Nota del Blog: presentamos aquí este hermoso trabajo de Mons. Fenton en el cual explica la relación especial entre la Iglesia y los pobres. El texto en cuestión corresponde al cap. VI de su preciosa obrita "El Concepto del Sacerdocio Diocesano" (1951).
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J. C. Fenton |
Una de las tareas más importantes de la Iglesia local o
diócesis, dentro del reino de Dios en la tierra, es su misión para con los
pobres y necesitados. Dios llama a su Iglesia a todos los hombres pero este
llamamiento se dirige especialmente a los indigentes y desdichados de este
mundo. La Iglesia se debe adaptar a las necesidades y exigencias de todas las
razas y clases sociales, pero Dios quiere que sean los pobres y afligidos los
que reciban primariamente sus cuidados. Dada la constitución divina de la
Iglesia, es forzoso que esta característica propia de la Iglesia universal
brille con todo su esplendor en la vida de la iglesia local o diócesis. Que el
obispo y el presbiterio deben tener un interés especial por los pobres y
desafortunados de este mundo es algo que se deduce claramente de la misma
naturaleza de la Ecclesia.
Los desvalidos e indigentes, los afligidos y
desafortunados de este mundo fueron siempre objeto de predilección especial por
parte de Nuestro Señor Jesucristo. Podríamos decir que la misión del
Verbo encarnado en este mundo tenía realmente por objeto especial, y en cierto
modo primario, el socorro de esta clase de personas. Ya en el Antiguo
Testamento se describe al Mesías como enviado especialmente para favorecer a
los pobres y afligidos. Y en este sentido fué tan patente el ministerio público
del Salvador en favor de los pobres, que pudo ser ésta una de las razones que
convencieron a San Juan Bautista de que las profecías del Antiguo Testamento
acerca del Mesías se estaban cumpliendo realmente en Cristo[1]. Nuestro
Señor encomendó a sus discípulos el cuidado de los pobres, confirmando este
mandato con su propio ejemplo. Los apóstoles no olvidaron esta doctrina ni la
misión que se les había confiado, considerándose especialmente obligados a tal
socorro y ayuda. Los obispos de la Iglesia tienen el mismo privilegio e
idéntica responsabilidad como miembros que son del colegio apostólico. El
mensaje divino de la predicación a ellos encomendado debe dirigirse
principalmente a los pobres. Los sacerdotes seculares que en su diócesis
respectiva integran el presbiterio diocesano, y la misma hermandad sacerdotal
esencialmente consagrada a ayudar al obispo, están obligados a llevar a todos
los pobres los consuelos del divino mensaje para cumplir fielmente sus deberes.
Es innegable que la predicación de Cristo se dirigía principalmente a
los pobres y desgraciados. Cuando Nuestro Señor anunció a sus conterráneos de
Nazaret su propio carácter mesiánico, les leyó el pasaje en que el profeta Isaías
expone la misión especial que Dios había encomendado al Mesías de evangelizar a
los pobres y necesitados:
Vino a Nazaret, donde se había criado y, según
costumbre, entró el día de sábado en la sinagoga y se levantó para hacer la
lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías, y desenrollándolo dio con
el pasaje donde está escrito:
"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque
Él me ungió; Él me envió a evangelizar a los pobres, a predicar a los cautivos
la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista, para poner en libertad a
los oprimidos, para anunciar el año de gracia del Señor."
Y enrollando el libro se lo devolvió al servidor y
se sentó. Los ojos de cuantos había en la sinagoga estaban fijos en Él. Comenzó
a decirles: Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír[2].
Así pues, según la profecía de Isaías y la explicación
del mismo Cristo, los beneficiarios inmediatos del divino mensaje deben
ser los necesitados, los pobres (πτωχοῖς) y afligidos de este mundo. El
amor preferente de Cristo para con los pobres y desvalidos no fué algo
meramente accesorio, sino que entraba de lleno dentro de su misión providencial, pues era voluntad de
Dios que sus gracias y bendiciones llegasen primeramente a los más necesitados.
Por esta razón, el socorro de los pobres es un deber especial de la Iglesia, de
los obispos que componen su colegio apostólico, y de los sacerdotes diocesanos que colaboran, por
voluntad divina, con sus respectivos obispos en las diversas diócesis del
mundo entero.
El mismo Jesucristo apeló a su labor espiritual en
favor de los pobres, a la par que a sus milagros, con el fin de convencer
eficazmente a los discípulos de San Juan Bautista de que era Él en
verdad el Mesías prometido en el Antiguo Testamento.
Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de
Cristo, envió por sus discípulos a decirle: “¿Eres Tú “El que viene” o hemos de
esperar a otro?” Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y referid a Juan lo que
habéis oído y visto. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan
limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados;
y bienaventurado aquel que no se escandalizare de Mí”[3].
Así como Jesucristo durante toda su vida pública trabajó
tanto por ayudar espiritual y materialmente a los pobres y necesitados, así
también y en este mismo sentido quiere Dios que trabaje el presbiterio; pues,
en el fondo, la obra de Cristo debe ser continuada por su Iglesia y,
consiguientemente, por el obispo y sus sacerdotes. Los cuatro evangelistas nos
dicen que las multitudes acudían a Jesús en busca de remedio espiritual
y material para sus necesidades. La mayor parte de los milagros realizados por Cristo
para probar hasta la evidencia su Misión divina tuvieron por objeto el remedio
de los dolores y enfermedades del pueblo. Además, Nuestro Señor acostumbraba
a aliviar con sus limosnas las necesidades de los pobres, como podemos deducir
del hecho de que, al salir Judas Iscariote del cenáculo para preparar su infame
traición, los demás apóstoles pensaron que iba a comprar algo para la fiesta o
para dar limosna a los pobres[4]. También
era práctica común de Jesús vender los valiosos regalos que se le hacían y, con
la suma obtenida, remediar la indigencia de los pobres, como claramente se
colige del comportamiento de Judas y algunos otros discípulos, que se enojaron
contra María de Betania al verla ungir con un precioso ungüento los pies del
divino Salvador, cuando "pudo venderse en más de trescientos denarios y
darlo a los pobres"[5].
Como sabemos, Nuestro Señor tomó ocasión de este incidente para indicar que la
compañía de sus discípulos, la sociedad denominada Iglesia, debe tener como
ocupación cotidiana y ordinaria el cuidado de los pobres. "Porque
los pobres —dijo Jesucristo— siempre los tenéis[6]
con vosotros, y cuando queráis podéis hacerles bien; pero a Mí no siempre me
tenéis[7]".
Con estas palabras quiso indicar Jesús a sus discípulos que su preocupación por
los pobres debía durar siempre, aun después de que Él se hubiese ausentado de
su vista con su ascensión a los cielos.
Nuestro Señor nos induce y exhorta a mostrar nuestro amor
al pobre, aún en grado heroico, cuando afirma que si queremos ser perfectos
debemos vender todas nuestras cosas y posesiones para socorrer a los pobres. Al
preguntarle el joven rico qué debía hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús
le dijo claramente que para entrar en el reino de Dios en la tierra (reino que
todavía se encontraba entonces dentro de la colectividad religiosa de Israel), era
menester guardar los mandamientos contenidos en la ley divinamente revelada. Y
cuando el joven replicó que había observado esos mandamientos desde la
juventud, mostrando su deseo de mayor perfección en el servicio de Dios,
Nuestro Señor le aconsejó que vendiese todo lo que tenía y lo repartiese entre
los pobres; hecha esta renuncia, podría seguir su invitación uniéndose a sus
discípulos[8]. Jesús
inculca frecuentemente a sus discípulos la renuncia de las riquezas con el fin
de aliviar las angustias de los pobres. Conforme a los deseos del Maestro,
obraban los discípulos en Jerusalén después de la ascensión de Cristo a
los cielos. Nos refieren los Hechos de los Apóstoles que era tal la
solicitud de la primitiva comunidad cristiana por sus miembros indigentes que
"no había entre ellos indigentes, pues cuantos eran duchos de haciendas o
casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido y lo depositaban a los
pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad"[9].
Las palabras de San Pedro a Ananías manifiestan claramente que
esta caridad heroica de los cristianos para con los pobres era voluntaria, no
obligatoria. Así, dijo San Pedro a Ananías que la tierra que
había vendido hubiera sido propiedad de éste de haber querido retenerla, y que
el precio percibido por la venta a él le pertenecería si no hubiera querido
entregarlo[10].
Ananías fué condenado y terriblemente castigado, no por haber rehusado
entregar todos sus bienes a los pobres, sino por haber querido engañar a los
apóstoles, representantes del mismo Dios y encargados de regir la Iglesia.
Nuestro Señor se contentó con aconsejar o recomendar la
donación total de nuestros bienes a los pobres, pero en cambio nos prescribe el
cuidado de éstos con un severo mandato, ordenando a sus discípulos que empleen
parcialmente sus riquezas en socorrer a los menesterosos y ayuden a quienes
nada pueden pagar por los beneficios recibidos.
