Órdenes religiosas nuevas.
Es
un gran espectáculo el del desarrollo sucesivo y providencial de las semillas
apostólicas de la vida religiosa, depositada en los comienzos en la tierra de
la Iglesia.
El árbol creció y su crecimiento dio lugar al magnífico desarrollo de
los dos órdenes antiguos y primitivos, el orden monástico y el orden canónico.
Entrelazando sus ramas sobre Europa abolieron la idolatría, convirtieron a los
bárbaros, establecieron por todas partes, juntamente con la jerarquía sagrada
de las Iglesias, obispados, monasterios y parroquias, y fundaron las costumbres
cristianas y la verdadera civilización gracias a la doble eficacia del
ministerio sacerdotal y de los ejemplos de santidad.
Hasta
el siglo XIII no conoció la Iglesia otros institutos religiosos fuera de estas
grandes órdenes.
Pero en esta época y al acercarse los tiempos modernos vino Dios en ayuda
de su Iglesia con nuevas y magníficas creaciones. Había que sostener nuevos
combates en medio de los riesgos de una civilización más avanzada, que aspiraba
a una peligrosa independencia.
El movimiento de los espíritus se extendía a todas las naciones sin
tener en cuenta sus límites: al lado del ministerio localizado de los monjes y
de los canónigos pastores de las Iglesias había necesidad de una nueva milicia
que pudiera recorrer el mundo y dirigir aquel movimiento, efecto legítimo, en
su origen, del progreso de la unidad cristiana, pero que podía fácilmente desviarse.
Había también que reemprender la obra apostólica de la conversión de los
infieles. En aquel mismo tiempo en que se abrían las universidades y en que se
agitaban los primeros esfuerzos del racionalismo, las inmensas regiones de Asia
y de África se ofrecían a las empresas y a las investigaciones de Europa[1].
Pronto se revelará América al viejo mundo.
Precisamente
entonces aparecieron las grandes familias de las órdenes religiosas propiamente
dichas, la de santo
Domingo y la de san Francisco.
Con estos institutos recibió el estado religioso nueva misión y nueva
forma. No estuvo llamado únicamente a sostener a las Iglesias particulares y a
realizar obras locales en los órdenes monástico y canónico, sino a servir a la
Iglesia universal con un ministerio esencial y propiamente apostólico.
Y
como este apostolado respecta a la Iglesia entera, debió ser por su misma naturaleza
esencial y propiamente dependiente del Soberano Pontífice, dirigido por él y en
ninguna parte limitado por barreras de circunscripciones o de jurisdicciones
particulares.
Otras
órdenes religiosas aparecieron tras las órdenes de santo Domingo y de san
Francisco. Se las reúne bajo el nombre común de fratres y todas tienen
una fisonomía común. Tales son las órdenes de los carmelitas, de los agustinos,
de los mínimos.
La
edad media se terminó en medio de sus inmensos trabajos.
Finalmente,
en el siglo XVI este apostolado de los religiosos recibió nueva forma en la
gran familia de los clérigos regulares.
Entre éstos corresponde incontestablemente el puesto más glorioso a la
Compañía de Jesús, suscitada por el Espíritu de Dios para sostener a la Iglesia
en sus combates contra el protestantismo y el racionalismo moderno, al mismo
tiempo que para extender más la obra de las misiones entre los infieles.
Esta ilustre Compañía, con sus apóstoles, sus doctores y sus santos, no
cesó de constituir la vanguardia de la Iglesia militante y mereció el insigne honor y el privilegio de
ser cada vez más violentamente atacada y perseguida por los enemigos de Jesucristo
y de su Iglesia. Alabada por el Espíritu Santo desde su cuna en el sagrado concilio
de Trento[2], no cesa de dar a la Iglesia doctores, apóstoles
y mártires.
A
los clérigos regulares hay que asimilar todavía por su género de vida y su vocación
especial los clérigos que viven en comunidad y las grandes familias de san Alfonso de Ligorio y de san
Pablo de la Cruz, y luego, más cerca
del clero secular bajo la disciplina de los santos votos, los sacerdotes de la
Misión, y finalmente las numerosas congregaciones modernas de oblatos, y de
misioneros.
[1] Nada
más admirable y quizá menos conocido que el inmenso desarrollo de las misiones
dominicanas y franciscanas, extendidas desde Groenlandia hasta el Norte de
China, y de Siria hasta el Sur de Abisinia.
[2] Concilio de Trento, sesión 25 (1563), Decreto (de
reforma) sobre los regulares y las monjas, can. 16; Hefele 10, 607.