San Francisco de Sales |
SAN FRANCISCO
DE SALES
Los literatos franceses tienen un programa: no un
programa indefinido, no; al contrario: un programa que viene a ser una
delimitación, pues contiene cierto número de admiraciones obligatorias e
implica el olvido de todas las demás cosas. El hombre de mundo francés y
literato se encierra en un reducido círculo de libros para su uso particular e
ignora todos los restantes con una buena fe extraordinaria. Los ignora y ni sospecha
su existencia; y si los sospechara, la consideraría como prueba evidente de este
hecho histórico, a saber: que todo el mundo ha vivido en la barbarie excepto
algunos autores franceses del siglo XVII, algunos otros autores franceses del
siglo XVIII, y algunos autores griegos y romanos que han servido de modelo a los
que él ha leído. En cuanto a la remota antigüedad, al Asia, a la India, a todo
el resto del género humano, el francés considera los trabajos que de allí vienen
como especialidad de algunos eruditos que por curiosidad se dedican a estudios
técnicos, y que con el trato de aquellas civilizaciones bárbaras han perdido el
delicado sentido de la elegancia. Pero el literato francés no se limita a
ignorar la antigüedad (excepción hecha de algo de los griegos y romanos), no se
limita a ignorar especialmente lo que en los tiempos modernos se ha escrito en
lengua extranjeras (excepto Dante), sino que ignora también notablemente
aquellos autores franceses que no han sido inscritos por la costumbre en el
programa de sus lecturas. Ha leído concienzudamente a Buffon pero no ha
leído a San Francisco de Sales.
Si no se trata de más que de reparar una injusticia
literaria, la cosa no valdría la pena, porque la palabra literatura se
usa en sentido depresivo, así como cosa de arreglo de palabras. Pero no se
trata de esto, sino de saber si dentro de la lengua francesa, bajo un terreno
ignorado, en el fondo de un país desconocido, se oculta una mina de riquezas
naturales y sobrenaturales. Pues bien, sí; esta mina existe en San Francisco
de Sales y en otros; y no es necesario demostrarlo, basta con mostrarlo.
Los sabios estudios de M. Gautier no son sueños; y si la literatura es
cosa pueril en cuanto se hace consistir en estudiado alineamiento de frases (languet
circa quoestiones et pugnas verborum), la palabra es cosa grave en cuanto
es expresión del pensamiento y espejo de la idea.
El estilo de un hombre es la forma que toma la verdad
dentro del molde de una criatura determinada; y pues San Francisco de
Sales tiene estilo, quizás sea bueno mostrarle a todos aquellos que perteneciendo
a su misma familia por el carácter del alma pudieran, a causa de dicho
parentesco, recibir la luz de él mejor que de otro.
¿Cuál es el color del estilo de San Francisco de Sales?
Es el color de la naturaleza vista a la luz de lo sobrenatural. Cuando uno
pasea por los campos siente producirse en la vista y en el oído una armonía
dulce y profunda a la que concurren, en admirable hermandad, muchos colores y
muchas músicas. Las hojas de los árboles, las flores de los prados, las aves
con sus movimientos y sus cantos, el confuso rumor de millares de pequeños
seres invisibles, el murmullo de los arroyos del sol ondulantes sobre las
olorosas colinas que parecen también ondular siguiendo los efectos de la luz,
el ingenuo encorvarse de los troncos y de las ramas libremente crecidas, todas esas
cosas se unen en una sola melodía muy grave, muy sencilla; y los numerosos
músicos que la producen se ajustaban unos a otros tan bien que nunca el concierto
es turbado por una nota desafinada. Es el concierto de la tarde o es el
concierto del anochecer.
El estilo de San Francisco de Sales es el concierto de la
tarde. No busquéis en él ni los esplendores del sol levante ni los esplendores
del sol poniente, ni las alturas de la montaña, ni el águila destrozando su
presa, ni el ruido de los torrentes, ni las nieves eternas, ni el rayo, ni las
violencias de la criatura lanzando hacia la eternidad los gemidos del deseo
inmenso. En la creación hay lugar para cuanto vive. Las praderas tienen
singular encanto no sólo para los amantes de las praderas, sino también, y quizás
más singular, para los amigos de las montañas y los amigos del Océano. El
encanto de las praderas para ellos es admirable: es el encanto de la variedad
amada, de la variedad que, lejos de ser contradicción, presenta el mismo nombre
escrito en otros caracteres y la misma luz vista al través de otro cristal.
