martes, 28 de noviembre de 2017

La Predicación universal del Evangelio

Encontramos en el Evangelio unas palabras de Nuestro Señor aplicadas a veces a nuestros tiempos.

Al responder la pregunta de los Apóstoles sobre los signos de la consumación del siglo, Jesús dijo (Mt. XXIV, 14):

“Y será proclamado este Evangelio del Reino en todo el mundo habitado, en testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin”.

Tenemos, pues, un acontecimiento necesario y previo a la Parusía[1], pero ¿en qué consiste exactamente?, y más importante aún, ¿es algo pasado o futuro?

Algunos autores pretenden dar esta profecía como cumplida ya en tiempos de Pío XII, pero creemos que un pequeño análisis de estos versículos nos obligará a repensar el asunto.

Primero veamos los textos en cuestión[2]:

Mt. XXIV, 9-14:

"Entonces os entregarán a tribulación y os matarán y seréis odiados por todas las naciones a causa de mi nombre. Y entonces se escandalizarán muchos, y unos a otros se entregarán y se odiarán unos a otros. Y muchos falsos profetas se levantarán y engañarán a muchos. Y por multiplicarse la iniquidad, se enfriará la caridad de los muchos. Pero el perseverante hasta el fin, éste será salvo. Y será proclamado este Evangelio del Reino en todo el mundo habitado, en testimonio a todas las naciones. Y entonces vendrá el fin”.

Mt. X, 17-22:

“Y guardaos de los hombres: en efecto, os entregarán a sanedrines y en sus sinagogas os azotarán, y ante gobernadores y reyes seréis llevados por mi causa en testimonio para ellos y las naciones. y cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis; en efecto, os será dado en la hora aquella qué hablaréis. En efecto, no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que habla en medio de vosotros. Y entregará hermano a hermano a muerte y padre a hijo y se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el perseverante hasta el fin, éste será salvo”.

Mc. XIII, 9-13:

“Y ved a vosotros mismos: os entregarán a sanedrines y en sinagogas seréis golpeados y ante gobernadores y reyes estaréis de pie, a causa mía, en testimonio para ellos. Y a todas las naciones primero debe proclamarse el Evangelio. Y cuando os lleven, entregando, no os preocupéis de antemano qué hablaréis; sino lo que se os dé en la hora aquella, esto hablad; en efecto, no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu Santo. Y entregará hermano a hermano a muerte y padre a hijo y se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el perseverante hasta el fin, éste será salvo”.

De estos textos podemos sacar en limpio las siguientes conclusiones:

jueves, 23 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (III de VI)

La siguiente carta, escrita tres años después, nos muestra a Bloy recién convertido.

II Carta de la madre a L. Bloy[1]:

3 de enero de 1869

Mi buen León, mi querido hijo:

¡Qué emoción me ha causado tu buena carta![2] ¡Qué dulces y felices lágrimas me ha hecho derramar! Oh, querido hijo, solamente ahora te será dado conocer la verdadera felicidad ¡Qué son todas las alegrías del mundo comparadas con un solo momento pasado al pie de la Cruz de Jesús! Cómo he deseado que Dios llenara tu corazón; lo había creado muy vasto para que ninguna otra cosa sino Él pudiera llenarlo. Llegará un momento en que encontrarás demasiado pequeño tu corazón, donde pedirás a ese Dios tan bueno que lo ensanche para amarlo más intensamente. Debes tener la alegría de unirte a Dios en el sacramento de su amor; con esa alma que conozco, que Dios te dé la fuerza de soportar tu alegría. ¡Ah! Es que comprendemos nuestra indignidad y nuestra malicia, junto con todos esos inefables misterios del amor de nuestro Dios; es necesario que su poder nos sostenga, pues moriríamos. Sé fiel a la gracia, haz el sacrificio de todo orgullo, desconfía del espíritu del mal, no te creas llamado a grandes cosas, abandónate a Dios, Él sabe hacer llegar cada cosa a su debido tiempo. Recordemos a menudo nuestros pecados y que Dios se sirve a menudo de los más viles instrumentos para hacer brillar su poder. Estoy feliz de conocer tu intención de escribir cada ocho días; hazme partícipe de todas tus alegrías. Nadie puede estar más contenta que yo.

