Nota del Blog: Terminamos aquí este largo y hermoso tratado.
Dom Adrien Gréa |
Exención de las Iglesias y
de las personas.
Las
exenciones se pueden dividir en dos clases. Unas afectan principalmente a
Iglesias o a territorios determinados; respectan a la jerarquía de las
Iglesias, penetran en su seno, por lo cual revisten carácter local o
territorial, como esta misma jerarquía.
Otras tienen por objeto primero
y principal órdenes o clases de personas constituidas fuera de la jerarquía de
las Iglesias.
Las exenciones de la
primera clase son las más antiguas en la historia. Su primera aplicación tuvo
lugar en favor de los monasterios;
y aquí no queremos hablar de los simples privilegios apostólicos, legislación
tutelar que ponía bajo la protección de la Santa Sede la santa libertad de los
religiosos y los defendía contra las intromisiones seculares y contra los
posibles manejos de los obispos mismos tocante a los bienes de los monasterios
o a la integridad de la observancia.
Estos
privilegios prepararon el camino a las exenciones propiamente dichas, que
aparecieron más tarde. Éstas vinculan inmediatamente el monasterio a la Santa
Sede, de modo que el Soberano Pontífice se convierte en su único obispo, y la
jurisdicción se ejerce en nombre y por comunicación de su autoridad.
Fácilmente
se comprende la gran conveniencia de estas exenciones para las grandes
instituciones monásticas.
La
Iglesia de África había sentido ya la necesidad de vincular inmediatamente a la
sede metropolitana de Cartago los monasterios de aquella región que se
reclutaban en toda el África cristiana y que por su importancia parecían a
veces eclipsar a la Iglesia episcopal vecina, sobre todo en aquellas regiones
en que las sedes episcopales se habían multiplicado con cierto exceso[1].
En
Oriente, una disciplina semejante sometía los grandes monasterios a la
autoridad inmediata de los patriarcas[2].
Causas
análogas explican las exenciones de los grandes monasterios de Occidente. ¿Era
conveniente que poderosas abadías, cuyas colonias y prioratos se extendían
lejos y en gran número de diócesis, que instituciones que por su desarrollo
providencial adquirían importancia universal e interesaban a la Iglesia entera,
dependieran de una sede episcopal próxima y de una ciudad mediocre?
El
obispo mismo en su propia diócesis se habría visto todavía más oscurecido por
el abad de uno de aquellos grandes monasterios si tal abad hubiera sido su
diocesano. ¿Debía, por ejemplo, el abad de Cluny estar bajo la jurisdicción del
obispo de Maçon? ¿Y podía tan ilustre abadía formar parte de
aquella diócesis sin hacer sombra a la Iglesia catedral misma?
Así pues, se comprenden
fácilmente los motivos de exención de las grandes abadías: se comprende incluso
cómo varias de ellas, llamadas abadías nullius,
recibieron de la Santa Sede una jurisdicción episcopal sobre las tierras de su
dependencia, las cuales se convirtieron
así como en diócesis monásticas.
No
nos toca a nosotros juzgar de la conveniencia de cada una de las exenciones que
fueron otorgadas en lo sucesivo. Con todo, se concibe que los Sumos Pontífices,
que sólo a Dios debían rendir cuentas de su administración, al multiplicar
tales privilegios y extenderlos a establecimientos de menor importancia
pudieran excederse en algo de resultas de la flaqueza humana, o que por lo
menos sus actos pudieran ser objeto de apreciaciones diversas por parte de los
santos.
San Bernardo reacciona contra las exenciones de los monasterios.
En ellas veía una inversión de la jerarquía sin motivos siempre suficientes[3].
Este
sentimiento personal de san Bernardo se comprende todavía más por su
parte si se tienen en cuenta las grandes diferencias que separaban la condición
de las abadías cistercienses de la de las grandes abadías establecidas
anteriormente. Éstas — como hemos dicho antes —, con sus prioratos numerosos y
lejanos, no podían considerarse convenientemente como establecimientos
puramente diocesanos.
En
la orden del Cister, por el contrario, todas las fundaciones se convertían en
abadías, y la jurisdicción abacial, contenida siempre en el recinto del
monasterio, tenía carácter estrictamente local, lo que las ligaba naturalmente
y sin inconveniente a la cátedra del obispo diocesano. Así pues, la orden se
contentaba primeramente con el favor apostólico que garantizaba la libertad de
su observancia sin extenderse más lejos. Desde su origen, había sido puesta
bajo la protección de la Santa Sede, y si no tenía exención propiamente dicha,
gozaba de extensos privilegios que en los primeros tiempos bastaban para poner
a salvo la plena libertad de su gobierno y de su disciplina[4]; y para asegurar mejor esta
necesaria libertad se tomaba todavía la precaución de no establecer ningún
monasterio del Cister sin haber obtenido del obispo diocesano el compromiso de
respetar y de mantener en su integridad la Carta
de caridad[5].
Sin
embargo, este alejamiento de las exenciones, que san Bernardo
había inspirado a su orden, no persistió largo tiempo, y el instituto
cisterciense no tardó en entrar a su vez, como todas las demás familias
religiosas, por la vía de las exenciones, que poco a poco se convirtieron en el
estado común de los monasterios.
