martes, 2 de octubre de 2012

La Mujer Eterna, Cap. III, Tercera Parte



Así como siempre se realiza el milagro de las rosas, igualmente se repite la objeción del landgrave. La naturaleza maternal de la mujer en general, su relación absoluta con lo pequeño y débil, comprende necesariamente la cuestión del sentido y la justificación de lo pequeño y débil del mundo; el hombre sólo quiere reconocerlo bajo la forma de lo que se va haciendo. Aquí tropezamos con el segundo problema de la novela “Ida Elisabeth”; el problema de la distinción de dos mundos, el mundo del marido y el mundo de la mujer maternal. Leemos allí: “No se debe juzgar lo bueno en el hombre de la misma manera que por ejemplo se juzga un yacimiento mineral, en donde se pregunta si es suficientemente abundante para que merezca la pena trabajarlo.” El esposo de Ida Elisabeth pertenece indudablemente a aquellos que no merecen la pena; es de aquellos que sólo pueden designarse como “ejemplar defectuoso”. Con ello se ha expresado que las leyes del devenir ya  no tienen lugar aquí. ¿Pero termina con ello la obligación para la maternidad? Con esta cuestión entra la novela en su última etapa. Se trata decididamente del valor o la futilidad de la persona. Aquí la línea de la madre se cruza con la de la virgo; de pronto estamos  otra vez al borde de los misterios de todo lo incompleto e incumplido.
Pero ahora ocurre lo maravilloso en la novela de Sigrid Undset. La mujer maternal, o sea, aquella que nuestra época opone a la mujer solitaria estéril, es la que abraza  lo que ha permanecido estéril, lo incompleto, lo que en la línea terrenal es un “modelo defectuoso”. Junto al lecho de agonía del esposo infantil de Ida Elisabeth encontramos estas palabras: “Todas aquellas cosas con que los hombres hacen algo de su vida: amor, trabajo, responsabilidad… todas estas cosas fueron y se mantuvieron grandes ahora y siempre; sólo que hoy vino una luz o una sombra sobre ellas, de manera que las formas y colores que hacían diferente una vida de otra desaparecieron. ¿Es Dios –pregunta Ida Elisabeth-, aquel en cuyas manos descansan todos los contrastes que no pueden equilibrarse?” Y el rostro del muerto da la respuesta, “este semblante último, radiante, estremecedor, casi triunfante”. ¿Era su incomprensible belleza la imagen de lo que hubiera debido ser?; ¿la elevación del pensamiento que el Creador encierra aún en su última obra aparentemente defectuosa? ¿Era el signo de que lo incomprensible no puede permanecer incomprendido para siempre? La última valoración del hombre no atañe al hombre, sino a Dios. Ante Dios – en la novela de Sigrid Undset esto es ante la visión de la muerte- la mujer maternal se afirma, y no el hombre que juzga. Ciertamente no debe olvidarse que para la vida temporal en la novela de Sigrid Undset la valoración del hombre se mantiene con todo su vigor; incluso se mantiene para  la mujer maternal. Ella que tiene que cuidar el “ejemplar defectuoso” con una paciencia que ya no valora ni pregunta nada; ella por su parte, también tiene plena responsabilidad por el “modelo defectuoso”. Al igual que la sponsa como novia del espíritu masculino comparte la obra cultural del hombre, la sponsa como futura madre comparte la responsabilidad del hijo. Pero debe ponerse en claro que con la valoración que supone esta responsabilidad sólo se ha visto un lado de las cosas. El hombre debe afirmar la valoración de este mundo si quiere cumplir su misión en él; sólo puede reconocer la debilidad en lo que deviene, no en lo que es. La incondicionada maternidad de la mujer, que la abraza también en lo que es, se encuentra en la línea que conduce al más allá; en esta proyección antes que nada se encuentra la obligación del hombre valorador de reconocer el mundo maternal; el milagro de las rosas de Santa Isabel es la confirmación de la misericordia terrenal por medio de la eterna.
Desde aquí no sólo alcanza el servicio de la mujer maternal con la debilidad su sentido metafísico, sino también lo débil mismo. Tropezamos aquí con la región en la que, a pesar de todo, el yacimiento pobre del mineral merece la pena. El límite del hombre es siempre la puerta de entrada de Dios. Los pequeños, los débiles, los deficientes de este mundo, existen para señalar a los hombres la eterna misericordia, representan la insuficiencia humana terrenal en la forma más suave y conmovedora; la forma pesada, dolorosa, aparece en forma de pecado y culpa. Los débiles y pequeños de esta tierra no solamente poseen por ello –según las palabras del Evangelio- el reino de los cielos, sino que también lo proclaman, allanando el camino hacia él. En la proclamación del reino de los cielos por los pequeños y débiles también tiene parte la que los cuida y guarda. La frase de San Pablo de que la mujer “es bendita al concebir hijos” encuentra su complemento en la bienaventuranza de los misericordiosos. Cuando sobre toda mujer maternal cae un rayo de la felicidad y dignidad materna de María, también cae sobre ella un rayo de la corona de la “Madre de Misericordia”.
