Y aquí aparece el gran sacramento que
tiene la más íntima coordinación con la vida de la madre; pero no se manifiesta
sobre la madre, sino sobre el hijo. El Bautismo es su segundo y excelso
nacimiento. El seno de la Iglesia que lo acoge es el seno de madre de su vida
sobrenatural. A la madre terrenal le queda la deliciosa analogía con el
campo bendito; sobre ésta cae la bendición. Pero el pan que se obtiene de sus
espigas es el que está destinado a ser la especie que contendrá el Sacramento
del Altar. Con ello no se alude al campo, sino a su fruto. La madre
natural pasa a segundo término cuando aparece la madre sobrenatural. Por deseo
de la Iglesia de que se bautice tan pronto como sea posible, en la mayoría de
los casos la madre no está presente en el bautizo. Esto es altamente simbólico;
la madre se muestra otra vez ligada a la naturaleza como simple preparación; no
es la madre, sino la madrina, la que en el bautismo asume las obligaciones de
la maternidad espiritual de la Iglesia. Pero, por otra parte, en este papel
aparentemente rebajado de la madre queda subrayado su carácter. Así como la
Iglesia elevó el instinto natural de la madre con el consciente imperativo de
la defensa del hijo, aquí da acento religioso al altruismo natural de la madre.
Con el ofrecimiento del hijo a Dios, en el fondo también se ofrece a Dios el
destino de la madre; la madre del niño bautizado es la madre que es hija de la
Iglesia. Como su propio hijo, ella también fué presentada a Dios por su madre.
La Iglesia y la madre, en íntima unión de destinos, entonan conjuntamente el Magnificat,
el gran canto triunfal de la misericordia que se “extiende de generación en
generación”.
El segundo nacimiento del niño se ve completado
por su educación religiosa. La mujer, que como madre natural representa una
parte de la naturaleza, como madre cristiana representa una parte de la
Iglesia. La Iglesia, a través de la madre como miembro suyo, actúa en la
educación religiosa del niño, y la madre obra como miembro consciente de la
Iglesia. Esto quiere decir que la madre del niño bautizado difunde una luz
sobre la naturaleza como preliminar de la gracia. El proceso natural de la
espera del niño se repite para la madre en el orden espiritual. Otra vez
circula una misma corriente de vida en ella y en el hijo, pero en lugar del
espacio corporal ha surgido un espacio espiritual; en lugar de las fuerzas de
la sangre, las fuerzas de la vida anímica. Como dice el pueblo, la mujer
“espera otra vez”. El carácter de la espera significa que el hijo que la
madre espera no es formado por ella, sino de ella. Así como la mujer en la hora
de la concepción no lo tomó, sino que lo acogió, tampoco pudo formar
conscientemente lo acogido según su voluntad y deseo; sólo podía llevar lo que
le había sido confiado. Esta mujer puso sus esfuerzos a disposición del
hijo, pero ella no dispone de estas fuerzas. Lo que se dijo del desarrollo
corporal del niño se dice también, porque es una realidad, de su desarrollo
espiritual; la posición de la madre cristiana es la de esperar; en la educación
tampoco puede formar al hijo según sus propios deseos, sólo puede cuidar lo que
le ha sido confiado. En sentido religioso lo que le ha sido confiado es la
imagen y semejanza de Dios que hay en el hombre que deviene; el hijo que la
madre concibió del padre en sentido natural, es el hijo del Creador en sentido
religioso. Él obra, ella sólo coopera reverentemente. En la madre física se
manifestó la naturaleza como preliminar para la gracia; este carácter,
considerado bajo el aspecto de la madre cristiana, se reconoce como cooperación
de la criatura a la obra divina.
Con ello se ha pulsado el elevado tema
del dogma mariano y la mujer maternal. La criatura cooperante es la hija de la
Mujer Eterna, la rutilante portadora del fiat mihi. La posición
de la madre cristiana frente al niño dimana de la vida de María.
La interpretación cristiana de la vida de
la madre es triple, correspondiendo a la triple forma del Santo Rosario:
misterios gozosos, misterios dolorosos y misterios gloriosos. Esta oración
popular y contemplativa, en el sentido de la máxima espiritualidad que
representa la oración a María como Madre, representa también la verdadera
oración de la madre. El Rosario es la cadena de perlas que une la vida de la
madre cristiana a la Madre Eterna. La mujer al rezar incluye en esta triple
oración sus propios misterios de madre y los eleva por medio del misterio de la
Madre de todas las madres. También la madre terrenal ha recibido a su hijo de
Dios; lo ha llevado y lo ha dado a luz por su gracia; como María, “lo ha
ofrecido en el templo”, lo ha presentado a Dios, y como María “lo ha vuelto a
encontrar en el templo”.
