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El Nuncio Pacelli entrega un paquete con ayuda de parte de Benedicto XV |
Escribiendo a la "iglesia de Dios que está de
peregrinación en Corinto", afirma San Clemente de Roma que dicha
comunidad cristiana, en los días de su primitiva gloria y perfección
espiritual, se distinguía por sus obras de hospitalidad y beneficencia y por
estar más dispuesta a dar que a recibir. Esta intervención en favor de los
pobres fué siempre considerada como obligación propia de la diócesis y,
consiguientemente, como función peculiar del obispo y del presbiterio[1]".
En su homilía segunda afirma que el dar limosna a los pobres, la oración y
el ayuno son obras propias y características
de los cristianos y que la limosna está
sobre las dos restantes[2].
Asimismo se indica en la Didajé que el dar limosna a los pobres no es
sólo una labor de los particulares, sino también de toda la diócesis[3].
La iglesia de Roma, fiel guardiana de todas las doctrinas
reveladas, se distinguía extraordinariamente por su solicitud en favor de los
cristianos pobres. Eusebio de Cesarea cita en su Historia
Ecclesiastica el siguiente pasaje, tomado de una carta escrita por San Dionisio,
obispo de Corinto, al papa Sotero (que reinó en 166-175):
Ésta ha sido vuestra costumbre desde el principio:
hacer bien de muchas maneras a todos los hermanos y enviar vuestras
contribuciones a las iglesias de todas las ciudades, con el fin de aliviar la
pobreza de los necesitados de algunos lugares y ayudar a los hermanos que
trabajan en las minas. Con los dones que habéis enviado ya desde el
principio, conserváis, oh verdaderos romanos, la costumbre antigua de vuestros
antepasados. Vuestro bendito obispo Sotero no sólo ha continuado haciendo este
beneficio, sino que lo ha incrementado suministrando provisiones abundantes a
los santos y exhortando y consolando con sus benditas palabras a los hermanos
que vienen a Roma, tal como lo haría un padre amante con sus hijos[4].
El mismo Eusebio asegura que en la iglesia de Roma
se conservaba esta laudable costumbre aún en su tiempo, a pesar de las
terribles persecuciones de Diocleciano y sus gobernadores[5].
Los obispos y el clero de Roma, nunca han cesado de inculcar a los fieles que
componen la verdadera iglesia de Cristo la lección cristiana del amor
fraterno y la compasión para con los pobres.
El mártir San Cipriano afirma que el cuidado de los pobres
es, sin duda alguna, de la especial incumbencia del obispo, y una tarea en la
que los clérigos de su iglesia de Cartago tenían el privilegio y la obligación
de participar[6].
San Agustín pondera el gran número de pobres asistidos por la Iglesia y se
gloría que ésta sea verdaderamente la Iglesia de los pobres. La legislación
eclesiástica consideraba los bienes y el dinero que le eran confiados como
propiedad de los pobres, de tal
suerte que a quien robaba a Iglesia sus heredades se le acusaba de robar a los pobres[7]. La actitud
cristiana hacia los necesitados y enfermos está basada en las palabras del mismo
Cristo, quien dice que sus discípulos serán juzgados por Dios conforme a
la conducta que observen con los hermanos pobres y enfermos, en quienes siempre
hemos de ver al mismo Jesucristo.
Y le respondieron los justos: Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te
vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo
o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: En verdad os digo que
cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo
hicisteis[8].
En conformidad con estas palabras, la Iglesia enseña a
sus hijos a tratar a los pobres y a los hermanos que sufren corno tratarían al
mismo Jesucristo. Cuando, antes de su conversión, San Pablo
perseguía a la naciente Iglesia, Cristo le reprochó su persecución como
si le persiguiese a Él mismo[9]. Y
así también Cristo considera como trato que a Él mismo le damos la
conducta que observamos con los hermanos pobres e infortunados. Ningún
cristiano puede tener verdadero amor a Dios si no manifiesta un amor efectivo y
sincero a todos los miembros afligidos de su propia comunidad, del reino de
Dios en la tierra. Oigamos el terrible interrogante de San Juan:
"El que tuviere bienes de este mundo, y viendo a su hermano pasar necesidad
le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?[10]
El amor cristiano de caridad para con los pobres ha de
ser un amor activo y eficaz dentro de la Iglesia, y el obispo y el presbiterio
están especialmente encargados de su realización. Siendo el socorro de los
pobres un verdadero mandato evangélico, el sacerdote diocesano que quiere
alcanzar el objetivo señalado a la labor propia del presbiterio debe trabajar
todo lo posible por llevar a los pobres el divino mensaje de Cristo, así como
está obligado especialmente a procurar la conversión de los menos privilegiados,
a quienes Dios no ha concedido aún el don de ser miembros de su sobrenatural
familia.
