martes, 23 de octubre de 2012

Sobre algunos grupos de personas en el Apocalipsis. I

Nota del Blog: Damos comienzo aquí a una corta serie de artículos sobre el Apocalipsis.

La Jerusalén Celeste, por el Beato de Liébana

I. El Vencedor

En los capítulos II y III que versan sobre las siete Iglesias, encontramos, entre otras cosas dignas de estudio, una cláusula final que se repite en todas ellas:

“Quien tiene oído escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias: El vencedor… etc.”

El propósito deste artículo será tratar de dilucidar a quién se refiere el Texto cuando habla de el vencedor.

Lo primero que debemos tener presente es que las siete Iglesias representan siete épocas de la misma, desde la Primera hasta la Segunda Venida. Con esto en mente, y sin detenernos por ahora a explicar a qué época se refiere cada una déllas, ya sabemos que el vencedor tiene alguna relación especial con la Iglesia. Esto es básico y obvio; avancemos, pues, un paso más.
El premio prometido al vencedor es muy diferente en cada una de las Iglesias pero, sin embargo, todos tienen algo en común.
Primero veamos los premios en sí mismos:

II, 7: “Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida que está en el Paraíso de Dios” (Éfeso).

II, 11: “El vencedor no será lastimado por la segunda muerte (Esmirna).

II, 17: “Al vencedor le daré del maná oculto; y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo que nadie sabe sino aquel que la recibe” (Pérgamo).

II, 26-28: “Y vencedor… le daré poder sobre las naciones, y las regirá con vara de hierro, y serán desmenuzados como vasos de alfarero, como Yo lo recibí de mi Padre; y le daré la estrella matutina (Tiatira).

III, 5: “El vencedor será vestido así, con vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida; y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles” (Sardes).

III, 12: “Del vencedor haré una columna en el Templo de mi Dios, y no saldrá más; y sobre él escribiré el nombre de Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo viniendo de mi Dios, y el nombre mío nuevo” (Filadelfia).

III, 21: “Al vencedor le haré sentarse conmigo en mi trono, así como Yo vencí y me senté con mi Padre en Su trono” (Laodicea).


Ahora bien, todos estos premios, tan disímiles entre sí, encuentran su unificación y explicación en los últimos capítulos del mismo Apocalipsis, es decir en el Milenio, como ya lo notaron varios autores.
Repasemos los textos relacionados con los premios:

XXII, 2: “En medio de su plaza, y a ambos lados del río, el árbol[1] de vida que da doce cosechas, produciendo su fruto cada mes; y las hojas del árbol para sanidad de las naciones” cfr. XXII, 14 (Éfeso).

XX, 6: “¡Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección! Sobre estos no tiene poder la segunda muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, con el cual reinarán los mil años”. (Esmirna)[2]

XIX, 12.16: “Tiene un nombre nuevo que nadie conoce sino Él mismo. Viste un manto empapado de sangre y su nombre es: el Verbo de Dios… en su manto y sobre su muslo tiene escrito este nombre: Rey de reyes y Señor de señores”. (Pérgamo).

XIX, 15: “De su boca sale una espada aguda, para que hiera con ella a las naciones. Es Él quien las regirá con vara de hierro…” cfr. XII, 5; Sal. II, 9. (Tiatira).

XXI, 27: “Y no entrará en ella (la Jerusalén Celestial[3]) cosa vil, ni quien obra abominación y mentira, sino solamente los que están escritos en el libro de la vida del Cordero”. (Sardes)

XXII, 4: “Y verán su rostro: y el Nombre de Él estará en sus frentes”. Cfr. XIV, 1; XIX, 12 s. (Filadelfia).

