jueves, 27 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. II (I Parte)

II

LOS CONCILIOS PARTICULARES

El presidente del concilio.

La acción conciliar de los obispos no tiene lugar únicamente en los concilios tenidos o confirmados por el Soberano Pontífice y cuya autoridad se extiende a la Iglesia universal.
Pero como el principado de san Pedro reproducido y representado en cada una de las regiones del universo por la institución de los patriarcas y de los metropolitanos, imprime al gobierno de las partes de la Iglesia, con la «forma de Pedro», el tipo y la semejanza del cuerpo entero, así el misterio de la cabeza y de los miembros, reproducido en sus circunscripciones, se expresa también en ellas por las asambleas conciliares. Y porque, en la Iglesia universal, la unión de la cabeza y de los miembros se declara solemnemente y en toda su plenitud en el concilio ecuménico, es preciso que este misterio de vida, guardando las debidas proporciones que convienen a colegios restringidos, se muestre análogamente en la celebración de los concilios particulares.
Pero importa grandemente no perder de vista la naturaleza de la institución de las sedes particulares. Esta institución y todo el orden de las circunscripciones inferiores que de ella dependen tuvo su origen en la autoridad del vicario de Jesucristo y depende enteramente de su poder; esto nos induce a hacer aquí dos observaciones dignas de consideración.
La primera es que el patriarca o el metropolitano no preside el colegio parcial de los obispos de su dependencia sino en nombre y, por decirlo así, en la persona de san Pedro, cuyo lugar ocupa, y por la pura institución del cabeza de los pontífices, único que puede reproducir por debajo de sí mismo imágenes de su soberanía.
El episcopado conserva así su prerrogativa esencial, que consiste en no reconocer superioridad alguna que no sea la de Jesucristo y de su vicario, o que no emane de ésta y la represente. Por esta razón, cuando falta el patriarca o el metropolitano, el concilio particular se halla privado de su cabeza natural. No obstante, podrá todavía reunirse, pero habrá que recurrir a la célebre ley de la jerarquía de que hemos hablado en la segunda parte, según la cual, en ausencia de la cabeza, el colegio entero está llamado a suplir su falta por la virtud misma de la secreta y profunda comunidad de vida que se mantiene entre ellos.
Todos los obispos que componen este colegio particular recogen, pues, en común el cargo de suplir a su cabeza, cargo que ejercerán por el orden establecido por el derecho de devolución.
El primero de entre ellos, que comúnmente será el más antiguo de ordenación, presidirá la asamblea.
Sin embargo, no aparecerá a su cabeza como verdadero jefe y en calidad de verdadero superior y de príncipe del episcopado, sino como el primogénito de esta asamblea de hermanos, privada de la presencia del padre de familia.

miércoles, 26 de febrero de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VII, I Parte.

VII

LA CARTA DEL SANTO OFICIO SUPREMA HAEC SACRA

Por lejos la más completa y explícita declaración autoritativa del magisterium eclesiástico sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación se encuentra en la carta enviada por la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio a Su Excelencia el Arzobispo Cushing de Boston. La carta fue escrita como resultado del problema ocasionado por el grupo Centro San Benito en Cambridge.  La Suprema haec sacra fue emitida el 8 de Agosto de 1949, pero no fue publicada en su totalidad hasta el otoño[1] de 1952. La encíclica Humani generis es del 12 de Agosto de 1950. Así, aunque fue compuesta después de la carta del Santo Oficio, fue publicada dos años antes de la carta.
La Sagrada Congragación del Santo Oficio asevera que “está convencida que la desafortunada controversia (que ocasionó la acción del Santo Oficio) surgió del hecho de que el axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, no fue correctamente entendido y sopesado y que la misma se volvió más amarga debido al hecho de que algunos de los asociados de las instituciones arriba mencionadas (el Centro San Benito y el Colegio Boston) rechazaron reverencia y obediencia a las legítimas autoridades”.

La sección doctrinal de la carta es la siguiente:

Según los Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales desta Suprema Congregación, en sesión plenaria, tenida el miércoles 27 de julio de 1949 y el Augusto Pontífice en audiencia, el día siguiente, jueves 28 de julio de 1949, dignó dar su aprobación para que se den las siguientes explicaciones pertenecientes a la doctrina, y también invitaciones y exhortaciones con respecto a la disciplina:
Estamos obligados por fe divina y católica a creer todas aquellas cosas contenidas en la palabra de Dios, sea en la Escritura o en la Tradición, y propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, no sólo por juicio solemne sino también por medio del magisterio ordinario y universal.
Ahora bien, entre las cosas que la Iglesia siempre ha predicado y nunca va a dejar de predicar se encuentra la enseñanza infalible que nos enseña que fuera de la Iglesia no hay salvación.
De todas formas este dogma debe ser entendido de la misma forma que la Iglesia lo interpreta, pues Nuestro Salvador entregó las cosas contenidas en el depósito de fe para que fueran explicadas por el magisterio eclesiástico y no por juicios privados.
Ahora bien, en primer lugar la Iglesia nos enseña que estamos en presencia de un precepto de Jesucristo en el sentido más estricto del término. Puesto que El ordenó explícitamente a Sus apóstoles el enseñar a todas las naciones a observar todo aquello que El mismo había mandado. Ahora bien, entre esos mandamientos, no es el menos importante  aquel que nos ordena el incorporarnos al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, por medio del bautismo y el permanecer unidos a Cristo y a Su Vicario, por medio del cual gobierna la Iglesia de manera visible.
Así pues, nadie que conozca que la Iglesia ha sido divinamente establecida por Cristo, y aún así rechaza el someterse a la Iglesia o rehúsa la obediencia al Romano Pontífice, el Viario de Cristo sobre la tierra, va a salvarse.
El Salvador no  sólo dio el precepto de que todas las naciones entraran en la Iglesia, sino que también estableció la Iglesia como medio de salvación, sin la cual nadie puede entrar en el reino de la gloria eterna.
En su infinita misericordia Dios estableció que los efectos necesarios para salvarse, aquellas ayudas dirigidas al último fin del hombre, no por necesidad intrínseca, sino por divina institución, pueden obtenerse también, bajo ciertas circunstancias, con sólo tener el deseo o intención. Esto fue enseñado claramente en el Concilio de Trento, tanto cuando se hace referencia al sacramento del bautismo como al de la confesión.
De la misma manera debe afirmarse lo mismo de la Iglesia, en cuanto que la Iglesia es un medio general de salvación. Así pues, para obtener la salvación eterna, no siempre se requiere el ser incorporado en la Iglesia de hecho como miembro, sino que se requiere que esté unido a ella por lo menos de deseo o intención.
De todas formas no se requiere que este deseo sea explícito como es el caso de los catecúmenos, pues cuando una persona se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también un deseo implícito, llamado así porque está incluido en la buena disposición del alma por la cual la persona desea conformar su voluntad a la de Dios.
Estas cosas están claramente enseñadas en la carta dogmática del Soberano Pontífice Pío XII el 23 de junio del 1943 “Sobre el Cuerpo Místico de Jesucristo”, ya que en ella distingue claramente entre aquellos que están realmente incorporados a la Iglesia y aquellos unidos a ella sólo por deseo.
Al discutir sobre los miembros de los que está compuesto el Cuerpo Místico aquí en la tierra, el Augusto Pontífice dice: “entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas”.
Y hacia el final de la misma encíclica, invitando a la unidad en forma muy afectiva a aquellos que no pertenecen al cuerpo de la Iglesia Católica, menciona a aquellos que están “ordenados al Cuerpo Místico por un cierto deseo e intención inconscientes”, a los cuales de ninguna manera excluye de la salvación eterna, sino que por el contrario afirma que están en una condición en la cual “no pueden estar seguros de su salvación”, ya que “todavía carecen de tantas y tan grandes ayudas celestiales que sólo pueden disfrutarse en la Iglesia Católica”.
Con estas sabias palabras reprueba tanto aquellos que excluyen de la salvación eterna a todos aquellos unidos a la Iglesia sólo por un deseo implícito y a aquellos que afirman falsamente que el hombre puede salvarse igualmente en cualquier religión.
No debemos pensar que cualquier clase de intención de entrar a la Iglesia es suficiente para salvarse. Se requiere que la intención por la cual uno se ordena a la Iglesia Católica esté informada por una perfecta caridad; y ningún deseo explícito puede producir su efecto a menos que el hombre tenga fe sobrenatural: “Pues aquel que se acerca a Dios es necesario que crea que Dios existe y que es remunerador de aquellos que le buscan” y el Concilio de Trento declara: “La fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de sus hijos”. [2]

martes, 25 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. I (III de III)

Observaciones históricas.

Tales son, pues, las cuatro condiciones que debe reunir el concilio ecuménico para expresar plenamente, tanto por parte de la cabeza, como por parte de los miembros, la noción que hay que formarse de él.
El concilio, hemos dicho, debe ser convocado, presidido y confirmado por el Soberano Pontífice, y todo el episcopado debe ser llamado al mismo.
Sin embargo, estas cuatro condiciones no son igualmente indispensables.
De las tres condiciones que respectan a la acción de la cabeza, es decir, del vicario de Jesucristo, y que son la convocación, la presidencia y la confirmación de los decretos por su soberana autoridad, la última tiene la propiedad de poder suplir las otras dos.
El misterio del episcopado unido a  su cabeza puede así verificarse posteriormente, cuando esta cabeza, confirmando las decisiones de la asamblea de los obispos, les da por su autoridad principal el carácter de actos jerárquicos de la cabeza y de los miembros.
Pero como, por otra parte, el misterio del episcopado unido a su cabeza es independiente del número de los obispos reunidos, esta confirmación es la única condición absolutamente necesaria y que no puede suplirse en manera laguna. Confirmando los actos de la asamblea es como propiamente el Soberano Pontífice los convierte en actos conciliares, es decir, hace de ellos una manifestación y una expresión del gran misterio de la vida jerárquica que une a la cabeza y a las miembros y hace que comuniquen los miembros en la operación de la cabeza. A él sólo, como a vicario de Jesucristo, corresponde asociar visiblemente los miembros del episcopado a la acción vivificante de Jesucristo sobre todo el cuerpo de la Iglesia universal, derramar como de su fuente y hacer que corra por ellos esta acción.
Así la historia nos muestra que las otras condiciones distintas de la confirmación de los decretos por los Soberanos Pontífices no se verificaron en todos los casos y que a veces fueron suplidas por esta misma confirmación con la aceptación del episcopado disperso.
El concilio de Constantinopla, segundo ecuménico (381), sólo puede conservar su rango si se le aplica esta doctrina. No fue, en efecto, convocado por el Sumo Pontífice ni presidido por sus legados, ni tampoco fueron convocados todos los obispos. A este concilio, como a otros varios, solo fueron llamados los obispos de Oriente[1].

sábado, 22 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. I (II de III)

Cooperación de todo el episcopado.