Los católicos pobres, afligidos y necesitados están
confiados directamente a la diócesis y son su verdadera gloria. Así pues,
compete al presbiterio diocesano hacer que estos hermanos en Cristo reciban la
suficiente instrucción que, según la voluntad de Nuestro Señor, deben recibir
todos los miembros de su Iglesia. Para cumplir bien esta divina misión, los
sacerdotes diocesanos deben empezar por precaverse contra una lamentable
tendencia que ha infectado la mentalidad de algunos cristianos y se refleja en
muchos escritos coetáneos. Nos referimos a la creencia de que la instrucción
completa y adecuada de la doctrina católica está reservada, al menos
prácticamente, a algunos grupos selectos de seglares católicos. Esta creencia
es, sin duda alguna, contraria a la doctrina de los apóstoles. San Pedro y San
Pablo, en sus epístolas a los fieles, envían su salutación a los miembros de la
Iglesia llamándoles a todos "elegidos"[11].
Al parecer, nunca se les ocurrió reservar esta denominación para los cristianos
más ricos, ni para las clases más altas e ilustradas. El sacerdote
diocesano, que tiene el privilegio de cooperar en la labor de su obispo en
beneficio de los pobres, imitará a los apóstoles teniendo siempre presente que,
si hay en la Iglesia alguna clase superior y privilegiada, ésta ha de ser la de
los pobres y necesitados. El sacerdote secular, por motivo de su
posición, está especialmente obligado a trabajar por la consecución de este
objetivo empleando todos sus recursos para explicar a los pequeños y humildes
el divino mensaje de Cristo.
El sacerdote diocesano es inmediatamente responsable de
la instrucción de los pobres. Si quiere realizar con dignidad el trabajo que
Dios le ha confiado, rechazará de plano el nuevo y detestable error que
pretende ser impropio del sacerdote moderno alternar directamente con la gente
sencilla. Estamos acostumbrados a pensar que los seglares no pueden aprender ni
comprender la teología católica por ser ésta algo exclusivo de los sacerdotes,
incomprensible a quien no haya empleado por lo menos cuatro años de estudio en
un seminario. En cambio, se piensa que cualquier seglar, prescindiendo de su
competencia en el campo de la sagrada teología, está suficientemente capacitado
para explicar a los demás seglares las verdades teológicas que éstos pueden
necesitar o desean conocer. Según esta mentalidad, la instrucción religiosa de
los seglares, y especialmente de los pobres y humildes, sería primaria e
inmediatamente de la incumbencia de algunos seglares selectos o privilegiados
que actuarían como intérpretes o intermediarios entre los sacerdotes y el
pueblo.
Huelga decir que tal actitud representa una perversión completa de la esencia y funciones
propias de la Acción Católica. En realidad, la misión específica de estos seglares selectos no es la de
explicar las doctrinas teológicas de los sacerdotes a los miembros de la Iglesia
universal, y particularmente a los pobres de Cristo, sino la de llevar y
explicar la verdad católica en lugares y ocasiones en que el mismo sacerdote
no puede estar presente. Los seglares
católicos tienen el privilegio y la obligación de profesar y manifestar la fe
de Jesucristo en su vida entera: en el trabajo y el descanso, en la vida
pública y en la privada. Deben esforzarse en completar y reforzar la labor
docente y religiosa propia del obispo, quien, según la constitución divina de
la Iglesia de Cristo, la realiza por sí mismo y mediante los miembros de
su presbiterio. Tienen una noción completamente errónea de la Acción Católica
aquellos que se imaginan que el sacerdote diocesano, por razón de su
ministerio, es incapaz de tratar directa e inmediatamente con los fieles que su
obispo le ha confiado, y que es indispensable la mediación de algunos católicos
seglares.
El sacerdote diocesano, en consonancia con la divina
misión del presbiterio, tiene la obligación y el privilegio de instruir
perfectamente en las verdades divinamente reveladas a todo su pueblo y,
especialmente, a los más pobres y humildes. En esta tarea, perdería
lastimosamente el tiempo si tratara únicamente de "hacer más atractiva la
Acción Católica". El mensaje católico es una doctrina revelada por Dios
a los hombres y, presentado con claridad y exactitud, constituye la doctrina
más atractiva que se puede ofrecer a la humanidad. Si el sacerdote propone la
revelación divina de un modo claro y conveniente — según la diversa mentalidad
del auditorio o los lectores —, los hombres, y singularmente los pobres,
hallarán en ella una norma práctica de vida cristiana y un consuelo a sus sufrimientos
que convierta su vida en una antesala del cielo.
