Así como siempre se realiza el milagro de
las rosas, igualmente se repite la objeción del landgrave. La naturaleza
maternal de la mujer en general, su relación absoluta con lo pequeño y débil,
comprende necesariamente la cuestión del sentido y la justificación de lo
pequeño y débil del mundo; el hombre sólo quiere reconocerlo bajo la forma de
lo que se va haciendo. Aquí tropezamos con el segundo problema de la novela
“Ida Elisabeth”; el problema de la distinción de dos mundos, el mundo del
marido y el mundo de la mujer maternal. Leemos allí: “No se debe juzgar lo
bueno en el hombre de la misma manera que por ejemplo se juzga un yacimiento
mineral, en donde se pregunta si es suficientemente abundante para que merezca
la pena trabajarlo.” El esposo de Ida Elisabeth pertenece indudablemente a
aquellos que no merecen la pena; es de aquellos que sólo pueden designarse como
“ejemplar defectuoso”. Con ello se ha expresado que las leyes del devenir
ya no tienen lugar aquí. ¿Pero termina
con ello la obligación para la maternidad? Con esta cuestión entra la novela en
su última etapa. Se trata decididamente del valor o la futilidad de la persona.
Aquí la línea de la madre se cruza con la de la virgo; de pronto
estamos otra vez al borde de los
misterios de todo lo incompleto e incumplido.
Pero ahora ocurre lo maravilloso en la novela de Sigrid Undset. La mujer maternal, o sea, aquella que nuestra época opone a la mujer solitaria estéril, es la que abraza lo que ha permanecido estéril, lo incompleto, lo que en la línea terrenal es un “modelo defectuoso”. Junto al lecho de agonía del esposo infantil de Ida Elisabeth encontramos estas palabras: “Todas aquellas cosas con que los hombres hacen algo de su vida: amor, trabajo, responsabilidad… todas estas cosas fueron y se mantuvieron grandes ahora y siempre; sólo que hoy vino una luz o una sombra sobre ellas, de manera que las formas y colores que hacían diferente una vida de otra desaparecieron. ¿Es Dios –pregunta Ida Elisabeth-, aquel en cuyas manos descansan todos los contrastes que no pueden equilibrarse?” Y el rostro del muerto da la respuesta, “este semblante último, radiante, estremecedor, casi triunfante”. ¿Era su incomprensible belleza la imagen de lo que hubiera debido ser?; ¿la elevación del pensamiento que el Creador encierra aún en su última obra aparentemente defectuosa? ¿Era el signo de que lo incomprensible no puede permanecer incomprendido para siempre? La última valoración del hombre no atañe al hombre, sino a Dios. Ante Dios – en la novela de Sigrid Undset esto es ante la visión de la muerte- la mujer maternal se afirma, y no el hombre que juzga. Ciertamente no debe olvidarse que para la vida temporal en la novela de Sigrid Undset la valoración del hombre se mantiene con todo su vigor; incluso se mantiene para la mujer maternal. Ella que tiene que cuidar el “ejemplar defectuoso” con una paciencia que ya no valora ni pregunta nada; ella por su parte, también tiene plena responsabilidad por el “modelo defectuoso”. Al igual que la sponsa como novia del espíritu masculino comparte la obra cultural del hombre, la sponsa como futura madre comparte la responsabilidad del hijo. Pero debe ponerse en claro que con la valoración que supone esta responsabilidad sólo se ha visto un lado de las cosas. El hombre debe afirmar la valoración de este mundo si quiere cumplir su misión en él; sólo puede reconocer la debilidad en lo que deviene, no en lo que es. La incondicionada maternidad de la mujer, que la abraza también en lo que es, se encuentra en la línea que conduce al más allá; en esta proyección antes que nada se encuentra la obligación del hombre valorador de reconocer el mundo maternal; el milagro de las rosas de Santa Isabel es la confirmación de la misericordia terrenal por medio de la eterna.
