lunes, 31 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (II Parte)

Forma fundamental de la institución.

Sólo el Papa instituye a los obispos. Este derecho le pertenece en forma soberana, exclusiva y necesaria por la constitución misma de la Iglesia y la naturaleza de la jerarquía.
Hoy día lo ejerce en la mayoría de los casos directa e inmediatamente por las bulas o las letras de institución que da a los obispos.
Desde luego, esta forma no se ha empleado siempre, pero con su adopción no se ha desplazado la fuente del poder episcopal ni ha podido cambiar la sustancia de las cosas.
¿Cuál fue, pues, la forma de la institución episcopal ya en los primeros siglos y por qué canales manifiestos y auténticos descendían la potestad eclesiástica de la fuente divina situada en san Pedro a todas las partes de la Iglesia católica?
En los comienzos el Soberano Pontífice, como hemos visto en ese tratado, «imprimía la forma de Pedro» a todas las partes de la Iglesia universal y la distribuía en grandes regiones y en provincias por la institución de sus representantes, los patriarcas y los metropolitanos, y al mismo tiempo que confería a éstos la prerrogativa de representarle en sus circunscripciones, les daba el poder de instituir en su nombre a sus hermanos en el episcopado. Según este orden, los patriarcas instituían a los metropolitanos, los metropolitanos a los sufragáneos, mientras que al Papa solo correspondía instituir a los patriarcas[1].
Nada más sencillo, a primera vista, que esta distribución de la misión jerárquica.
Sólo el Papa es instituido inmediatamente por Dios, como dijimos antes. Esta institución es invisible e inmediata. La autoridad desciende sobre él del trono mismo de Dios, y luego es transmitida hasta las extremidades del cuerpo de la Iglesia por los canales visibles que él ha instituido en la plenitud de su soberanía.
Pero en la práctica hay que distinguir en esta transmisión visible varios modos diferentes aplicados según las circunstancias.
El modo más natural, el que aparece primeramente, es la ordenación.
«Los metropolitanos, dice un canonista griego, tienen el derecho de ordenar a los obispos, y ellos mismos son ordenados por los patriarcas a los que están sometidas sus sedes»[2].

viernes, 28 de marzo de 2014

El Discurso Parusíaco XII: Respuesta de Jesucristo, VII. La Abominación de la Desolación en el Lugar Santo (II Parte)

La Abominación de la Desolación en el Lugar Santo.

II Parte

3) ¿Qué se entiende por Lugar Santo?

No se nos escapa que grandes autores como Lacunza identificaron el Lugar Santo con la Iglesia, pero es fácil ver que el genial exégeta chileno fue llevado a esta conclusión por rechazar como infundada, y en esto tenía razón, la opinión de aquellos que defendían que el Anticristo ha de ser el que va a reconstruir el Templo de Salomón, con lo cual había que buscar otra interpretación para este y otros pasajes semejantes. Sin embargo esto se soluciona fácilmente si se piensa que la última de las semanas profetizadas por Daniel comienza con la venida de Enoch y Elías como lo indica por ejemplo S. Hipólito y que la reconstrucción del Templo tendrá lugar durante la predicación de los dos Testigos.

Oñate comenta: “El “lugar santo” o “donde no debe” es sin duda alguna, el Templo. Las razones son: 1) El sentido natural de la frase. 2) La cita de Daniel, que se refiere al Templo.”[1]
Un tercer argumento podría tomarse del nombre mismo “Anticristo” que significa no sólo “contra Cristo” sino también “el que está en el lugar de Cristo”, ahora bien ¿cuál es el lugar de Jesucristo sino es el Templo?

En efecto en algunos lugares de las Escrituras leemos:

Juan I, 11: “Vino a su Casa y los suyos no lo recibieron”.

Malaquías III, 1 dice: “He aquí que envío a mi ángel que preparará el camino delante de Mí; y de repente vendrá a su Templo el Señor a quién buscáis, y el ángel de la Alianza a quien deseáis. He aquí que viene, dice Yahvé de los ejércitos”.

Esto se cumplió con la entrada Triunfal el domingo de Ramos como lo indica Mc XI, 11 al decir: “Y entró (Jesús) en Jerusalén en el Templo, y después de mirarlo todo, siendo ya tarde, partió de nuevo para Betania con los Doce” y Knabenbauer después de citar a Malaquías comenta las palabras resaltadas: “Miró todo lo que estaba en el Templo como Señor desa morada, y calló para darles tiempo a quienes lo rechazaban a fin que se corrigieran, pero luego al salir los reprendió ásperamente como incorregibles”.

martes, 25 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (VIII de VIII)

Algunos expresivos testimonios

   Así han contemplado la permisión del pecado original cuantos han intentado armonizar entre sí la sentencia tomista con la escotista acerca del motivo de la encarnación en una visión más amplia, perfectamente en armonía con la mente de los Padres y de los teólogos orientales. Tal, por ejemplo, Molina, entre los antiguos, cuando escribe:

   Haec omnia et infinita alia intuentem contemplari debemus Deum antequam quidquam constitueret. Cum vero habitudines finium, rerumque omnium inter se, plenissime cognosceret, integrumque illi esset, non velle permitiere ruinam generis humani nisi per Christum felicissime vellet ei subvenire, neque item velle Incarnationem nisi tamquam partem sui finis integri adiunctam haberet reparationem generis humani[1].