En virtud de su divina misión, el sacerdote diocesano
está obligado a trabajar especialmente por la conversión de los acatólicos
residentes en el territorio particular a él asignado; pero más especialmente
aún tiene la obligación de trabajar con todas sus fuerzas para llevar las
bendiciones y consuelos de la religión a los pobres y necesitados que habitan
en su mismo lugar. En este sentido, es muy digna de loa la gran labor
desarrollada en pro de la conversión de los acatólicos, y aun de los
anticatólicos (especialmente en el sector obrero), por la conocida sociedad de
los Jóvenes Obreros Cristianos, del canónigo Joseph Cardijn[12].
Es ésta una de las realizaciones más importantes de la Iglesia en nuestros
días. Las personas más favorecidas por esta sociedad son siempre los pobres,
objeto de la especial predilección de Nuestro Señor Jesucristo, según
las profecías de Isaías y las enseñanzas del mismo Cristo. Si
nuestros sacerdotes diocesanos quieren hacer llegar eficazmente las verdades
religiosas a los acatólicos de su propia Iglesia, deberán imitar el ingenio, la
piedad y la energía empleadas por los sacerdotes europeos en la propagación de
la J. O. C. Con todo, habrá algunos sacerdotes diocesanos que tendrán que
trabajar en situaciones más difíciles que el canónigo Cardijn y sus
compañeros, y, al mismo tiempo, con menos éxito. Pero no por ello deberán
desfallecer ni dejar de llevar la verdad a los acatólicos pobres de su propio
territorio, recordando que no les ha llamado Dios a una vida fácil y cómoda,
sino al trabajo sublime, aunque difícil, de extender el reino de Cristo.
Los miembros del presbiterio no cumplen sus obligaciones
para con los pobres con sólo instruirlos en las verdades cristianas; están,
además, obligados a trabajar por aliviar las necesidades y sufrimientos de
todos, particularmente de los miembros de la Iglesia. Los sacerdotes seculares
están consagrados a la "edificación" de una diócesis rica en fe y en
caridad fraterna, y para conseguir este objetivo es preciso que reine en ella
el amor a Dios, así como un amor de fraternidad ferviente, sincero y eficaz,
hacia todos, especialmente los hermanos pobres. Este cuidado de los pobres debe
ser de la incumbencia de toda la diócesis en común y de todos los miembros de
ésta que puedan socorrer a sus hermanos necesitados. Debe hacerse comprender a
los ricos que están obligados a ayudar a los pobres y aliviar el dolor de los
que sufren, y que sólo cumplirán plenamente
esta obligación cooperando en la labor benéfica de la Iglesia de Cristo.
La diócesis sólo podrá obtener la perfección espiritual
que Dios exige cuando el sacerdote diocesano instruya bien al pueblo acerca de
la necesidad y el privilegio de atender debidamente a los pobres de Cristo y,
sobre todo, cuando los mismos sacerdotes sean los primeros en dar ejemplo de
caridad efectiva para con todos los necesitados de ayuda. Es evidente
que toda exhortación resultará infructuosa si el propio sacerdote se muestra indiferente
ante las angustias de los pobres y no manifiesta verdadero interés en ayudarles
y solucionar sus problemas. El sacerdote que muestre inclinación hacia los
ricos y no quiera rebajarse a tratar con los pobres, a visitarles y consolarles
traicionará su propia iglesia e impedirá su progreso hacia la perfección de la caridad
y del amor fraterno.
El interés que el mismo Cristo manifestó por los pobres
y la misión divina confiada a la Iglesia y al colegio apostólico de ayudar y
consolar a los atribulados prueban claramente que el sacerdote diocesano debe
cumplir personal y directamente sus deberes para con los pequeños de Cristo.
Si en la instrucción de la doctrina cristiana no debe mediar nadie entre el
sacerdote y el pueblo, tampoco será necesaria mediación alguna entre el
sacerdote y los pobres en lo referente a la obra caritativa que Dios ha encomendado
a su Iglesia. Sin embargo, el sacerdote tiene siempre a su disposición diversas
asociaciones de seglares piadosos (como las Conferencias de San Vicente Paúl)
de las que puede y debe aprovecharse para aliviar las penas de los hermanos en
Cristo. Pero estas ayudas, eficaces y muy estimables, no eximirán al sacerdote
de intervenir directa y personalmente en favor de los necesitados. Para
hacerlo de un modo adecuado, tiene que visitar a los pobres, a los enfermos y
atribulados, tiene que ponerse en contacto con estos fieles, verdadera corona
de su Iglesia, a fin de acercarles más al divino Salvador.
