Como
las grandes fundaciones de los canónigos regulares irradiaban de los centros
más importantes a las parroquias rurales y a las comunidades menores, orden
canónico, a su vez, tuvo sus abadías y sus prioratos, aunque con la diferencia
de que el nombre de abad, tomado de la lengua del instituto monástico, no fue
nunca recibido en él universalmente.
Y
cuando, en el siglo XIV, menciona Benedicto
XII, en su gran bula de
reforma, a las cabezas de las comunidades de canónigos regulares, enumera en
esta calidad a obispos, archidiáconos, arciprestes, prebostes, y recuerda así
los títulos diversos de las cabezas de Iglesia y de los superiores eclesiásticos,
que en todos los grados de la jerarquía mantenían a su clero en la vida
regular.
Por
lo demás, la época misma en que el orden canónico regular adquiría una existencia
distinta en el seno del clero, resultaba ser aquella en que el orden monástico constituía
en su seno las grandes asociaciones de monasterios de que antes hemos hablado y
cuyo primer ejemplo fue dado por la orden del Cister.
El orden canónico no tardó en recurrir, para el mantenimiento de la disciplina
regular, al poderoso medio que le ofrecía esta nueva institución. La orden de
los premonstratenses, en el instituto canónico, marchó al igual con la orden
del Cister, sostén del estado monástico.
Las congregaciones canónicas se multiplicaron; Benedicto XII trató de ligar
en el universo entero a todos los canónigos regulares por medio de vastas
agregaciones formadas según el mismo tipo, con sus cabezas y sus capítulos
generales[1]. En
los siglos sucesivos, todos los reformadores suscitados por Dios para
establecer y sostener esta antigua religión de los clérigos hubieron de
recurrir a los mismos medios y establecieron, con diversos títulos,
confederaciones o congregaciones reformadas.
Para
terminar esta parte de nuestro estudio sólo diremos una palabra acerca de las
fases por las que pasó la disciplina del clero en la Iglesia de Oriente.
Allí la vida religiosa de los clérigos no tardó en confundirse con la
vida monástica. En las diócesis patriarcales de Alejandría y de Antioquía, las
Iglesias, después de haber dado en los primeros tiempos clérigos a los monasterios,
tomaron de buena gana sus ministros y sus obispos del orden monástico. El instituto de San Basilio fue a la vez canónico
y monástico.
La parte del clero oriental que no abrazaba la vida religiosa no tardó
en descender, en una última secularización, hasta la pérdida del celibato; sólo
el orden monástico guardó la integridad y la dignidad de la vida clerical, y en
adelante el episcopado se reclutó únicamente entre sus filas.
Vamos
a responder también en pocas palabras a una dificultad que puede surgir en la
mente del lector a propósito de los orígenes del estado religioso.
Los
que hemos presentado como los religiosos primitivos de la Iglesia naciente, ascetas
o clérigos, ¿pronunciaban desde aquellos primeros tiempos los tres votos de religión?
Y si no llenaban esta condición, ¿cómo podían ser verdaderos religiosos? Y los
mismos apóstoles y sus primeros discípulos, los varones apostólicos,
¿pronunciaron también estos votos?
Esta
dificultad tendrá fácil solución si se considera la práctica y la tradición de
la Iglesia en materia de profesión religiosa.
La profesión religiosa puede ser de dos clases: expresa o tácita. La
profesión expresa, con sus solemnidades, comenzó en fecha temprana en los monasterios;
pero la profesión tácita o implícita es la primera y con mucho la más antigua.
Ésta consiste en el mero hecho de abrazar la práctica de los votos y la
disciplina del instituto religioso, hecho consumado en tales condiciones que,
por una parte, la intención interior que constituye el compromiso del religioso
y por otra la aceptación de la misma por el instituto, queden suficientemente
manifestadas por las circunstancias de modo que no dejen la menor duda a los
ojos del cuerpo eclesiástico.
La profesión tácita fue la única en uso en los primeros siglos.
