lunes, 8 de octubre de 2012

San Francisco de Sales, por E. Hello

Nota del Blog: el siguiente extracto forma parte del capítulo IV de la hermosa obrita "Fisonomía de Santos" del gran autor francés.



San Francisco de Sales


SAN FRANCISCO DE SALES

Los literatos franceses tienen un programa: no un programa indefinido, no; al contrario: un programa que viene a ser una delimitación, pues contiene cierto número de admiraciones obligatorias e implica el olvido de todas las demás cosas. El hombre de mundo francés y literato se encierra en un reducido círculo de libros para su uso particular e ignora todos los restantes con una buena fe extraordinaria. Los ignora y ni sospecha su existencia; y si los sospechara, la consideraría como prueba evidente de este hecho histórico, a saber: que todo el mundo ha vivido en la barbarie excepto algunos autores franceses del siglo XVII, algunos otros autores franceses del siglo XVIII, y algunos autores griegos y romanos que han servido de modelo a los que él ha leído. En cuanto a la remota antigüedad, al Asia, a la India, a todo el resto del género humano, el francés considera los trabajos que de allí vienen como especialidad de algunos eruditos que por curiosidad se dedican a estudios técnicos, y que con el trato de aquellas civilizaciones bárbaras han perdido el delicado sentido de la elegancia. Pero el literato francés no se limita a ignorar la antigüedad (excepción hecha de algo de los griegos y romanos), no se limita a ignorar especialmente lo que en los tiempos modernos se ha escrito en lengua extranjeras (excepto Dante), sino que ignora también notablemente aquellos autores franceses que no han sido inscritos por la costumbre en el programa de sus lecturas. Ha leído concienzudamente a Buffon pero no ha leído a San Francisco de Sales.
Si no se trata de más que de reparar una injusticia literaria, la cosa no valdría la pena, porque la palabra literatura se usa en sentido depresivo, así como cosa de arreglo de palabras. Pero no se trata de esto, sino de saber si dentro de la lengua francesa, bajo un terreno ignorado, en el fondo de un país desconocido, se oculta una mina de riquezas naturales y sobrenaturales. Pues bien, sí; esta mina existe en San Francisco de Sales y en otros; y no es necesario demostrarlo, basta con mostrarlo. Los sabios estudios de M. Gautier no son sueños; y si la literatura es cosa pueril en cuanto se hace consistir en estudiado alineamiento de frases (languet circa quoestiones et pugnas verborum), la palabra es cosa grave en cuanto es expresión del pensamiento y espejo de la idea.
El estilo de un hombre es la forma que toma la verdad dentro del molde de una criatura determinada; y pues San Francisco de Sales tiene estilo, quizás sea bueno mostrarle a todos aquellos que perteneciendo a su misma familia por el carácter del alma pudieran, a causa de dicho parentesco, recibir la luz de él mejor que de otro.
¿Cuál es el color del estilo de San Francisco de Sales? Es el color de la naturaleza vista a la luz de lo sobrenatural. Cuando uno pasea por los campos siente producirse en la vista y en el oído una armonía dulce y profunda a la que concurren, en admirable hermandad, muchos colores y muchas músicas. Las hojas de los árboles, las flores de los prados, las aves con sus movimientos y sus cantos, el confuso rumor de millares de pequeños seres invisibles, el murmullo de los arroyos del sol ondulantes sobre las olorosas colinas que parecen también ondular siguiendo los efectos de la luz, el ingenuo encorvarse de los troncos y de las ramas libremente crecidas, todas esas cosas se unen en una sola melodía muy grave, muy sencilla; y los numerosos músicos que la producen se ajustaban unos a otros tan bien que nunca el concierto es turbado por una nota desafinada. Es el concierto de la tarde o es el concierto del anochecer.
El estilo de San Francisco de Sales es el concierto de la tarde. No busquéis en él ni los esplendores del sol levante ni los esplendores del sol poniente, ni las alturas de la montaña, ni el águila destrozando su presa, ni el ruido de los torrentes, ni las nieves eternas, ni el rayo, ni las violencias de la criatura lanzando hacia la eternidad los gemidos del deseo inmenso. En la creación hay lugar para cuanto vive. Las praderas tienen singular encanto no sólo para los amantes de las praderas, sino también, y quizás más singular, para los amigos de las montañas y los amigos del Océano. El encanto de las praderas para ellos es admirable: es el encanto de la variedad amada, de la variedad que, lejos de ser contradicción, presenta el mismo nombre escrito en otros caracteres y la misma luz vista al través de otro cristal.
La palabra de San Francisco de Sales es como el perfume de las praderas. No es el otoño; no es tampoco la primavera; jamás es el invierno. Es el verano: el verano a la hora del mediodía. En sus obras se siente gran calor.
En San Francisco de Sales el simbolismo no es un accidente literario: es la forma de su palabra y el giro de su conversación; porque este hombre admirable no escribe, conversa siempre:

“No se puede poner un injerto de encina en un peral -nos dice—, porque la naturaleza de estos dos árboles es muy distinta; ciertamente tampoco se puede injertar la ira, ni la cólera, ni la desesperación en la caridad; sería cosa, a lo menos, más difícil… y en cuanto a la tristeza ¿cómo puede ser útil a la santa caridad, si entre los frutos del Espíritu Santo la caridad va puesta al lado de la alegría?
Los ruiseñores se complacen tanto en su cantar -dice Clinio- que, por esta sola complacencia, quince días y quince noches seguidas gorjean sin descanso, esforzándose siempre en cantar mejor el uno que el otro; de modo que cuanto más allá van en sus trinos más se complacen, y este aumento de complacencia les lleva a grandes esfuerzos para mejor gorjear, creciendo de tal modo la complacencia por el canto y el canto por la complacencia que más de una vez se les ve morir y dilatarse su garganta de tanto cantar. Aves dignas del bello nombre de Filomelo, pues así mueren en el amor de la melodía.
¡Oh! Dios mío, el corazón ardientemente afanoso por el anhelo de alabar a su Dios ¡qué dolor tan grandemente delicioso y qué dulzura tan grandemente dolorosa recibe cuando después de mil esfuerzos de alabanza se encuentra tan corto de ella! ¡Ay! querría ¡pobre ruiseñor! lanzar cada vez más altos sus acentos y perfeccionar su melodía para mejor cantar las bendiciones de su amado. Cuando más alaba, más se complace en alabar; se descontenta de no poder alabar mejor aún, y para contentar lo mejor que puede esta pasión, hace toda suerte de esfuerzos entre los cuales desfallece, como sucedía al muy glorioso San Francisco (el de Asís), que a pesar del placer que recibía en alabar a Dios y en cantar sus cánticos de amor, derramaba gran afluencia de lágrimas, y por falta de fuerzas dejaba caer lo que tenía en la mano, quedando como desmayado Filomelo…”

