V
María es el Paraíso terrestre, nunca lo
repetiré lo suficiente. Sin embargo, ¿qué es este paraíso terrestre y dónde se
encuentra? En los tiempos de fe hubo cristianos que lo buscaron. Raimundo Lulio
parece haber pensado en él y se dice que Cristóbal Colón no desesperaba
encontrarlo en las Antillas o un poco más lejos. Solamente Mélanie ha
encontrado el Paraíso terrestre, ya muy
conocido con anterioridad a ella, pero sin denominación precisa – como se
descubre un tesoro que está bajo los pies de todo el mundo- y por efecto de un
milagro de iluminación interior.
El
Paraíso terrestre es el Sufrimiento, y no
hay otro. En realidad el hombre está siempre en el Jardín de la Voluptuosidad y
su expulsión no es sino una apariencia. Sólo después de la Desobediencia se vio
desnudo, y vio desnudos la tierra y todo lo que ella contiene, supo que el
sufrimiento no es más que la voluptuosidad completamente desnuda. Innumerables
santos pudieron tener este presentimiento, pero nada más que un presentimiento,
puesto que la Era de lo Absoluto no había comenzado todavía.
Estaba reservado a una pastorcita, a una niña
sin conocimiento humano alguno, sin otra cultura que la que se puede recibir en
la Escuela primaria de los Ángeles; sólo a ella le incumbió el deber de ser
la anunciadora y profetisa del Cristianismo
Absoluto. Esa era toda su misión.
La admirable niña no puede hablar o escribir
sin restituir a los Mártires a aquel tiempo en el cual se sabía que Dios no
puede demandar jamás mucho a su criatura. Ese es incluso, si se quiere, el
límite de su Omnipotencia. Dios no puede
demandar mucho. ¿Puede Dios pedir demasiado? La curiosidad moderna tiene aquí
algo con qué entretenerse. Pero en la época sustituída por la vocación
retrospectiva de Mélanie, se pensaba, conforme al Evangelio, que cuando
se ha dado y abandonado todo, se es todavía un “siervo inútil”.
Configurados a Jesucristo por el deseo los
contemporáneos de San Ireneo o de San Lorenzo tenían incluso la concupiscencia
de las torturas y la devoción fácil,
para la mayoría, era el ser despedazado. Estos antiguos cristianos ignoraban
que puedan existir buenos ricos y que
se pueda llegar a la Gloria sin haber caminado en el Dolor. O bona Crux, diu desiderata; sollicite
amata[1]…
decía San Andrés camino al suplicio; frases como estas eran muy comunes. Un
buen padre de familia legó a sus hijos el potro de tortura, el aceite
hirviendo, el plomo fundido, las bestias feroces y fue una herencia muy
envidiada.
En el recitado de Mélanie hay un buen
número de páginas intituladas El Buen Año.
Privada de literatura, no encontró otro término mejor para designar aquel año
de su infancia en el que más sufrió, que fue el anterior al de la célebre
Aparición de 1846. Cuando hacia el fin deste “buen año”, su padre la retiró de
la horrible condición en que se encontraba en casa de un violento asesino, no
tuvo más que tristeza, juzgándose frustrada y codició inmediatamente los más
altos tormentos que le fueron prodigados un poco más tarde, como la lluvia torrencial
en los campos desecados.
Por momentos la infancia de Mélanie me
recuerda la de Abraham, acaecida hace cinco mil años. ¡Qué extraña fantasía! Se
creería estar directamente en las profundidades de los tiempos, al día
siguiente de Babel, a días del Diluvio. Estamos en Ur, Caldea, una ciudad, una comarca
inconcebibles. Nada de lo que pueda imaginarse existía entonces, pero había
allí un pequeño niño sobre el que pesaba el porvenir del mundo, un niño único,
imposible de concebirse semejante a los demás. Resulta ya abrumador el pensar
que todo hombre, en su calidad de imagen
de Dios, porta sobre sí, al mismo tiempo que el sello de la Tres Personas, el
Paraíso, el Purgatorio y el Infierno, es decir, todo el Pecado, toda la
Historia, toda alegría, todo dolor, toda esperanza, toda fecundidad. Pero este todo
formidable, esta vía láctea de gloria y de pena no es percibida. Los hombres
apenas si saben que tienen un alma, pero ignoran por completo lo que es un
alma. ¿Qué pensar, pues, de un niño a quien Dios ha podido hacer sentir tales
marcas, puesto que debía ser el Padre infinitamente bendito de las multitudes:
“Benedicam benedicentibus tibi et maledicam maledicentibus
tibi; Bendeciré a los que te bendicen y maldeciré
a los que te maldicen”?
Algo semejante debió sucederle a Mélanie,
pero, a diferencia de Abraham, llamado a engendrar el innumerable pueblo de
Dios, ella fue llamada a la maternidad espiritual del pequeño número de
discípulos del fin de los fines, del número infinitamente pequeño y que parece
disminuir todos los días, de aquellos que creen que el Evangelio es
inalterable, intangible, y que no hay componendas con el Espíritu Santo. Al
igual que a Abraham, le fue dicho: “Sal
de tu patria, y de tu parentela y de la casa de tus padres” y la simple niña,
mucho antes de lo que se ha dado en llamar el “uso de la razón”, lo entendió al
igual que el Patriarca, es decir en lo Absoluto, sin la menor posibilidad de un
balbuceo interrogador.
[1] ¡Oh hermosa Cruz, por tanto tiempo deseada y
solícitamente amada!