   En los tiempos modernos escribe en forma bastante parecida Matthias Josef Scheeben:

   "El Hombre-Dios a causa de su dignidad infinita, no puede desempeñar un papel subordinado, secundario, en el plan de Dios. Todo cuanto es y todo cuanto hace no puede explicarse únicamente por el hombre y por el pecado. La razón de su existencia es esencialmente Él mismo y Dios. Y al ser dado a los hombres y entregado por amor a los hombres, éstos llegan a ser más propiedad suya que no Él propiedad de ellos; y así como su entrega redunda en provecho de los hombres, redunda también en su propio honor y en gloria de su Padre. Así como Él y su actividad se destinan a la salvación de los hombres y de todo el universo, así los hombres y el universo entero se destinan a Él como Cabeza y Rey suyo; el cual precisamente librándonos de la esclavitud del mal hace de ellos su reino y los coloca juntamente consigo a los pies del Padre celestial para que Dios lo sea todo en todos"[2].

   No de otra manera discurre el Padre Galtier. Apoyándose en la autoridad de San Agustín y San Ambrosio, concluye:

   "Ni el uno ni el otro insisten a este propósito sobre la manera cómo se acudiría a la reparación del pecado de los hombres. Los Padres griegos se muestran a este respecto más precisos y concluyentes. Su respuesta general es que Dios, previendo y permitiendo el pecado de Adán, preveía la reparación que había de realizar el Verbo encarnado"[3].

viernes, 21 de marzo de 2014

Las LXX Semanas de Daniel, VIII. El Terminus ad quem de la Profecía.

VIII

El Terminus ad quem de la Profecía

II Parte

Terminábamos la Primera Parte diciendo que nos parece que tanto el año, mes y día de la entrada triunfal el Domingo de Ramos estaban profetizados. Pasemos a probar esta importante afirmación.

En la Tercera Parte afirmábamos que la profecía comenzaba con el edicto de Artajerjes I el año 445 a.C. Terminus a quo.

Por el análisis del versículo 25 sabemos que el día al que hace referencia es a la entrada triunfal el domingo de Ramos. Terminus ad quem.

Resta saber cómo medir estos tiempos:

1) El cómputo de los años.

Sabido es que para los judíos existen tres medidas: el año lunar de 354 días (que midió, entre otras cosas, la cautividad de Nabucodonosor), el año solar de 365 días (no muy usado) y el año de 360 que Lagrange denomina profético.

La manera de averiguar cuál de las tres medidas es usada por Daniel en su profecía es, nos parece, bastante sencilla. Si tenemos en cuenta lo dicho en la Sexta Parte cuando dijimos que la última semana incluye los tres años y medio de Elías más los del Anticristo, sabemos igualmente por el Apocalipsis que esos tres años y medio, llamados también “tres tiempos y medio” y “cuarenta y dos meses”, corresponden a 1260 días en XI, 3 y XII, 6.
Ahora bien, 1260 días en 42 meses equivalen a meses de 30 días, lo cual nos dan años de 360 días.
Si tomamos como punto de partida el año 445 a.C., llegamos a la fecha de la entrada Triunfal el año 32[1].

Straubinger, por su parte, in Mt. XXI, 9, citando a Lagrange[2], da el año 30 cuando dice:

“Según los cálculos rectificados por el P. Lagrange, ella ocurrió el 2 de abril del año 30, cumpliéndose así en esa profecía de Daniel la semana 69 (7 + 62) de años hasta la manifestación del “Cristo Príncipe”, o sea 483 años proféticos de 360 días - que equivalen exactamente a los 475 años corriente según el calendario juliano- desde el edicto de Artajerjes I sobre la reconstrucción de Jerusalén (Neh. II, 1-8) dado en abril[3] del 445 a. C.[4]”.

Hasta aquí Straubinger. No sabemos de dónde saca 475 años en lugar de los 476, que nos parece el cómputo correcto.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (VII de VIII)

2. NUESTRA PREDESTINACION

Respecto a nuestra predestinación, sin necesidad de detenernos a estudiar su realidad, alcance y causalidad eficiente, bastará atender al orden en que ella se verifica y a su término inmediato, indicados claramente por San Pablo cuando escribe: Quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii sui, ut sit ipse primogenitus in multis fratribus (Rom. VIII, 29).
Nuestra predestinación se verifica en Cristo, por Cristo, como un complemento de la predestinación de Cristo, y en orden a participar ya en el tiempo de la vida divina de Cristo.
Todo esto con anterioridad y muy por encima de la permisión del pecado de origen.

A) Predestinación en Cristo.

Téngase en cuenta, ante todo, que la predestinación abarca juntamente con el hecho y los medios el plan providencial dentro del cual habrá de realizarse. Es lo que denomina Santo Tomás modus et ordo de la predestinación; indicando quedan comprendidas en ella[1]. Este modo y orden se cifra, según el Angélico, en que tenga por fundamento, causa y coronamiento a Jesucristo.
Tenemos a este respecto un magnífico testimonio de San Pablo. Vamos a reproducirlo íntegro, según la versión directa del Padre Bover:

"Bendito sea el Dios y Padre del Señor Nuestro Jesucristo, quien nos bendijo con toda bendición espiritual en las celestes mansiones en Cristo, según nos eligió en Él antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia por su amor, predestinándonos a la adopción de hijos suyos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad para alabanza de la gloria de su gracia, con cuya plenitud nos agració en el Amado. En el cual tenemos la redención por su sangre, la remisión de los pecados según las riquezas de su gracia que hizo desbordar sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia; notificándonos el misterio de su voluntad, según su beneplácito que se propuso en Él, en orden a su realización en la plenitud de los tiempos: de recapitular todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos y las que están sobre la tierra. En el cual fuimos además constituidos herederos, predestinados según el propósito del que todo lo obra según consejo de su voluntad, para que seamos encomio de su gloria, nosotros los que antes habíamos esperado en Cristo, en el cual también vosotros, habiendo oído la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salud, en el cual, habiendo también creído fuisteis sellados en el Santo Espíritu de la promesa, que es arras de nuestra herencia, para el rescate de su patrimonio, para alabanza de su gloria" (Ef. I, 3-14).