En todo este cuadro hay completa ausencia de intención literaria, y la palabra tiene aquella gracia singular, exquisita, ingenua, que escapa siempre a aquellos que más la buscan. El sentimiento que San Francisco de Sales tiene de la naturaleza es encantador, porque la naturaleza es para él lo que en realidad es, un medio, no un fin: es el instrumento que acompaña al canto, y no la belleza misma a la que el canto va enderezado, que es como suelen sentirla los falsos poetas. El amor de San Francisco la encuentra en su camino; la encuentra sin buscarla, sencillamente porque está allí, sin detenerse en ella la atraviesa y la arrastra en su vuelo hacia el cielo a donde va.
Vista así, a la luz de lo alto, la creación toma un sentido exquisito, que no tiene para aquéllos que la aman por sí misma y la cantan en vez de cantar a Dios. La creación cuando no es una grada es una barrera: para el poeta que se atasca en ella, es un límite; para San Francisco es un arpa, y sus dedos al recorrerla hacen brotar sones que se elevan indefinidamente.
El estilo de San Francisco se parece mucho a un paseo: hay en él mucho de azar, muchos accidentes, muchos encuentros; mira a un lado y a otro, contempla, vuelve la cabeza a cada instante, atraído a derecha o a izquierda por diversos objetos. Agrada, no abruma; casi siempre es embelesador, nunca sublime. No porque uno y otro carácter sean en sí incompatibles, sino porque la naturaleza de San Francisco conversa siempre íntimamente con el lector; nunca se aleja de él por aquel correr, por aquel remontarse, por aquel absorberse, que a veces separan por un momento al que habla de aquel que escucha; él nunca pierde de vista a su oyente, nunca desaparece bajo la magnitud de su pensamiento; lo que dice no sucumbe ante lo que quiere decir.
Habla el francés antiguo. Se dirá que esto es sólo cuestión de fechas, que es debido al tiempo en que se habla y no a quien habla. Sin embargo a veces el ser arcaico o no serlo un lenguaje, no consiste sólo en las épocas, consiste también en el carácter de quien lo usa. Juana de Chantal es contemporánea de San Francisco de Sales y no puede decirse de ella que hable el francés antiguo; emplea palabras del francés antiguo, porque así ha de ser por la naturaleza de las cosas y por el estado de la lengua en el tiempo en que la escribe; pero estas mismas palabras que bajo la pluma de San Francisco resultan francés antiguo, no son el mismo lenguaje en Juana de Chantal. El secreto está en que el francés antiguo es un estilo; para haberlo hablado no basta haber vivido en determinada época: sino que es menester haber poseído un espíritu determinado. Y ¿cuál era este espíritu? ¿Cuál es el carácter de aquella lengua? La ingenuidad.
La ingenuidad no es la sencillez: es una clase de sencillez; una sencillez especial con temperamento propio. Tiene audacias y descuidos que chocarían en otro sitio, y que en ella no chocan, porque posee el secreto de hacérselo perdonar todo, como los niños, que están deliciosamente incapacitados para irritar seriamente. Esta incapacidad de los niños en el orden moral, los escritores ingenuos la poseen en el orden intelectual. Es este uno de los privilegios y uno de los peligros de La Fontaine; privilegio para él, peligro para sus lectores. En sus fábulas, el egoísmo de la zorra se disimula bajo la ingenuidad del escritor.
Este encanto, que en La Fontaine se pone tal vez al servicio del error, en San Francisco de Sales está al servicio de la verdad. San Francisco tiene el derecho de hablar como piensa; habla como cristiano y como sacerdote. La idea de producir efecto está tan lejos de su pensamiento que ni se nota la ausencia de ella; y en esto se parece también a los niños. Verdad es que ahora los niños se ocupan en perder la ingenuidad, y digo se ocupan porque realmente es éste para ellos un gran trabajo. La ingenuidad se refugia en los campos. Las aldeas poseen un lenguaje aparte que se parece mucho al antiguo, y por una coincidencia no fortuita, el lenguaje antiguo nos habla siempre del campo y de él toma siempre sus comparaciones.
