Clero secular, clero titular.
Lo
que acabamos de decir a propósito de las órdenes monásticas y de las órdenes
apostólicas nos lleva a llamar la atención del lector sobre una distinción que
importa en gran manera establecer entre los diversos órdenes de personas
eclesiásticas.
Los canonistas tienen la costumbre de distinguir entre el clero secular
y el clero regular. Esta distinción practica y conocida por todos se basa principalmente
en la diferencia de estado y de género de vida de las personas.
Pero hay otra que se relaciona más profundamente con la constitución
misma de la Iglesia y se basa en las relaciones de las personas con su jerarquía,
a saber, la distinción entre el clero vinculado por título a las Iglesias
particulares y el clero sin título, destinado al servicio de la Iglesia
universal.
En la primera clase se sitúan, con los beneficiarios seculares, los
monjes y los canónigos regulares; la segunda clase comprende, con las órdenes
religiosas propiamente dichas, las diversas congregaciones de sacerdotes seculares,
que en los últimos tiempos han sido suscitadas por el Espíritu de Dios y
destinadas al apostolado, y a los clérigos vagos que sirven a la Iglesia sin
estar ligados por títulos a ningún lugar.
Quizá, insensiblemente, nos hemos acostumbrado demasiado a confundir
estos dos órdenes de distinción; nos hemos acostumbrado demasiado, decimos
nosotros, a considerar al clero secular como el único encargado originariamente
y por naturaleza, del ministerio titular de las Iglesias, y a mirar al apostolado
como el único ministerio reservado al estado religioso, hasta tal punto que los
religiosos parecen no poder ser ya los clérigos titulares de ninguna Iglesia, a
no ser por excepción o por derogación del orden natural de las cosas como los
clérigos seculares no se podrían tampoco asimilar a no ser por excepción, a los
religiosos en el apostolado. Ahora bien, ya
hemos mostrado suficientemente cómo la profesión religiosa, perteneciendo por
su esencia misma a la Iglesia entera y no siendo sino la perfección del
cristianismo, conviene que penetre todas las partes del cuerpo de la cristiandad;
desde los tiempos apostólicos, y sin la menor derogación de los principios de
la jerarquía, esta excelente profesión, por los dos órdenes, el canónico y el
monástico, se asoció íntimamente a la vida de las Iglesias particulares.
Por
otro lado, nada se opone tampoco a la vocación apostólica en el estado del clero
secular; así la expresión de clero secular no es en modo alguno sinónimo de
clero titular u ordinario de las Iglesias, puesto que también los religiosos
pueden tener esta última cualidad; como tampoco la expresión de clero regular
es equivalente a la de clero apostólico o auxiliar, puesto que puede haber
clérigos seculares que no estén ligados a ninguna Iglesia particular por el
vínculo del título y que en esta situación sirvan a la Iglesia y ejerzan el
apostolado.
A nuestro parecer, sería peligroso confundir estos dos órdenes de distinción:
habría peligro en confundir la noción de clero secular con la de clero titular,
y la noción de clero regular con la de clero apostólico, de tal modo que el
ministerio ordinario de las Iglesias implicara la secularidad, y las fuerzas de
la vida religiosa estuvieran reservadas exclusivamente al ministerio apostólico
y auxiliar. La historia de los tiempos
apostólicos y de las más bellas épocas cristianas, el testimonio de todos los
siglos que precedieron a la aparición de las órdenes religiosas apostólicas y
durante los cuales el ministerio de los religiosos, monjes o canónigos, estaba
reservado exclusivamente a las Iglesias cuyos titulares eran, protestaría
contra esta confusión.
Pero
si viniera a prevalecer absolutamente en los espíritus y en los hechos, entonces
el clero titular y el cuerpo de los pastores, comparado con el clero apostólico
arrojaría un balance relativo de inferioridad. En efecto, la mayor suma de
virtud y de santidad se hallará siempre, por la fuerza de las cosas del lado de
la profesión pública de los consejos evangélicos.
Los
pueblos mismos harían con demasiada facilidad este discernimiento y, abandonando
siempre que estuviera en su mano el ministerio de los pastores para dar la preferencia
a los institutos apostólicos, dejarían que se debilitara más y más el vínculo
sagrado que los liga a sus Iglesias.
La vida de las Iglesias particulares y de las parroquias, que son tales
Iglesias o miembros de las mismas, la vida de la jerarquía divinamente
instituida, se iría debilitando cada vez más; el ministerio apostólico de los
religiosos de institución eclesiástica, en lugar de sostenerla, contribuiría
todavía a debilitarla; sirviendo a los intereses particulares de las almas perjudicaría
a los intereses públicos del cuerpo entero; habría algo así como una deplorable
oposición entre estos dos órdenes de intereses; y hasta, contrariamente a la
constitución divina de las Iglesias, siendo así que la obra de las misiones debe
preparar el camino a las Iglesias o sostenerlas y renovarlas; siendo así que es
normal que las misiones precedan a las Iglesias para fundarlas y que vengan
luego extraordinariamente a asistirlas en sus necesidades espirituales, se
vería, por el contrario, que al debilitarse éstas sucedía a su actividad un
estado permanente de misiones más o menos florecientes. Toda la vida religiosa abandonaría poco a poco las
Iglesias para concentrarse en un nuevo orden de cosas, y el ministerio
apostólico, móvil y pasajero por naturaleza y auxiliar de la jerarquía,
reemplazaría en todas partes, por lo menos en cuanto a la eficacia
preponderante de sus directrices, a la acción continuada y a los poderes
ordinarios de los pastores que forman el cuerpo mismo de esta jerarquía.