El Rosario gozoso considera sólo la vida
de la madre; la consideración del Rosario doloroso se refiere sólo a la vida
del hijo. En él no se menciona ni con una palabra a la madre. La madre vive en
el hijo, los padecimientos del hijo están incluidos en su vida como los
misterios dolorosos del Rosario lo están en el Ave María. Así como la madre no
pudo formar arbitrariamente ni el cuerpo ni el alma del hijo, tampoco puede
determinar ella misma su destino. El niño deviene; ella sólo lo cuida. Esto
significa que el hijo tarde o temprano prescinde de la madre; tiene que
prescindir de ella pues cada vida es independiente como existencia y también es
independiente en cuanto a su misión. La madre vive del hijo, pero el hijo no
vive de la madre, sino que el destino de todas las madres es en su aspecto
supremo la repetición infinita de los dolores del alumbramiento. Dar la vida a
un hijo quiere decir en el fondo que el hijo se desprende de la vida propia; en
el dolor del parto se realiza sólo el preludio de este proceso. Para todas las madres llega tarde o
temprano la hora en que, como María, “buscan con dolor” a su hijo; pero
aparece también aquella otra más difícil en la que se dice por parte del hijo: “¿Qué
tengo que ver contigo?” “La isla de la abundancia” de la cual habla Ruth
Schaumann en su libro “Yves”, esta bienaventurada soledad de madre e hijo,
en un determinado período de la vida se convierte para la madre casi siempre en
la isla de dolorosa soledad; a la soledad de la madre no se le puede comparar
ninguna otra, pues de ella no se separa un ser amado, sino que “la espada que
hiere su alma” la separa de su propia carne y de su propia sangre. Así, más
tarde o más temprano, velada o descubiertamente, aparece en la vida de la madre
la imagen de la Madre de los Dolores, la Pietà. En el libro del
destino son múltiples los nombres de los dolores de una madre. Comprenden la
necesidad natural del hijo de seguir su propio camino, el alejamiento trágico
de las generaciones, incluso la pérdida irremisible del hijo por causa del destino,
de la culpa o de la muerte. En el aspecto religioso todos estos dolores de la
madre tienen sólo un nombre; el que Sigrid Undset da al tercer tomo de
su gran novela, “La cruz”. Cristina Levranstochter, que incluso sacrifica a sus
hijos la relación con el esposo amado, termina distanciándose por completo de
su hijos mayores; el más pequeño, el más amado, muere, y ella misma pierde la
vida por un niño ajeno. Con ello se ha expuesto la vía de la madre dolorosa.
Con la muerte se cumple radicalmente la
separación de la madre y el hijo, y la cruz del amor de madre se eleva de la
forma más evidente. Pero con la muerte del hijo aparece también el sentido
verdaderamente religioso de esta separación; con la muerte este sentido se
difunde cual una luz que ilumina todas las formas de la tragedia materna. Al
igual que el dolor de María en el fondo estuvo determinado por la obra redentora
del Hijo, así la más profunda interpretación de todo dolor de madre es la
destinación del hijo para Dios. El Hijo “presentado en el templo” es ya en el
fondo el Hijo “muerto en la cruz”, pero sigue siendo también el que se ha
“encontrado en el templo”. Así como el penúltimo misterio del Rosario
gozoso ya anuncia el Rosario doloroso, el último misterio del doloroso se
vuelve hacia el gozoso y va más lejos. El Rosario glorioso significa Transfiguración.
El Hijo que ha ascendido al cielo lleva después a su Madre. La separación del
hijo y de la madre en su supremo significado religioso comprendido como
destinación del hijo para Dios, comprende también la suprema e indisoluble
unión en Dios.
Esta es doble. Jesucristo, que
subió al cielo y que llevó a su Madre, es también Jesucristo que
continúa viviendo sobre la tierra. A la vida de María en la gloria corresponde
la vida de María en la Iglesia. Con las palabras dichas en la Cruz: “He
aquí a tu Madre, he aquí a tu hijo” el Redentor moribundo designó al discípulo
como hijo espiritual de María, y a María como madre espiritual
del discípulo. San Juan representa aquí a los apóstoles. Todos aquellos
que los discípulos del Señor bautizan en el nombre de Jesucristo son
también hijos de María. En la hora en que su vida como Madre de
Cristo parece haber terminado por completo, en verdad se convierte en Madre de
todos los cristianos. Y aquí, por segunda vez, se cumplen en Ella las
palabras del Magnificat: “Ahora me proclamarán dichosa todas las generaciones”.