Recojamos por ahora estas afirmaciones fundamentales:

martes, 18 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (I Parte)

VI

INSTITUCIÓN DE LOS OBISPOS

Dependencia de la sede apostólica.

Después de haber expuesto la constitución de la Iglesia universal y de haber mostrado cuáles son en ella la soberanía de la cabeza y la dependencia de los miembros, nos queda por explicar la doctrina concerniente a la transmisión del episcopado.
Aquí no hallamos ninguna dificultad, y lo hasta aquí expuesto basta para darnos a conocer como con evidencia que el episcopado no tiene otra fuente sino a Jesucristo y al vicario de Jesucristo, en la indivisible unidad del mismo principado.
En efecto, como nuestra jerarquía imita la sociedad divina de Dios y de su Hijo, Cristo Jesús, no puede, al igual que este tipo augusto, admitir en sí misma otro orden de las personas que el de la procesión, es decir, de la misión dada y recibida.
Si, pues, el episcopado es dependiente de san Pedro, esta dependencia basta para mostrar que procede de san Pedro y que los obispos reciben de él su misión.
Esta doctrina resultará más clara todavía si tenemos presente que la dependencia en el episcopado no es sino la misión misma, en cuanto ésta es recibida en forma continua y habitual por los obispos.
Ya dijimos que la misión no es un acto puesto una vez y que ya no tiene existencia sino en sus efectos, sino que constituye una relación permanente, fuera de la cual dejan de subsistir los poderes conferidos por ella. Es una fuente que no puede cesar de manar sin que acabe por desecarse la tierra, un sol que no puede retirar sus rayos sin que las tinieblas invadan el espacio.
Esto es, por lo demás, la aplicación de una ley general de las obras de Dios: las criaturas, en efecto, no persisten en el ser que tienen recibido de Él sino por el acto conservador que es la creación misma continuada. O más bien se trata aquí de una imitación de las leyes augustos de la vida que hay en Dios mismo: en Él es eterno el nacimiento del Hijo y le constituye en una dependencia de origen que no tiene principio ni fin y que no puede ser suspendida ni destruida.

domingo, 16 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (VI de VIII)

La primacía de Cristo en un célebre pasaje de San Pablo

Hay un largo pasaje de San Pablo sobre el que los escotistas tratan de asentar su teoría sobre la primacía absoluta y universal de Cristo con independencia de su misión redentora. Vamos a transcribirlo, no en la traducción latina de la Vulgata, bien conocida de todos, sino en la versión directa del griego hecha por el Padre Bover:

“Haciendo gracias al Padre, que nos hizo capaces de compartir la herencia de los santos en la luz; el cual nos libertó de la potestad de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, la remisión de los pecados; el cual es imagen del Dios invisible, mayorazgo de toda la creación; porque en Él fueron creadas todas las cosas... Todas han sido creadas por medio de Él y para Él, y Él es antes que todas las cosas y todas tienen en Él su consistencia. Él es la Cabeza del cuerpo de la Iglesia, como quien es el principio; primogénito de entre los muertos, para que en todo obtenga la primacía; porque en Él tuvo a bien morar toda la plenitud, y por medio de Él reconciliar todas las cosas consigo haciendo las paces por la sangre de su cruz; por medio de Él, así las de la tierra como las de los cielos. Y a vosotros que erais un tiempo extraños y enemigos en vuestra mente por las malas obras, mas ahora os reconcilió en el cuerpo de su carne por medio de la muerte para presentaros santos e inmaculados e irreprochables en su acatamiento" (Col. I, 12-22).

Salta a la vista la arbitrariedad de intentar aislar en este pasaje la primacía de Cristo de su obra salvadora. De aquí el que nos sea fácil comprobar (que) desfavorece a los escotistas mucho más de lo que les favorece. Por ahora nos contentamos con recoger la verdad, por ellos y por nosotros admitida de la absoluta y universal soberanía de Cristo en cuanto Dios y en cuanto hombre.
Juzgamos superfluo esclarecer su absoluta primacía en cuanto Dios, expuesta reiteradamente por los Padres en sus polémicas con los arrianos. También defendieron con denuedo que le corresponde esa primacía en cuanto hombre. Esclarecían el testimonio aducido por San Pablo con otros del mismo apóstol donde llama a Jesucristo, primogenitus in multis fratribus (Rom. VIII, 29), y primogenitus ex mortuis (Col. I, 18). También San Juan denomina a Jesucristo, testis fidelis; primogenitus ex mortuis (Ap. I, 5).
La primogenitura entre los hombres, y singularmente entre los muertos, es evidente que sólo puede convenirle en cuanto hombre. De aquí el  que los testimonios patrísticos a este respecto, aun entre los mismos Padres griegos, sean más numerosos y expresivos que los anteriores[1].