La cuarta condición que requiere el concilio ecuménico respecta a la cooperación del cuerpo del episcopado.
Todo el episcopado debe ser convocado y, aun cuando no acudan todos los obispos, todos por lo menos pueden ocupar su puesto en el concilio y tienen derecho a ello por institución divina, es decir, por lo que hay de divinamente instituido en el orden episcopal y en las prerrogativas de su colegio, y en virtud de la esencia misma de la jerarquía.
No podemos, por tanto, compartir la opinión de los que se niegan a comprender a los obispos sin título e incluso a los obispos titulares de las Iglesias ocupadas  por los infieles, en el número de los obispos admitidos al concilio por la divina constitución de la Iglesia y como llamados por Dios mismo a tornar parte en él[1].
Al decir de los que sostienen tal doctrina, sólo pueden participar en el concilio por derecho divino los que ejercen actualmente jurisdicción sobre una grey particular y el derecho de participar en él depende precisamente de esta jurisdicción.
Nosotros no podemos admitir tal punto de vista. Y en primer lugar esta opinión va contra la antigua tradición y la constante práctica de la Iglesia.
En el primer concilio celebrado por los apóstoles en Jerusalén, que debía dar la pauta y servir de modelo a todos los demás, sólo Santiago era titular de una Iglesia particular; todos los demás Apóstoles eran obispos sin título. El derecho de los obispos sin título se halla así declarado en sus personas e inscrito por el Espíritu Santo en el libro de los Hechos (Act XV, 6-21).
Por lo que hace a los obispos llamados in partibus o simplemente obispos titulares, su estado parece todavía más favorable, puesto que en el sentido mismo de esta opinión ocupan una cátedra episcopal.
En efecto, ¿cómo sostener que un obispo expulsado violentamente de su sede pierda, por el hecho mismo de la persecución, su calidad de miembro del senado de la Iglesia universal? Pero si el obispo expulsado conserva esta calidad, ¿no es patente que sus sucesores tendrán un derecho no menor que el suyo, puesto que serán todo lo que es él mismo, recibiendo a la vez de él la doble herencia de su título y de su exilio?
Es cierto que el ejercicio de la jurisdicción ligada a su título y conservada por ellos en su fondo, hecha las más de las veces imposible por la tiranía de los infieles, les está además actualmente vedada por el Soberano Sumo Pontífice, que se ha reservado la obra de las misiones en las regiones de infieles[2]. Pero esta reserva no puede entenderse en sentido estricto y no afecta a la acción conciliar.

viernes, 21 de febrero de 2014

Las LXX Semanas de Daniel, VII, El Terminus ad quem de la Profecía (I de II)

VII

El Terminus ad quem de la Profecía

I Parte

Así como en la Tercera Parte hablábamos de un terminus a quo de la profecía, bueno será ahora dedicarnos a analizar el terminus ad quem.

Después de nombrar la salida de la orden para restaurar y edificar Jerusalén, el v. 25 continúa:

“… hasta un Ungido, un Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas…”.

Según este versículo, es como que toda la profecía mirara a este Ungido, a este Príncipe, como a su fin inmediato.

¿Quién es este Ungido, sino el mismo Jesucristo, que luego de las sesenta nueve semanas será muerto?

¿Indica este versículo algún momento preciso de la vida de Nuestro Señor, o simplemente señala en general los tiempos aproximados de su primera venida?

Para responder a esta pregunta dejemos hablar a Straubinger el cual, comentando el v. 26, dice:

“Es muy difícil armonizar esta grandiosa profecía con la cronología sagrada. Los exégetas católicos se dividen dos opiniones: la primera de las cuales ve en este vaticinio una profecía directamente mesiánica. Para sus representantes, el “Príncipe” y “Ungido” no puede ser sino Cristo en persona y el número de las semanas fijadas debe terminar con la vida y muerte del Mesías. Tomando como punto de partida el año 445, año en que Artajerjes dio el permiso para reedificar a Jerusalén (Neh. II, 1 ss) y teniendo en cuenta que Jesucristo nació6-8 años antes de nuestra era, llegamos más o menos al año de la muerte de Cristo. La más exacta coincidencia se consigue eligiendo como fecha inicial el año 458 en que Artajerjes envió a Esdras a Palestina con plenos poderes (Esd. VII; cfr. IX, 9). “Si tomamos como fecha del nacimiento de Jesucristo, el año 747 de Roma, es decir, siete años antes de la era cristiana, ese período (que comienza con el año 458 a. C.) termina el año 39 del nacimiento de Jesucristo, es decir, el año 32 de nuestra era. Las siete y sesenta y dos semanas deben entenderse sin interrupción, formando un total de sesenta y nueve semanas; por lo menos no hay necesidad de separarlas… por la importancia especial que encierra la última semana y porque no ha de ser completa, la profecía la separa de las demás… mas no es preciso buscar un acontecimiento particular de la vida de Jesucristo, p. ej. el bautismo o el principio de la vida pública” (Schuster-Holzammer)…”.

¿Será esto así?

jueves, 20 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. I (I de III)

Sección segunda

EL COLEGIO EPISCOPAL UNIDO AL VICARIO DE JESUCRISTO

I

LOS CONCILIOS GENERALES O ECUMÉNICOS


Doble poder del episcopado.

La jerarquía de la Iglesia católica, conforme al tipo divino de la sociedad de Dios y de su Cristo, de Dios, cabeza de Cristo, está formada por una cabeza que es Jesucristo y, bajo esta cabeza, por el cuerpo sacerdotal, el colegio de los obispos, que procede de Él y en el que está encerrada místicamente toda la asamblea de los fieles.
Con la primera sección de esta parte hemos terminado el estudio de esta jerarquía en la persona de su cabeza; hemos conocido al vicario en quien se hace visible la cabeza; luego hemos visto a esta cabeza representada en las diversas partes de la Iglesia por la institución de los patriarcas y de los metropolitanos, e imprimiendo a estas partes la forma y las analogías del gobierno universal. Nos queda por considerar el colegio episcopal, y en este colegio, el cuerpo cuya cabeza es Jesucristo y la esposa cuyo esposo es Él y le comunica sus bienes, su poder y su majestad.
Todavía no debemos considerar a los obispos a la cabeza de sus Iglesias particulares, lo que formará el objeto del libro siguiente, en el que estudiaremos la jerarquía de estas Iglesias, sino únicamente en cuanto, asociados entre sí en la solidaridad del episcopado, forman el colegio y el presbiterio o «senado de la Iglesia»[1] universal.
Lo que son en esta calidad, que respecta a la Iglesia universal, precede en ellos, por la naturaleza de las cosas, a lo que son como cabezas de las jerarquías que les son propias: en efecto como dijimos antes, la Iglesia universal precede, en la intención de Dios y en el orden de sus obras, a la Iglesia particular, que no es sino la apropiación del misterio del todo a cada una de las partes.
Los obispos tienen, pues, anteriormente a cualquier otra concepción de su pontificado, un poder universal, que se extiende por su naturaleza a la Iglesia  entera. Este poder es la comunión misma del orden episcopal y es distinto de su título por el que están establecidos como obispos de un pueblo particular.
Recordando estas nociones no vacilamos en afirmar, como hemos establecido en la segunda parte de esta obra, que este poder, siendo por su esencia anterior al título, es independiente de él y pertenece igualmente a todos los obispos que tienen la comunión de su orden, es decir, a todos los obispos católicos, sea cual fuere su sede y hasta en el caso en que no tengan actualmente el título de ninguna Iglesia particular.