La palabra de San Francisco de Sales es como el
perfume de las praderas. No es el otoño; no es tampoco la primavera; jamás es
el invierno. Es el verano: el verano a la hora del mediodía. En sus obras se
siente gran calor.
En San Francisco de Sales el simbolismo no es un
accidente literario: es la forma de su palabra y el giro de su conversación;
porque este hombre admirable no escribe, conversa siempre:
“No se puede poner un injerto de
encina en un peral -nos dice—, porque la naturaleza de estos dos árboles es muy
distinta; ciertamente tampoco se puede injertar la ira, ni la cólera, ni la
desesperación en la caridad; sería cosa, a lo menos, más difícil… y en cuanto a
la tristeza ¿cómo puede ser útil a la santa caridad, si entre los frutos del
Espíritu Santo la caridad va puesta al lado de la alegría?
Los ruiseñores se complacen tanto en
su cantar -dice Clinio- que, por esta sola complacencia, quince días y quince
noches seguidas gorjean sin descanso, esforzándose siempre en cantar mejor el
uno que el otro; de modo que cuanto más allá van en sus trinos más se
complacen, y este aumento de complacencia les lleva a grandes esfuerzos para mejor
gorjear, creciendo de tal modo la complacencia por el canto y el canto por la
complacencia que más de una vez se les ve morir y dilatarse su garganta de
tanto cantar. Aves dignas del bello nombre de Filomelo, pues así mueren en el
amor de la melodía.
¡Oh! Dios mío, el corazón
ardientemente afanoso por el anhelo de alabar a su Dios ¡qué dolor tan
grandemente delicioso y qué dulzura tan grandemente dolorosa recibe cuando
después de mil esfuerzos de alabanza se encuentra tan corto de ella! ¡Ay!
querría ¡pobre ruiseñor! lanzar cada vez más altos sus acentos y perfeccionar
su melodía para mejor cantar las bendiciones de su amado. Cuando más alaba, más
se complace en alabar; se descontenta de no poder alabar mejor aún, y para
contentar lo mejor que puede esta pasión, hace toda suerte de esfuerzos entre
los cuales desfallece, como sucedía al muy glorioso San Francisco (el de Asís),
que a pesar del placer que recibía en alabar a Dios y en cantar sus cánticos de
amor, derramaba gran afluencia de lágrimas, y por falta de fuerzas dejaba caer
lo que tenía en la mano, quedando como desmayado Filomelo…”
En todo este cuadro hay completa ausencia de intención
literaria, y la palabra tiene aquella gracia singular, exquisita, ingenua, que
escapa siempre a aquellos que más la buscan. El sentimiento que San
Francisco de Sales tiene de la naturaleza es encantador, porque la
naturaleza es para él lo que en realidad es, un medio, no un fin: es el
instrumento que acompaña al canto, y no la belleza misma a la que el canto va
enderezado, que es como suelen sentirla los falsos poetas. El amor de San
Francisco la encuentra en su camino; la encuentra sin buscarla,
sencillamente porque está allí, sin detenerse en ella la atraviesa y la
arrastra en su vuelo hacia el cielo a donde va.
Vista así, a la luz de lo alto, la creación toma un
sentido exquisito, que no tiene para aquéllos que la aman por sí misma y la
cantan en vez de cantar a Dios. La creación cuando no es una grada es una
barrera: para el poeta que se atasca en ella, es un límite; para San
Francisco es un arpa, y sus dedos al recorrerla hacen brotar sones que se
elevan indefinidamente.
El estilo de San Francisco se parece mucho a un paseo:
hay en él mucho de azar, muchos accidentes, muchos encuentros; mira a un lado y
a otro, contempla, vuelve la cabeza a cada instante, atraído a derecha o a
izquierda por diversos objetos. Agrada, no abruma; casi siempre es embelesador,
nunca sublime. No porque uno y otro carácter sean en sí incompatibles, sino porque
la naturaleza de San Francisco conversa siempre íntimamente con el lector;
nunca se aleja de él por aquel correr, por aquel remontarse, por aquel absorberse,
que a veces separan por un momento al que habla de aquel que escucha; él nunca
pierde de vista a su oyente, nunca desaparece bajo la magnitud de su pensamiento;
lo que dice no sucumbe ante lo que quiere decir.