sábado, 15 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. V

V

IGUALDAD Y RANGO DE LOS OBISPOS EN EL COLEGIO EPISCOPAL


Todo lo que hemos dicho hasta aquí acerca del episcopado, asociado a su cabeza Jesucristo, nos lo presenta con una dignidad tan eminente en la Iglesia universal[1], que no es posible concebir otra más alta a no ser la de su cabeza.
Por debajo de esta cabeza y por encima de todo el cuerpo de la obra divina reciben de Jesucristo los obispos la plenitud del sacerdocio. Él mismo posee la plenitud «de la que todos reciben» (Jn. I, 16) lo que les conviene; a Él le pertenece como a la fuente en que se halla la plenitud principal y soberana.
Pero Él mismo da a los obispos una plenitud de participación, plenitud secundaria y dependiente, pronta a su vez a derramarse por debajo en la diversidad de los ministros inferiores.
Ahora bien, quien dice plenitud, dice aquello a lo que no se puede añadir nada, por lo cual no se puede concebir una comunicación más abundante del sacerdocio. Así pues, el episcopado no se puede ampliar; y como, por otra parte, esta plenitud, recibida de Jesucristo y dependiente de Él solo, constituye su esencia, nada se le puede tampoco sustraer, pues entonces dejaría de subsistir.
Por ello el episcopado es uno y simple; subsiste igual en todos los obispos, entero en cada uno, como un bien solidario e indivisible[2].
Por ello todos las obispos, en cuanto miembros de su colegio, son esencial y necesariamente iguales entre sí en cuanto al fondo y a la sustancia de su autoridad[3].
Ésta es la razón por la que san Jerónimo dice que el obispo de Gubio no es menor que el obispo de Roma[4], en cuanto uno y otro son obispos. Porque en este pasaje no habla sino del episcopado igual en todos sin considerar al obispo de Roma como cabeza de la Iglesia universal, como lo hace en otros lugares[5]; en esta última cualidad hay sin duda alguna que reconocer en él otro título que él sola posee y que no comunica en modo alguno a sus hermanos. Él es el vicario de Jesucristo, cabeza del episcopado, por sí solo más grande que el episcopado; y frente a los obispos que tienen la plenitud de participación, él representa a la persona de aquel en quien reside la plenitud principal soberana e independiente.
Así debajo de él solo están todos los demás; por esto en los concilios, como antes hemos explicado, por bajo del Pontífice Romano o de su representante local, todos los obispos tienen igual autoridad y un sufragio de igual valor.

viernes, 14 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (V de VIII)

II. FUNDAMENTOS DE LA PERMISION DEL PECADO ORIGINAL
DENTRO DE UNA ECONOMIA REPARADORA

Los fundamentos a la afirmación de que el pecado original cae dentro de la economía reparadora no pueden ser otros que la revelación del lugar que ocupa el Redentor en el plan divino sobre el universo.
Los escotistas colocan al Verbo encarnado como vértice y coronamiento de todos cuantos seres integran la creación. Solo que ese coronamiento es meramente de excelencia, dignidad, orden y finalidad. En el plan  primitivo no está Cristo concretamente destinado a corregir las deficiencias consiguientes a la limitación esencial del hombre.
Los tomistas le conceden desde el momento en que aparece en la existencia la primacía universal y absoluta sobre todo cuanto existe; pero le niegan la primacía de intención, estando condicionada su existencia por el pecado del hombre.
Ya dejamos indicado que para los Padres y para la teología oriental reúne en el primitivo plan divino ambas primacías; la de intencionalidad, negada por los tomistas, y la de influjo sobre todos los seres, negada por los escotistas.
Cristo aparece primogénito de todos los seres y centro energético del que reciben su elevación, consistencia y reparación consiguiente a su limitación esencial. Esto que afirman a coro los Padres y teólogos griegos, impidiéndoles plantearse la cuestión de si hubiera dejado de encarnarse el Verbo en el caso de no pecar el primer hombre, cabe esclarecerlo oportunamente a la luz que la Escritura, los Padres y los exegetas proyectan sobre la predestinación de Cristo y sobre nuestra propia predestinación, abarcando esta última la deificación de nuestro linaje por el Verbo Encarnado.


1. LA PREDESTINACION DE CRISTO

La cuestión de la predestinación de Cristo afirmará Billot que es valde perspicua et uno et simplici argumento demostratur[1]; mientras Zubizarreta advierte que non caret difficultate[2].
La primera dificultad recae sobre el texto del Apóstol que suele aducirse; qui praedestinatus est Filius Dei (Rom. I, 4). De aquí el que Cayetano no vea en este texto sino la predestinación de Cristo a obrar milagros[3]; mientras que otros muchísimos teólogos con Escoto, sostienen que comprende primariamente la predestinación de Cristo a la gloria de su alma[4].

jueves, 13 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (V Parte)

Nosotros, por nuestra parte, no pensamos que la verdadera distinción entre el privilegio apostólico entendido estrictamente y el poder episcopal de los apóstoles deba reposar sobre ningún otro fundamento.
A nuestro parecer, el privilegio apostólico comprende los dones personales antes mencionados, con todas sus consecuencias y con la inmensa autoridad que tales dones llevaban consigo a los ojos de la Iglesia naciente, mientras que referimos al episcopado todo lo que pertenece propiamente a la jurisdicción.
Por lo demás, con esta doctrina no entendemos hacer a los obispos soberanos en la Iglesia universal por el hecho de ser sucesores de los apóstoles, sino, muy al contrario, queremos reducir toda la autoridad de los apóstoles a su justa subordinación con respecto a san Pedro, porque son los antepasados de los obispos.
Y ni siquiera son más que esto, dice san Gregorio Magno: «Pablo, Andrés, Juan, ¿qué son, sino lo que son los obispos, cabezas de cada una de las Iglesias particulares?»[1]. Por consiguiente, no tienen ningún poder sino en la plena y entera dependencia del vicario de Jesucristo.
Y, en primer lugar, le están sometidos en su misión misma y por el origen de su poder.
La misión no es un acto puesto de una vez y que sólo se perpetúa en sus efectos, sino una relación permanente, una comunicación irrevocable del poder que mana de una fuente divina e inagotable.
La misma creación de los seres inferiores se perpetúa por el acto conservador de Dios, y la criatura depende a cada instante del poder divino que, conservándola, no cesa de comunicarle todo el ser que había recibido en un principio.
Lo mismo hay que decir de esas comunicaciones de orden superior por las que Jesucristo da a sus apóstoles y a los obispos el poder que tiene recibido de su Padre. Manteniéndose Él mismo inviolablemente unido con su Padre, del que recibe eternamente toda su sustancia y su divinidad, perpetúa por un acto permanente lo que comunicó al comienzo, y sus jerarquías no cesan de recibir de Él constantemente lo que les dio la primera vez[2].

