viernes, 19 de octubre de 2012

La Diócesis y los Pobres de Cristo (II de II)

Primera parte AQUI

El Nuncio Pacelli entrega un paquete
con ayuda de parte de Benedicto XV

Escribiendo a la "iglesia de Dios que está de peregrinación en Corinto", afirma San Clemente de Roma que dicha comunidad cristiana, en los días de su primitiva gloria y perfección espiritual, se distinguía por sus obras de hospitalidad y beneficencia y por estar más dispuesta a dar que a recibir. Esta intervención en favor de los pobres fué siempre considerada como obligación propia de la diócesis y, consiguientemente, como función peculiar del obispo y del presbiterio[1]". En su homilía segunda afirma que el dar limosna a los pobres, la oración y el ayuno son obras propias y  características de los  cristianos y que la limosna está sobre las dos restantes[2]. Asimismo se indica en la Didajé que el dar limosna a los pobres no es sólo una labor de los particulares, sino también de toda la diócesis[3].
La iglesia de Roma, fiel guardiana de todas las doctrinas reveladas, se distinguía extraordinariamente por su solicitud en favor de los cristianos pobres. Eusebio de Cesarea cita en su Historia Ecclesiastica el siguiente pasaje, tomado de una carta escrita por San Dionisio, obispo de Corinto, al papa Sotero (que reinó en 166-175):

Ésta ha sido vuestra costumbre desde el principio: hacer bien de muchas maneras a todos los hermanos y enviar vuestras contribuciones a las iglesias de todas las ciudades, con el fin de aliviar la pobreza de los necesitados de algunos lugares y ayudar a los hermanos que trabajan en las minas. Con los dones que habéis enviado ya desde el principio, conserváis, oh verdaderos romanos, la costumbre antigua de vuestros antepasados. Vuestro bendito obispo Sotero no sólo ha continuado haciendo este beneficio, sino que lo ha incrementado suministrando provisiones abundantes a los santos y exhortando y consolando con sus benditas palabras a los hermanos que vienen a Roma, tal como lo haría un padre amante con sus hijos[4].

El mismo Eusebio asegura que en la iglesia de Roma se conservaba esta laudable costumbre aún en su tiempo, a pesar de las terribles persecuciones de Diocleciano y sus gobernadores[5]. Los obispos y el clero de Roma, nunca han cesado de inculcar a los fieles que componen la verdadera iglesia de Cristo la lección cristiana del amor fraterno y la compasión para con los pobres.
El mártir San Cipriano afirma que el cuidado de los pobres es, sin duda alguna, de la especial incumbencia del obispo, y una tarea en la que los clérigos de su iglesia de Cartago tenían el privilegio y la obligación de participar[6]. San Agustín pondera el gran número de pobres asistidos por la Iglesia y se gloría que ésta sea verdaderamente la Iglesia de los pobres. La legislación eclesiástica consideraba los bienes y el dinero que le eran confiados como propiedad de los  pobres, de tal suerte que a quien robaba a Iglesia sus heredades se le acusaba de robar a los pobres[7]. La actitud cristiana hacia los necesitados y enfermos está basada en las palabras del mismo Cristo, quien dice que sus discípulos serán juzgados por Dios conforme a la conducta que observen con los hermanos pobres y enfermos, en quienes siempre hemos de ver al mismo Jesucristo.

Y le respondieron los justos: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis[8].