De la maternidad de la mujer en general resulta también la justa valoración de la maternidad espiritual. También ésta es fuerza de amor natural, determinada por la tendencia esencial innata de la mujer, aunque no sea a través del hijo propio. Es la maternidad que el cuento alemán presiente en la hermanita que hila las camisas para los hermanos como encantados cuervos, la que ya se encuentra en la niña y que sobrevive cuando va creciendo en la esperanza de una maternidad natural.
Así como la maternidad espiritual es una disposición natural, su desarrollo también es absolutamente natural. Cuando antes dijimos que la maternidad natural es sólo el primer brote de las fuerzas maternas, y sólo su manifestación más general, más conmovedora, esto no quiere decir que toda mujer sólo pueda llegar a la maternidad en general por medio de un hijo propio. Es un resto de la época del individualismo el creer que todos deben vivirlo todo. Como innumerables casos, la mujer maternal en sentido espiritual –por ejemplo, en la familia una pariente, la madrina, y en la vida pública la preceptora- debe actuar en lugar de la mujer que, si bien tiene un hijo propio, no le es madre en el verdadero sentido; así la madre natural se encuentra representativamente en la mujer que sólo posee la maternidad espiritual. No se trata del destino individual de la mujer, sino de la participación individual en el destino común de la mujer; se trata de los destinos externos de íntegra maternidad de cada una. Cuando Ruth Schaumann en su novela “Yves” dice: “No sabe lo que es ser madre quien no ha dado nunca a luz”, lo refuta en el mismo libro con Germaine, a la cual se ha privado de la felicidad de tener hijos propios, pero que acoge al niño ajeno con amor maternal mientras que la madre natural  lo niega.
Al tipo de Germaine, la mujer maternal pero sin hijos, pertenece también a veces la madrastra que el cuento trata tan mal; en la fiel madrastra de Anselm Feuerbach ha encontrado la salvación de su honor. Con ello el cuento se ha puesto en entredicho. Conoce la profundidad y el carácter único de la unión natural entre madre e hijo; pero no conoce todas las posibilidades de la naturaleza maternal; no sabe que también la línea espiritual de la maternidad es aún naturaleza. Pero la leyenda le hace justicia. La Madonna de la mujer sin hijos y de la madrastra ha sido representada en el arte en aquella Madonna de Holbein que no sostiene en sus brazos al Niño Jesús, sino al niño enfermo del donante.
Vista así, la demanda de la mujer de tener un hijo propio representa algo distinto de lo que se supone comúnmente. Considerada espiritualmente, no está en absoluto sólo maternalmente determinada; en el deseo de querer tener un hijo en muchos casos sólo se manifiesta una forma femenina de egoísmo, o sea el simulacro o quimera de la madre verdadera. El rey Salomón no se dejó engañar por este simulacro; para su sabiduría la renuncia de la madre al hijo fue precisamente la demostración de que era la verdadera madre. Los últimos decenios con su “clamor por un hijo” han proporcionado una fatal avanzada a la imagen engañosa de la madre. No existe derecho de la mujer a tener un hijo, sino que sólo existe el derecho del hijo a tener una madre. La frase de Ruth Schaumann: “Son sólo los niños los que nos hacen suaves, los que nos dicen: “¡qué dura eres, sé suave!”, no mantienen sólo su validez plena allí donde el niño no es propio, sino también donde se trata la representación del niño; donde están los brazos extendidos de los desvalidos, de los que necesitan protección y cuidados. Esto es lo que se entiende por mujer maternal en el sentido espiritual. Desde aquí se tiene la visión justa de la cuestión profesional femenina. El cargo de la mujer médico, la preceptora, la maestra, la enfermera, no son  para la mujer “profesiones” en el sentido del hombre, sino que son formas de maternidad espiritual. La última época pasada exigía la profesión de mujer soltera como sustitución de la maternidad natural; el futuro la exigirá partiendo de la idea de la maternidad espiritual, de la plena maternidad también de la mujer solitaria. No se trata de una substitución de la falta de maternidad cuando hablamos de las profesiones femeninas, sino del eco de la maternidad que nunca falta en toda auténtica mujer.