Habla el francés antiguo. Se dirá que esto es sólo
cuestión de fechas, que es debido al tiempo en que se habla y no a quien habla.
Sin embargo a veces el ser arcaico o no serlo un lenguaje, no consiste sólo en
las épocas, consiste también en el carácter de quien lo usa. Juana de
Chantal es contemporánea de San Francisco de Sales y no puede
decirse de ella que hable el francés antiguo; emplea palabras del francés antiguo,
porque así ha de ser por la naturaleza de las cosas y por el estado de la
lengua en el tiempo en que la escribe; pero estas mismas palabras que bajo la
pluma de San Francisco resultan francés antiguo, no son el mismo
lenguaje en Juana de Chantal. El secreto está en que el francés antiguo
es un estilo; para haberlo hablado no basta haber vivido en determinada época:
sino que es menester haber poseído un espíritu determinado. Y ¿cuál era este
espíritu? ¿Cuál es el carácter de aquella lengua? La ingenuidad.
La ingenuidad no es la sencillez: es una clase de
sencillez; una sencillez especial con temperamento propio. Tiene audacias y
descuidos que chocarían en otro sitio, y que en ella no chocan, porque posee el
secreto de hacérselo perdonar todo, como los niños, que están deliciosamente incapacitados
para irritar seriamente. Esta incapacidad de los niños en el orden moral, los
escritores ingenuos la poseen en el orden intelectual. Es este uno de los
privilegios y uno de los peligros de La Fontaine; privilegio para él,
peligro para sus lectores. En sus fábulas, el egoísmo de la zorra se disimula
bajo la ingenuidad del escritor.
Este encanto, que en La Fontaine se pone tal vez
al servicio del error, en San Francisco de Sales está al servicio de la
verdad. San Francisco tiene el derecho de hablar como piensa; habla como
cristiano y como sacerdote. La idea de producir efecto está tan lejos de su
pensamiento que ni se nota la ausencia de ella; y en esto se parece también
a los niños. Verdad es que ahora los niños se ocupan en perder la ingenuidad, y
digo se ocupan porque realmente es éste para ellos un gran trabajo. La
ingenuidad se refugia en los campos. Las aldeas poseen un lenguaje aparte que
se parece mucho al antiguo, y por una coincidencia no fortuita, el lenguaje
antiguo nos habla siempre del campo y de él toma siempre sus comparaciones.
Uno de los caracteres propios del francés antiguo, de la
lengua de las aldeas y del estilo de San Francisco de Sales, es la
ausencia de ironía. La ironía es cosa excelente cuando está puesta en su lugar,
y por lo mismo, es detestable y funesta cuando no viene al caso... y son muchas
las veces en que no viene al caso. La ironía es hija del mal, del error, del
pecado; es el placer de la indignación, que no encuentra palabra directa bastante
expresiva de la fuerza de su cólera, y se refugia silenciosa bajo la palabra
indirecta y allí estalla. La ironía es naturalmente terrible y fácilmente
sublime. Es el refugio del furor que va más allá de las alturas de la palabra y
de las alturas del silencio; y esta arma tan poderosa y tan temible ha sido
además envenenada por la corrupción del hombre; ha hecho traición a la verdad y
en vez de herir al mal se ha vuelto contra las cosas sencillas, ingenuas,
inocentes en el sentido serio de esta palabra, asaz a menudo rebajada. Entonces
la ironía se ha convertido en burla, y la burla es una cosa baja, es la risa
mala del amor propio. Pero ¡ay! que la burla que el escritor frecuentemente
emplea, suponiéndola en el ánimo también del lector, se convierte en embarazosa
para el uno y para el otro; destruye la recíproca confianza y la naturalidad
por necedad, así como los tontos toman la necedad por naturalidad.