XX, 4:Y vi tronos; y sentáronse en ellos y les fue dado juzgar…” (Laodicea).[4]

Ahora bien, cabe preguntarse si el premio es particular al vencedor de cada una de las Iglesias (épocas) o si, por el contrario, es común a todos.
A primera vista parecería que el premio es propio del vencedor según la Iglesia a la que pertenece y no común a todos los vencedores y así, por ejemplo, los únicos que comerían del fruto del árbol de la vida serían los vencedores de Éfeso, etc. pero creemos que esto no es así. Tal vez lo que induzca a pensar en un premio especial según las épocas es el hecho de que hay una relación innegable en todas las Iglesias entre el premio y algún aspecto de la misma, y así tenemos:

Éfeso = Árbol de la vida = Génesis = Comienzo = Edad Apostólica.

Esmirna = Segunda muerte = Época de los Mártires.

Pérgamo = Piedrecita blanca con un nombre nuevo = Escritura = Época de los Doctores.

Tiatira = Poder sobre las Naciones = Edad Media (Edad de oro de la Iglesia).

Sardes = Vestidura blanca = Pocos nombres que no mancharon sus vestidos = Desde la revuelta Protestante hasta nuestros días. Los pocos nombres puede hacer alusión, principalmente, al caos actual fruto del Vaticano II y la reacción subsiguiente: tradicionalismo = “Nombre de vivo”, etc.

Filadelfia = Columna en el Templo de mi Dios = Reconstrucción del Templo de Salomón bajo Elías = Primera Mitad de la septuagésima semana de Daniel.

Laodicea = Sentarse en el Trono = Restauración precaria del Trono de David (Is. XXII, 15 ss) = Época de Apostasía bajo el Anticristo. Segunda mitad de la septuagésima semana.  

A pesar désto, creemos que el premio es común a todos los vencedores y esto por varios motivos:

1) Por el inciso común a todas las cartas: “Quien tiene oído escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias: el vencedor, etc” y que nadie explica. ¿Por qué después de desarrollar las características propias de cada una de las Iglesias se pasa a hablar a todas ellas? No vemos otra razón más que el hecho de que el premio es común a todos los vencedores de todas las Iglesias.

2) Los mártires del Anticristo (séptima Iglesia) del capítulo VII, es decir “los que vienen de la gran tribulaciónestán vestidos con vestes blancas, lo cual se le promete a los vencedores de la quinta Iglesia.

Sobre este punto ver la Retractatio I 

3) El mismo Apocalipsis explica el significado de “el vencedor” en el capítulo XXI, 7 cuando, al describir la Jerusalén Celeste que desciende del cielo, dice: “El vencedor tendrá esta herencia y Yo seré su Dios y él será hijo mío”, con lo cual vemos que aquellos que vencieren tendrán una herencia especial de parte de Dios, la cual no es otra sino la tierra toda entera, a la cual regirán durante los Mil años.
Nuestro Señor ha sido constituido heredero de todo lo creado y sólo resta esperar el decreto de Su Padre por el cual se le dé poder sobre todas las naciones según aquello del Salmo II, 8: “pídeme y te daré en herencia las naciones, y en posesión tuya los confines de la tierra”, y como nos dice San Pablo: “Al presente, empero, no vemos todavía sujetas a Él todas las cosas” (Heb II, 8), pero cuando llegue ese día entonces Jesucristo asociará a Sí a todos aquellos hermanos suyos (Rom. VIII) que se hayan hecho acreedores de todas las promesas que leemos en las siete Iglesias.

Todo esto está explicado magistralmente por el mismo Lacunza cuando dice[5]:

“… dije en primer lugar, porque también sabemos con la misma certidumbre, que juntamente con el Primogénito, “y por Él, con Él y en Él”, están llamados a la herencia, como coherederos suyos, todos sus hermanos menores, los cuales muchos días ha, que se llaman y convidan con las mayores instancias; muchos días ha que se buscan por todas partes, y entre todas las gentes, tribus, y lenguas, para que quieran admitir la dignidad de hijos de Dios, y tener parte en la herencia de que habla el mismo Testamento nuevo y eterno; pidiéndoles de su parte solamente dos condiciones indispensables, que son fe y justicia; esto es, que crean en verdad a su Dios, y sigan sin temor alguno, obedezcan, imiten, amen, y se conformen todo lo posible con la imagen viva del mismo Dios, que es su propio Hijo: “Porque los que conoció en su presciencia, a estos también predestinó, para ser hechos conformes a la imagen de su Hijo... Y si hijos también herederos, herederos verdaderamente de Dios, y coherederos de Cristo...” (Rom. VIII)”.