miércoles, 12 de marzo de 2014

Castellani y el Apocalipsis, VI. El Silencio de Media Hora

VI

El Silencio de media hora


Este tema ha dado mucho que hablar. A nosotros la respuesta nos parece muy simple y algo hemos ya hablado en artículos anteriores.

Ahora veamos con algo más de detenimiento lo que dice Castellani al respecto.

Al comentar VIII, 1 dice (pág. 114):

“Y cuando abrió el Séptimo Sello
Se hizo un silencio en el cielo
Como de media hora”.

“Me hizo penar este versículo 1 del Capítulo 8; y no a mí sólo. No en mi cabeza ni en los libros le encontraba significado congruo; hasta que orando por él un día, creí ver: es un breve espacio de paz y calma en la Iglesia, espacio de una generación o menos; y responde al cuadro anterior de la Signación de los Elegidos. "Silencio" supone ruido antes y después: el ruido de las olas del mar mundano que secará a los hombres de temor.
Después encontré por caso que esta interpretación es de Victoria, San Beda Venerable, San Alberto Magno y los medievales en general; precedidos por Andrés de Cesárea en el siglo Sexto.
Media hora es el cincuentavo de un día; "mil años para Dios son como un día", dice David y San Pedro; y también San Juan en el Capítulo XX. ¿Será un descanso de unos 20 años en los supremos afanes del mundo? Un descanso durante una generación es una nota que frecuenta las profecías privadas sobre el Fin del Mundo[1].

Y ya antes en la pág. 84:

“El "Silencio en el Cielo por media hora" acontece al abrirse el Último Sello: significa que habrá un período de paz para la Iglesia al comenzar el mal tiempo, muy corto; y corresponde a la Signación, en la cual "los vientos de la tierra serán sujetados"; y no levantarán "el fragor de las olas del mar" (de los negocios terrestres); que dice Cristo "tendrá angustiados a los hombres" en los últimos tiempos.”

Y luego en pag. 231 haciendo una lista de los “sucesos novísimos” dice:

“3. Un período corto de paz y tranquilidad parece estar señalado; o aquí o más adelante”.

martes, 11 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (IV Parte)

Dones constitutivos del apostolado.

De toda esta exposición resulta que el episcopado ha heredado, en toda su plenitud, la jurisdicción ordinaria y transmisible dada a los apóstoles en la Iglesia universal - jurisdicción que depende esencial y plenamente del vicario de Jesucristo- y que en todo el rigor y extensión de los términos son los obispos los sucesores de los apóstoles.
No pretendemos, sin embargo, negar que los apóstoles recibieran de Jesucristo dones especiales que no están comprendidos en el tesoro del episcopado[1]. Los teólogos modernos distinguen en ellos el apostolado propiamente dicho y el episcopado que debían transmitir[2].
Nosotros admitimos sin dificultad esta distinción; pero, a nuestro parecer, el privilegio de los apóstoles y el don incomunicable que se les habían otorgado no comprendían la misión ordinaria de predicar el Evangelio y de establecer las Iglesias, puesto que comunicaron esta misión a los primeros obispos, sus discípulos, sino más bien las prerrogativas admirables con que fueron honrados por la operación divina y que les eran necesarias  para la función de la Iglesia.
Y, por lo pronto, los apóstoles estaban confirmados en gracia; tenían el don de hacer milagros, la inspiración e infalibilidad personal por una asistencia especial del Espíritu Santo.
Estos preclaros dones les eran de gran ayuda para el establecimiento de la religión; pero no tienen el carácter de institución jerárquica.
En efecto, la autoridad conferida a la Iglesia por su divino Esposo no implica en sus ministros la santidad personal, el don de hacer milagros ni la inspiración, pero se extiende hasta sobre estos mismos dones.
A la Iglesia es a quien compete declarar con autoridad la inspiración de los libros sagrados y fijar el canon de las Escrituras; a ella le corresponde determinar el carácter milagroso de los hechos extraordinarios y discernir entre las obras de la potencia divina y los prestigios y las ilusiones; a ella sola le incumbe reconocer y afirmar la santidad de los siervos de Dios y canonizar a los santos.
Éste es el poder ordinario y verdaderamente jerárquico del que es depositaria, y este poder se extiende, no vacilamos en decirlo, hasta sobre los escritos y los milagros de los apóstoles mismos.
Por lo demás, a estas señales extraordinarias de la santidad y de la asistencia divina añadían todavía los apóstoles el cargo de promulgar, de parte de Dios, las verdades reveladas por Jesucristo y el Espíritu Santo, e incluso aquellas de las que había dicho Jesucristo: «Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no podéis llevarlas. Cuando venga el Espíritu de verdad, Él os conducirá a la verdad entera… porque tomará de lo mío para daros parte de ello» (Jn. XVI, 12-14).

lunes, 10 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (IV de VIII)

3. DIOS SOLO PERMITE EL MAL DENTRO DE LA PROVIDENCIA DEL BIEN

El tercer contraste que ofrece la permisión del pecado fuera de una economía reparadora es aparecer en pugna con el principio general de que Dios sólo permite el mal con vistas a un bien mayor. Es la razón que da el Angélico para justificar la providencia divina en los males del universo.