Querido amigo, ruega por mí a la Santísima Virgen, esa buena Madre: ámala mucho. Recuerda que quise que en el bautismo llevaras su nombre a fin de que estuvieses más especialmente bajo su protección. Si obtuvieras por su intercesión mi curación, sería realmente un milagro, pues estoy más impotente que nunca; no voy más a misa y apenas camino con la ayuda de dos bastones, pero todo poder es de Dios y que se haga su voluntad.

Adiós. Te abrazo y piensa en tu pobre madre a los pies de Jesús.

María Bloy.

Al poco tiempo le vuelve a escribir, y como dice Bollery: “la pobre mujer cree que es su deber moderar el ardor combativo de su hijo en sus relaciones con su padre”.

Esto se entiende al punto si se tienen en cuenta dos hechos: el primero, que el padre de Bloy era un libre pensador[3] y el segundo… bueno, el temperamento ardiente, colérico y demás de Bloy. El choque, pues, era casi inevitable, y de ahí esta nueva carta de su madre.

III Carta de la madre a L. Bloy[4]:

sábado, 18 de noviembre de 2017

El Reino de Cristo consumado en la tierra, por J. Rovira, S.J. (Reseña) (V de V)

Lo que sí vamos a citar, ya para ir terminando, son dos ejemplos que creemos son más bien importantes, aunque por títulos diversos.

El primero lo encontramos en pág. 319 y es, si no nos equivocamos, la única vez donde los traductores dan el original.

La traducción, que cita a Ribera, dice así:

Y las almas de los degollados. Vio a todos los santos, pero recordó especialmente a aquellos que fueron muertos por Cristo, para que a los futuros cristianos principalmente a aquellos que han de vencer en los últimos tiempos les anime a luchar por la gloria de Cristo. Así pues, Y las almas de los degollados, está dicho como si dijera: Y especialmente las almas de los degollados, como Marcos al final dice a sus discípulos y Pedro”.

Lo cual no se entiende mucho, y es por eso que al pie de página agregan esta nota:

“N.T. El texto latin (sic) dice: “Et peculiariter animas decollatorum, ut Marc. (sic) ultimo, dicite discipulis ejus et Petro (sic)”; parece referirse a algún texto de San Marcos y de San Pedro” (sic!).

¡Ay!

El argumento es el siguiente: según Ribera, la sentencia “y las almas de los degollados” incluye a todos los santos y no sólo a los mártires, pero los nombra solamente a ellos para darle más fuerzas a los que tengan que enfrentar en los últimos tiempos al Anticristo. Ahora bien, de la misma manera que aquí San Juan enfatizaría los mártires, así hizo San Marcos en su último capítulo (que eso significa “Mar. ultimo”) cuando dice:

vv. 6-8: “Mas él les dijo: “No tengáis miedo. A Jesús buscáis, el Nazareno crucificado; resucitó, no está aquí. Ved el lugar donde lo habían puesto. Pero id a decir a los discípulos de Él y a Pedro: va delante de vosotros a la Galilea; allí lo veréis, como os dijo”.

Es decir, no es que San Pedro no sea discípulo, sino que es como si el ángel dijera: “decid a los discípulos y especialmente a Pedro”, pues, como indica Straubinger:

“Menciona especialmente a Pedro, como para indicar que le han sido perdonadas sus negaciones”.

Cuántos ejemplos más como este tendremos es imposible saber, pero lo que sí conocemos es la existencia de un grave error.

En página 223 leemos:

“Así interpreta el sentido el intérprete racionalista Knabenbauer:

“Soportó el castigo de los pecados satisfaciendo a la justicia divina nuestra salvación…”.

Ahora bien, cualquiera que conozca un mínimo de exégesis sabe al punto que Knabenbauer es uno de los exégetas católicos más reconocidos y respetados y el mero sensus catholicus le dice a uno que el P. Rovira no pudo haber escrito semejante barbaridad y que cuando se habla de racionalismo el nombre propio Knabenbauer no corresponde, y que si se nombra a Knabenbauer entonces el adjetivo racionalista no se le puede aplicar.