Dijo también al que le había invitado: Cuando des
un almuerzo o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a los
parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos, a su vez, te inviten y
tengas ya tu recompensa. Antes bien cuando hagas una comida, llama a los
pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos, y tendrás la dicha de que
no puedan pagarte, porque recibirás la recompensa en la resurrección de los
justos[11].
En su gran solicitud por los pobres, Cristo no
dejaba de alabar cualquier generosidad importante en favor suyo. Veamos, por
ejemplo, el caso de Zaqueo: "Zaqueo, en pie, dijo al Señor:
Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguien he defraudado en
algo, le devuelvo el cuádruplo. Díjole Jesús: Hoy ha venido la salud a
tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham[12]".
Zaqueo fué llamado hijo de Abraham, más que por su origen racial,
por razón de su fe en Cristo, mediante la cual fué incorporado
perfectamente al reino de Dios en este mundo y unido a la progenie espiritual
de Abraham. La misión de Nuestro Señor para con los pobres de este mundo
incluía un tierno y verdadero aprecio de las gracias y bendiciones que Dios les
concede. Jesucristo alabó públicamente la aportación que la pobre viuda
hizo al templo de Jerusalén, haciendo notar que su pobre ofrenda era en
realidad de más valor que las ostentosas limosnas de los ricos. En el sermón de
la montaña llega a llamar bienaventurados a los pobres. Es importante notar que
la primera de las bienaventuranzas se refiere principalmente a los pobres
verdaderos, faltos de bienes materiales. "Bienaventurados los pobres,
porque vuestro es el reino de Dios[13]",
es la primera bienaventuranza según el relato de San Lucas. San Mateo
añade las palabras τῷ πνεύματι para indicar
que el reino del cielo, la Iglesia de Dios en el Nuevo Testamento, ha de
pertenecer a quienes, por su lealtad a Cristo, viven desasidos de las
riquezas materiales que hacen a tantos hombres alejarse del Creador y pensar
sólo en las criaturas[14].
Sin embargo, es evidente que en dicha proposición se expresa que la Iglesia de
Dios está destinada de un modo especial a los pobres y desheredados de este
mundo.
El amor y el cuidado de los pobres fueron la nota
predominante de la vida pública de Jesucristo, y ya desde el principio la
Iglesia fundada por Cristo consideró este asunto de suma importancia. Los
discípulos de Nuestro Señor nunca olvidaron las instrucciones que el Maestro
les dio, para agregar nuevos miembros a su Iglesia, en una de las parábolas del
reino. "Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad, y a los pobres,
tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí[15]. Los propios
discípulos de Jesús eran gentes humildes que bien podían decir al
Maestro por boca de San Pedro: "Nosotros lo hemos dejado todo y
te hemos seguido[16]".
No es, pues, extraño que entre los primeros cristianos todos se preocuparan por
ayudar con liberalidad y entusiasmo a los necesitados, y especialmente a los hermanos
en la fe, poniendo a disposición de ellos sus propias riquezas[17]. La
misma Iglesia era la que se encargaba de distribuir todos los días alimentos y
víveres a las viudas de cada comunidad cristiana[18].
La discípula de Joppe, llamada Tabita o Gacela, trabajaba con
todo cariño por los pobres de la Iglesia de aquella ciudad, realizando así una
actividad esencial del reino de Dios en el Nuevo Testamento[19].
El centurión Cornelio mereció, con sus oraciones y limosnas, la gracia
de ser llamado a ser miembro de la naciente Iglesia[20].
San Pablo insiste en que el cuidado de los pobres de
Iglesia universal incumbe al colegio apostólico. Escribiendo a los Gálatas,
recuerda que, cuando los apóstoles aprobaron en Jerusalén su ministerio
apostólico, le señalaron explícitamente la obligación de cuidar de los pobres.
Santiago, Cefas y Juan, que pasan por ser las
columnas [de la Iglesia], reconocieron la gracia a mí dada, y nos dieron a mí y
a Bernabé la mano en señal de comunión, para que nosotros nos dirigiésemos a
los gentiles y ellos a los circuncisos. Solamente nos pidieron que nos
acordásemos de los pobres, cosa que procuré yo cumplir con mucha solicitud.[21]
La tarea de socorrer a los pobres es ante todo una
función propia de la caridad divina. Los cristianos tienen que ayudarse
mutuamente en sus necesidades por razón del amor fraternal que debe reinar
entre los miembros de la misma familia, que es la Iglesia. El obispo es el
primer obligado a socorrer a los indigentes, pues él es quien preside este αγαρη,
quien gobierna y dirige la sociedad, con caridad divina, como representante que
es del mismo Dios. Está, pues, encargado del cuidado de los pobres de su
diócesis. Dado el carácter universal del reino de Dios en la tierra, los
diversos miembros de las diócesis particulares — y aún más sus gobernantes—
deben trabajar solícitamente por ayudar a todos los hermanos que sufren,
incluso en otros lugares. Así vemos que San Pablo pedía a las
iglesias de Roma[22],
de Galacia[23]
y de Corinto[24]
ayuda económica para aliviar la pobreza de los fieles de Jerusalén. Las de
Macedonia, a pesar de su pobreza y de las persecuciones que sufrían por el
nombre de Cristo, se anticiparon generosamente a los deseos de San
Pablo[25].