En conformidad con estas palabras, la Iglesia enseña a sus hijos a tratar a los pobres y a los hermanos que sufren corno tratarían al mismo Jesucristo. Cuando, antes de su conversión, San Pablo perseguía a la naciente Iglesia, Cristo le reprochó su persecución como si le persiguiese a Él mismo[9]. Y así también Cristo considera como trato que a Él mismo le damos la conducta que observamos con los hermanos pobres e infortunados. Ningún cristiano puede tener verdadero amor a Dios si no manifiesta un amor efectivo y sincero a todos los miembros afligidos de su propia comunidad, del reino de Dios en la tierra. Oigamos el terrible interrogante de San Juan: "El que tuviere bienes de este mundo, y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?[10]
El amor cristiano de caridad para con los pobres ha de ser un amor activo y eficaz dentro de la Iglesia, y el obispo y el presbiterio están especialmente encargados de su realización. Siendo el socorro de los pobres un verdadero mandato evangélico, el sacerdote diocesano que quiere alcanzar el objetivo señalado a la labor propia del presbiterio debe trabajar todo lo posible por llevar a los pobres el divino mensaje de Cristo, así como está obligado especialmente a procurar la conversión de los menos privilegiados, a quienes Dios no ha concedido aún el don de ser miembros de su sobrenatural familia.
Los católicos pobres, afligidos y necesitados están confiados directamente a la diócesis y son su verdadera gloria. Así pues, compete al presbiterio diocesano hacer que estos hermanos en Cristo reciban la suficiente instrucción que, según la voluntad de Nuestro Señor, deben recibir todos los miembros de su Iglesia. Para cumplir bien esta divina misión, los sacerdotes diocesanos deben empezar por precaverse contra una lamentable tendencia que ha infectado la mentalidad de algunos cristianos y se refleja en muchos escritos coetáneos. Nos referimos a la creencia de que la instrucción completa y adecuada de la doctrina católica está reservada, al menos prácticamente, a algunos grupos selectos de seglares católicos. Esta creencia es, sin duda alguna, contraria a la doctrina de los apóstoles. San Pedro y San Pablo, en sus epístolas a los fieles, envían su salutación a los miembros de la Iglesia llamándoles a todos "elegidos"[11]. Al parecer, nunca se les ocurrió reservar esta denominación para los cristianos más ricos, ni para las clases más altas e ilustradas. El sacerdote diocesano, que tiene el privilegio de cooperar en la labor de su obispo en beneficio de los pobres, imitará a los apóstoles teniendo siempre presente que, si hay en la Iglesia alguna clase superior y privilegiada, ésta ha de ser la de los pobres y necesitados. El sacerdote secular, por motivo de su posición, está especialmente obligado a trabajar por la consecución de este objetivo empleando todos sus recursos para explicar a los pequeños y humildes el divino mensaje de Cristo.
El sacerdote diocesano es inmediatamente responsable de la instrucción de los pobres. Si quiere realizar con dignidad el trabajo que Dios le ha confiado, rechazará de plano el nuevo y detestable error que pretende ser impropio del sacerdote moderno alternar directamente con la gente sencilla. Estamos acostumbrados a pensar que los seglares no pueden aprender ni comprender la teología católica por ser ésta algo exclusivo de los sacerdotes, incomprensible a quien no haya empleado por lo menos cuatro años de estudio en un seminario. En cambio, se piensa que cualquier seglar, prescindiendo de su competencia en el campo de la sagrada teología, está suficientemente capacitado para explicar a los demás seglares las verdades teológicas que éstos pueden necesitar o desean conocer. Según esta mentalidad, la instrucción religiosa de los seglares, y especialmente de los pobres y humildes, sería primaria e inmediatamente de la incumbencia de algunos seglares selectos o privilegiados que actuarían como intérpretes o intermediarios entre los sacerdotes y el pueblo.
Huelga decir que tal actitud representa una  perversión completa de la esencia y funciones propias de la Acción Católica. En realidad, la misión específica  de estos seglares selectos no es la de explicar las doctrinas teológicas de los sacerdotes a los miembros de la Iglesia universal, y particularmente a los pobres de Cristo, sino la de llevar y explicar la verdad católica en lugares y ocasiones en que el mismo sacerdote no  puede estar presente. Los seglares católicos tienen el privilegio y la obligación de profesar y manifestar la fe de Jesucristo en su vida entera: en el trabajo y el descanso, en la vida pública y en la privada. Deben esforzarse en completar y reforzar la labor docente y religiosa propia del obispo, quien, según la constitución divina de la Iglesia de Cristo, la realiza por sí mismo y mediante los miembros de su presbiterio. Tienen una noción completamente errónea de la Acción Católica aquellos que se imaginan que el sacerdote diocesano, por razón de su ministerio, es incapaz de tratar directa e inmediatamente con los fieles que su obispo le ha confiado, y que es indispensable la mediación de algunos católicos seglares.
El sacerdote diocesano, en consonancia con la divina misión del presbiterio, tiene la obligación y el privilegio de instruir perfectamente en las verdades divinamente reveladas a todo su pueblo y, especialmente, a los más pobres y humildes. En esta tarea, perdería lastimosamente el tiempo si tratara únicamente de "hacer más atractiva la Acción Católica". El mensaje católico es una doctrina revelada por Dios a los hombres y, presentado con claridad y exactitud, constituye la doctrina más atractiva que se puede ofrecer a la humanidad. Si el sacerdote propone la revelación divina de un modo claro y conveniente — según la diversa mentalidad del auditorio o los lectores —, los hombres, y singularmente los pobres, hallarán en ella una norma práctica de vida cristiana y un consuelo a sus sufrimientos que convierta su vida en una antesala del cielo.