Pero ahora ocurre lo maravilloso en la novela de Sigrid Undset. La mujer maternal, o sea, aquella que nuestra época opone a la mujer solitaria estéril, es la que abraza lo que ha permanecido estéril, lo incompleto, lo que en la línea terrenal es un “modelo defectuoso”. Junto al lecho de agonía del esposo infantil de Ida Elisabeth encontramos estas palabras: “Todas aquellas cosas con que los hombres hacen algo de su vida: amor, trabajo, responsabilidad… todas estas cosas fueron y se mantuvieron grandes ahora y siempre; sólo que hoy vino una luz o una sombra sobre ellas, de manera que las formas y colores que hacían diferente una vida de otra desaparecieron. ¿Es Dios –pregunta Ida Elisabeth-, aquel en cuyas manos descansan todos los contrastes que no pueden equilibrarse?” Y el rostro del muerto da la respuesta, “este semblante último, radiante, estremecedor, casi triunfante”. ¿Era su incomprensible belleza la imagen de lo que hubiera debido ser?; ¿la elevación del pensamiento que el Creador encierra aún en su última obra aparentemente defectuosa? ¿Era el signo de que lo incomprensible no puede permanecer incomprendido para siempre? La última valoración del hombre no atañe al hombre, sino a Dios. Ante Dios – en la novela de Sigrid Undset esto es ante la visión de la muerte- la mujer maternal se afirma, y no el hombre que juzga. Ciertamente no debe olvidarse que para la vida temporal en la novela de Sigrid Undset la valoración del hombre se mantiene con todo su vigor; incluso se mantiene para la mujer maternal. Ella que tiene que cuidar el “ejemplar defectuoso” con una paciencia que ya no valora ni pregunta nada; ella por su parte, también tiene plena responsabilidad por el “modelo defectuoso”. Al igual que la sponsa como novia del espíritu masculino comparte la obra cultural del hombre, la sponsa como futura madre comparte la responsabilidad del hijo. Pero debe ponerse en claro que con la valoración que supone esta responsabilidad sólo se ha visto un lado de las cosas. El hombre debe afirmar la valoración de este mundo si quiere cumplir su misión en él; sólo puede reconocer la debilidad en lo que deviene, no en lo que es. La incondicionada maternidad de la mujer, que la abraza también en lo que es, se encuentra en la línea que conduce al más allá; en esta proyección antes que nada se encuentra la obligación del hombre valorador de reconocer el mundo maternal; el milagro de las rosas de Santa Isabel es la confirmación de la misericordia terrenal por medio de la eterna.
Desde aquí no sólo alcanza el servicio de
la mujer maternal con la debilidad su sentido metafísico, sino también lo débil
mismo. Tropezamos aquí con la región en la que, a pesar de todo, el yacimiento
pobre del mineral merece la pena. El límite del hombre es siempre la puerta
de entrada de Dios. Los pequeños, los débiles, los deficientes de este mundo,
existen para señalar a los hombres la eterna misericordia, representan la
insuficiencia humana terrenal en la forma más suave y conmovedora; la forma
pesada, dolorosa, aparece en forma de pecado y culpa. Los débiles y pequeños de
esta tierra no solamente poseen por ello –según las palabras del Evangelio- el
reino de los cielos, sino que también lo proclaman, allanando el camino hacia
él. En la proclamación del reino de los cielos por los pequeños y débiles
también tiene parte la que los cuida y guarda. La frase de San Pablo de que la
mujer “es bendita al concebir hijos” encuentra su complemento en la bienaventuranza
de los misericordiosos. Cuando sobre toda mujer maternal cae un rayo de la
felicidad y dignidad materna de María, también cae sobre ella un rayo de la
corona de la “Madre de Misericordia”.
De la maternidad de la mujer en general
resulta también la justa valoración de la maternidad espiritual. También ésta
es fuerza de amor natural, determinada por la tendencia esencial innata de la
mujer, aunque no sea a través del hijo propio. Es la maternidad que el cuento
alemán presiente en la hermanita que hila las camisas para los hermanos como
encantados cuervos, la que ya se encuentra en la niña y que sobrevive cuando va
creciendo en la esperanza de una maternidad natural.