lunes, 17 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. VI

VI

LAS GRANDES DELEGACIONES PATRIARCALES

Las sedes patriarcales y las metrópolis forman, en sus elementos esenciales, la jerarquía de las Iglesias. Sin embargo, en hora ya temprana se vieron los patriarcas inducidos a crear cargos intermedios entre ellos y los metropolitanos en las vastas circunscripciones que dependían de sus sedes.
En los orígenes, no eran sino simples delegaciones. En Occidente vemos en la antigüedad al Romano Pontífice dar a algún obispo que goza de su confianza la misión de representarle en una vasta región compuesta a su vez de varias provincias y que comprende varias metrópolis; estas regiones se llamaban generalmente diócesis.
Estas delegaciones no estaban ligadas a la sede del obispo que se veía revestido de ellas: morían con el obispo mandatario sin dejar ningún derecho en aquella sede y sólo revivían en su sucesor si el Sumo Pontífice juzgaba oportuno confiarle un mandato semejante. Tales delegaciones, siempre revocables, sin formar un grado jerárquico propiamente dicho, no eran primeramente sino una disposición tomada por el superior y un medio empleado por él para ejercer más útilmente y con mayor facilidad su autoridad sobre súbditos lejanos. Por otro lado, estos mandatos estaban limitados a ciertos asuntos más ordinarios y eran susceptibles de mayor o menor ampliación, según los términos de la comisión, y los cánones o las leyes estables de la Iglesia no habían reglamentado nada en este sentido.
Así, esta institución, por su carácter, y aun cuando estos poderes se renovaran en una sede por mandatos reiterados con la sucesión de los prelados que la ocupaban, era absolutamente distinta de la de los patriarcados o de las metrópolis, que son títulos eclesiásticos verdaderos, cuya naturaleza consiste en ser estables y cuyas prerrogativas forman por esencia parte del derecho eclesiástico.
Históricamente, en la antigüedad, la más conocida de estas legaciones en virtud de las cuales los Sumos Pontífices se creaban vicarios en las grandes regiones de Occidente, es la diócesis de Iliria, otorgada a los obispos metropolitanos de Tesalónica. Las instrucciones dadas sucesivamente a estos legados o vicarios por los Papas san Dámaso (366-384), san León Magno (440-461) y San Gelasio (492-496), nos instruyen perfectamente sobre la naturaleza y la extensión de las funciones que ejercían. Representaban al Sumo Sacerdote en la institución de los obispos; decidían en su nombre y por su autoridad los asuntos menores y le transmitían el conocimiento de los más considerables[1]. Podían también reunir en concilio a todos los obispos de la región que les estaba confiada por su mandato[2]. Finalmente, este mandato, como ya hemos dicho, era absolutamente personal. A cada comisión recibía una nueva institución y volvía a nacer de nuevo[3].

domingo, 16 de febrero de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. VI, V Parte.

La encíclica Mystici Corporis hace más que indicar la inseguridad de aquel que está “dentro” de la vera Iglesia sólo en razón de un deseo implícito de entrar a ella como miembro. Muestra además que la oración del Romano Pontífice y de la Iglesia misma, al expresar la voluntad misma de Dios en este tema, es que tales personas en realidad sean miembros de la Iglesia Católica. La encíclica continúa:

“Entren, pues, en la unidad Católica y unidos todos con Nos en el único organismo (compagine) del Cuerpo de Jesucristo, converjan en una sola Cabeza en comunión de amor gloriosísimo. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu de amor y de verdad, Nos los esperamos con los brazos elevados y abiertos como a los que vienen no a casa ajena sino a la propia casa paterna.
Pero sí deseamos que la incesante plegaria común de todo este Cuerpo místico se eleve a Dios, para que todos los descarriados entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos con todo que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente, ya que nadie cree sino queriéndolo. Por esta razón, si algunos, sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia y acercarse al altar y recibir los Sacramentos, éstos sin duda no por eso se convierten en verdaderos fieles de Cristo; porque la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios debe ser un libérrimo homenaje del entendimiento y de la voluntad”.

Esta sección de la Mystici Corporis Christi saca a luz el hecho a veces olvidado de que es siempre algo bueno y deseable para aquel que está “dentro” de la Iglesia solo por un deseo, volverse de hecho miembro de la Iglesia. Antes de la publicación de esta encíclica había una tendencia de parte de algunos escritores Católicos en el campo de la eclesiología que decían que la no pertenencia a la Iglesia era, por lo menos bajo ciertas circunstancias, una cosa aceptable para aquellos que deseaban la membrecía. Esta enseñanza errónea era presentada generalmente por hombres que habían sido engañados por el falso ecumenismo contra el cual protestó Pío XII en la Humani generis. Esta clase de hombres seguían las doctrinas y adoptaron las actitudes de los incrédulos que siempre han rechazado las conversiones individuales a favor de alguna ilusoria reunión colectiva.
De hecho, como lo muestra tan bien la encíclica, el estatus de la persona que desea entrar a la Iglesia, incluso cuando es un deseo meramente implícito, es objetivamente una situación de presión o tensión. La fuerza de la caridad divina impele al hombre a desear que realmente sea y permanezca parte o miembro del Cuerpo Místico de Jesucristo. Mientras permanezca sin esa membrecía su deseo quedará frustrado. En sí misma, la Iglesia Católica es el reino y la ciudad y la casa de Dios mismo. Es el único lugar apropiado para quienes son hijos adoptivos de Dios por medio de la vida de la gracia santificante. El poder del mandato de Dios y la fuerza de su propio deseo empujan a los no-miembros de la Iglesia Católica que gozan la vida de la gracia santificante hacia la unión con la Iglesia Católica y con Nuestro Señor por medio de los lazos externos de unidad, los factores que constituyen al hombre como miembro del vero y único reino de Dios sobre la tierra.

