III
El Decreto para los Jacobitas
El decimoséptimo de los Concilios Ecuménicos fue el de
Florencia. Fue una reunión llamada a terminar una larga separación de grupos
disidentes Orientales de la vera Iglesia. Uno de sus actos fué el famoso
decreto para los Jacobitas, incluido en la Bula Dogmática Cantate
Domino promulgada por Eugenio IV el 4 de Febrero de
1442. El siguiente párrafo se encuentra en este decreto:
“Firmemente
cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no
sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse participe
de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el
diablo y sus ángeles [Mt. 25, 41], a no ser que antes de su muerte se uniere
con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que
sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los
sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de
piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que
hiciere, aún cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede
salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica”.[1]
En realidad esta declaración de la Cantate Domino
simplemente explicita más las enseñanzas del IV Concilio de Letrán y la Unam
Sanctam. En primer lugar menciona y clasifica los que están fuera de la
vera Iglesia. Se incluye a los paganos, que no aceptan nada de la revelación
pública; los judíos, que aceptan el Antiguo Testamento como palabra de Dios;
los herejes, que aceptan algunas partes de la enseñanza contenida en el Nuevo
Testamento y finalmente los cismáticos, que no rechazaron ninguna parte del
mensaje divinamente revelado, sino que simplemente se han separado a sí mismos
de la comunión con la vera Iglesia. Insiste en que ninguna de estas personas
puede alcanzar la vida eterna a menos que entren en la vera Iglesia antes de
salir deste mundo. Al publicar esta enseñanza, la Bula Cantate Domino,
simplemente repitió, siendo un poco más explícita con respecto a los individuos
que están “fuera” de la Iglesia, lo que algunos documentos anteriores ya habían
enseñado sobre la necesidad de la Iglesia Católica para la obtención de la
salvación eterna.
Esto se ve claro tanto en la primera como en
la segunda parte de la Bula. La primera parte afirma que las diferentes clases
de individuos “fuera” de la Iglesia Católica no sólo que no pueden tener parte
en la vida eterna, sino que “irán al
fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles” a menos que
se unan a la Iglesia antes de salir deste mundo. Con esta afirmación, que por
cierto ha sido designada como “rigorista” por los adversarios de la Iglesia, y
por algunos católicos mal instruidos, el Papa Eugenio IV meramente tuvo
en cuenta la realidad de la obra de redención de Nuestro Señor.
Ahora bien, la alternativa a estar salvado es
la de estar condenado. Aquel que está salvado es, en el sentido máximo y
perfecto, aquel que finalmente obtiene la Visión Beatífica
por medio del poder salvífico de la muerte expiatoria de Nuestro Señor. La
persona que no está salvada es inevitablemente aquel que está impedido por toda
la eternidad de poseer la Visión Beatífica, en la cual sólamente se encuentra
el fin supremo y eterno del hombre. Aquel que obtenga el único y sólo fin supremo
disponible para el hombre va a ser un éxito reluciente por toda la eternidad,
sin importar los sufrimientos y humillaciones que haya tenido que sufrir
durante el período de su preparación y prueba en este mundo. Por otra parte,
aquel que no obtenga ese fin va a ser un fracaso para toda la eternidad, a
pesar de todo el suceso y placer que pueda haber tenido durante el curso de su
vida terrena.
Además, a nadie se excluye de la posesión
eterna de la Visión Beatífica sino es en razón del pecado. En el caso del
infante que ha muerto sin recibir el sacramento del bautismo, ese pecado no es
personal, sino original, la aversión de Dios como consecuencia de la ofensa
cometida por el mismo Adán. Obviamente, y según la enseñanza de la Iglesia
Católica, un infante que muere en ese estado no va a ser castigado por el justo
y misericordioso Dios por un pecado que no cometió. Pero, para ese infante, la
Visión Beatífica es un bien al que no tiene derecho y que no va a recibir.
El adulto que muere en pecado mortal, sea que
el pecado original se le haya perdonado por el sacramento del bautismo o no, no
sólo que va a ser excluído de la posesión de la Visión Beatífica, sino que va a
ser castigado por sus ofensas, no perdonadas, contra Dios. Y, puesto que no hay
perdón de los pecados fuera de la Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de
Jesucristo, no hay salvación para aquel que pasa desta vida “fuera” de la
Iglesia Católica. Aquel que muere con pecados mortales no perdonados, no sólo
que va a ser excluído de la Visión Beatífica (sufriendo así la pena de daño),
sino que también va a recibir el castigo debido al pecado por el cual no se
arrepintió (pena de sentido).
Nuestro Señor es nuestro Divino Salvador
precisamente porque, por medio de Su muerte expiatoria en el Calvario, nos
mereció la salvación de nuestros pecados, tanto original como mortal. Ahora
bien, la salvación que nos mereció fue precisamente un rescate de nuestros
pecados y de los efectos que le siguen, los cuales principalmente son la pérdida
de la amistad de Dios, el sometimiento a Satanás, el príncipe deste mundo; la
pérdida eterna de la Visión Beatífica y los castigos del infierno. Nuestro
Señor no sufrió las torturas y la ignominia de la más horrible de las muertes
para conseguirnos algo sin importancia.