Provisor particularis excludit defectum ab eo quod eius curae subditur, quantum potest: sed provisor universalis permittit aliquem defectum in aliquo particulari accidere, ne impediatur bonum totius... Cum igitur Deus sit universalis provisor totius entis, ad ipsius providentiam pertinet ut permittat quosdam defectus esse in aliquibus particularibus rebus ne impediatur bonum universi perfectum. Si enim omnia mala impedirentur multa bona deessent universo: non enim esset vita leonis, si non esset occisio animalium; nec esset patientia martyrum, si non esset persecutio tyrannorum[1].

Lo que se dice del mal físico debe afirmarse con mucha mayor razón del mal moral, permitido por Dios para realce del bien. San Agustín funda en esos mayores bienes el aguante de Dios frente a la provocación de los pecados[2].
Sin decreto de la encarnación con anterioridad a la permisión del pecado original ¿dónde estaría el bien mayor que nos dé razón de esa permisión y de sus consecuencias?
Los tomistas se ven y se desean para señalarlo, sin que aparezcan de acuerdo en este punto concreto. Se preguntan —como todos los teólogos— por qué Dios permitió el pecado de Adán, y al no poder señalar taxativamente un bien mayor, se contentan los más con adorar en un silencio poco teológico los designios de Dios.

Así Billuart cuando escribe:

Respondeo cum Contenson nos non posse nec debere praescribere rationes cur Deus voluerit peccatum permittere, judicia enim Dei abyssus multa: praesertim cum habeamus ex Scriptura Incarnationem esse propter peccatum, neutiquam autem peccaturn propter Incarnationem: non enim dicitur: sic Deus dilexit Christum, ut peccatum permiserit, sed e contra dicitur: sic Deus dilexit mundum, ut Filium suum unigenitum daret[3].

domingo, 9 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (III Parte)

Nota del Blog: el siguiente artículo nos muestra una opinión singular del autor. Opinión debatida tanto en su momento como en nuestros días. A nosotros nos parece, por lo menos, digna de atención y de un serio estudio.

Casos de necesidad.

Pero no solamente en el establecimiento de la Iglesia se declaró el poder propiamente apostólico y universal de los obispos, poder subordinado siempre en su fondo y en su ejercicio al vicario de Jesucristo. Hay un segundo orden de estas manifestaciones, que es todavía más raro y más extraordinario.
En el seno mismo de los pueblos cristianos se ha visto a veces, en casos de necesidades apremiantes, a los obispos — siempre dependientes, en esto como en todas las cosas, del Soberano Pontífice, y actuando en virtud de su comunión, es decir, recibiendo de él todo su poder — usar de este poder para la salud de los pueblos.
De resultas de calamidades superiores a todas las previsiones y de violencias que no se podían remediar por las vías comunes, pudo faltar enteramente la acción de los pastores locales; volvían así las condiciones en que el apostolado se ejercía por el establecimiento de las Iglesias cuando no estaban todavía constituidos los ministerios locales. Porque, como ya hemos dicho, se concibe que en ausencia de los pastores particulares sólo se conserve lo que hay de universal en los poderes de la jerarquía y que la Iglesia universal, por los poderes generales de su jerarquía y del episcopado, ocupe, por así decirlo, el lugar de las Iglesias particulares y venga  inmediatamente en ayuda de las almas.
Así en el siglo IV se vio a san Eusebio de Samosata recorrer las Iglesias de Oriente devastadas por los arrianos y ordenarles pastores ortodoxos aun sin tener jurisdicción especial sobre ellas[1]. Se trata de acciones verdaderamente extraordinarias, como las circunstancias que las provocaron.
Así estas manifestaciones del poder universal del episcopado, que se ejerce en lugares donde las jerarquías locales habían sido establecidas y no habían perecido totalmente, fueron siempre sumamente raras.

sábado, 8 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (III de VIII)

I. — CONTRASTES QUE OFRECE LA PERMISION DEL PECADO
FUERA DE UNA ECONOMIA REPARADORA

La brevedad de este estudio no nos permite el intento de enumerar cuantos pudieran ofrecerse a la consideración. Nos contentaremos con apuntar estos tres:

1. Las obras de Dios nunca fallan en su conjunto.

2. La condición del hombre es ser defectible y recuperable.

3. Dios sólo permite el mal dentro de la providencia del bien.

Vamos a esclarecer estos principios, comprobando que choca contra ellos la permisión del pecado original fuera de una economía reparadora.