sábado, 15 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. V (III de III)

Metrópolis.

Las sedes patriarcales no representan todas las comunicaciones que san Pedro hizo de su principado. Las grandes regiones regidas por los patriarcas están divididas en provincias eclesiásticas, a cuya cabeza están los obispos de las ciudades metropolitanas. Los metropolitanos, a su vez, en grado inferior y con una autoridad más limitada, ocupan el lugar de san Pedro en medio de sus hermanos.
El nombre de cabeza les corresponde en esta porción del colegio episcopal. En esta calidad convocan y presiden la asamblea de los obispos; nada considerable se hace en la provincia sin su autoridad, ellos visitan las Iglesias de su circunscripción y dan incluso la institución a los obispos[1]. Estas prerrogativas, sin embargo, se extendieron más o menos según los tiempos y generalmente fueron al fin restringidas por los Sumos Pontífices, el derecho moderno y la práctica común[2].
En ellos termina el orden jerárquico que existe en el seno del episcopado. El episcopado de cada provincia es así una como reproducción e imagen del episcopado de la Iglesia universal. En él se ve el misterio de la cabeza y de los miembros, a san Pedro en la persona del metropolitano, presidiendo el colegio de los obispos en una porción de este colegio.
Es en todos los casos lo que san León llama «la forma de Pedro a la cabeza del episcopado», tipo y fuente del orden eclesiástico en todos sus grados.
No nos cansaremos, en efecto, de repetirlo: toda superioridad dada a un obispo sobre sus hermanos no puede venir sino de san Pedro, único que es superior a los obispos. Santiago, obispo de Jerusalén y uno del colegio apostólico, no dejó en su sede, como ya lo hemos dicho, sino la autoridad episcopal: y dondequiera que surgieron las metrópolis, recibieron de la sede de san Pedro una comunicación de las prerrogativas, cuya fuente y cuyo depositario de derecho es él mismo.

jueves, 13 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. V (II de III)

Patriarcados.

Las dos principales instituciones destinadas, como acabamos de anunciar, a distribuir en las diversas partes de la Iglesia la acción del cabeza de los obispos y a establecer un orden en el colegio episcopal, son la de los patriarcas y la de los metropolitanos.
La más alta de las representaciones locales de san Pedro en el mundo es el patriarcado.
San Pedro instituyó los patriarcas y les comunicó de su plenitud parte de su autoridad sobre las Iglesias de su circunscripción, haciéndolos semejantes a él mismo, ya que le representan sin tener sobre los obispos jurisdicción alguna que no les venga de él.
Las sedes patriarcales establecidas por san Pedro mismo fueron tres: la de Roma, la de Alejandría y la de Antioquía.
San Pedro se había reservado Occidente y, sin perjuicio de su soberanía sobre la  Iglesia universal, había ligado a su sede —sin crear patriarca particular por debajo de él mismo— las regiones de la Europa latina y bárbara, el África latina y la península griega - llamada más tarde Iliria.
Había establecido las otras dos sedes a la cabeza de Oriente y del continente libio, respectivamente.
San Gregorio explica el orden y la naturaleza de esta grande y misteriosa institución. Sienta como su principio el primado soberano de Pedro, pues, «aunque hay varios apóstoles no hay, sin embargo, más que la Sede del príncipe de los apóstoles que, debido a su principado, prevalezca sobre todos por su autoridad.»
Por tanto, el establecimiento de los patriarcas no es sino una derivación de dicho principado: es una misma autoridad distribuida por él mismo. «Es, dice, la sede del mismo en tres lugares; él fue quien elevó por encima de las otras a la sede de Roma en que él reposa; él fue quien glorificó la sede de Alejandría, adonde envió al evangelista, su discípulo; él fue quien estableció la sede de Antioquía, de donde debía alejarse al cabo de siete años. No es, pues, sino una misma sede y la sede del mismo apóstol»[1].
Por lo demás, fue necesaria una institución positiva del Príncipe de los apóstoles; porque, dice san León, «san Pedro fundó otras muchas Iglesias por sí mismo o por sus discípulos», y este hecho histórico, de su origen apostólico no les da ningún derecho particular; pero «distinguió tres de ellas» con una designación especial para elevarlas a este grado de poder.
Estas sedes — no nos cansaremos de repetirlo - no son, en el espíritu y en la esencia de su institución, sino los órganos por los que san Pedro comunica con las Iglesias más lejanas, y por los que llegan hasta él los asuntos de estas Iglesias[2]. Así esta institución no recibe su origen ni su fuerza del episcopado, y estos patriarcas no representan a los obispos de una región, ni reciben autoridad, en un grado u otro, del colegio de sus hermanos, sino que les viene del principado de san Pedro, y ellos son, frente a los obispos de su circunscripción, los representantes de san Pedro, sus órganos y sus ministros[3].

miércoles, 12 de febrero de 2014

Notas a Hades – Mar de Fuego – Abismo


Hace ya un tiempo publicamos un pequeño Excursus de Wikenhauser sobre algunos lugares de ultratumba que parecen distinguirse, pero que, sin embargo, suelen usarse indistintamente por los autores. No está sólo en ésto Wikenhauser, sino que lo siguen autores como Gelin y Straubinger.