Pero claro, basta ir al original para descubrir el error:

lunes, 13 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (II de VI)

I Carta de la madre a L. Bloy[1]:

Périgueux, 4 de marzo de 1866

¿De dónde viene, querido niño, que no nos escribes? Siento el corazón completamente afligido, pues siento que sufres. Estoy segura que no te das bien cuenta de lo que pasa en tu pobre alma: hay un poco de todo, es ardiente y carece del alimento que le es propio; a veces vas para un lado y a veces para otro y no puedes determinar tu mal ¡Ah! Pobre niño, cálmate un poco. Reflexiona. La razón no puede ser porque creas que tu futuro está perdido o amenazado, pues a tu edad todavía no es posible aún hacer su futuro o desesperar de él; ordinariamente es todavía muy incierto; no, no es eso. Tus estudios, tu trabajo te dejan sin progreso que te satisfagan, ¿por qué? Porque, tal vez, quieres muchas cosas al mismo tiempo, porque eres muy impaciente; no, no es ese el problema aún. Tu espíritu quisiera, pero tu alma y tu corazón sufren y tienen otras necesidades, otras aspiraciones sin que dudes de ellas y su malestar y sufrimiento actúan sobre tu espíritu y le quitan la fuerza y atención necesarias.

Sufres, eres desdichado. Siento todo lo que padeces y, sin embargo, soy incapaz de consolarte, de apoyarte, pero sin embargo quisiera. ¡Ah!, si tuviéramos las mismas convicciones. ¿Por qué has rechazado sin un profundo examen la fe de tu niñez? Las palabras de aquellos a los que la fe molesta o que han sido perdidos por falta de instrucción han impresionado tu pobre imaginación; y sin embargo tu corazón tiene necesidad de un centro que no encontrará jamás sobre la tierra. Es Dios, es lo infinito lo que precisas y sobre el cual te impulsan todas tus aspiraciones. Formas parte del restringido número de esos elegidos a los cuales Dios se comunica y prodiga su amor, una vez que esos hombres han querido hacer un acto de humildad sometiéndose a las obscuridades de la fe.

Dios te dará la Ciencia, las Artes; ¡ah! si te impulsaras al infinito, ¡hasta dónde podrías llegar!... ¡Cómo siente la creatura tan cerca de su Dios desarrollar sus facultades y cómo sus concepciones se vuelven sublimes en ese momento!

miércoles, 8 de noviembre de 2017

El Reino de Cristo consumado en la tierra, por J. Rovira, S.J. (Reseña) (IV de V)

Con respecto a la traducción digamos antes un par de cosas:

Antes que nada, no somos traductores ni mucho menos, pero se nota muchísimo que estamos en presencia de una traducción y basta con cotejar las diferencias que existen en la mera redacción entre una traducción del texto y algunas tomadas, por ejemplo, de la BAC.

Esto no sería tanto de lamentar si las cosas quedaran aquí.

Pero tampoco hace falta ser traductor ni tener el original a mano para descubrir más de un error de traducción. Algunos serios, como veremos.

El traductor se ataja (y hace bien) de su escaso latín, y agradece a quienes lo han ayudado (y sigue haciendo bien), pero creemos que lamentablemente no es suficiente, pues como veremos, además del deficiente latín, parecen no estar familiarizados con el tema que están traduciendo, lo cual es imprescindible.

Veamos algunos ejemplos:

Pag. 42: “Así pues, esto San Agustín, que, sin embargo, después cambió de opinión…”.

Seguramente debería traducirse algo así como “esto dice”, que está implícito.

Lo mismo se repite en varios otros pasajes: pag. 183 x2 y 254.

Pag. 45: “¿Pues qué habrán de hacer entonces aquellos santos en la tierra? o ¿por qué en ella no han permanecido ni siquiera algún tiempo? O, evidentemente la tierra ha de suponerse el lugar propio de inhabitación de los santos resucitados o de diverso modo (o no). Si (lo) primero, se dijo (se pregunta), ¿porque (por qué) los santos no por siempre han de morar en la tierra? (no han de morar por siempre) Si, en verdad se elige otra (solución al tema) (lo segundo) ¿por que (por qué) se dice que los mismos santos permanecerán algún tiempo en la tierra?, ¿por qué mil años mejor que (más bien que) algún espacio de tiempo más largo o más breve? Mas muy de otra manera ha de verse el tema, si se supone que hasta entonces ha de subsistir el estado de vía y haber en la tierra hombres viadores sobre los que, parece, que (esta palabra está de más) los santos reinarán”.