Entre la necedad y la ingenuidad hay una diferencia
radical. En la necedad, el pensamiento es débil, el sentimiento fofo y la
expresión trivial; mientras que en la ingenuidad, la idea es precisa, el
sentimiento vigoroso, la expresión nueva. El espíritu burlón, al confundirlas,
quita al escritor la libertad de decir cosas íntimas, que sólo quieren mostrarse
a las miradas puras.
La literatura moderna se halla dominada, sin sospecharlo,
por este embarazo. Esta literatura que tan libre se cree, es esclava del
lector, a quien menosprecia, porque teme el espíritu de burla. Pues bien, la
ausencia de este temor es uno de los caracteres del francés antiguo, y carácter
especial de San Francisco de Sales; éste habla tal como piensa y el
pueblo cristiano es para él un confidente. Cuando se dirige a los cristianos
puede decirles: "hermanos míos", porque les habla como hablándose a
sí mismo. ¡Cosa rara! su palabra exterior no interrumpe a su palabra interior.
La familiaridad con todos los hombres se encuentra en los
dos extremos de la escala moral: el literato no la posee, el filósofo vulgar se
ve privado de ella; pero el hombre acanallado la encuentra y el Santo también
la ha encontrado; aquel porque ha perdido todo respeto, y éste porque ha perdido
todo amor propio. El derecho de hablar con la humanidad es uno de los atributos
de la grandeza; la costumbre de charlar con ella, uno de los caracteres del
oprobio. San Francisco no posee todos los atributos de la grandeza, pero
tampoco habla a toda la humanidad, sino a una parte de ella.
Casi nadie ha hablado el francés como él; por eso si en
tales cosas cupiera admiración, sería asunto de admirarse del olvido en que los
literatos, distraídos seguramente en numerosos e importantes trabajos, han
dejado a San Francisco.
La etimología nos recuerda aún a pesar nuestro que la
lengua francesa reclama la franqueza más que ningún otro idioma,
y San Francisco de Sales es franco como pocos hombres lo hayan sido. La
naturaleza de su palabra excluye hasta la sospecha de toda intención doble.
¡Qué originalidad! ¡Qué sentimiento tan actual tiene de las ideas que expresa!
Para él no existe el peligro de hablar sobre la moral por costumbre y de
memoria. Piensa lo que dice en el momento en que lo dice; no piensa, como tantos
por cuenta de otro; piensa por cuenta propia lo que en aquel momento os habla,
y si lo que os habla lo ha pensado el día antes, os lo dice. Os hace asistir a
la generación interior de las ideas y los sentimientos que os comunica; os los
da por lo que son, se da a sí mismo por lo que es, tales cuales sois os toma.
Cuando estáis con él no habéis de temer que surja ante vosotros la sombra del
Mentor; estáis con un amigo que os lo dice todo, y a quien todo podéis decir.
Hay en este hombre encantador una fuerza de vida y de alegría que provoca la
confianza sin parecer que piensa en ella.
Y muy a menudo ¡qué profundidad la suya! La sencillez de
su estilo nos disimula, quizás algunas veces con la severa realidad de las
cosas; pero ¡cuánta profundidad bajo aquella apariencia infantil! Tanta gente
hay que toma un aire de solemnidad para decir muy poca cosa, o nada, que alguna
vez ha de suceder lo contrario. Así San Francisco de Sales desarrolla de vez en
cuando verdades misteriosas con la profundidad real de un doctor y de un santo,
pero se expresa con la sencillez y la ingenuidad de un viejo que cuenta un
cuento a los niños. Para indicarlo y probarlo, veamos uno de sus pasajes:
“Las perdices a menudo róbanse unas a otras los
huevos para incubarlos, sea por su avidez en ser madres, o porque tienen tan
poco conocimiento que no saben distinguir los huevos propios de los ajenos. Y
he aquí que sucede una cosa muy extraña pero muy bien probada: y es que el
pequeñuelo nacido y alimentado bajo el ala de otra perdiz, al primer reclamo de
la madre verdadera que puso el huevo de donde él nació, abandona a la perdiz
usurpadora, va a la madre y la sigue, a causa de aquella invisible relación que
estaba como dormida en el fondo de su naturaleza hasta encontrar su objeto, y que entonces removida y como
despertada, obra su efecto e impulsa al pequeñuelo a su deber primero.