En virtud de su divina misión, el sacerdote diocesano está obligado a trabajar especialmente por la conversión de los acatólicos residentes en el territorio particular a él asignado; pero más especialmente aún tiene la obligación de trabajar con todas sus fuerzas para llevar las bendiciones y consuelos de la religión a los pobres y necesitados que habitan en su mismo lugar. En este sentido, es muy digna de loa la gran labor desarrollada en pro de la conversión de los acatólicos, y aun de los anticatólicos (especialmente en el sector obrero), por la conocida sociedad de los Jóvenes Obreros Cristianos, del canónigo Joseph Cardijn[12]. Es ésta una de las realizaciones más importantes de la Iglesia en nuestros días. Las personas más favorecidas por esta sociedad son siempre los pobres, objeto de la especial predilección de Nuestro Señor Jesucristo, según las profecías de Isaías y las enseñanzas del mismo Cristo. Si nuestros sacerdotes diocesanos quieren hacer llegar eficazmente las verdades religiosas a los acatólicos de su propia Iglesia, deberán imitar el ingenio, la piedad y la energía empleadas por los sacerdotes europeos en la propagación de la J. O. C. Con todo, habrá algunos sacerdotes diocesanos que tendrán que trabajar en situaciones más difíciles que el canónigo Cardijn y sus compañeros, y, al mismo tiempo, con menos éxito. Pero no por ello deberán desfallecer ni dejar de llevar la verdad a los acatólicos pobres de su propio territorio, recordando que no les ha llamado Dios a una vida fácil y cómoda, sino al trabajo sublime, aunque difícil, de extender el reino de Cristo.
Los miembros del presbiterio no cumplen sus obligaciones para con los pobres con sólo instruirlos en las verdades cristianas; están, además, obligados a trabajar por aliviar las necesidades y sufrimientos de todos, particularmente de los miembros de la Iglesia. Los sacerdotes seculares están consagrados a la "edificación" de una diócesis rica en fe y en caridad fraterna, y para conseguir este objetivo es preciso que reine en ella el amor a Dios, así como un amor de fraternidad ferviente, sincero y eficaz, hacia todos, especialmente los hermanos pobres. Este cuidado de los pobres debe ser de la incumbencia de toda la diócesis en común y de todos los miembros de ésta que puedan socorrer a sus hermanos necesitados. Debe hacerse comprender a los ricos que están obligados a ayudar a los pobres y aliviar el dolor de los que sufren,  y que sólo cumplirán plenamente esta obligación cooperando en la labor benéfica de la Iglesia de Cristo
La diócesis sólo podrá obtener la perfección espiritual que Dios exige cuando el sacerdote diocesano instruya bien al pueblo acerca de la necesidad y el privilegio de atender debidamente a los pobres de Cristo y, sobre todo, cuando los mismos sacerdotes sean los primeros en dar ejemplo de caridad efectiva para con todos los necesitados de ayuda. Es evidente que toda exhortación resultará infructuosa si el propio sacerdote se muestra indiferente ante las angustias de los pobres y no manifiesta verdadero interés en ayudarles y solucionar sus problemas. El sacerdote que muestre inclinación hacia los ricos y no quiera rebajarse a tratar con los pobres, a visitarles y consolarles traicionará su propia iglesia e impedirá su progreso hacia la perfección de la caridad y del amor fraterno.
El interés que el mismo Cristo manifestó por los pobres y la misión divina confiada a la Iglesia y al colegio apostólico de ayudar y consolar a los atribulados prueban claramente que el sacerdote diocesano debe cumplir personal y directamente sus deberes para con los pequeños de Cristo. Si en la instrucción de la doctrina cristiana no debe mediar nadie entre el sacerdote y el pueblo, tampoco será necesaria mediación alguna entre el sacerdote y los pobres en lo referente a la obra caritativa que Dios ha encomendado a su Iglesia. Sin embargo, el sacerdote tiene siempre a su disposición diversas asociaciones de seglares piadosos (como las Conferencias de San Vicente Paúl) de las que puede y debe aprovecharse para aliviar las penas de los hermanos en Cristo. Pero estas ayudas, eficaces y muy estimables, no eximirán al sacerdote de intervenir directa y personalmente en favor de los necesitados. Para hacerlo de un modo adecuado, tiene que visitar a los pobres, a los enfermos y atribulados, tiene que ponerse en contacto con estos fieles, verdadera corona de su Iglesia, a fin de acercarles más al divino Salvador.
Este interés inmediato y operante del sacerdote diocesano por los fieles de Cristo es especialmente necesario en nuestros días y en nuestra nación[13]. Los elementos anticristianos, en su encarnizada lucha contra Dios y su Iglesia, se apoyan sobre todo en la desgracia y miseria de los pobres. No ganará mucho la causa de Nuestro Señor con la conducta de quienes, quizá con buena intención, se desinteresan precisamente del bien de las personas más necesitadas y que tienen un derecho especial y un lugar preeminente en el reino de Dios. Los verdaderos responsables de la ruina espiritual de las masas de muchos pueblos europeos han sido, por lo menos en  gran parte, los sacerdotes y prelados que sólo se han preocupado de los ricos y poderosos.[14] Tienden actualmente a contrarrestar estos males algunos movimientos católicos (como el antes mencionado del canónigo Cardijn) que procuran que el pueblo vuelva a apreciar la labor de los sacerdotes consagrados a su servicio.
Hoy día, el sacerdote diocesano debe tener presente que el principal factor para la renovación de la vida cristiana en el mundo moderno es la intensificación de la ayuda espiritual y material a los pobres, la preocupación constante de que llegue hasta los pobres y humildes el divino mensaje de Cristo. El interés por los necesitados no es algo puramente sentimental: está basado en el mismo mensaje divino, en el hecho innegable de que la labor de la Iglesia y, consiguientemente, de colegio apostólico y del sacerdocio diocesano, debe estar orientada especial y preferentemente, según la voluntad de Dios, al bien de los pobres de Cristo.
El cardenal Newman, siendo aún protestante, se había ya ocupado de la situación de los pobres en la Iglesia. Más tarde, como sacerdote católico, escribía lo siguiente:

No se puede negar que la Iglesia, aunque admite en su seno a todos los hombres, incluso a los ricos, sin embargo, considera a los pobres como sus miembros más aptos y privilegiados. En la Sagrada Escritura se censura con frecuencia la riqueza y  se alaba sobremanera la pobreza: "Se predica el evangelio a los pobres." "Dios ha escogido a los pobres de este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino." "Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres." Además, es innegable que la Iglesia ha sido siempre tanto más pura y  perfecta cuanto más se ha  preocupado por las gentes  humildes y sencillas[15].

En conclusión, la diócesis perfecta según Dios, la verdadera Iglesia descrita y alabada por San Pablo en sus epístolas, es y debe ser esencialmente la Iglesia de los pobres. El objetivo del sacerdocio diocesano es convertir la comunidad católica donde trabaja en una iglesia perfecta como la anteriormente descrita. Es voluntad de Dios que todas sus actividades se ordenen a la consecución de este fin inmediato. Con esta misma finalidad se deben emplear todos los recursos de ciencia y espiritualidad concedidos por Dios al sacerdote secular. Entra también en la misión inmediata del presbiterio el amor efectivo y la unión con los pobres de Cristo, esenciales para la consecución de dicho objetivo.



[1] Cf. Prima Clementis, I, 2
[2] Cf. Secunda Clementis XVI, 4.
[3] Cf. Didajé, I. 5.
[4] Eusebio, Historia Ecclesiastica, IV, 23, 10.
[5] Cf. o. c., IV, 23, 9.
[6] Especialmente en la Epist. 7.
[7] Cf. Hefele-Leclerq, Histoire des Coneiles, Paris 1908,  II,  456.
[8] Mt 25, 37-40.
[9] Cf. Act 9, 4-5.
[10] I Jn 3, 17. 
[11] Cf. Col 3, 12; 1 Petr 1, 1.
[12] Nota del Blog: más allá de lo que se pueda pensar o decir sobre este ejemplo concreto no debe perderse de vista que no es más que eso: un ejemplo. El principio desarrollado subsiste.
[13] Nota del Blog: EEUU.
[14] Nota del Blog: Palabras que todo Católico debería tener presente, al igual que las que cita Fenton de Newman, más abajo.
[15] Se encuentra este pasaje en Primitive Christianity, "Historical Sketches", Londres 1920, I, p. 341 s. Se halla también en Newman, Essays and Sketches, editado por Harrold (Londres 1948, 1, 87).