Uno de los caracteres propios del francés antiguo, de la lengua de las aldeas y del estilo de San Francisco de Sales, es la ausencia de ironía. La ironía es cosa excelente cuando está puesta en su lugar, y por lo mismo, es detestable y funesta cuando no viene al caso... y son muchas las veces en que no viene al caso. La ironía es hija del mal, del error, del pecado; es el placer de la indignación, que no encuentra palabra directa bastante expresiva de la fuerza de su cólera, y se refugia silenciosa bajo la palabra indirecta y allí estalla. La ironía es naturalmente terrible y fácilmente sublime. Es el refugio del furor que va más allá de las alturas de la palabra y de las alturas del silencio; y esta arma tan poderosa y tan temible ha sido además envenenada por la corrupción del hombre; ha hecho traición a la verdad y en vez de herir al mal se ha vuelto contra las cosas sencillas, ingenuas, inocentes en el sentido serio de esta palabra, asaz a menudo rebajada. Entonces la ironía se ha convertido en burla, y la burla es una cosa baja, es la risa mala del amor propio. Pero ¡ay! que la burla que el escritor frecuentemente emplea, suponiéndola en el ánimo también del lector, se convierte en embarazosa para el uno y para el otro; destruye la recíproca confianza y la naturalidad por necedad, así como los tontos toman la necedad por naturalidad.
Entre la necedad y la ingenuidad hay una diferencia radical. En la necedad, el pensamiento es débil, el sentimiento fofo y la expresión trivial; mientras que en la ingenuidad, la idea es precisa, el sentimiento vigoroso, la expresión nueva. El espíritu burlón, al confundirlas, quita al escritor la libertad de decir cosas íntimas, que sólo quieren mostrarse a las miradas puras.
La literatura moderna se halla dominada, sin sospecharlo, por este embarazo. Esta literatura que tan libre se cree, es esclava del lector, a quien menosprecia, porque teme el espíritu de burla. Pues bien, la ausencia de este temor es uno de los caracteres del francés antiguo, y carácter especial de San Francisco de Sales; éste habla tal como piensa y el pueblo cristiano es para él un confidente. Cuando se dirige a los cristianos puede decirles: "hermanos míos", porque les habla como hablándose a sí mismo. ¡Cosa rara! su palabra exterior no interrumpe a su palabra interior.
La familiaridad con todos los hombres se encuentra en los dos extremos de la escala moral: el literato no la posee, el filósofo vulgar se ve privado de ella; pero el hombre acanallado la encuentra y el Santo también la ha encontrado; aquel porque ha perdido todo respeto, y éste porque ha perdido todo amor propio. El derecho de hablar con la humanidad es uno de los atributos de la grandeza; la costumbre de charlar con ella, uno de los caracteres del oprobio. San Francisco no posee todos los atributos de la grandeza, pero tampoco habla a toda la humanidad, sino a una parte de ella.
Casi nadie ha hablado el francés como él; por eso si en tales cosas cupiera admiración, sería asunto de admirarse del olvido en que los literatos, distraídos seguramente en numerosos e importantes trabajos, han dejado a San Francisco.
La etimología nos recuerda aún a pesar nuestro que la lengua francesa reclama la franqueza más que ningún otro idioma, y San Francisco de Sales es franco como pocos hombres lo hayan sido. La naturaleza de su palabra excluye hasta la sospecha de toda intención doble. ¡Qué originalidad! ¡Qué sentimiento tan actual tiene de las ideas que expresa! Para él no existe el peligro de hablar sobre la moral por costumbre y de memoria. Piensa lo que dice en el momento en que lo dice; no piensa, como tantos por cuenta de otro; piensa por cuenta propia lo que en aquel momento os habla, y si lo que os habla lo ha pensado el día antes, os lo dice. Os hace asistir a la generación interior de las ideas y los sentimientos que os comunica; os los da por lo que son, se da a sí mismo por lo que es, tales cuales sois os toma. Cuando estáis con él no habéis de temer que surja ante vosotros la sombra del Mentor; estáis con un amigo que os lo dice todo, y a quien todo podéis decir. Hay en este hombre encantador una fuerza de vida y de alegría que provoca la confianza sin parecer que piensa en ella.
Y muy a menudo ¡qué profundidad la suya! La sencillez de su estilo nos disimula, quizás algunas veces con la severa realidad de las cosas; pero ¡cuánta profundidad bajo aquella apariencia infantil! Tanta gente hay que toma un aire de solemnidad para decir muy poca cosa, o nada, que alguna vez ha de suceder lo contrario. Así San Francisco de Sales desarrolla de vez en cuando verdades misteriosas con la profundidad real de un doctor y de un santo, pero se expresa con la sencillez y la ingenuidad de un viejo que cuenta un cuento a los niños. Para indicarlo y probarlo, veamos uno de sus pasajes:

“Las perdices a menudo róbanse unas a otras los huevos para incubarlos, sea por su avidez en ser madres, o porque tienen tan poco conocimiento que no saben distinguir los huevos propios de los ajenos. Y he aquí que sucede una cosa muy extraña pero muy bien probada: y es que el pequeñuelo nacido y alimentado bajo el ala de otra perdiz, al primer reclamo de la madre verdadera que puso el huevo de donde él nació, abandona a la perdiz usurpadora, va a la madre y la sigue, a causa de aquella invisible relación que estaba como dormida en el fondo de su naturaleza hasta encontrar su  objeto, y que entonces removida y como despertada, obra su efecto e impulsa al pequeñuelo a su deber primero.
Lo mismo sucede con nuestro corazón, que incubado, nutrido y formado, como todas las cosas corporales bellas y transitorias, bajo las alas, por decirlo así, de la naturaleza, así que mira a Dios, al primer conocimiento que de Él tiene, la naturaleza y primera inclinación de amarle, que está como adormecida e imperceptible, se desvela al instante y se levanta de improviso como chispa que entre cenizas brota; y moviendo nuestra voluntad, le da un impulso del amor supremo debido al soberano y primer principio de todas las cosas”.

El movimiento del pequeñuelo de la perdiz impulsado a su deber primero ¿no es para el hombre una enseñanza llena de ingenuidad y dulzura? Y esa palabra exquisita que ama a los animales sin nunca detener su amor en ellos, ¿no contiene bajo su encantadora apariencia una austera realidad que el nido de la perdiz circundado de trigos en flor suaviza sin ocultarla?
El simbolismo de la Sagrada Escritura y el fin misterioso de las criaturas comunica a veces a San Francisco de Sales ideas ingeniosas y profundas.
Su Introducción a la vida devota es ya tan conocida del público que prefiero referirme a otras obras que lo son menos. Así, relativamente a la significación oculta de las personas y de las cosas, encuentro en sus sermones ese paralelo entre San Juan Bautista y San Pedro, dos hombres que no suelen ser comparados entre sí:

"Leemos que en torno al Propiciatorio había do querubines que se miraban uno a otro. El Propiciatorio, amados míos, es Nuestro Señor Jesucristo, que el Eterno Padre nos ha dado para que sea la propiciación de nuestros pecados: Ipse propitiatio est pro peccatis nostris et ipsum proposuit Deus Propitiationem. Estos dos querubines son, según yo digo, San Juan y San Pedro, que se miran uno a otro; éste a aquél como a profeta; aquel a éste como a apóstol. ¿No os parece que se miraban cuando uno decía: Ecce Agnus Dei; he aquí el Cordero de Dios; y el otro decía: Tu es Christus, Filius Dei vivi; Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo? Cierto es que la confesión de San Juan se resiente un poco todavía de la noche de la antigua ley, al llamar Cordero a Nuestro Señor, porque habla de su figura; pero la de San Pedro no habla sino del pleno día: Quia Joannes proaecrat nocti, et Petrus diei: porque San Juan era el iluminador de la noche y San Pedro el del día.
Encontramos que al principio del mundo el espíritu de Dios era llevado sobre las aguas: Spiritus Dei ferebatur super aquas. La ingenuidad del texto en su origen significa fecundabat, vegetabat, fecundaba las aguas. Así me parece a mí que en la nueva formación del mundo, Nuestro Señor fecundaba las aguas cuando caminaba a orillas del mar de Galilea: ambulabat juxta mare Galileae y que con aquellas palabras que dice a San Pedro y a San Andrés: Venite post me, venid detrás de mí, hace brotar a San Pedro y a San Andrés de entre las conchas marinas. En lo cual San Juan tiene otra semejanza con San Pedro, pues a orilla del agua fué donde San Juan tuvo por primera vez el honor de ver a Aquél a quien anunciaba, como a orillas del agua reconoció San Pedro a su divino Maestro y le siguió. El Ángel predijo la natividad de San Juan: Et multi in nativitate ejus gaudebunt, muchos —dice a Zacarías—, se regocijarán de su natividad. La de San Pedro fué también predicha; pero hay la gran diferencia de que la de San Juan lo fue por el Ángel, y Nuestro Señor predijo la de San Pedro. San Juan nació para concluir la ley mosaica, y San Pedro murió para empezar la Iglesia Católica; no que San Pedro fuera el principio fundamental de la Iglesia, ni San Juan el fin de la Sinagoga, pues Nuestro Señor fué quien dio fin a la ley de Moisés, diciendo en la Cruz: Todo queda consumado, y resucitando comenzó la nueva Iglesia,”

