Obras de misericordia.
Podríamos
limitarnos a estas rápidas consideraciones sobre el estado religioso y sobre
las formas que ha revestido a lo largo de les tiempos al servicio público de la
Iglesia y de las almas.
Pero
al lado de los ministerios espirituales que los institutos religiosos han
desempeñado tan laboriosamente y con tanta utilidad hay otro orden de servicios
que los mismos han prestado y que no podemos pasar enteramente en silencio.
Nos
referimos a las obras de misericordia que ha realizado por ellos la Iglesia
para alivio de la humanidad.
Nada
recomienda tanto el Evangelio como el ejercicio de la caridad con el prójimo,
mandamiento que todos los cristianos tienen recibido de la boca del Señor.
Ahora
bien, como ya hemos indicado antes, por
encima de las obras de beneficencia individual apareció desde los comienzos el
gran ministerio de la caridad de las Iglesias.
Todos los fieles, asociados por el vínculo mismo de la comunión
eclesiástica, concurrían a formar esta unión de todas las fuerzas benéficas del
pueblo cristiano.
Las Iglesias eran poderosas sociedades caritativas, incluso las únicas
que se conocían entonces; en efecto, con la admirable energía de la vida que
las animaba respondían más que suficientemente a todas las aspiraciones generosas
de las almas y satisfacían todos los piadosos deseos de asociación para el
bien.
De esta manera la caridad se convertía en el mundo en un ministerio público
y revestía un carácter jerárquico en el seno de cada Iglesia.
Su dirección estaba confiada al sacerdocio; los clérigos, como jefes y magistrados
espirituales de la santa ciudad, estaban a la cabeza de las obras de
beneficencia pública. Estaban presididos por el obispo, establecido por su
misma dignidad como padre de los pobres[1]. Los
diáconos habían sido establecidos desde el comienzo por los apóstoles como
ministros principales en este orden de solicitudes (Act. VI, 1-6), y así la
entera jerarquía sacerdotal y levítica aparecía revestida del magnífico
carácter de dispensadora de las limosnas del pueblo cristiano. Éstas, al pasar
por sus manos, adquirían carácter sagrado; se ponían, por así decirlo sobre el
altar y del altar se derramaban sobre los infortunios humanos.
Pero esta noble prerrogativa del clero no tenía nada de exclusivo, sino
que pedía la colaboración de todas las almas santas.
A los clérigos, y bajo su dirección, se agregaban primeramente en este
gran ministerio las vírgenes y las viudas consagradas a Dios e inscritas en el
canon de las Iglesias a continuación del clero, aquellas viudas que, según el
apóstol, debían «haber lavado los pies de los siervos de Dios» (I Tim V, 10)
para merecer el honor de la consagración eclesiástica; luego, en un rango
inferior y sin título sagrado, ascetas y laicos devotos que se consagraban al
servicio de los pobres y de los enfermos bajo la misma autoridad.
El ejercicio público de la caridad estaba de tal
manera unido a todo el orden de las Iglesias y se vinculaba tan
inseparablemente a la jerarquía, que la morada del obispo era, dice san
Isidoro, por una especie de derecho inherente a su cargo, «el asilo común y el
domicilio de los pobres»[2] y las casas eclesiásticas parecían destinadas
tanto a éstos como a la habitación de los clérigos.
Esto nos explica cómo con el tiempo una parte de los obispados y de los
otros edificios eclesiásticos fue claramente destinada a este servicio. Así se
vieron levantarse, como dependencia de las casas episcopales, vastos hospicios
junto a las basílicas catedrales. Luego, también los diversos barrios de las
ciudades tuvieron sus casas de caridad establecidas en los títulos o en las
regiones, dirigidas y servidas por el clero de aquellas circunscripciones.
La Iglesia romana ofrecía el tipo y el modelo de esta útil organización.