Así como la maternidad espiritual es una
disposición natural, su desarrollo también es absolutamente natural. Cuando
antes dijimos que la maternidad natural es sólo el primer brote de las fuerzas
maternas, y sólo su manifestación más general, más conmovedora, esto no quiere
decir que toda mujer sólo pueda llegar a la maternidad en general por medio de
un hijo propio. Es un resto de la época del individualismo el creer que todos deben
vivirlo todo. Como innumerables casos, la mujer maternal en sentido espiritual
–por ejemplo, en la familia una pariente, la madrina, y en la vida pública la
preceptora- debe actuar en lugar de la mujer que, si bien tiene un hijo propio,
no le es madre en el verdadero sentido; así la madre natural se encuentra
representativamente en la mujer que sólo posee la maternidad espiritual. No se
trata del destino individual de la mujer, sino de la participación individual
en el destino común de la mujer; se trata de los destinos externos de íntegra
maternidad de cada una. Cuando Ruth Schaumann en su novela “Yves” dice: “No
sabe lo que es ser madre quien no ha dado nunca a luz”, lo refuta en el mismo
libro con Germaine, a la cual se ha privado de la felicidad de tener hijos
propios, pero que acoge al niño ajeno con amor maternal mientras que la madre
natural lo niega.
Al tipo de Germaine, la mujer maternal
pero sin hijos, pertenece también a veces la madrastra que el cuento trata tan
mal; en la fiel madrastra de Anselm Feuerbach ha encontrado la salvación de su
honor. Con ello el cuento se ha puesto en entredicho. Conoce la profundidad y
el carácter único de la unión natural entre madre e hijo; pero no conoce todas
las posibilidades de la naturaleza maternal; no sabe que también la línea
espiritual de la maternidad es aún naturaleza. Pero la leyenda le hace
justicia. La Madonna de la mujer sin hijos y de la madrastra ha sido
representada en el arte en aquella Madonna de Holbein que no sostiene en sus
brazos al Niño Jesús, sino al niño enfermo del donante.
Vista así, la demanda de la mujer de
tener un hijo propio representa algo distinto de lo que se supone comúnmente.
Considerada espiritualmente, no está en absoluto sólo maternalmente
determinada; en el deseo de querer tener un hijo en muchos casos sólo se
manifiesta una forma femenina de egoísmo, o sea el simulacro o quimera de la
madre verdadera. El rey Salomón no se dejó engañar por este simulacro; para
su sabiduría la renuncia de la madre al hijo fue precisamente la demostración
de que era la verdadera madre. Los últimos decenios con su “clamor por un
hijo” han proporcionado una fatal avanzada a la imagen engañosa de la madre. No
existe derecho de la mujer a tener un hijo, sino que sólo existe el derecho del
hijo a tener una madre. La frase de Ruth Schaumann: “Son sólo los niños los que
nos hacen suaves, los que nos dicen: “¡qué dura eres, sé suave!”, no mantienen
sólo su validez plena allí donde el niño no es propio, sino también donde se
trata la representación del niño; donde están los brazos extendidos de los
desvalidos, de los que necesitan protección y cuidados. Esto es lo que se
entiende por mujer maternal en el sentido espiritual. Desde aquí se tiene la
visión justa de la cuestión profesional femenina. El cargo de la mujer médico,
la preceptora, la maestra, la enfermera, no son
para la mujer “profesiones” en el sentido del hombre, sino que son
formas de maternidad espiritual. La última época pasada exigía la profesión de
mujer soltera como sustitución de la maternidad natural; el futuro la exigirá
partiendo de la idea de la maternidad espiritual, de la plena maternidad
también de la mujer solitaria. No se trata de una substitución de la falta de
maternidad cuando hablamos de las profesiones femeninas, sino del eco de la
maternidad que nunca falta en toda auténtica mujer.