domingo, 7 de octubre de 2012

La Mujer Eterna, Cap. III, Cuarta Parte

Los Santos Macabeos y su Madre

La decisión sobre la presencia de la mujer en las distintas profesiones y su elección, de-pende después de la amplitud en la cual puede considerarse aún fecunda la obra maternal. Sin duda un gran número de profesiones permiten una interpretación puramente masculina o femenina. Aquí el campo menos femenino, la política, es el más aleccionador. No es casual, sino que depende íntimamente del espíritu general y espiritual de maternidad de la mujer, el que allí donde subió al trono independientemente, fué una buena regente; una buena regente no es un buen regente; sino que es una buena madre de su pueblo. Así en la España actual el recuerdo de la reina regente anterior ha sobrevivido a la caída de la dinastía y de los regímenes; y no sólo en Inglaterra perdura el recuerdo de la reina Beth y en Austria el de la gran emperatriz María Teresa, sino que incluso hoy en la actual Lombardía se mantiene el recuerdo de la reina Toedelinda. La mujer que ocupa el trono es, en primer lugar, la protectora y conservadora de su pueblo.
Pero envolver la fuerza de gobernante de espíritu maternal no excluye en absoluto el momento heroico imprescindible en la vida política, como nos lo demuestra María Teresa; incluso como defensora de su pueblo se mantiene en una base maternal la soberana; no dirigirá guerras de conquista, pero no vacilará en defender a su pueblo como la leona a sus cachorros. Sólo ha sido fatal la mujer en los grandes cargos políticos cuando ha negado su papel maternal, o sea como en el caso de la Pompadour. Esto, para la mujer corriente a la que toca un papel político[1], significa que aunque en atavío sea más sencilla que la reina, es una madre espiritual para su pueblo. Sólo bajo esta condición puede aceptarse la presencia de la mujer en la política; ningún hombre puede sustituir la voz de la madre; se trata sólo de ver cómo esta voz puede imponerse sin pervertirse. Al reconocimiento de que no existe un derecho de la mujer a tener un hijo, sino un derecho del niño a tener una madre, responde el otro reconocimiento femenino de nuestros días: no existe en el mundo ningún llamado “derecho de la mujer” a una profesión o vocación, pero hay un derecho del mundo a la mujer como hijo. Si no engañan todas las señales, este derecho en los últimos decenios ha aumentado extraordinariamente de importancia. La llamada de hoy a la madre no procede sólo de deseos políticos referentes a la población, sino que en su corriente inferior está llevado por un ansia espiritual. Nada caracteriza tan profunda y trágicamente el estado del mundo actual como la completa ausencia de sentimientos maternales, o sea, la ausencia de las verdaderas fuerzas sustentadoras, de las que salen de sí y por ello son fecundas. El solo impulso no es nunca suficiente. De ahí la aterradora falta de prosperidad de muchos afanes en sí buenos y provechosos.
Con estas ideas hemos abandonado aparentemente la línea de la mujer intemporal, pero sólo en apariencia. En realidad dejamos más bien la línea del tiempo. La mujer intemporal es la que no se deja situar en ninguna época. Esencia de lo maternal es vencer al tiempo. La mujer al dar a luz transmite la vida hasta el infinito, y como cultivadora y conservadora aporta un factor infinito al tiempo.