A la cabeza de ésta había siete diáconos regionarios antepasados de los cardenales
diáconos y que, revestidos de tan espléndida dignidad, estaban al mismo tiempo
asociados por el sucesor de san Pedro al gobierno de la Iglesia universal y llamados
por él al servicio de los pobres. Son conocidas las delicadas solicitudes de
los Soberanos Pontífices, de un san Gregorio Magno y de tantas otros que
consideraban, y no han cesado de considerar este ministerio como una parte
considerable de su cargo episcopal.
Después de haber instituido las regiones de los diáconos, fueron poco a poco
centralizando su servicio en torno a las basílicas, a las diaconías, y multiplicaron
en el seno de la ciudad eterna los establecimientos de caridad.
Las otras Iglesias seguían tan nobles ejemplos. En ellas se veían
levantarse vastos edificios destinados a albergar todas las miserias humanas y
llamados, según su destino particular, hospitales (nosocomia), albergues
(xenodokhia) y orfanotrofios (orphanotrophia)[3]. La
caridad de los obispos recibía allí a los enfermos, ejercitaba la hospitalidad,
sustentaba a los huérfanos. Aquellos establecimientos eran a veces de tal amplitud
y magnificencia que podían compararse a ciudades[4].
Pronto,
con el desarrollo de las instituciones parroquiales en los campos, se extendieron
por todo el territorio de la cristiandad casas hospitalarias de menor
importancia, que eran como otras tantas dependencias inseparables de los títulos
eclesiásticos y de las parroquias mismas.
Por
poco que se fije la atención en este primer estado de las obras públicas de la
caridad cristiana, en el vínculo que unía a este ministerio con la jerarquía de
las Iglesias y en el empleo que hallaba en ellas la dedicación de las mujeres
consagradas a Dios y de los laicos piadosos, nos daremos fácilmente cuenta de
las condiciones que rigieron todo el servicio hospitalario durante los primeros
siglos de la Iglesia y hasta la aparición de las órdenes religiosas.
Y
en primer lugar no es raro oír cómo los clérigos que poco a poco fueron especialmente
vinculados a los hospicios, perteneciendo al orden canónico formaron generalmente
en ellos congregaciones o colegios de canónigos regulares hospitalarios. Las vírgenes
consagradas a Dios en aquellas casas se convirtieron a su vez en canonesas
hospitalarias; finalmente, a un grado inferior, los elementos laicos de este
servicio dieron origen a las sociedades de hermanos y de hermanas, servidores
laicos, masculinos y femeninos, de los pobres, las más de las veces ligados a
tal empleo por los compromisos de la profesión religiosa.
Así,
al paso que los más antiguos y más considerables hospicios de las ciudades poseían
ordinariamente colegios de canónigos y de canonesas quo celebraban en ellos con
dignidad el oficio divino al mismo tiempo que se consagraban al cuidado de los
pobres y de los enfermos, los establecimientos menores, particularmente en los
poblados y en los campos, estaban servidos casi exclusivamente por hermanos y
hermanas que pertenecían a aquel orden de personas a la vez laicas y religiosas
de profesión, que se remontaba a la más alta antigüedad.
La
institución hospitalaria de las Iglesias así concebida en los orígenes, pasó
con el tiempo por las mismas fases y tuvo los mismos desarrollos que los
grandes institutos canónicos y monásticos, tal como antes los hemos descrito.
La analogía es tan llamativa como natural. Como las grandes abadías tuvieron
sus prioratos, también las grandes e ilustres casas hospitalarias tuvieron en
los siglos XII y XIII filiales en casas menos importantes y sometidas a su
dependencia. A estas casas designaban canónigos y canonesas, hermanos y
hermanas, que no cesaban de pertenecer a la misma sociedad religiosa.