La Iglesia naciente reservaba todo el esplendor de las iniciaciones solemnes
a la colación del bautismo y del orden. Como la vida religiosa no es sino el
perfecto coronamiento de la vida cristiana en los ascetas o monjes, y de la
vida clerical en los clérigos religiosos, participando así de la santidad del
bautismo y de la ordenación, cuyas apremiantes y misteriosas exigencias realiza
perfectamente, no tiene necesidad absoluta de iniciación pública y de
consagración especial. Así la disciplina, que desde los orígenes hacía suficiente
la profesión tácita, tiene cierto fundamento doctrinal en la esencia misma del
estado religioso.
Por
lo demás, esto mismo se aplica a los sagrados compromisos de las vírgenes y de
las viudas y la consagración solemne que se les confería y que, por su
naturaleza y sus formas, tenía cierta afinidad con las ordenaciones como una
especie de sacramento eclesiástico o de sacramental, era absolutamente distinta
del voto y de la profesión religiosa[2].
Por
lo demás, la profesión tácita formaba hasta tal punto el fondo de la disciplina
en esta materia, que, cuando se le añadieron las primeras formas de profesión
explícita, tomaron, por decirlo así, su impronta, y quedaron muy lejos de la
precisión que hoy se busca en ellas.
San Basilio hace prometer al
monje «la estabilidad y la conversión de las costumbres»[3], sin mencionar los tres
votos, que están implícitamente contenidos en esta declaración general, y la
profesión explícita, tal como la estableció este gran patriarca, responde todavía
en gran escala — como salta a la vista a
los compromisos tácitos de la primera disciplina[4].
En
el orden del clero se mantuvo ésta todavía mucho más que en el orden propiamente
monástico, ya que el hecho público de la ordenación y de la inscripción en el
canon de una Iglesia implicaba una declaración en todo caso suficiente de los
compromisos contraídos por el clérigo y de su entrada en la comunidad eclesiástica[5].
Así,
el orden canónico conoció más tarde que el orden monástico y practicó con menos
uniformidad que él las solemnidades especiales de la profesión expresa. Por lo
demás, nadie ignora que el voto de castidad del subdiácono no cesó de estar
implícitamente incluido en la ordenación misma.
Finalmente, conviene recordar que la profesión tácita, imponente
vestigio de la más remota antigüedad, se ha conservado hasta nuestros días por
el derecho canónico al lado de las fórmulas especiales de profesión expresa.
Estuvo en vigor en los más antiguos institutos hasta el decreto pontificio de
19 de marzo de 1857. Este decreto, estableciendo la doble profesión sucesiva de
los votos simples y de los votos solemnes, exigió la profesión expresa en el
caso de los votos solemnes y abolió absolutamente, por lo menos para estos
últimos, la profesión tácita[6].
[1] Benedicto
XII,
bula Ad decorem (15 de mayo de 1339) en Cherubini, Bullarium Romanum,
t. 1, p. 237-253.
[2] San León, Carta 167 a Rústico de Narbona, 15:
PL 54, 1208: «Las jóvenes que... han contraído el compromiso
y tomado el hábito de la virginidad hacen traición si luego deciden casarse,
aun cuando no hayan recibido la consagración (de las vírgenes); en cambio, no
se verían privadas de los beneficios de ésta si mantuvieran su compromiso.» Cf. Concilio
de Agde (506), can. 19; Labbe 4, 1386; Mansi 8, 328; Hefele 2, 990. Anastasio
el Bibliotecario, Vida de los Romanos Pontífices, sobre san León, n. 67; PL 128
302.
[6] Pio IX, Decreto de 19 de marzo de 1857 sobre la
profesión religiosa, en Bizarre, Collectanea in usum
Secretariae S.C. Episcoporum et Regularium, Roma 1885, p. 857. Cf. Código de derecho
canónico, can. 572, § 1, n° 5: «Para la validez de cualquier profesión
religiosa es necesario... que sea expresa.»