Origen de las cosas, estas relaciones de los seres, estas comparaciones entre la creación y la redención, son luces frecuentes en los autores antiguos y raras en los autores modernos. El relacionar las cosas con su origen es para el alma un goce, desconocido de la mayor parte de los hombres; y un tan admirable relacionar no fue ajeno a San Francisco de Sales aunque tampoco resulte carácter habitual suyo. Él encontró la luz y el aire de la santidad.
Oigámosle hablar de la muerte de San Pedro. Así como antes la comparó con el nacimiento de San Juan Bautista, ahora la compara con el nacimiento de Adán: la Humanidad naciente y la Iglesia naciente oyen salir de la boca de Dios igual palabra, y esto es verdaderamente hermoso:

"Cuando Dios creó el Universo, al querer formar al hombre, dijo: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram, ut praesit piscibus maris, volatilibus coeli et bestiis terrae, hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que tenga predominio sobre los peces del mar, las aves del cielo y las bestias de la tierra. Asimismo me parece que hizo en la nueva formación; pues queriendo que San Pedro fuese presidente y gobernador de la Iglesia y mandara en todo a aquellos que se retiran en la religión para volar al aire de la perfección, quiso hacerle semejante a Él, y pareció decir: Faciamus eum ad imaginem nostram, hagámosle a nuestra imagen, es decir, semejante a Jesús crucificado. Por esto dijo: Sequere me, sígueme".

La vida de San Francisco de Sales es demasiado conocida para insistir aquí en los hechos que la componen. Tuvo el espíritu de dulzura y el don de convertir: su palabra era fecunda.
 Pero para realizar una obra como la suya no bastaba hablar como él habló; era, menester también vivir como vivió: fué fecundo porque era santo. El estilo de que he hablado no es más que el reflejo de su aureola de santo, proyectado sobre sus obras. Vivió en la familiaridad divina, no sobre el Sinaí, sino en el lugar que le era propio y que Dios le había preparado. Su dulzura penetró la naturaleza, y la naturaleza penetró su palabra. Su originalidad consistió en ser dulce. Lo era tanto, que el campo le comunicó sus secretos. Lo era tanto, que la egipcia Agar fué transparente a sus ojos.

"Esta preferencia de Dios a todas las cosas, —dice— es hija de la caridad. Si Agar, la egipcia, al ver a su hijo en peligro de muerte, no tuvo valor para permanecer a su lado y quiso abandonarlo, diciendo: "¡Ay! yo no puedo ver morir esta criatura", ¡qué mucho que la caridad, hija de la dulzura y de la suavidad celestiales no pueda ver morir a su hijo; que es el propósito de no ofender jamás a Dios! De modo que a medida que nuestro libre albedrío se resuelve a consentir en el pecado, dando así la muerte a aquel santo propósito, la caridad muere con éste y en su postrimer suspiro, dice: "No, no quiero ver morir a ese hijo mío”.

Un rayo de su dulzura ilumina también la estancia de Holofernes. Dice:

"¿No leemos que Judith, cuando fué a encontrar a Holofernes, jefe del ejército de los asirios, a pesar de ir sumamente adornada y de que su rostro estuviese dotado de la más rara belleza, brillando sus ojos con una suavidad encantadora y siendo sus labios purpurinos, y flotando sobre sus espaldas la rizada cabellera, Holofernes no se sintió seducido ni por la hermosa vestidura, ni por los ojos, ni por los labios, ni por los cabellos de Judith, ni por ninguna otra cosa que fuera en ella, sino que cuando puso la vista en sus sandalias que, como podemos suponer, estaban graciosamente recamadas de oro, quedó poseído de amor por ella? Así podemos decir que el Padre Eterno, al considerar la variedad de las virtudes que había en Nuestra Señora, la encontró indudablemente muy bella; pero cuando puso la vista en sus sandalias, se complugo tanto en ello y quedó tan enamorado que se dejó vencer y le envió al Hijo, que se encarnó en sus castísimas entrañas. ¿Y qué otra cosa representan, almas queridas, esas sandalias de la Santísima Virgen, sino la humanidad?”

¡Tan dulce era San Francisco de Sales! Así hablaba a sus hijas, las religiosas de la Visitación, al mostrarles esta escena sublime a la claridad de este rayo de luz.