En relación con la maternidad espiritual de la mujer se manifiesta por fin otra vez la misión de la mujer en la cultura; considerando a la madre, la vemos claramente como conservadora y cultivadora de los valores espirituales. En el papel de madre la mujer no se encuentra como la sponsa dispensadora de una mitad de la realidad que penetra en la obra cultural del hombre, sino que está como receptora de esta obra. Pero la que recibe es también la que soporta. Vimos la “mujer fuerte” de la Biblia alabada como guardadora de los bienes de su marido; la mujer cuida de la hacienda de su marido también dentro del ambiente espiritual. Siendo la que recibe y lleva, la mujer adquiere una gran importancia en la cultura; dar sin recibir caería en el vacío. En modo alguno tiene esto nada que ver con la circunstancia de que la mujer muchas veces disponga de más tiempo y ocio que el hombre, ni el que acapare sobre todo el mercado de libros, las salas de conciertos y el teatro, sino que depende de la determinación espiritual de su sentido maternal: la cultura no quiere ser sólo creada, sino también sostenida, cultivada, y también quiere ser amada como un niño. Que la cultura hoy se reconozca y ejerza con patrocinio del Estado sólo significa un lado y precisamente el más representativo externamente; su complemento hacia el lado humano íntimo lo encuentra en el amor y cultivo que le dispensa cada uno. Aquí la línea del sentido maternal espiritual cruza la de la maternidad natural; la madre que enseña a su hijo las primeras palabras y con ello se las consagra para toda la vida como lengua materna, la que canta las primeras canciones populares, la que narra los cuentos, representa también en la vida del niño el primer factor cultural decisivo, el primer influjo en su vida espiritual. Esto es de inconmensurable importancia, no sólo para el niño, sino también para la cultura. El refrán español: “La mano que mueve la cuna, mueve el mundo”, tiene primeramente el sentido de que todo lo que vive y obra ha nacido de la mujer. La madre es la madre del héroe y la madre del santo; sin embargo, también es la madre del cobarde y del traidor. El Anticristo cuando nazca, tendrá muchas madres. El sentido más profundo de esta mano que mueve el mundo es que esta mano acompaña invisiblemente al hijo en su vida futura y ocultamente coopera en su obra.
El papel de la mujer como conservadora de la cultura puede pasar también a ser papel de defensora; aquí la mujer en la línea cultural se encuentra de manera análoga a como se encontraba frente a la política. La mujer es conservadora por naturaleza, es —expresado de manera menos pedante— incapaz de destruir, de abandonar algo amenazador; circunstancia que en tiempos de revolución espiritual puede adquirir un significado enorme. Los tiempos de revolución están fácilmente sometidos al peligro de abandonar bienes no sólo anticuados, sino también bienes intemporales. Aquí la mujer, gracias a su sentido de maternidad espiritual, esta llamada, en primer lugar, a crear el equilibrio. La mujer intemporal es la conservadora de los bienes seculares de su pueblo.
Por otra parte, nada contribuye naturalmente de modo tan profundo a la caída de la cultura como la degeneración del sentido de maternidad espiritual de la mujer. Frente a la conservadora de la cultura se encuentra la disipadora de la cultura. Aquí el tipo femenino de la última época es aún inofensivo; la mujer que en posesión de los bienes culturales cultivaba y mimaba hasta la adoración lo que le había sido confiado, sin transmitirlo de manera fecunda, en cierto modo parece hermana de aquella madre egoísta que sólo quiere a su hijo para sí. Aquí falta el respeto ante el destino de la cultura, pero no el respeto ante la cultura. Igual que la mujer en la línea descendente de su feminidad pierde el sentido de la maternidad natural, en la línea cultural descendente pierde el sentido de lo que realmente necesita ser cultivado. Muestra entonces inclinación por adaptarse a lo ruidoso, lo estridente y lo arrivista. Esta inclinación es la forma característica de la mujer de perder la medida del valor de la cultura. En la cultura hay una línea muy delicada, pero muy importante, que conduce desde lo que es al principio insignificante, desde lo inadvertido, incluso desde lo ignorado o combatido, hasta la verdadera altura de la cultura; o sea, de la propia época hasta lo supratemporal. La visión retrospectiva en la historia de los grandes hombres y de las obras de su vida muestra la coincidencia de este camino; es la expresión fatal de que todo lo permanente no está ligado a lo momentáneo, no puede estarlo. Aquí la vida de un Hebbel, un Nietzsche, un Ricardo Wagner, es de una significación ejemplar, pero también es ejemplar para el significado cultural de la mujer maternal. La mujer intemporal tiene relación con lo supratemporal.
Pero también tiene relación con lo eterno, pues el sentido de toda cultura señala más allá de ella misma. El papel de la mujer maternal como conservadora de la cultura se cumple cuando conserva los bienes religiosos. En el fondo esto es sólo comprensible situando a la madre misma dentro del orden religioso.