Hemos puesto en verde una tentativa de corrección en algunos casos y en otros, enmendado errores gramaticales evidentes. Lamentablemente párrafos como este se leen en varias ocasiones.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (I de VI)

Nota del Blog: Sirvan estas páginas como un pequeño homenaje a León Bloy a cien años de su muerte.
 
La madre de L. Bloy, dibujada por él mismo. 

***

Hay en la vida de León Bloy tres[1] mujeres que marcan a fuego su vida; dos de ellas acaso sean las más conocidas: Anne-Marie Roullet, la Verónica de El Desesperado y, por supuesto, su mujer Jeanne Molbech, la Clotilde de la segunda parte de La Mujer Pobre; pero hay otra mujer a la cual Bloy le debe mucho y de la que poco se conoce: nos referimos a su madre, Marie Anne Carreau.

Joseph Bollery, en su monumental e insuperable biografía[2] nos ha conservado un par de cartas que la madre de Bloy le enviara en su juventud; verdaderas joyas donde reluce un hermoso y cristiano corazón.

¿Pero quién era esta mujer, hija de madre española?

El 14 de febrero de 1890, León Bloy le escribe a su futura esposa:

Antes que viniera al mundo, mi madre, que era una cristiana de corazón profundo, quiso que no fuera su hijo. Con un esfuerzo extraordinario de voluntad y de amor, que acaso sólo las almas superiores pueden comprender, abdicó totalmente en manos de María sus derechos maternales, haciéndola responsable de todo mi destino, y mientras vivió no cesó de repetirme, con una obstinación sublime, que mi verdadera madre, de una manera especial y absoluta, era la Santísima Virgen. A Ella, pues, debes dirigirte, mi amada Juana, si quieres conseguirme”.

Estas palabras parecen darnos ya como una pincelada de un alma no mediocre.

La vida de Bloy, sin embargo, lejos estuvo de ser en su juventud un modelo de piedad. A los 18 años dejó su casa paterna para residir en París, y con ella dejaba también, al poco tiempo, la fe. Pero nadie mejor que él mismo nos puede resumir esos años.

En una carta al célebre Abad de Solesmes, Dom Gueranger, escrita en 1874, Bloy le abría su corazón con la siguiente confesión[3]:

“Entré en la vida como un aventurero, habiendo perdido la fe, sin un céntimo, envidioso, vanidoso, ambicioso, perezoso y sensual. Con semejante bagaje, no podía dejar de volverme un perfecto socialista y es precisamente lo que sucedió. Entonces me volví completamente miserable y mi consciencia y libertad se alteraron a un punto increíble.

Hasta entonces, Padre mío, todo estaba en orden. Estaba en el camino más largo y frecuente de este siglo y no me deshonré ni más ni menos que el primer infeliz. Era el estúpido trono del demonio que todo socialista lleva en sí y si la Comuna hubiera venido dos años antes, ciertamente hubiera fusilado algunos sacerdotes e incendiado algunas casas, sin ninguna crueldad, por lo demás”.

El 10 de febrero de 1877, en una carta a Paul Bourget[4], y sobre la cual volveremos, Bloy resumía brutalmente su vida en aquellos años:

Hubo un momento donde el odio a Jesús y a su Iglesia eran el único pensamiento de mi espíritu y el único sentimiento de mi corazón”.

Bien. Para ubicar las cartas de su madre en su justo contexto era preciso antes conocerlo a grandes rasgos.






[1] El que quiera agregar a la lista a Berta Dumont, la Clotilde de la primera parte de La Mujer Pobre, puede hacerlo.

[2] Léon Bloy, essai de Biographie, 3 vol., ed. Albin Michel, 1947, 1949 y 1954.

[3] Op. cit. I, pag. 75.

[4] Id. pag. 228 ¡¿A Bourget semejante confesión!? ¡Oh ironías de la vida!