Nos pareció bueno profundizar un poco más las líneas generales que dio el autor y creemos que hay algunas cosas dignas de atención.

Primero daremos los textos y luego al final agregaremos algunas notas.


I) Muerte Primera = Hades.

1) Mt. XI, 22-23: “Por eso os digo que en el día del juicio será más soportable para Tiro y Sidón que para vosotras (Corazaín y Betsaida). Y tú, Cafarnaúm, ¿acaso habrás de ser exaltada hasta el cielo? Hasta el Hades serás abatida…”. Cfr. Lc. X, 15.

2) Mt. XVI, 18: “Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella…”.

3) Lc XVI, 19 ss: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino, y banqueteaba cada día espléndidamente. Y un mendigo llamado Lázaro, se estaba tendido a su puerta, cubierto de úlceras… y sucedió que el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. También el rico murió y fue sepultado. Y en el Hades, levantó los ojos, mientras estaba en los tormentos y vio de lejos a Abraham con Lázaro en su seno. Y exclamó: “Padre Abraham, apiádate de mí, y envía a Lázaro para que, mojando en el agua la punta de su dedo, refresque mi lengua, porque soy atormentado en esta llama”. Abraham le respondió: “Acuérdate, hijo, que tú recibiste tus bienes durante tu vida, y así también Lázaro los males. Ahora él es consolado aquí y tú sufres. Por lo demás, entre nosotros y vosotros una gran sima ha sido establecida, de suerte que los que quisieran pasar de aquí a vosotros, no lo podrían; y de allí tampoco se puede pasar hacia nosotros…”.

4) Hech. II, 27: “Porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea la corrupción”. Cita del Salmo XV, 10. Cfr. v. 31.

5) Apoc. I, 17-18: “Cuando le vi caí a sus pies como muerto; pero Él puso su diestra sobre mí y dijo: “no temas; Yo soy el primero y el último y el Viviente; y fui muerto, y he aquí que vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del Hades”.

6) Apoc. VI, 8: “Y cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente que decía: “Ven”. Y vi y he aquí un caballo pálido, y el que lo montaba tenía por nombre “la Muerte” (la Peste): y el Hades seguía en pos de él”.

7) Apoc. XX, 13-14: “Y el mar entregó los muertos que había en él; también la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron arrojados en el lago de fuego”.

martes, 11 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. V (I de III)

V

COMUNICACIÓN DEL PRINCIPADO DE SAN PEDRO


Por la voluntad de la sede de Pedro.

San Pedro, vicario de Jesucristo, es la cabeza única y el monarca universal de la Iglesia católica. Está por encima del episcopado, porque ocupa el lugar y ejerce el poder del príncipe de los obispos.
Todos los obispos se inclinan bajo su cetro pastoral y soberano; pero en la plenitud de su sacerdocio y en la sublimidad de su orden no reconocen por encima de ellos más autoridad que la suya, que es la de Jesucristo mismo.
De aquí se sigue que por sí mismos son todos iguales bajo esta única soberanía. Sólo el vicario de Jesucristo puede, pues, establecer distinciones y cierto orden en su colegio, porque estando sólo él en posesión de una autoridad superior a la de ellos, puede elevar a algunos de los miembros de este colegio encima de los otros, comunicándoles, en la medida que a él le place determinar, alguna parte de su principado.
Desde los orígenes usó de este poder y dio así toda su perfección a la constitución de la Iglesia universal.
En efecto, fácilmente se echa de ver que el gobierno de este inmenso imperio de las almas no puede ejercerse útilmente si todos los pastores del mundo sólo forman una multitud confusa por debajo de su única cabeza. Conviene en gran manera que esta cabeza distribuya su acción por medio de intermediarios que sean sus auxiliares y sus lugartenientes, llamados por él mismo, «no ya a la plenitud del poder, sino a una parte de la solicitud»[1].
Así el vicario de Jesucristo hace que algunos rayos de su primado se proyecten sobre algunos de sus hermanos, a los que eleva por encima de los otros obispos, pero sólo en cuanto son como imágenes de él mismo y como otros él mismo y le representan en la medida de poder superior que les comunica.
Con esta sabia disposición está distribuido el episcopado en regiones y en provincias bajo los jefes locales que están a su cabeza; todo se ordena así sabiamente, y el gobierno no crea ninguna confusión.
Por lo demás, al misterio de la Iglesia conviene que cada una de sus partes reproduzca como en pequeño y como en compendio la economía de la figura del cuerpo entero.
Dejemos la palabra a san León: “Todos los apóstoles son iguales, y sólo a san Pedro se le dio presidir a todos los demás. Así se imprime a la Iglesia la forma de Pedro (forma Petri)”. Ahora bien, continúa este santo doctor, «de esta forma» primera de la Iglesia universal «salió la distinción de los obispos; y con una sabia y grande reglamentación se estableció que no esté todo confusamente abandonado a todos, sino que, por el contrario, en cada provincia un obispo distinto posea la primera autoridad y que, análogamente, en las grandes ciudades reciban otros una solicitud más extensa, a fin de que, siendo como el vínculo del mundo, hagan confluir todo el cuidado de la Iglesia universal en la única cátedra de Pedro y ningún miembro de este gran cuerpo pueda jamás separarse en nada de su cabeza[2].

domingo, 9 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. IV (III de III)


Elección del Sumo Pontífice.