La epístola de Santiago insiste en que una diócesis no
puede ser fiel y leal a su sublime dignidad y divina vocación si sus miembros
muestran preferencia por los ricos y desprecio por los pobres. El apóstol
llega hasta negar el título de εκκλησια a
la asamblea local cristiana en que se desprecia a los pobres y sólo se honra a los ricos. Tales
reuniones de cristianos se denominan "sinagoga" (συναγωγη)[26].
Quizá sea esta epístola de Santiago el libro del Nuevo Testamento donde más
clara y perfectamente se hace resaltar la dignidad y posición de los pobres en
la Iglesia de Cristo.
Escuchad, hermanos míos carísimos: ¿No escogió
Dios a los pobres según el mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos
herederos del reino que tiene prometido a los que le aman? Y vosotros afrentáis
al pobre”.[27]
De aquí infiere Santiago que, si el reino de Dios
pertenece especialmente a los pobres de este mundo, la ecclesia satanae
la formarán especialmente los ricos.
¿No son los ricos los que os oprimen y os
arrastran ante los tribunales? ¿No son ellos los que blasfeman el buen nombre
invocado sobre nosotros?[28]
Este mismo concepto de la Iglesia —y su relación especial
con los pobres—lo expone nítidamente San Pablo en su primera epístola a
los Corintios.
Antes eligió Dios la necedad del mundo para
confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los
fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios
para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios.[29]
En la epístola de Santiago se explica claramente
la verdad revelada de que el amor de caridad hacia los pobres de la Iglesia de
Dios exige que voluntariamente les ayudemos y socorramos en sus necesidades y
sufrimientos.
Si el hermano o la hermana están
desnudos y carecen de alimento cotidiano, y alguno de vosotros les dijere:
"Id en paz, que podáis calentaros y hartaros", pero no les diereis
con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho les vendría?[30]
[1] Nota del Blog: es
posible que este interrogatorio no haya sido con el efecto de convencer al
mismo San Juan Bautista, que por lo demás, bien supo desde siempre quién
era Nuestro Señor, sino para convencer a sus mismos discípulos.
[2] Lc 4, 16.21.
[3] Mt 11, 2-6; v. también Lc 7, 18-23.
[4] Cf. Jn 13, 30.
[5] Mc. 14, 5; v.
también Mt. 26, 9; Jn 12, 4.
[6] Nota del Blog: algunas
versiones traducen mal el verbo “ἔχετε”
por “están” perdiendo así fuerza la locución original puesto que no es lo mismo
que los pobres meramente estén a que la Iglesia los tenga, como
si fueran propiedad suya.
[7] Mc. 14, 7; v.
también Mt. 26, 11; Jn 12, 8.
[8] Cfr. Mt. 19, 21; Mc. 10, 21;
Lc. 18, 22.
[9] Hech. 4, 34-35.
[10] Cfr. Hech. 5, 4.
[11] Lc. 14, 12-14.
[12] Lc 19, 8-9
[13] Lc 6, 20.
[14] Mt. 5, 3.
[15] Lc. 14, 21.
[16] Mt. 19, 27; v. también Mc. 10, 28; Lc. 18, 28.
[17] Cfr. Hech.
IV, 34.
[18] Cfr. Hech.
6, 1-4.
[19] Cfr.
Hech.9, 36-42.
[20] Hech. 10,
4.
[21] Gal. 2, 9-10.
[22] Cf. Rom 15, 25-27.
[23] Cf. I Cor 16, 1.
[24] Cf. I Cor 16, 1-4; 2 Cor cc. 8-9.
[25] Cf. 2 Cor 8, 3-4.
[26] Cf. Sant. 2, 2.
Nota del Blog: Nos
parece forzada esta interpretación. Cfr. la nota de Straubinger a Heb.
8, 4.
[27] Sant. 2,
5-6.
[28] Sant. 2,
6-7.
[29] I Cor. I,
26-27.
[30] Sant. 2,
15-16.