1. LAS OBRAS DE DIOS NUNCA FALLAN EN SU CONJUNTO

Este principio lo enuncia Santo Tomás cuando afirma que, natura consequitur effectum, vel semper, vel ut in pluribus[1]. Ha colocado Dios en ella y en cada uno de los seres que la integran ciertas formas o energías reconstituyentes, con las cuales superan los elementos patógenos contrarios que acechan su integridad o existencia.
Todos los seres, en cuanto defectibles, fallan alguna vez o en alguna de sus partes; pero nunca alcanzan los fallos a la integridad del ser o a la totalidad de sus partes.
En la naturaleza vemos campos asolados por el pedrisco; islas desaparecidas de la noche a la mañana; vivientes para quienes la cuna se convierte en ataúd. Pero todo eso constituye la excepción respecto a los campos, las islas y los vivientes.
Este principio general quiebra, según los tomistas y los escotistas, en el hombre. Dios lo recapitula en Adán, que aparece como el hombre naturaleza, vinculando a su obediencia o sumisión la felicidad relativa de la vida presente y la sobrenatural absoluta de todos sus descendientes en la vida eterna.
Se explica facilísimamente el que caiga. Lo que ya resulta muy extraño es que las aguas queden emponzoñadas en su misma fuente; que el fallo aparezca en el hombre naturaleza; que la humanidad entera se incapacite ya desde la cuna para conseguir el destino final que le ha sido señalado. Porque en la caída de Adán se dan estas gravísimas circunstancias: que cae la humanidad entera; en su misma cuna, y con caída de suyo irreparable.
El pecado de Adán, quien reconcentra en sí a toda la naturaleza humana, equivale en estos sistemas teológicos a un suicidio cósmico; por cuanto repercute en todos los seres que le están natural y sobrenaturalmente conectados.
Vivimos en la era atómica, y el mundo se siente sobrecogido ante la posibilidad de que la perversidad de unos cuantos hombres desalmados pueda barrer toda la vida del planeta.
La Providencia ha presidido estos inventos, y tal vez quiere servirse de ellos para la catástrofe final tan reiterada y minuciosamente anunciada por Jesucristo. Incluso podríamos añadir que tales inventos facilitan la realización de los fenómenos que Jesucristo anuncia verificados en el cielo, en la tierra, en los mares, y singularmente en los hombres, arescentibus prae timore. Así puede dejarlos una radiactividad precursora de la muerte.
Lo que no acertaríamos a comprender es una bomba atómica colocada en las manos de Adán, y a Dios permitiendo la hiciera explotar, ahogando toda la vida en su misma cuna. ¿Y qué otra cosa viene a ser en estas teorías la permisión del pecado original fuera de una economía reparadora? Porque Dios constituye a Adán en el hombre naturaleza; vincula a su fidelidad todos los dones preternaturales y sobrenaturales de que le ha enriquecido, y permite que los pierda para sí y para todo su linaje sin tener nada previsto respecto a su remedio.
Bien está que haya venido después ese remedio; pero desconcierta el que no estuviera decretado un signo anterior a la permisión de esa catástrofe, cayendo la permisión del pecado de Adán dentro de una economía reparadora.

viernes, 7 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (II Parte)

Fundación de las iglesias.

En primer lugar, por lo que respecta al establecimiento mismo de las Iglesias, en un principio los apóstoles, y después de ellos los primeros discípulos, obraron en virtud de aquella misión general: «Id, haced discípulos de todas las naciones» (Mt. XXVIII, 19), puesto que el Evangelio no les da otra. Ahora bien, esta misión respecta constantemente al episcopado. En efecto fue dada propiamente al colegio episcopal, puesto que su eficacia debía durar hasta el fin del mundo, conforme a lo que sigue en el texto sagrado: «Y yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. XXVIII, 20). Es la doctrina de san Agustín, que nunca ha hallado contradictores.
Mas esta misión fue dada anteriormente a toda delimitación territorial y antes de que obispo alguno tuviera poder particular sobre un pueblo determinado. Precedió a la fundación de las Iglesias, que en lo sucesivo serían asignadas a cada miembro del colegio; así los obispos recibieron en la persona de los apóstoles una misión, verdadera y primitivamente general, de anunciar el Evangelio a las naciones infieles.
Ahora bien, estas palabras encerraban el precepto al mismo tiempo que conferían el poder, y como precisamente en virtud de esta primera misión fueron los apóstoles a sembrar el Evangelio por el mundo y a fundar las primeras Iglesias, parece ser que en éstas actuaron verdaderamente como obispos y en virtud de los poderes conferidos al  episcopado, y que por consiguiente no se pueden restringir a sus solas personas los poderes encerrados en esta misión misma y expresados por ella.
Mas, si por la misión apostólica no salían fuera del rango y de los límites del episcopado, lejos de ejercer en esto un poder soberano sin depender de ningún superior acá abajo ni tener que rendir cuentas de sus trabajos más que a Dios, por ello mismo y en su calidad de obispos estaban plena y perfectamente constituidos en toda dependencia de san Pedro, vicario de Jesucristo, dependencia que es la esencia misma del episcopado.
Estaban, por tanto, sometidos siempre enteramente a san Pedro, su cabeza, que ocupaba el lugar de Jesucristo en medio de la Iglesia naciente; debían darle cuenta de sus trabajos, le debían obediencia, recibían sus directrices y su aprobación, no fuera que corrieran en vano, como dice san Pablo (Gál. II, 2). Y si al exterior usaban de mayor libertad, era porque san Pedro, su hermano al mismo tiempo que su cabeza, les dejaba obrar así para el bien del mundo.
Y no se objete aquí que todos habían sido, como él, elegidos e instituidos por nuestro Señor mismo, como si por ello debiera quedar disminuida su dependencia; porque esto no cambia nada del fondo de las cosas. Una vez que la fuente de su autoridad, Jesucristo, había quedado desde entonces y para siempre situada aquí en la tierra indivisiblemente en el vicario que Él mismo se creó, esta autoridad, que dimana originariamente de Jesucristo, por esto mismo no cesaba de dimanar del vicario de Jesucristo en forma habitual y continua sobre ellos y sobre las otros obispos que ellos ordenaban; y por ello a este vicario, en su unidad con aquel a quien representa, se le llama «el origen del apostolado»[1].

jueves, 6 de marzo de 2014

El Discurso Parusíaco XI: Respuesta de Jesucristo, VI. La Abominación de la Desolación en el Lugar Santo (II Parte).

