miércoles, 15 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (IV Parte)

Confederaciones monásticas.

Ya dijimos que las grandes abadías tenían subordinadas comunidades menos considerables que formaban como los miembros de un mismo cuerpo mediante la unidad de gobierno y la unidad de origen de los religiosos que las poblaban. Formados todos ellos en la escuela de la abadía y vinculados a la abadía por la estabilidad de sus votos, eran enviados a estas residencias sin cesar de pertenecer a la misma familia y de formar una misma comunidad.
Con el tiempo se fueron multiplicando estos establecimientos secundarios o prioratos, se establecieron en regiones distantes, adquirieron mayor importancia. Todas las grandes abadías tenían establecimientos de este género; sin embargo, la de Cluny, con más esplendor que todas las demás, extendía sus brotes por todo el mundo católico. Algunas de estas casas secundarias se convirtieron a su vez en abadías, aunque conservando algo de su primitiva dependencia.
Estos comienzos de organización central fueron el preludio de una institución considerable que había de asegurar al instituto monástico en los tiempos modernos la conservación de su vida y de su vigor. Nos referimos a las grandes confederaciones o congregaciones monásticas.
Esta nueva idea nació y se nos presenta en su pleno desarrollo con la orden del Cister.
No se ven ya solamente prioratos, es decir, simples destacamentos de la legión monástica situados en residencias más o menos alejadas de la abadía a la que los religiosos que las componen no dejan de pertenecer por el vínculo estrecho de la profesión, sino que desaparecen los prioratos, se multiplican las abadías, las cuales a su vez forman entre sí una vasta asociación. Se confederan bajo la residencia de una abadía principal a fin de mantener mediante la unión de todas las fuerzas la observancia exacta de las reglas. Incluso se subordinan entre sí por las leyes de la afiliación, última  imitación de la antigua dependencia de los prioratos.
Los abades se reúnen en un capítulo general, cuya autoridad se impone a todos[1]. La cabeza de la Confederación continúa la acción del capítulo sobre el cuerpo entero, y una jerarquía de visitadores, que parte del centro, ejerce vigilancia hasta las partes más remotas.
Sin embargo, en esta nueva organización[2], el instituto monástico conserva su antigua y esencial propiedad: no cesa de contener tantas Iglesias constituidas canónicamente como monasterios y ésta es la razón de que usemos el término de confederación para expresar el vínculo de las congregaciones monásticas. Cada monasterio, al entrar en ella, conserva a sus miembros ligados con el vínculo que los une a él; guarda su gobierno, se pertenece a sí mismo. Los religiosos que componen el monasterio le pertenecen primeramente y sólo pertenecen a la orden entera por intermedio del monasterio que los cobija y que consigo mismo los lleva a esta grande asociación.
El lenguaje mismo de aquellos tiempos expresa la naturaleza jerárquica de los monasterios y les conserva el nombre de Iglesias. La gran constitución cisterciense, llamada Carta de caridad, y el Exordio del Cister hablan a cada página de las Iglesias del Cister, de Claraval y de las otras para designar las abadías[3].
Por lo demás, la forma misma de la transmisión del poder en la cabeza de la orden indica suficientemente la naturaleza federal de la asociación. El abad del Cister, por ejemplo, no es elegido por la orden entera que preside, sino que, por ser abad particular del Cister antes que cabeza de la orden, es elegido por el colegio particular de su abadía, como también, por debajo de él, los cabezas de las ramas principales, los abades de Morimond, de la Ferté, de Claraval, de Pontigny, tienen origen semejante y son elegidos por sus capítulos particulares, y de esta manera caen bajo el derecho común de todas las abadías, con lo cual se echa de ver que las abadías existen por sí mismas y anteriormente al vínculo que las une entre sí, tal como conviene a los miembros de una confederación.
Así las grandes órdenes monásticas no destruyen el carácter local de los monasterios y, aun aportándoles la ayuda y las fuerzas de la sociedad que mantienen entre sí, dejan que la vida religiosa adopte, como en el pasado, la forma de Iglesias particulares y penetre en las filas de las Iglesias, participando en el elemento jerárquico que las constituye.
Pero antes de seguir adelante deberemos volver atrás para seguir la historia del orden canónico.





[1] La orden del Cister tiene la gloria de haber sido, en esto, el modelo que no tardaron en imitar las otras órdenes. En los estatutos de varias de ellas se hace mención de la orden del Cister como el tipo primero y original del que se derivó la celebración de los capítulos generalesPrivilèges de l'Ordre de Cîteaux, París 1713, p. 2.

[2] Esta organización fue juzgada tan útil que fue adoptada por todos los reformadores de las órdenes monásticas. El Concilio IV de Letrán (1215), can. 12, hizo obligatoria la celebración de los capítulos generales entre los abades y cabezas de las casas, y exigió que se llamase a dos abades de Cîteaux para enseñar el orden que se había de seguir en ellos; Labbe 11, 163; Mansi 22, 999; Hefele 5, 1342-1343.

[3] Carta de Caridad (bajo Esteban, abad del Cister, 1133), c. 2, n. 4.8; c. 3, n. 12.17; c. 4, n. 20; c. 5, n. 29; PL 166.1372.1380-1384. Gran Exordio de la Orden del Cister, distinctio I., c. 15 y 21; PL 185, 1010 y 1016-1017.