por ellas que son publicadas estas humildes páginas de la Pastora que la
multitud despreciará.
“No quiero ir más a la escuela porque hacen
mucho ruido y tengo miedo que mi corazón lo entienda”, decía esta niña que el
Creador de todos los mundos ha puesto infinitamente por encima de su trueno.
Taillepetit-en-Périgord.
Notre Dame des Neiges – Octava de
la Asunción, 1911.
LÉON
BLOY.
[1] Envía Señor tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra. Palabras del Salmo 103; 30 que la Iglesia utiliza en su hermoso himno Veni Creator.
[2] Raquel llora a sus hijos y rehúsa todo consuelo, Jer. 31, 15 citado por Mt. 2, 18.
[3] ¡Escrito hace más de 100 años!