No
sería imposible hallar, con alguna razón, una causa general de este movimiento
de la disciplina en la cesación más completa de la vida regular en el seno de
las Iglesias catedrales y, por consiguiente, en una como secularización más
absoluta del episcopado y de las instituciones que rodean y sostienen su
autoridad. Mientras conservaron los capítulos la vida común, llamaban con
frecuencia al episcopado con sus sufragios a monjes o a religiosos, y hasta no
faltaron Iglesias que contrajeron como loable obligación el compromiso de no
elegir a otros[6].
Las Iglesias catedrales y
las abadías vivían en una santa fraternidad, y había entre ellas grandes
afinidades que fueron desapareciendo cada vez más con la introducción del
régimen beneficiario y la cesación de la vida en común en el seno de los
capítulos[7].
Es
posible que este hecho no dejara de influir en la extensión general de la
exención al orden monástico.
Por
lo demás, los monasterios no fueron las únicas Iglesias exentas.
Hubo ilustres Iglesias
episcopales desligadas de sus metrópolis y vinculadas inmediatamente a la Santa
Sede, como también santuarios e Iglesias seculares exentas.
Pero
todas estas exenciones, como las de los monasterios, pertenecen a la primera
clase de exenciones que hemos indicado y tienen como efecto el de modificar en
el cuerpo mismo de la jerarquía de las Iglesias el orden de sus relaciones.
La aparición de las
grandes órdenes religiosas en el siglo XIII y de los clérigos regulares en el
siglo XVI imprimió nuevo carácter a la exención y dio lugar a lo que nosotros
llamamos la segunda clase de exenciones.
Estos grandes cuerpos
religiosos destinados a ejercer en el mundo entero el ministerio apostólico,
creados fuera de todos los límites territoriales, no podían evidentemente
depender sino de la cabeza única del apostolado en el mundo, que es el vicario
de Jesucristo. La unidad misma de la Iglesia exige que estos predicadores universales
reciban de él su misión, pues un obispo no podría sin desorden conferírsela en
la diócesis de uno de sus hermanos.
Así
pues, si las exenciones de los monasterios y de ciertas Iglesias se deben a
razones de conveniencia, las de las órdenes religiosas están fundadas en la
naturaleza misma de las cosas y depended de la esencia misma de su vocación.
Pero
¡qué admirables creaciones del Espíritu Santo por la boca del Romano Pontífice
son esas legiones de predicadores y de misioneros que, llevando a todas partes
la palabra como sus enviados, ejercen también de su parte en todo lugar la
misericordiosa misión de resucitar las almas por el ministerio de la
reconciliación!
De un extremo a otro del mundo
acuden al llamamiento de los pastores y les prestan la ayuda extraordinaria de
un apostolado universal por su naturaleza y por la misión que han recibido del Sumo
Pontífice. Y si el vicario de Jesucristo ejerce así, por medio de ellos, alguna
parte de su episcopado supremo, no lo hace sino para ayudar y aliviar a sus
hermanos e hijos, los obispos y los pastores de cada rebaño.
Nos
limitamos a esta rápida exposición sin entrar en los detalles de las cuestiones
canónicas.
CONCLUSIÓN
Nuestro
fin en todo este tratado ha sido el de mostrar al lector el conjunto del plan
divino de la Iglesia, la armonía de todas sus partes y la belleza de la nueva
Jerusalén.
¡Plegue
a Dios que hayamos realizado nuestro empeño y que hayamos contribuido a
intensificar en algunos su amor a esta ciudad santa, su madre y la esposa del
Cordero!
Hemos
llegado al término de este estudio.
Hemos contemplado
sucesivamente a la Iglesia universal en su cabeza, el vicario de Jesucristo, y
en sus miembros, los obispos; luego a la Iglesia particular en su obispo y en
el ministerio de sus sacerdotes.
Al final nos ha aparecido
de nuevo el Sumo Pontífice, obispo por encima de los obispos, ejerciendo
inmediatamente en todas partes su autoridad y su solicitud paternal; y después
de haber comenzado todo este tratado con la consideración de su augusto
principado, lo terminamos a sus pies considerándolo en sus beneficios.
Toda visión de esta obra
divina comienza por él en la belleza de la Iglesia universal, cuya cabeza es, y
termina con él en la íntima actividad de las Iglesias particulares, a las que
sostiene con su apostolado y recoge, por así decir, en su seno paterno.
Vicario de Jesucristo,
inseparable de Jesucristo, un solo pastor, una sola cabeza con Jesucristo, es
con Jesucristo el comienzo y el fin, el alfa y el omega del misterio de la
Iglesia.
Hemos hablado débilmente
de todas las bellezas de la jerarquía que comienzan y terminan en él, y al
momento de dejar la pluma no podemos por menos de someter humildemente por
última vez todo este escrito a su paterna y suprema autoridad.
[1] Concilio de Cartago (525), Labbe 4, 1629; Mansi
8, 649 ss; Hefele 2, 1072-1074.
[5] Carta de caridad, PL 166, 1377-1378: «El abad Esteban (segundo
abad del Cister) y sus hermanos establecieron que no se fundaran en absoluto
nuevas abadías en la diócesis de cualquier obispo antes de que él mismo
ratificara un acuerdo entre el monasterio del Cister y todos los demás
monasterios salidos de él, a fin de evitar toda discusión entre el pontífice y
los monjes.»
[7] Una alusión a este
sentimiento se halla en la Carta de San Bernardo a Enrique, arzobispo de Sens. El santo doctor impugna el
motivo de
exención tomado del estado secular de los obispados:
«¿Condenáis la vida secular? Pero…”; Tratado de las costumbre y del cargo de los obispos, c. 9, n. 35; PL 182, 832.