Lo mismo sucede con nuestro corazón,
que incubado, nutrido y formado, como todas las cosas corporales bellas y
transitorias, bajo las alas, por decirlo así, de la naturaleza, así que mira a
Dios, al primer conocimiento que de Él tiene, la naturaleza y primera
inclinación de amarle, que está como adormecida e imperceptible, se desvela al
instante y se levanta de improviso como chispa que entre cenizas brota; y
moviendo nuestra voluntad, le da un impulso del amor supremo debido al soberano
y primer principio de todas las cosas”.
El movimiento del pequeñuelo de la perdiz impulsado a su
deber primero ¿no es para el hombre una enseñanza llena de ingenuidad y dulzura?
Y esa palabra exquisita que ama a los animales sin nunca detener su amor en
ellos, ¿no contiene bajo su encantadora apariencia una austera realidad que el
nido de la perdiz circundado de trigos en flor suaviza sin ocultarla?
El simbolismo de la Sagrada Escritura y el fin misterioso
de las criaturas comunica a veces a San Francisco de Sales ideas
ingeniosas y profundas.
Su Introducción a la vida devota es ya tan conocida
del público que prefiero referirme a otras obras que lo son menos. Así,
relativamente a la significación oculta de las personas y de las cosas,
encuentro en sus sermones ese paralelo entre San Juan Bautista y San Pedro,
dos hombres que no suelen ser comparados entre sí:
"Leemos que en torno al
Propiciatorio había do querubines que se miraban uno a otro. El Propiciatorio,
amados míos, es Nuestro Señor Jesucristo, que el Eterno Padre nos ha dado para
que sea la propiciación de nuestros pecados: Ipse
propitiatio est pro peccatis nostris et ipsum proposuit Deus Propitiationem. Estos dos
querubines son, según yo digo, San Juan y San Pedro, que se miran uno a otro;
éste a aquél como a profeta; aquel a éste como a apóstol. ¿No os parece que se
miraban cuando uno decía: Ecce Agnus Dei; he
aquí el Cordero de Dios; y el otro decía: Tu es Christus,
Filius Dei vivi; Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo? Cierto es
que la confesión de San Juan se resiente un poco todavía de la noche de la antigua
ley, al llamar Cordero a Nuestro Señor, porque habla de su figura; pero la de
San Pedro no habla sino del pleno día: Quia Joannes
proaecrat nocti, et Petrus diei: porque San Juan era el iluminador
de la noche y San Pedro el del día.
Encontramos que al principio del mundo el espíritu
de Dios era llevado sobre las aguas: Spiritus Dei ferebatur super aquas. La
ingenuidad del texto en su origen significa fecundabat,
vegetabat, fecundaba las aguas. Así me parece a mí que en la nueva
formación del mundo, Nuestro Señor fecundaba las aguas cuando caminaba a
orillas del mar de Galilea: ambulabat juxta mare Galileae y que con
aquellas palabras que dice a San Pedro y a San Andrés: Venite
post me, venid detrás de mí, hace brotar a San Pedro y a San Andrés
de entre las conchas marinas. En lo cual San Juan tiene otra semejanza con
San Pedro, pues a orilla del agua fué donde San Juan tuvo por primera vez el
honor de ver a Aquél a quien anunciaba, como a orillas del agua reconoció San
Pedro a su divino Maestro y le siguió. El Ángel predijo la natividad de
San Juan: Et multi in nativitate ejus gaudebunt, muchos —dice
a Zacarías—, se regocijarán de su natividad. La de San Pedro fué
también predicha; pero hay la gran diferencia de que la de San Juan lo fue por
el Ángel, y Nuestro Señor predijo la de San Pedro. San Juan nació para concluir
la ley mosaica, y San Pedro murió para empezar la Iglesia Católica; no que San
Pedro fuera el principio fundamental de la Iglesia, ni San Juan el fin de la
Sinagoga, pues Nuestro Señor fué quien dio fin a la ley de Moisés, diciendo en
la Cruz: Todo queda consumado, y resucitando comenzó la nueva Iglesia,”
Origen de las cosas, estas relaciones de los seres, estas
comparaciones entre la creación y la redención, son luces frecuentes en los autores
antiguos y raras en los autores modernos. El relacionar las cosas con su
origen es para el alma un goce, desconocido de la mayor parte de los hombres;
y un tan admirable relacionar no fue ajeno a San Francisco de Sales aunque
tampoco resulte carácter habitual suyo. Él encontró la luz y el aire de la
santidad.