La Abominación de la Desolación en el Lugar Santo.


I Parte

Como ya dijimos, los textos de Mt y Mc versan únicamente sobre la Parusía y lo que inmediatamente la antecede.

En el comienzo desta nueva parte Nuestro Señor pasa a responder la pregunta sobre el signo de la Parusía.

El texto en cuestión dice así:

Mateo XXIV

15 "Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, de la que habló el profeta Daniel, estando (de pie) en el Lugar Santo -el que lee, entiéndalo-

Marcos XIII

14a "Más cuando veáis la abominación de la desolación estando él (de pie) allí donde no debe – ¡entienda el que lee!-


He aquí, tal vez, uno de los pasajes proféticos más conocidos. Ya han sido explicadas las diferencias entre los dos textos así que adentrémonos en la exégesis de los mismos.

Por ahora lo que sabemos es que la abominación de la desolación ha sido predicha por el profeta Daniel, que va a suceder en el Lugar Santo y, por último, que es un hecho futuro.

Teniendo en cuenta todo esto, surgen aquí tres cuestiones para analizar:

1) ¿Dónde está predicho esto por el Profeta Daniel?

miércoles, 5 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (I Parte)

IV

LA ACCIÓN EXTRAORDINARIA DEL EPISCOPADO

En qué consiste.

El poder del episcopado en el gobierno de la Iglesia universal se ejerce de manera ordinaria por los concilios y por el concurso menos llamativo que los obispos dispersos, unidos siempre en la dependencia y bajo el impulso de su cabeza, se prestan sin cesar para el mantenimiento de la fe y de la disciplina.
Pero este poder del episcopado ha tenido también en la historia manifestaciones extraordinarias que conviene reducir a la misma subordinación y someter a las mismas leyes esenciales de la jerarquía.
Queremos hablar aquí primeramente de la autoridad desplegada por los apóstoles, sus discípulos y los obispos de los primeros tiempos, sus sucesores, para anunciar por todas partes el evangelio y establecer la Iglesia y en segundo lugar de las acciones extraordinarias por las que en lo sucesivo se vio a obispos que no vacilaron en remediar las necesidades urgentes del pueblo cristiano y en reanimar, con el empleo de un poder cuasi-apostólico, a Iglesias puestas en peligro extremo por los infieles y los herejes.
Se ha abusado de estos hechos para ampliar desmesuradamente la autoridad de los obispos y darles una como soberanía primitiva e independiente.
Es, por tanto, necesario destruir este fundamento de error. Para hacerlo recordaremos sencillamente la doctrina expuesta en nuestra parte segunda, donde hemos tratado de las relaciones de dependencia esencial que unen a las Iglesias particulares y a la Iglesia universal, y referiremos estos hechos a las leyes ya conocidas de la jerarquía, leyes que siempre y en todas partes establecen la completa subordinación de los obispos a su cabeza.
Y en primer lugar conviene recordar que la Iglesia universal, que precede en todo a las Iglesias particulares, posee antes que éstas y conserva siempre soberanamente la misión de predicar en todas partes el Evangelio y de salvar las almas.
De aquí se sigue que la jerarquía de la Iglesia universal, que no se ve despojada de su autoridad inmediata sobre las almas ni siquiera por el establecimiento de las Iglesias particulares, es la única encargada de la salvación de los hombres cuando éstas faltan, y despliega sus poderes para proporcionarles este beneficio.

martes, 4 de marzo de 2014

Si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora, por el P. Basilio de San Pablo, C. P. (II de VIII)

IMPORTANCIA APOLOGETICA Y TEOLOGICA DE LA CUESTION

¿Podremos afirmar que la cuestión de si la permisión del pecado original cae fuera o dentro de una economía reparadora es puramente de escuela, sin trascendencia alguna teológica y apologética? La persuasión de que la tiene grandísima en cada uno de esos órdenes es lo que me ha movido a traerla a estas sesiones.
De un siglo a esta parte viene repitiendo machaconamente el racionalismo la afirmación de Strauss, según la cual "el pecado original repugna a la razón y al sentimiento". Pues bien: los argumentos alegados por el racionalista alemán para presentar el pecado original como repugnante a la razón y al sentimiento, concluyendo que "debe ser relegado a la región de las ficciones y los mitos", caen por su base con sólo presentarlo encuadrado dentro de la economía reparadora que hemos indicado preside en la Teología oriental a la encarnación del Verbo.

Comienza Strauss preguntando:

"¿Qué tenía de extraño, de inesperado el pecado del primer hombre para trastornar toda la economía primitiva del plan divino?".

Es verdad que el pecado de Adán trastornó el primitivo plan divino en las teorías tomista y escotista; según la primera de las cuales, en esa caída debemos buscar la razón determinante de la encarnación del Verbo; y según la segunda, de la encarnación en carne mortal y misión redentora; pero la enseñanza de esas escuelas no es una verdad de fe ni mucho menos. Podemos responder al racionalismo que el pecado de Adán no trastornó en su conjunto la economía del plan divino asentada sobre Jesucristo, recapitulación, sustentación y reparación de todas las flaquezas consiguientes a la condición humana.

Añade Strauss:

"El hombre había sido hecho de manera que podía pecar o no pecar. Al pecar hacía, es cierto, lo que no debía, pero no obstante, lo que podía ¿Por qué habría perdido la libertad que recibió de querer o no querer?".