En cuanto a la elección del Sumo Pontífice, pertenece tan exclusivamente a la Iglesia romana, que ningún poder, ninguna asamblea, ningún concilio, ni siquiera ecuménico, podría sustituirla.
El elegido por la Iglesia romana es el único heredero de san Pedro, porque sólo la Iglesia romana es la sede de san Pedro, en quien residen su sucesión y todas sus prerrogativas. El elegido por cualquier otra asamblea no puede pretender nada de esto, pues es extraño a esta Iglesia y no recibe nada de ella[1].
Las formas de la elección han sufrido en la Iglesia romana modificaciones análogas a las que en el transcurso de las edades ha sufrido la elección en el seno de las otras Iglesias.
En los primeros tiempos toda la Iglesia romana se reunía para la elección y el pueblo mismo tomaba parte en ella con sus oraciones y sus aclamaciones.
Más tarde fue hecha la elección por los principales del clero y aclamada por el resto de los clérigos.
Finalmente, el sacro Colegio Cardenalicio, en quien residen, como en su parte principal, todos los derechos de la Iglesia romana, ejerció exclusivamente este cargo tan tremendo, como se reservó también el ejercicio de las otras prerrogativas del presbiterio romano.
Por lo demás, un movimiento semejante de la disciplina en las otras Iglesias había puesto poco a poco la elección en manos de los principales clérigos, es decir, de los canónigos o principales titulares de la Iglesia catedral, con los que se confundieron con frecuencia, como lo veremos en lo sucesivo, los antiguos cardenales de los títulos de las ciudades episcopales.
A partir de fines del siglo XIII una disciplina especial, que fue desarrollada poco a poco por los decretos apostólicos, reglamentó en la Iglesia romana la celebración de los cónclaves y la forma de los sufragios. Según esta disciplina, la elección se hace por sufragios, por aclamación, por compromiso o por accesión.
En cuanto a la elección pasiva, la Iglesia romana es dueña soberana de su determinación. Porque, si bien por el derecho común sólo los sacerdotes y los diáconos, y desde Inocencio III los subdiáconos son los únicos elegibles para el episcopado, la soberanía de la Iglesia romana implica con la designación del sujeto la dispensa de las incapacidades canónicas.
Así no hay aquí lugar, como en las otras elecciones canónicas, para distinguir entre la elección propiamente dicha y el postulado.
El sacro Colegio puede elegir a un obispo vinculado ya a otra sede y, aunque la antigüedad censuró la elección del Papa Formoso, que hacía aparecer por primera vez, se decía, en la sede de san Pedro una derogación de la regla prohibitiva de las traslaciones, aquella elección no fue en modo alguno inválida.
El sacro Colegio puede, por la misma razón, elegir a un clérigo todavía de órdenes menores e incluso a un simple fiel[2].

sábado, 8 de febrero de 2014

Castellani y el Apocalipsis, V. Una mala traducción en el Cap. VI

V

Una mala traducción en el Cap. VI

Al analizar el cuarto jinete Castellani comete una imprecisión en la traducción que influye necesariamente en la exégesis.

Con anterioridad ya hemos hablado sobre la relación existente entre los cinco primeros Sellos y el Discurso Parusíaco (ver AQUI), y allí nos remitimos.

Veamos, sin embargo, la traducción y el posterior comentario de Castellani (pag. 106-107). Énfasis nuestros:

“Y cuando abrió el Cuarto Sello
Oí la voz del cuarto animal diciendo:
“¡Ven!” –
Y vine y vi:
Un caballo lívido –
Y el jinete, su nombre es Muerte
Y el Averno en ancas –
Y diósele poder sobre un cuarto de la tierra
De matar por espada, hambre, peste
Y por las fieras de la tierra”.

Después désto, el Padre comenta: “El principio de los dolores es la Guerra, dijo Cristo, mas el fin es la persecución, la última persecución. Satán está en ancas del jinete, cuyo nombre es Muerte: las persecuciones son satánicas, los perseguidores de la iglesia son demoníacos: tratan de dar muerte al alma dando muerte al cuerpo incluso: con las fieras del Anfiteatro en tiempos de Nerón, Juan las vio. El hambre sigue a la guerra, la peste sigue al hambre. Este caballo resume los males anteriores y añade otro nuevo”.

Y en el Excursus C, al comentar este Sello dice (pag. 83): “El Caballo Amarillo o sea Bayo – Jlorós, dice el griego- es la última Persecución – con razón su jinete se llama “Muerte” – que mata con espada, hambre y “las fieras” – que Juan y los primeros cristianos conocieron bien en el Coliseo -, o sea, compendia los males anteriores y los amplía con uno nuevo”.

viernes, 7 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. IV (II de III)

Asistencia al Sumo Pontífice.

La asistencia que el presbiterio romano debe al Sumo Pontífice en el ejercicio de su autoridad es ante todo —como hemos dicho— su primera función.
Esta asistencia que se extiende al gobierno de todas las Iglesias, aparece ya en la más remota antigüedad. Se manifiesta especialmente en la celebración de los concilios romanos, en los que toman parte los miembros de este presbiterio como asesores del Sumo Pontífice, y cuya gran mayoría formaron con frecuencia.
Más tarde, la asamblea de los cardenales o consistorio se reunía bajo la presidencia del Papa varias veces por semana y conocía de los asuntos del mundo entero.
Para facilitar la expedición de estos asuntos, el Papa Sixto V (1585-1590) dividió el sacro Colegio en comisiones o congregaciones, a cada una de las cuales se agregaron teólogos y canonistas en calidad de consultores.
El consistorio no se reúne ya sino para asuntos de mayor consideración.
Las congregaciones son permanentes, como la del Concilio, la de Ritos, la de la Propaganda, o especiales y temporales, es decir, creadas extraordinariamente para el examen de un solo asunto.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. IV (I de III)

IV

LA IGLESIA DE ROMA

El presbiterio romano.