Hasta aquí las palabras de Lacunza, el cual nos da una pista para responder la última cuestión que tenemos que resolver y es la siguiente: ¿quiénes son, pues, los vencedores? La respuesta está en el mismo Texto: los vencedores no son otros más que los Santos, ellos son los que van a tomar parte en la resurrección primera, de ellos se está formando actualmente la Jerusalén Celeste, como lo dice el mismo San Juan: “Regocijémonos y saltemos de júbilo y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha preparado. Y se le ha dado vestirse de finísimo lino, espléndido y limpio; porque el lino finísimo significa la perfecta justicia de los santos”. Y me dijo: “Escribe: ¡Dichosos los convidados al banquete nupcial del Cordero!” (XIX, 7-9) y luego: “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección” (XX, 6) y todo esto se confirma también por otros pasajes de la Escritura como así también por la tradición:

Sab. III, 7-8: “Brillarán los justos y discurrirán como centellas por un cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos. El Señor reinará sobre ellos eternamente”.

Daniel VII, 22: “…hasta que vino el Anciano de días y el juicio fue dado a los santos del Altísimo y llegó el tiempo en que los santos tomaron posesión del reino”.

Zac. XIV, 5: “… y vendrá Yahvé, mi Dios, y con Él todos los santos”.

I Cor. VI, 2-3: “¿No sabéis acaso que los santos juzgarán al mundo? Y si por vosotros el mundo ha de ser juzgado, ¿sois acaso indignos de juzgar las cosas más pequeñas? ¿No sabéis que juzgaremos a ángeles?...”

Judas, 14-15: “… de ellos profetizó ya Enoc, el séptimo desde Adán, diciendo: “He aquí que ha venido el Señor con las miríadas de sus santos, a hacer juicio contra todos y redargüir a todos los impíos…”

Didajé (siglo I): “… y entonces aparecerán las señales de la verdad: primero la señal del cielo abierto, luego la señal de las trompetas, y, tercero, la resurrección de los muertos; mas no de todos sino, según está dicho: vendrá el Señor y todos los Santos con Él. Entonces verá el mundo al Señor viniendo sobre las nubes del cielo”. (Ench. Patristicum 10).

Todo lo cual lo resume agudísimamente el genial exégeta chileno cuando nos dice”[6]:

“De estos últimos, “los que han crucificado la carne con las pasiones y las concupiscencias” (Gal. V, 24) y de los “interfectos” que padecieron muerte violenta, “a causa del testimonio de Jesús y a causa de la Palabra de Dios”, habla el mismo Señor en el sermón del monte en la primera y octava bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos… bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque a ellos pertenece el reino de los cielos” (Mat. V, 3.10); los primeros son evidentemente los humildes de corazón, los cuales, crucificados con el mundo y el mundo con ellos (Gal. VI, 14), viven una vida inocente y pura, observan puntualísimamente los preceptos de Dios, en nada se conforman con las máximas del mundo, antes reprueban y contradicen con sus obras todo cuanto el mundo ama y abraza, deseando conformarse enteramente con la imagen viva del mismo Dios, que es su único Hijo Jesucristo, a quien aman intensamente, y por quien suspiran noche y día.
Los segundos son propiamente los que llamamos mártires o testigos: sea este martirio o testimonio de Cristo y de la justicia con efusión efectiva de sangre o pérdida efectiva de su vida o no lo sea. Esta circunstancia parece puramente accidental y tal la ha considerado siempre la Iglesia con suma razón pues el derramar efectivamente la sangre o morir efectivamente por Cristo o por la justicia, no está ciertamente en manos del mártir, sino en manos del tirano y el honor del martirio se debe buscar, no tanto en la mala voluntad del perseguidor, cuanto en la buena voluntad del perseguido, que a todo se ofrece por amor de Cristo y de la justicia.
De estas dos clases de santos dice el Señor no simplemente que entrarán en la vida o en el reino de los cielos, sino que el reino de los cielos será suyo. ¿Qué significa esta expresión tan singular? ¡O Cristófilo amigo! ¿No veis aquí la diferencia? ¿No veis aquí clarísimamente la activa y pasiva? ¿Será lo mismo entrar yo en un reino y establecerme en él, que ser mío este reino donde entro y donde se me permite establecerme por pura misericordia? ¿No veis aquí al rey supremo con su corte, con su curia, con sus conjueces, con sus co-reinantes, que tienen parte en el Señorío, en la dominación, en el gobierno, en el imperio y potestad, etc., y a los que deben obedecer a este imperio y ser mandados y gobernados? ¿Queréis que no haya jerarquía en el reino de Cristo? ¿Queréis que no haya un orden legítimo, estable y permanente de la suprema cabeza (que es Cristo Jesús) a sus conjueces y co-reinantes, de estos a otros inferiores y de estos a los ínfimos de su reino, que serán ciertamente los más? ¿No admiten ahora todos los teólogos esta jerarquía o este orden, aun entre los ángeles bienaventurados, que ven siempre la faz del Padre (Mat. XVIII, 10)?
Por aquí podemos llegar a conocer (entrando al menos en vehementísimas sospechas) si es o no verdadera, pasable o tolerable aquella idea vulgar de que en el cielo o en el reino de Dios todos serán reyes. ¿Todos serán reyes? Luego ninguno lo será ni podrá ser, ¿Todos serán reyes? Luego todos querrán mandar y ninguno obedecer, luego todos serán superiores y ninguno inferior, luego en el reino de los cielos no podrá haber orden alguno, sed sempiternus horror, no podrá haber conformidad, ni paz, sino guerra y discordia. Diréis, amigo, que la idea vulgar, que en el reino de Dios, o en el cielo empíreo, todos serán reyes, no se debe entender en un sentido tan estrecho y riguroso que excluya todo orden y jerarquía; sino en un sentido latísimo, en cuanto todos los que entraren en este reino (sean los que fueren) serán eternamente felices, tomando como prestada esta idea de felicidad, del honor y gloria de que gozan o han gozado en otro tiempo los reyes o soberanos de la tierra. Mas, aún con esta limitación (no despreciable) la idea general parece puramente vulgar, parece poco justa, poco fundada, visiblemente falsa y también infinitamente perjudicial. Digo perjudicial, porque favorece casi insensiblemente todas nuestras pasiones y por tanto sólo parece buena para formar cristianos de nombre, esto es, sensuales, vanos, mundanos, inútiles y algo más (y mucho más que algo, según nos lo muestra la experiencia cotidiana). Para formar, digo, Cristianos que no aspirando a otra cosa que entrar en el cielo (sea esto como fuere) pasan toda su vida sirviendo al mundo y a sus pasiones y no obstante esperan entrar en la vida por tal cual práctica externa y débilísima con peligro cierto o casi cierto de perderlo todo; hoc Christus non docuit.
No se niega por esto (ni puede negarse, porque es certísimo y de fe divina) que todos los fieles cristianos que observaren los preceptos de Dios o a lo menos hicieren verdadera penitencia de sus pecados, aunque esto sea a la hora de la muerte entrarán aliquando, a la vida eterna o al reino de Dios. Mas se puede muy bien negar y aún se debe negar, que los que de esta suerte apenas entraron en la vida o en el reino de Dios sean o puedan ser en este reino reyes o co-reinantes con Cristo; se puede y debe negar que puedan tener parte alguna en la primera resurrección y por consiguiente en la santa y celestial Jerusalén, “que desciende del cielo de parte de Dios” (Apoc XXI, 2). Esta santa ciudad se debe componer únicamente de santos de insigne santidad “qui sunt Christi… qui dormierunt per Jesum... qui carnem suam crucifixerunt cum vitiis et concupiscentiis”, que padecieron persecución por la justicia y resistieron constantemente “usque ad sanguinem”, sino en efecto, a lo menos en afecto, “quibus dignus non erat mundos, etc”. No debe componerse de personas tibias y frías que apenas entraron en la vida por misericordia, sin llevar de aquí otra cosa que un poco de fe casi enteramente sine operibus[7].