En adelante no es mencionada en el Evangelio, pero los Hechos de los Apóstoles
nos la muestran tal como posteriormente la pintó el arte devoto del Occidente
cristiano; reunida en Jerusalén con los discípulos esperando la venida del
Espíritu Santo. Igual que por segunda vez se cumplieron al pie de la cruz las
palabras del Magnificat, en la mañana del día de Pentecostés es visitada
por segunda vez por el Espíritu Santo; la Madre de Cristo se convierte
en la gran figura maternal de la Madre Iglesia.
Cada mujer es hija de María; por
tanto, junto al portador de la paternidad espiritual, testimonio del sacerdocio
espiritual del hombre, tenemos en la Iglesia la misión religiosa de la mujer,
su apostolado, que es una misión maternal. En éste se cumplen para la mujer las
palabras del Salvador, no sólo en el sentido supremo y más elevado, sino en
sentido auténtico y propio: “El que acogiere a un niño en nombre mío, a mí me
acoge”. La vida de la Iglesia como vida religiosa es la vida de Cristo
naciente en las almas, Así como la figura del globo terrestre se reproduce como
forma sagrada en la cúpula de una catedral, aquí la idea religiosa toma la
forma primitiva para realzarla. Vimos el amor misericordioso de la mujer
maternal, que, llevado por la necesidad de protección y cuidado del propio hijo,
se extiende a la maternidad universal. Esta maternidad universal la vemos
elevada al más alto servicio de Cristo naciente en las almas. Al rayo de
la corona de la “Madre de Misericordia” corresponde un rayo de la corona de la “Madre
de la divina Gracia”.
La mujer como madre no fué distinguida
con ningún gran acto de consagración, ni su apostolado tampoco. El apostolado
de la mujer constituye sólo una parte del apostolado laico cuyo representante
es todo cristiano. La madre nunca se consuma en sí misma, sino en el hijo.
También aquí el gran sacramento se vierte sobre el hijo, no en la madre; pero
precisamente por esto la misión de la mujer en la Iglesia se relaciona con la
esencia de la Iglesia, constituye una parte de esta esencia. La Iglesia misma
considerada como madre es un principio cooperante; el que obra en ella es
Cristo.
Este es el profundo motivo por el cual la
Iglesia no pudo confiar nunca el sacerdocio a la mujer: es el mismo motivo que
determinó a San Pablo a exigir que la mujer se cubriera con el velo en los
oficios divinos. La Iglesia no podía dejar el sacerdocio en manos de la mujer,
pues con ello hubiera destruido el verdadero significado de la mujer en la
Iglesia; hubiera destruido una parte de su propia esencia, aquella cuya representación
simbólica confió a la mujer. La exigencia de San Pablo no representaba una
costumbre motivada por circunstancias de la época, sino que representa la
exigencia de la Iglesia supratemporal impuesta a la mujer intemporal por su
significado religioso.
Igual que el nacimiento natural, el
nacimiento religioso en el fondo también está velado. También la Iglesia puede
decir las palabras que Dios manifestó a Moisés: “Yo haré pasar ante ti
toda mi gloria y publicaré ante ti el nombre del Señor. A quien doy mi gracia,
a él doy mi gracia; para el que soy misericordioso, para éste soy misericordioso.
Pero nadie puede contemplar mi rostro”. La vida propiamente anímica de la
Iglesia está oculta. De ahí el error indefectible de todos aquellos que
creen poder apreciar o juzgar la vida religiosa de la Iglesia por su exterior,
una sinrazón sólo comparable a aquella que exigiera del bisturí seccionador del
médico el hallazgo del alma en el cuerpo. Decíamos que en la misión maternal
de su apostolado la mujer se relaciona íntimamente con la esencia de la
Iglesia, es decir, se relaciona con su esencia oculta. El apostolado de la
mujer en la Iglesia es en primer lugar el apostolado del silencio; en el centro
de lo verdaderamente sagrado necesariamente es donde más intenso se acentúa el
carácter religioso de la mujer. El apostolado del silencio significa que la
mujer está llamada, sobre todo, a representar la vida oculta de Cristo en la
Iglesia; así, pues, como portadora de su misión religiosa en la Iglesia, es
hija de María.
Con ello se ha señalado el apostolado de
la mujer en toda su profundidad. Sólo una época extraviada, tanto en lo
religioso como en lo natural, como lo fué la última en tantos aspectos, pudo
ver en la esencia de este apostolado un menosprecio de la mujer; error que
nunca debió ser combatido con el débil consuelo de que la mujer, alguna que
otra vez, había hablado y obrado en la Iglesia, pues no lo ha hecho jamás en el
verdadero ámbito sagrado del sacerdocio. La directa misión carismática que en
distintos casos, como en Santa Catalina de Siena, rompió el silencio de la
mujer en la Iglesia, se cumple sólo en la línea extraordinaria, no constituye
la regla. Y la regla significa aquí que también en la Iglesia el verdadero seno
materno de todas las cosas está oculto.