La clave desta parte de la
teología es el hecho de que la Iglesia católica es en realidad el Cuerpo
Místico de Jesucristo. A fin de salvarnos de la
condición en que venimos al mundo, y en la cual nos ponemos a nosotros mismos
con nuestros pecados mortales, debemos estar en contacto salvífico con nuestro
Divino Redentor. Y la única unidad social dentro de la cual podemos obtener
este contacto salvífico es aquella institución que San Pablo designó como el
Cuerpo de Cristo, la Sociedad que conocemos como la Iglesia Católica.
Aquellos que no se ponen en contacto
salvífico con Nuestro Señor no se aprovechan de la salvación que se encuentra
sólo en Él. Como resultado no están salvados y permanecen en la condición en la
cual vinieron a este mundo, o en la que se pusieron a sí mismos por medio de
sus propios pecados mortales. Si mueren en esta condición, inevitablemente van
a recibir los efectos que siguen désta condición. Serán excluídos de la Visión
Beatífica y, si salen desta vida culpables de pecado mortal del cual no se arrepintieron,
van a sufrir la pena del infierno por toda la eternidad.
Esta es la parte de la doctrina Católica que
más claramente se opone al espíritu de los tiempos en que vivimos. La
enunciación desta verdad parece ser siempre designada como “rigorista” o algo
peor por aquellos que están animados por el espíritu del mundo, sean enemigos
declarados de la Iglesia o no.
Pero si examinamos la mentalidad
desta clase de oposición, encontramos que en última instancia está dirigida no
contra las enseñanzas sobre la competencia y necesidad de la Iglesia Católica,
sino en realidad sobre la obra redentora de Jesucristo Nuestro Señor. Obviamente
lo que subyace detrás de la objeción a esta parte de la enseñanza Católica es
la convicción, o por lo menos la afirmación, de que la felicidad eterna es, de
alguna manera, un derecho nativo de todo ser humano sin excepción o por lo
menos algo que cae dentro del campo de competencia destos mismos seres humanos.
Todo aquel que piensa así está inclinado
inevitablemente a considerar los efectos del sacrificio redentor de Nuestro
Señor ora como no-existentes ora como sin importancia. Si lo mejor que pueda
obtener el hombre es algo a lo cual tiene derecho por el mero hecho de ser
hombre, o algo que puede obtener por medio de sus propias fuerzas, entonces,
pues, hablar de redención difícilmente sea algo más que un mero juego de
palabras. Y si Dios le va a otorgar la vida eterna a todo hombre, sin tener en
cuenta el contacto con Nuestro Señor, entonces lo máximo que Nuestro Señor nos
pudo conseguir con su muerte fueron algunas ventajas extras y accidentales en
el orden sobrenatural para quienes se ponen en contacto con Él y permanecen
así.
Sin embargo, este no ha sido el caso, y todo
sistema que se base en esos falsos supuestos es completa y fatalmente poco
realista. De hecho, toda la humanidad, toda la descendencia de Adán, necesitaba
por completo el perdón del pecado y la liberación que de hecho vino sólo por el
sacrificio expiatorio de Jesucristo Nuestro Señor. Si los pecados del
hombre hubieran permanecido sin ser perdonados por Dios entonces el hombre
hubiera sido justa y necesariamente excluído de la Visión Beatífica por toda la
eternidad. Si los pecados mortales del hombre no hubieran sido perdonados, el
hombre hubiera sido justa y necesariamente castigado por toda la eternidad por
esos pecados.
En realidad la única razón del perdón de los
pecados se encuentra en el hecho de la redención de Jesucristo. Y la única
manera posible en que al hombre se le perdonen los pecados es que entre en
contacto con Nuestro Señor y su poder salvífico en la única y sóla unidad
social que fue divinamente constituida como su Cuerpo Místico. Esto quiere
decir estar dentro de Su Iglesia como miembro o por lo menos con un deseo o
intención, aunque tal vez sólo implícito, que sea sincero. Aquel que no está en
contacto con Nuestro Señor desta forma no puede tener el perdón de los pecados
y por lo tanto no puede tener los efectos que se siguen dese perdón.
Una vez más, si estudiamos esta sección de la
doctrina Católica fiel y objetivamente, debemos tomarnos la molestia de
concluir que Nuestro Señor no sufrió la terrible muerte de Cruz algún mísero o
por lo menos accidental objetivo. Murió para salvar al hombre del pecado y
de sus penas. Murió para salvar al hombre de la esclavitud de Satanás, el líder
de todos aquellos que se oponen a Dios, y para salvarlos de la eterna exclusión
de la Visión Beatífica. Murió para salvarlos de las penas eternas del infierno.
Nadie puede obtener este don de la salvación fuera de Él.
[1] Dz. 714. “Firmiter credit, profitetur et praedicat, nullos intra catholicam
Ecclesiam non existentes, non solum paganos, sed nec Iudeos aut haereticos
atque schismaticos, aeternae vitae fieri posse participes; sed in ignem
aeternum iturus, “qui paratus est diabolo et angelis euis” (Mt. 25, 41), nisi
ante finem vitae eidem fuerint aggregati: tantumque valere ecclesiastici
corporis unitatem, ut solum in ea manentibus ad salutem ecclesiastica
sacramenta proficiant, et ieiunia, eleemosynae ac cetera pietatis officia et
exercitia militiae christianae praemia aeterna parturiant. Neminemque,
quantascunque eleemosynas fecerit, etsi pro Christi nomine sanguinem effuderit,
posse salvari, nisi in catholicae Ecclesiae gremio et unitate permanserit”.