En la maternidad natural, la vida y la muerte van juntas. La corriente de las generaciones brota de la eternidad y también desemboca en ella. El infinito es hermano terrenal de la eternidad. La “berceuse” de la leyenda bretona que canta al oído de los marineros náufragos las canciones de cuna que escucharon de sus madres, encuentra su interpretación en la muerte de la pequeña Sölvi, en la novela “Ida Elisabeth”. De la madre de la niña moribunda se dice allí: “Era como si ella ya lo hubiera vivido cuando dio a luz. En el momento que la niña surgía de ella una ola de un mar prodigioso e infinito la envolvió y algo se desgarró. Pero cuando esta ola se retiró, junto a ella se encontraba aquel pequeño ser estremecido y quejumbroso como si ambas hubieran sido lanzadas a una playa. Esta misma ola que venía de la invisible eternidad pasaba ahora sobre ella y el desgarrador dolor que había sentido entonces en el cuerpo era pequeño comparado con lo que la desgarraba hoy. La ola se retiró, pero esta vez se había llevado a Sölvi”.
La ola, que surge de la eternidad y se retira a la eternidad, en la hora del nacimiento abre el seno materno como una puerta hacia dos extremos. La vida, que viene de la eternidad invisible, penetra en el mundo visible del tiempo; pero venir de la eternidad para volver a la eternidad quiere decir, expresado en sentido religioso, ser de Dios y para Dios. Con este sentimiento dejamos a Ida Elisabeth. La fuerza poética de esta novela y sobre todo su conmovedora fuerza persuasiva se afirman en que la esencia del sentido de maternidad universal de la mujer surge de la misma naturaleza de madre. Esta novela nos presenta en forma poética la exposición de la frase teológica según la cual la naturaleza constituye la condición previa para la gracia, y que la gracia nunca está en contradicción, sino que impera en relación de continuidad con la línea ascendente de la naturaleza. “Ida Elisabeth” nos conduce hasta el umbral de la Iglesia; allí nos acoge la otra figura femenina de Sigrid Undset: Kristine Lavranstochter.
Esta vigorosa obra, que se encuentra en el umbral de una época de revolución espiritual, es de una envergadura aún incalculable, y su importancia consiste en haber despertado una revolución en la conciencia por parte de la mujer; una mujer dotada de todas las fuerzas y de todos los recursos de inquebrantable y palpitante feminidad y maternidad, es enfrentada con nuestra época desarraigada de la naturaleza. Al mismo tiempo esta mujer constituye la acusación contra el desarraigamiento religioso de esta época. Los dos primeros volúmenes, “La corona” y “La mujer”, están repletos de la arrebatadora fuerza natural de la sangre y el destino nórdicos, pero el tercer volumen se titula “La cruz”. Cristina, esto es, la que se hace cristiana. En su destino vemos la evolución que partiendo de la vida natural de la mujer y de la madre, desemboca en la esencia de la madre cristiana. Cristina viene a la Iglesia, pero la Iglesia le sale al encuentro en el terreno natural, tomando precisamente de la armonía natural de la vida de la madre los puntos de partida para la determinación religiosa de la mujer y de la madre.
También la Iglesia honra a la mujer como madre natural. La misa de esponsales está llena de promesas relativas a la bendición de los hijos: “¡que veas a los hijos de tus hijos!”. En la maternidad natural ve la Iglesia la determinación natural y primera de la mujer, ve incluso en la mujer a la madre del pueblo y de los pueblos. Las oraciones con las cuales asiste a la mujer en sus horas difíciles van más allá de la vida individual en una visión maravillosa. “Todos los pueblos te alabarán. Se alegrarán y se regocijarán todas las tribus, pues la tierra da su fruto”, se dice en estas oraciones. En el momento en que la mujer se recluye en profundo retiro, la Iglesia entona sobre ella la gran alabanza de los pueblos y la que enmudece en sus dolores es convertida en la glorificación del Dios creador. La misma idea se proclama en la consagración de las reinas, en la que se unge a la mujer bajo el corazón, donde llevará al hijo.