Este interés inmediato y operante del sacerdote diocesano
por los fieles de Cristo es especialmente necesario en nuestros días y
en nuestra nación[13].
Los elementos anticristianos, en su encarnizada lucha contra Dios y su Iglesia,
se apoyan sobre todo en la desgracia y miseria de los pobres. No ganará mucho
la causa de Nuestro Señor con la conducta de quienes, quizá con buena
intención, se desinteresan precisamente del bien de las personas más necesitadas
y que tienen un derecho especial y un lugar preeminente en el reino de Dios.
Los verdaderos responsables de la ruina espiritual de las masas de muchos
pueblos europeos han sido, por lo menos en
gran parte, los sacerdotes y prelados que sólo se han preocupado de los
ricos y poderosos.[14]
Tienden actualmente a contrarrestar estos males algunos movimientos
católicos (como el antes mencionado del canónigo Cardijn) que procuran
que el pueblo vuelva a apreciar la labor de los sacerdotes consagrados a su servicio.
Hoy día, el sacerdote diocesano debe tener presente que
el principal factor para la renovación de la vida cristiana en el mundo moderno
es la intensificación de la ayuda espiritual y material a los pobres, la
preocupación constante de que llegue hasta los pobres y humildes el divino
mensaje de Cristo. El interés por los necesitados no es algo puramente sentimental:
está basado en el mismo mensaje divino, en el hecho innegable de que la labor
de la Iglesia y, consiguientemente, de colegio apostólico y del sacerdocio
diocesano, debe estar orientada especial y preferentemente, según la voluntad
de Dios, al bien de los pobres de Cristo.
El cardenal Newman, siendo aún protestante,
se había ya ocupado de la situación de los pobres en la Iglesia. Más tarde,
como sacerdote católico, escribía lo siguiente:
No se puede negar que la Iglesia, aunque
admite en su seno a todos los hombres, incluso a los ricos, sin embargo,
considera a los pobres como sus miembros más aptos y privilegiados. En la
Sagrada Escritura se censura con frecuencia la riqueza y se alaba sobremanera la pobreza: "Se
predica el evangelio a los pobres." "Dios ha escogido a los pobres de
este mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino." "Si
quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres." Además,
es innegable que la Iglesia ha sido siempre tanto más pura y perfecta cuanto más se ha preocupado por las gentes humildes y sencillas[15].
En conclusión, la diócesis perfecta según Dios, la verdadera
Iglesia descrita y alabada por San Pablo en sus epístolas, es y debe ser
esencialmente la Iglesia de los pobres. El objetivo del sacerdocio diocesano es
convertir la comunidad católica donde trabaja en una iglesia perfecta como la
anteriormente descrita. Es voluntad de Dios que todas sus actividades se ordenen
a la consecución de este fin inmediato. Con esta misma finalidad se deben
emplear todos los recursos de ciencia y espiritualidad concedidos por Dios al
sacerdote secular. Entra también en la misión inmediata del presbiterio el amor
efectivo y la unión con los pobres de Cristo, esenciales para la consecución
de dicho objetivo.
[1] Cf. Prima Clementis, I, 2
[2] Cf. Secunda Clementis
XVI, 4.
[3] Cf. Didajé, I. 5.
[4] Eusebio, Historia Ecclesiastica, IV, 23, 10.
[5] Cf. o. c., IV, 23, 9.
[6] Especialmente en la Epist. 7.
[7] Cf. Hefele-Leclerq,
Histoire des Coneiles, Paris 1908,
II, 456.
[8] Mt 25, 37-40.
[9] Cf. Act 9, 4-5.
[10] I Jn 3, 17.
[11] Cf. Col 3, 12; 1 Petr 1, 1.
[12] Nota del Blog: más allá de lo que se pueda
pensar o decir sobre este ejemplo concreto no debe perderse de vista que no es
más que eso: un ejemplo. El principio desarrollado subsiste.
[13] Nota del Blog:
EEUU.
[14] Nota del Blog: Palabras que todo Católico
debería tener presente, al igual que las que cita Fenton de Newman, más abajo.
[15] Se encuentra este pasaje en Primitive Christianity, "Historical
Sketches",
Londres 1920, I, p. 341 s. Se halla también en Newman, Essays and Sketches, editado por Harrold (Londres 1948, 1, 87).