León Bloy y Juana Molbech, la mujer
llamada a compartir su vida, se vieron por primera vez el 19 de agosto de 1889.
Volvía él del entierro de su gran amigo Villiers de l'Isle-Adam, muerto
el día anterior. Tan agobiado; tan sombrío parecía aquel hombre, que Juana
quedó hondamente impresionada. Al día siguiente volvieron a encontrarse, esta
vez en casa de la familia Coppée, de la que ambos eran amigos. Fueron
presentados y hablaron, él con interés y ella sin saber qué pensar de aquel
extraño desconocido. “¿Quién es este hombre?", preguntó Juana a su
amiga Annette Coppée cuando quedaron solas. “Un mendigo”, respondió
ésta. “Tuve el presentimiento de una enorme injusticia —escribía Juana
treinta años más tarde— y mi corazón voló de inmediato hacia ese hombre, a quien
se entregaba así, indefenso, a una recién llegada".
En efecto, Juana, hija del poeta danés Christian
Molbech, y danesa ella misma, había llegado poco antes a París, donde la
familia Coppée le daba hospitalidad.
Fué allí donde tuvieron ocasión, días después, de hablar
por primera vez a solas. “Me senté cerca de él —dice Juana en el prólogo
de la edición francesa de estas cartas— y comenzó el inolvidable coloquio, casi
un monólogo, durante el cual ese hombre, extraordinariamente candoroso, entregó
los secretos de su vida a una pobre muchacha que no atinaba sino a escucharlo,
pero cuyo corazón iba hacia él en un impulso irresistible, aunque demasiado
tímido en su expresión. Antes de separarnos, me atreví a preguntarle: “¿Cómo
es posible que usted, un hombre superior, sea católico?” —“Acaso por eso
mismo”, me respondió. Yo callé, comprendiendo mi ignorancia.
Y termina el prólogo con estas palabras: “Me besó la mano
y nos separamos. Al día siguiente recibí la primera carta de León Bloy".
J. M.