El orden canónico en los diez primeros siglos.
Si
el instituto de los ascetas, desde los primeros tiempos en que la Iglesia
comenzó a gozar de la libertad religiosa, se separó del resto del pueblo para
adquirir una existencia distinta y formar el orden monástico, en el seno del
clero no tuvo lugar en un principio una análoga división entre el elemento
religioso y el elemento secular; por esta razón el arden canónico, que es el
clero mismo, se desarrolló conservando largo tiempo en su seno la unión mal definida
de la vida religiosa y de una vida menos perfecta.
La
razón se comprende fácilmente: la
Iglesia invitaba claramente a sus clérigos a abrazar la vida apostólica;
exigiendo imperiosamente más a las órdenes más elevadas, hubiera querido verlos
a todos caminar por la vía de los consejos evangélicos con el más completo
desprendimiento de los bienes de la tierra, ya que se da una secreta y profunda
alianza entre el sacerdocio y este desprendimiento. Bajo las sombras de la antigua ley debían ya los
levitas vivir de las ofrendas del pueblo porque no tenían, dice la Sagrada
Escritura, ninguna otra posesión (Núm
XVIII, 20; Deut X, 9; XVIII, 1-2);
bajo la nueva ley, si el sacerdote vive del altar, conviene que haya renunciado
a cualquier otra posesión de aquí abajo.
Esta renuncia era, por tanto, objeto de la invitación general de la
Iglesia, invitación que dirigía a todos, y si no hacía de ella una ley
rigurosa, era en consideración de la flaqueza de algunos.
«Los clérigos», dice un antiguo padre, Juliano Pomerio, «puestos en el
rango de los pobres por su propia voluntad o hasta por su humilde nacimiento» y
por las disposiciones providenciales plenamente aceptadas, «abrazando la
perfección de esta virtud reciben las cosas necesarias para la vida en sus
propias casas o en la congregación en que viven en común.» Era la época en que se abrían las primeras comunidades.
«Las reciben, no por ansia de poseer, sino por la pura necesidad de la flaqueza
humana.» El obispo mismo,
administrador y como titular del bien de la Iglesia que en calidad de tal
parece implicado por estado en los intereses y en la posesión temporal, «el
obispo, que ha dejado todos sus bienes a su familia o los ha distribuido a los
pobres o dado a la Iglesia, y que por amor de la pobreza se ha puesto en el
número de los pobres, administra sin avaricia las ofrendas de los fieles; alimenta
a los pobres de los fondos de que él mismo vive como pobre voluntario»[1]. «En
cuanto a los débiles», prosigue el mismo autor, exponiendo la antigua tradición
doctrinal y disciplinaria, «que no pueden renunciar a sus bienes, alivien por
lo menos a la Iglesia de sus cargas, sirviéndola a sus expensas, y sopórteselos
a esta condición»[2], gratis serviant, como dice otro
texto.
Con
todo, aunque esta tolerancia fue general, diferentes Iglesias se elevaron más alto
e impusieron a sus ministros el desprendimiento completo.
San Eusebio, obispo de Vercelli
de 345 a 371, indujo a todo el clero de su Iglesia a la vida perfecta,
reclutándolo exclusivamente entre los monjes o ascetas, «de modo que en los
mismos hombres se puede contemplar la renuncia monástica y levitas»[3]. San Agustín exigió a sus clérigos que se comprometieran a la pobreza y a la vida religiosa
en su comunidad[4]. San Basilio formó a su clero bajo la regla monástica. San Martín se rodeó de sus
propios discípulos[5].
Por
lo demás, en todas partes se veía con frecuencia a los monjes elevados al episcopado
o a la clericatura en las diferentes Iglesias.
La vida común, de la que hay ya algunos comienzos en la época misma de
las persecuciones, abrió a los clérigos como a los monjes sus asilos de perfección.
Allí se desarrolló la vida religiosa con admirables incrementos y abrazó, con
un vínculo más o menos exclusivo según los lugares, al clero de cada Iglesia.
En
el siglo VIII la regla de san
Crodegando fue impuesta a todos como
el tipo general de vida común de los clérigos, al mismo tiempo que se les
trazaba un mínimo de vida religiosa. Esta regla, en efecto, tolera alguna
propiedad en los clérigos a quienes se dirige, aunque sin prohibirles una
renuncia más perfecta. En este estado de cosas imperfectamente definido hay
como ciertas transacciones entre la perfección de los religiosos y las reclamaciones
de los clérigos menos perfectos, a los que se ha de mantener bajo el mismo
régimen de comunidad.
Sea lo que fuere de estas condescendencias, por lo menos en esta época
vino a ser la vida común de uso universal, sin admitir más excepción que la de
las pequeñas Iglesias, en las que la presencia de un solo sacerdote asistido de
su clérigo bastaba para las necesidades del pueblo, y en toda la Iglesia dio al
orden del clero una cierta uniformidad y regularidad imponentes.
Entonces fue cuando los nombres de orden canónico y de orden monástico
abrazaron a todas las comunidades regulares y a todas las personas consagradas
al servicio de Dios. Fue, como ya lo
hemos hecho notar, una nueva traducción o más bien un magnífico desarrollo de
la fórmula de Laodicea: las personas sagradas son o clérigos o ascetas.