Si la Iglesia de Roma guarda en depósito la prerrogativa del vicario de Jesucristo tal como lo hemos establecido, es que entre el obispo y su Iglesia hay una comunidad misteriosa e indisoluble.
La Iglesia particular es el cuerpo y la plenitud de su obispo, como la Iglesia universal es el  cuerpo y la plenitud de Cristo  (Ef. I, 23).
De esta manera el obispo comunica a su Iglesia su honor y sus derechos. La ennoblece y la  realza tanto como él mismo es realzado en medio de sus hermanos por las prerrogativas que ha recibido. A su vez la Iglesia da al obispo que le es enviado, con  el título de la sucesión, todo lo que es inseparable de él.
En la parte cuarta de esta obra tendremos ocasión de tratar, más a fondo, de estas relaciones del obispo con su Iglesia.
Contentémonos con decir aquí que estas relaciones se resumen en tres capítulos: primeramente, el consejo y la asistencia que halla el obispo, en su presbiterio; en segundo lugar, el cargo que incumbe a este senado, de suplir al obispo difunto o ausente; finalmente, la misión ordinaria de proponer al superior la persona del pontífice que ha de ocupar la sede vacante.
Fácilmente se echa de ver que el presbiterio de la Iglesia romana se ve singularmente realzado en estas tres funciones por la dignidad del soberano pontificado.
Si este presbiterio asiste a su obispo en su gobierno, tiene parte en el gobierno del mundo; si lo suple durante el período de sede vacante, sostiene ante el mundo entero el peso de las prerrogativas de San Pedro; finalmente, si elige al que será el obispo de Roma, designa para la investidura de la jurisdicción suprema, que viene inmediatamente de Dios mismo, la persona de la cabeza de la Iglesia universal.
Sería interesante seguir a través de los siglos, al lado de la acción del soberano pontificado, la historia del presbiterio romano. Lo veríamos de edad en edad siempre igual a sí mismo en la sustancia, «pobre y venerable senado de Cristo»[1] en los primeros siglos, convertido luego en ese consejo imponente y regio que se llama hoy día el sacro Colegio Cardenalicio.
Digamos sencillamente que en el transcurso de los tiempos y con ciertas oscilaciones en la disciplina, las prerrogativas radicalmente comunes a todo el presbiterio romano han acabado por ser ejercidas únicamente por los miembros principales en nombre de toda la Iglesia romana.
Estos miembros principales, a los que se reservó el nombre de cardenales, son los antiguos dignatarios o hebdomadarios de la Iglesia de Letrán, obispos de las sedes suburbicarias, antiguamente en número de siete, reducidos más tarde a  seis, cardenales-obispos y primeros miembros del sacro Colegio por el vínculo que los unía originariamente con la Iglesia catedral de Roma y que sigue vinculándolos singularmente a la Iglesia romana como primeras dignidades de esta Iglesia; los cardenales sacerdotes de los cincuenta títulos presbiterales, y los catorce cardenales diáconos de las catorce  diaconías.
Los cardenales obispos, aunque titulares de Iglesias episcopales distintas de la de Roma, formaron parte del clero de la Iglesia romana como hebdomadarios o cardenales de la basílica de Letrán; por este origen se los puede considerar como representantes del colegio particular de dicha basílica, la primera en dignidad y catedral de la Iglesia romana[2]. Las otras basílicas patriarcales tuvieron también sus cardenales hebdomadarios, cuya institución ha desaparecido[3].
El número de los títulos de sacerdotes ha variado con los siglos: hubo incluso en otro tiempo varios cardenales en el mismo título, cuando este nombre no estaba todavía reservado exclusivamente al primer sacerdote titular de cada una de las basílicas o de los Colegios parciales que pertenecen a la única Iglesia romana[4].
Finalmente, los cardenales diáconos eran en un principio siete, número místico y originario de su orden, y estaban encargados de siete regiones o barrios de Roma. Hoy día estas regiones han dado lugar a catorce diaconías, oratorios o basílicas diaconales. Por causa del vínculo que liga al presbiterio romano con el soberano pontificado, en la época en que los cardenales, dejando al resto del clero de Roma el cuidado de los ministerios locales o inferiores, se reservaron exclusivamente los cuidados relativos a la Iglesia universal y el cargo de asistir al Sumo Pontífice en el ejercicio de su autoridad suprema, se les atribuyó precedencia de honor frente a todos los obispos del mundo, considerándolos únicamente en la unidad que tienen con el vicario de Cristo.



[1] San Pío I (140-155), Carta 1 a Justo, obispo de Viena (de las Galias). Mansi I, 678: «El pobre senado de Cristo establecido en Roma, te saluda”.

[2] San Pedro Damián, Carta 1, a los cardenales obispos; PL 144, 255: «La iglesia de Letrán, puesta bajo la advocación del Salvador, que es incontestablemente cabeza de todos los elegidos, es así la madre, y como la cúspide y cumbre de todas las Iglesias extendidos por el mundo. Tiene siete cardenales obispos, únicos a quienes, después del Papa, está permitido tener acceso a su altar y celebrar en él los misterios del culto divino.» Juan El Diácono, Libro sobre la Iglesia de Letrán 8 (PL 78, 1385), cita un Antiguo ritual romano: «Tiene siete cardenales obispos, a los que se llama "obispos colaterales" porque desempeñan cada semana por turno las funciones de pontífice.”

[3] Pierre Mallé, Libro a Alejandro III XI, 31; 4. PL 78, 1059: «Los siete presbíteros cardenales que deben celebrar la misa cada semana en el sacrosanto altar del bienaventurado Pedro, son los de Santa María en Trastévere, de San Crisógono...; los cardenales de San Pablo son los Santos Nereo y Aquileo, de San Ciríaco...; los cardenales de San Lorenzo Extramuros son los de Santa Práxedes, de San Pedro in vinculis...».

[4] En el concilio celebrado por el Papa san Símaco en 499 suscribieron dos presbíteros cardenales de San Pudente, tres del título de Santa Sabina, dos de Santa Susana, dos de Santa Anastasia, tres de los Santos Apóstoles, tres de San Martín del título de Equicio, etc.; Labbe 4, 1313; Mansi 8, 231.