Oigámosle hablar de la muerte de San Pedro.
Así como antes la comparó con el nacimiento de San Juan Bautista, ahora
la compara con el nacimiento de Adán: la Humanidad naciente y la Iglesia
naciente oyen salir de la boca de Dios igual palabra, y esto es verdaderamente
hermoso:
"Cuando Dios creó el Universo, al querer
formar al hombre, dijo: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem
nostram, ut praesit piscibus maris, volatilibus coeli et bestiis terrae, hagamos
al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que tenga predominio sobre los
peces del mar, las aves del cielo y las bestias de la tierra. Asimismo me
parece que hizo en la nueva formación; pues queriendo que San Pedro fuese
presidente y gobernador de la Iglesia y mandara en todo a aquellos que se
retiran en la religión para volar al aire de la perfección, quiso hacerle semejante
a Él, y pareció decir: Faciamus eum ad imaginem nostram, hagámosle a
nuestra imagen, es decir, semejante a Jesús crucificado. Por esto dijo: Sequere
me, sígueme".
La vida de San Francisco de Sales es demasiado
conocida para insistir aquí en los hechos que la componen. Tuvo el espíritu de
dulzura y el don de convertir: su palabra era fecunda.
Pero para realizar
una obra como la suya no bastaba hablar como él habló; era, menester también
vivir como vivió: fué fecundo porque era santo. El estilo de que he hablado no
es más que el reflejo de su aureola de santo, proyectado sobre sus obras. Vivió
en la familiaridad divina, no sobre el Sinaí, sino en el lugar que le era propio
y que Dios le había preparado. Su dulzura penetró la naturaleza, y la
naturaleza penetró su palabra. Su originalidad consistió en ser dulce. Lo
era tanto, que el campo le comunicó sus secretos. Lo era tanto, que la
egipcia Agar fué transparente a sus ojos.
"Esta preferencia de Dios a todas las cosas,
—dice— es hija de la caridad. Si Agar, la egipcia, al ver a su hijo en
peligro de muerte, no tuvo valor para permanecer a su lado y quiso abandonarlo,
diciendo: "¡Ay! yo no puedo ver morir esta criatura", ¡qué mucho que
la caridad, hija de la dulzura y de la suavidad celestiales no pueda ver morir
a su hijo; que es el propósito de no ofender jamás a Dios! De modo que a medida
que nuestro libre albedrío se resuelve a consentir en el pecado, dando así la
muerte a aquel santo propósito, la caridad muere con éste y en su postrimer suspiro,
dice: "No, no quiero ver morir a ese hijo mío”.
Un rayo de su dulzura ilumina también la estancia de Holofernes.
Dice:
"¿No leemos que Judith, cuando fué a encontrar
a Holofernes, jefe del ejército de los asirios, a pesar de ir sumamente
adornada y de que su rostro estuviese dotado de la más rara belleza, brillando
sus ojos con una suavidad encantadora y siendo sus labios purpurinos, y
flotando sobre sus espaldas la rizada cabellera, Holofernes no se sintió
seducido ni por la hermosa vestidura, ni por los ojos, ni por los labios, ni
por los cabellos de Judith, ni por ninguna otra cosa que fuera en ella,
sino que cuando puso la vista en sus sandalias que, como podemos suponer,
estaban graciosamente recamadas de oro, quedó poseído de amor por ella? Así
podemos decir que el Padre Eterno, al considerar la variedad de las virtudes
que había en Nuestra Señora, la encontró indudablemente muy bella; pero cuando
puso la vista en sus sandalias, se complugo tanto en ello y quedó tan enamorado
que se dejó vencer y le envió al Hijo, que se encarnó en sus castísimas
entrañas. ¿Y qué otra cosa representan, almas queridas, esas sandalias de la
Santísima Virgen, sino la humanidad?”
¡Tan dulce era San Francisco de Sales! Así hablaba
a sus hijas, las religiosas de la Visitación, al mostrarles esta escena sublime
a la claridad de este rayo de luz.