Estas filiaciones no tardaron en multiplicarse, y estos comienzos de organización
central dieron lugar a vastas corporaciones; y así fueron preparadas y
finalmente dadas al mundo las grandes órdenes hospitalarias a la sazón en que
nacían las grandes órdenes. Estas órdenes
hospitalarias se vincularon naturalmente casi en su totalidad a las
instituciones más antiguas de los canónigos y de los hermanos hospitalarios; y como en aquella época los servicios
caritativos que respondían a necesidades especiales se distinguían entre sí por
su objeto, se vio a aquellas nuevas sociedades aplicarse en el vasto campo de
la caridad, a alguna tarea determinada, desde el servicio militar para la
protección de los peregrinos, la custodia de los Santos
Lugares o la defensa de las fronteras cristianas, hasta el cuidado de ciertas
enfermedades contagiosas, como la lepra.
Así
un hospicio fe la cuna, el centro y consiguientemente la cabeza de orden de
aquellas grandes sociedades, y la simple afiliación hospitalaria, al adquirir
estos inmensos desarrollos, dio origen a aquellas poderosas corporaciones que
cubrieron a Europa con sus encomiendas y la dividieron en regiones llamadas
lenguas o naciones.
La
orden hospitalaria de los canónigos y canonesas del Espíritu Santo salió de las
filiales del hospicio del Espíritu Santo de Roma; la orden de los canónigos de
Saint-Antoine, de un hospicio del Viennois francés.
La orden militar y hospitalaria de San Juan de Jerusalén, que vino a ser
tan célebre, la primera y más ilustre de las órdenes de caballería, nació de un
humilde hospicio establecido por los cruzados en Jerusalén.
Lo mismo se diga de la orden Teutónica y de la orden de san Lázaro. Y si la orden del Temple y las otras
órdenes de caballeros que se vincularon al instituto cisterciense por un lazo
de afiliación y de dependencia parecen haber tenido otro origen y tomaron desde
el comienzo su forma especial y exclusivamente militar, sin embargo, prepararon
el camino a las grandes familias de los terciarios que primeramente aparecieron
con el carácter de piadosas milicias, y que a su vez se entregaron en gran
proporción a las obras de misericordia.
Sin
embargo, el espectáculo nuevo de las grandes órdenes religiosas que llenaban el
mundo con sus servicios debilitaba, poco a poco, en el seno de los institutos
de caridad el recuerdo y la noción de la antigua afiliación hospitalaria para
sustituirla por la organización absolutamente centralizada de estas grandes
corporaciones.
Entonces
se vio nacer, bajo una forma análoga a la de las órdenes mendicantes y formadas
en su escuela, a la orden
de la Merced, precedida en este camino
por la de los Trinitarios, para la redención de los cautivos.
Luego,
a su vez, la institución de los clérigos regulares tuvo también sus congregaciones
caritativas en los clérigos ministros de los enfermos, en la orden de Somasca y
en los clérigos de las Escuelas Pías.
Así
llegamos a los tiempos modernos y asistimos a esa admirable expansión de innumerables
institutos de hombres y de mujeres, constituidos en otros tantos cuerpos independientes,
en su existencia, de la jerarquía local de las Iglesias y que abarcan al mundo
entero en la vasta red de sus buenas obras.
Por
ellos la educación cristiana y el alivio de todas las miserias reviste el
carácter y la forma de esas organizaciones centrales para el servicio de la
Iglesia universal, cuyo primer tipo se manifestó en las órdenes religiosas.
[1] Didascalia de los apóstoles, c. 19, n. 3: «Es,
pues, preciso que todos los fieles sirvan cuidadosamente y ayuden con sus bienes,
por intermedio de los obispos, a los que dan testimonio». Cf. Constituciones
apostólicas, l. 5, c. 1; PG 1, 830. San Justino, Apología I, 67; PG 6, 430: «Lo
que se recoge (de los donativos de los fieles) se pone en manos del presidente,
el cual asiste a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los indigentes,
a los encarcelados, a los huéspedes forasteros, en una palabra, socorre a todos
los que se hallan en necesidad».
[3] Véase, por ejemplo, la carta de fundación del
hospicio de niños junto a la catedral de Milán, y de los edificios destinados
al alojamiento de los clérigos que prestaban servicio en el mismo «para que
estén siempre dispuestos a acudir sin impedimento al oficio nocturno en la
iglesia»; Muratori, t. 3, col. 587.