¡Aquí tienes, amice lector, una hermosa razón para ser miembro de la Iglesia Católica y para aspirar al máximo a la santidad!

Vale!



[1] Straubinger traduce en plural “los árboles”, y Allo, si bien traduce literalmente en singular, sin embargo comenta: “ξύλον es aquí un nombre colectivo: los árboles, bosque, selva”.
En ambos casos, sin embargo, la referencia es la misma con lo cual, sea en singular, sea que se trate de un nombre colectivo, las dos palabras se deben interpretar de la misma manera.

[2] ¡Hermosa promesa que los alegoristas reducen a la nada!
Si la primera resurrección es la vida de la gracia, como sueñan ¿cómo es posible que la segunda muerte no tenga poder sobre ellos? ¿Quiere decir que no podrán perder el estado de gracia santificante?
Esta primera resurrección tampoco puede ser la de los santos en la gloria, acaso alguien quiera afirmarlo, por la sencilla razón de que es el hombre todo entero, cuerpo y alma, el que puede ejercer funciones sacerdotales y no el alma sola. 
Tampoco puede coincidir con la resurrección del juicio final porque desta manera no habría lugar para una segunda resurrección…
Por último repárese en la precisión con la que el texto identifica el Milenio al hablar de los mil años, es decir, no se trata de mil años cualesquiera, no es una afirmación vaga y general, sino que más bien se habla de un tiempo muy específico.

[3] Straubinger comentando Ez. XXIV, 2 nos dice: “… Ezequiel presentó en toda esta profecía, “la reedificación de la ciudad y del Templo… en los últimos tiempos, pero sin hacer distinción entre la nueva Jerusalén terrena y la celestial”. Sólo a la luz del Nuevo Testamento podemos notar esas diferencias… De ella (la Jerusalén Celestial), se dice que sus puertas no se cerrarán en todo el día y que no habrá noche (Apoc XXI, 25). En Is. LX, 11 se dice lo mismo de la Nueva Jerusalén de que habla Ezequiel, pero no se suprime la noche, como en la celestial…”.

[4] Puesto que todos los premios se refieren al Milenio, entonces no es posible ver en la Iglesia de Laodicea a la Iglesia durante el Milenio, como quieren Castellani y Eyzaguirre, sino que la misma debe coincidir con la Iglesia bajo el reinado del Anticristo.
Hay otras razones para defender esta posición pero esta sóla basta por ahora.

[5] Fenómeno VIII, Párrafo VI.

[6] III Parte, cap. VII, sexta observación.

[7] Todo esto se puede corroborar también por la interesante variante que propone Zerwick S.I. en su Analysis Philologica Novi Testamenti Graeci, Roma, 1953 al Cap. II, vers. 26 donde, en lugar de leer: “Y al vencedor y al que guardare hasta el fin mis obras, le daré poder sobre las naciones”, dice que el segundo καὶ (y) debe traducirse como “esto es”, con lo cual la frase quedaría: “Y al vencedor, esto es, al que guardare hasta el fin mis obras, etc”. Siendo este un ejemplo más de la figura literaria llamada hendíadys, tan común en el Apocalipsis y que Castellani encuentra por ejemplo en I, 9 y II, 19, etc.