De la apreciación de la mujer como “madre del pueblo” ha surgido el concepto heroico de la madre para la Iglesia. La Iglesia bendice a la mujer que contrae matrimonio y que se entrega sin reserva para mantener de por vida y en toda circunstancia la fidelidad y sumisión al hombre; igualmente exige de la madre que arriesgue plenamente su vida por el hijo. Cuando en la hora del alumbramiento se trata de salvar la vida de la madre o la del hijo, exige de la mujer que entregue la suya, siendo aquí mucho más heroica que la ética mundana. Así extiende su protección sobre la firmeza de la naturaleza, de cuyas zonas de peligro ha querido prescindir el mundo moderno, como ya vimos al principio. El niño prendido en el seno de la madre es irredento en doble sentido; así como la madre natural debe traerlo al mundo físicamente, la Iglesia debe darle la vida sobrenatural; y también la Iglesia es un principio maternal en el sentido espiritual y religioso. La mujer que debe traer al mundo a su hijo entre dolores y con peligro de la vida, y la Iglesia que reza por ella, son dos madres que se enfrentan. La vida en sí, la infinita sucesión de concepciones y de alumbramientos, no es aún el valor supremo; el supremo valor y sentido proceden de una vida superior. El imperativo heroico de la Iglesia a la madre, que le impone morir antes que sacrificar al hijo, representa la promesa de aquella vida superior dada por la Iglesia; pero la naturaleza afirma este imperativo por la tendencia de su fin, que se dirige a la vida naciente, no a la consumada. Esto se ve claro cuando luchan entre sí la esperanza de ser madre y la enfermedad. Siempre que la naturaleza actúa libremente, es decir, cuando no se quita el hijo a la madre, en semejantes casos éste acapara toda la fuerza que le resta a ella; o sea, que la naturaleza sacrifica la madre al hijo. La vida superior a la que somete el imperativo de la Iglesia tiene su correspondencia en el instinto íntimo de la naturaleza de desarrollar el ser incipiente aunque sea a costa del desarrollado. Respecto a la madre, significará que ella prefiera morir a perder un hijo. La Iglesia como madre expresa sólo lo que desea la madre como criatura, y no tan sólo la humana. El gran motivo heroico de la defensa del hijo, que ya se manifiesta en la hora de su venida al mundo, expresa un instinto natural genuino que se extiende por debajo de la criatura humana; la leona que defiende a su cachorro nos da un ejemplo salvaje y conmovedor entre los animales. Así, contra todas las objeciones de la razón y de la índole humana, el imperativo de la Iglesia eleva el instinto primitivo natural de la madre a la conciencia y al absoluto.
De ahí se ve claro por qué la Iglesia no ha distinguido a la madre con un acto especial de consagración como a la virgen y a la esposa; la bendición que otorga a la futura madre y a la que ya lo es no tiene la importancia de la consagración de las vírgenes, ni la que tiene el sacramento del matrimonio; sólo representa una bendición como la que se expresa sobre el campo germinante. El nacimiento terrenal es sólo un preludio. En esta aparente depreciación de la madre surge su verdadera valoración; aparece la inmensa sumisión de la naturaleza que se entrega, que no queriendo ser nada más que naturaleza, nos señala su propio sentido en esta frase: “Él da la gracia a los humildes”. La naturaleza puede ser indómita, pero nunca caprichosa; puede rebelarse en el dolor, pero nunca en el orgullo; tanto la naturaleza indómita como la dolorosa cumplen la ley del Creador. Pero el espíritu debe someterse antes. La mujer maternal que se entrega a las fuerzas de la naturaleza dispuesta a morir para dar la vida a su hijo a todo trance, precisamente entregándose ella misma a la naturaleza, sumergiéndose plenamente en ella, representa una parte de la sumisión de la naturaleza. La madre que da a su hijo la vida terrenal, le da con ella la condición previa para la Redención. La naturaleza es la condición previa para la gracia. Con esta fórmula teológica el tema de la defensa del niño tropieza con un sustrato primitivo; como un eco que viene de una lontananza infinita resuena la primitiva maldición que recayó sobre la mujer. Las palabras “con dolor darás a luz a tus hijos” están en íntima relación con la promesa de una descendencia que aplastaría la cabeza de la serpiente. La naturaleza como grado previo para la gracia tiene el sentido de ser el ofrecimiento del nacido para una vida más elevada.



[1] No es obligado imaginar esto bajo el aspecto de la época pasada; la mujer que alterna en círculos diplomáticos, la que viaja por el extranjero, tiene una tarea política natural que cumplir, con la cual puede favorecer o perjudicar a su pueblo.