El
orden canónico opuesto así al orden monástico y abarcando a todo el clero estaba,
por tanto, como se echa bien de ver, muy lejos de excluir de su definición y
del significado de su nombre a la vida religiosa, como lo hace hoy día la
expresión de clero secular opuesta a la de clero regular. Y como el orden
canónico abrazaba todo el servicio de las Iglesias, es patente que este
servicio no pertenece por su esencia o por una especie de preferencia ni por derecho
original y primordial, como algunos lo han pretendido, a clérigos exclusivamente
seculares de profesión[6].
Muy al contrario, desde los orígenes fue propuesta la vida religiosa a
todos los clérigos situados en la jerarquía e inscritos en el canon de las
Iglesias, como el estado al que el deseo de la
Iglesia les llamaba con apremiantes invitaciones; y aquí viene ciertamente
muy a propósito el dicho de un canonista moderno: «La secularización en los
clérigos no es obligatoria, sino permitida»[7].
Así,
en el siglo VIII, bajo la denominación general de orden canónico se veía a la
vez florecer la vida religiosa y sostenerse un estado menos perfecto bajo el
imperio de la vida común impuesta generalmente a todos.
Ciertas
comunidades de clérigos exigían, sin duda, a sus miembros la pobreza absoluta
en aquella vida común; otras, por el contrario, les permitían cierta propiedad
de bienes patrimoniales, o incluso ciertas concesiones de bienes eclesiásticos
a título de beneficio o de precario, término tomado del derecho civil y político
de entonces. Pensamos, sin embargo, que el elemento propiamente secular tenía
en el orden canónico de aquella época un puesto mucho más considerable que en
el clero de los primeros siglos de la Iglesia.
Esta
diferencia de proporción entre los dos estados dentro del clero no provenía, a
nuestro parecer, de disminución de la santidad en los ministros sagrados; pero
la admisión del orden monástico al estado clerical abría vasto campo y asilos
florecientes a las almas llamadas a la vez al estado religioso y al ministerio
levítico y sacerdotal.
Ahora
bien, los monjes clérigos eran verdaderos clérigos religiosos aplicados al servicio
de las Iglesias e incluidos en la jerarquía; y para juzgar equitativamente de
la proporción guardada en realidad entre el estado secular y el estado
religioso en el servicio de las Iglesias, hay que tener en cuenta al clero monástico
y la multitud de Iglesias episcopales, colegiales o parroquiales, cuyo servicio
desempeñaban en aquella época y en las que ejercitaba un ministerio tan
fecundo.
Pero,
sea lo que fuere del número de perfectos religiosos en el orden canónico, la
Iglesia mantenía en este orden una especie de unión entre su estado y un estado
menos perfecto; ponía empeño en mantener tal unión y, a fin de inducir en cuanto
fuera posible a los imperfectos a la perfección, imponía a todos la vida en
común.
[1] Juan Pomerio, La vida contemplativa, l. 2, c. 11;
PL 50, 454.
[3] San Ambrosio, Sermón 56 para la fiesta de San Eusebio 4;
PL 7, 744: «Porque, para omitir lo demás, ¿no es muy admirable que en esta
santa Iglesia hiciera monjes a los que hizo clérigos y uniera juntamente el
ejercicio de las funciones sacerdotales y las observaciones de la austeridad
religiosa, ... de modo que al ver los lechos de este monasterio piensa uno en
las instituciones de Oriente, y considerando la devoción de estos clérigos tiene
uno el gozo de contemplar el orden de los ángeles?»; cf. Paul Benoit, La vie des clercs dans les siècles passés,
Bonne Presse, París 1915, 275. Cfr. San Ambrosio, Carta 63, al clero de Vercelli,
66.71.32; PL 16, 1207-1211; Pseudo-Máximo de Turín, Sermón 22;
PL 57, 890.
[4] Posidio, Vida de san Agustín, 11; PL 32, 42: "Primeramente,
entre los que servían a Dios con san Agustín y bajo su dirección en el
monasterio que había fundado, se tomaron clérigos para la Iglesia de Hipona.»
Ibid., c. 25: «Los clérigos vivían siempre con él en la misma casa y a la misma
mesa, alimentados y vestidos con gastos comunes"; cf. Péronne, loc. cit., t. 1, p.
8 y 17. San Agustín, sermón 355, Sobre la vida y la conducta de los clérigos, 1-2; PL
39, 1159-1160: «Todos o casi todos sabéis que nosotros vivimos
en esta casa que se llama "la casa episcopal" esforzándonos en cuanto
podemos por imitar a los santos, de los que el libro de los Hechos habla en
estos términos: "Ninguno llamaba suyo lo que tenía, sino que todo les era
común" (Act IV, 32)... Así vivimos nosotros: a ninguno está permitido en
nuestra compañía poseer nada como propio»; cf. Péronne, loc. cit.,
t. 19, p. 230-231.
[6] Pio VI, Constitución apostólica Auctorem fidei
(28 de agosto de 1794). Dz 2610: «La regla primera establece universalmente y sin
discriminación que el estado regular o monástico es por su naturaleza
incompatible con la cura de almas y con los cargos de la vida pastoral y que,
por ende, no puede venir a formar parte de la jerarquía eclesiástica sin que
pugne de frente con los principios de la misma vida monástica". Es falsa,
perniciosa, injuriosa contra los santísimos padres y prelados de la Iglesia que
unieron las instituciones de la vida regular con los cargos del orden clerical
contraria a la piadosa, antigua y aprobada costumbre de la Iglesia y a las
sanciones de los Sumos Pontífices...».