Hay peticiones que son tanto o más cómodas hacer por sí mismo que por otro y, lo más a menudo, cuando gemimos espontáneamente Miserere mei Deus, son gracias naturalmente deseables las que así solicitamos. Quisiéramos que Dios reduzca al mínimum la cruz sin la cual la salvación es imposible. “Tened piedad de mí”, significa entonces: “¡Tened cuenta de mi debilidad, desconfiad de mi bajeza, obrad con dulzura, etc.”! Así no rezaba San Agustín: “Hic ure, hic seca, modo parcas in aeternum”: “Obrad intrépidamente, Señor, tallad sobre lo vivo, emplead el hierro y el fuego; nada será poco para evitar el infierno”. ¿Cuántos cristianos estarían encantados de saber que se reza por ellos de esta manera?
¡La mayoría de los enfermos apelan a la piedad divina pidiendo la curación y no la paciencia que en el noventa y nueve por ciento de los casos vale más que la curación! ¡Uno entiende que, en este caso, Dios se haga rogar! Al pedir un don menor, rechazamos uno mejor. El santo pedirá la salud, pero es para tener el medio de sufrir más y de ayudar más eficazmente a sus hermanos. Al esperar sin impaciencia la curación que considera sinceramente como un don más grande, aprovechará sus sufrimientos y los hará retornar para la gloria de Dios y la salvación de las almas. Si no se le devuelve la salud, comprenderá que, contrariamente a su anterior apreciación, la enfermedad es para él un don mejor y se tendrá por escuchado más allá de sus deseos.
Incluso a los más grandes santos les pasa lo mismo que a Jesús en Getsemaní, que tienen miedo y dudan ante el sacrificio que Dios les propone. Entonces, sin escrúpulos, ruegan por ellos mismos: Miserere mei Deus. Quieren decir: “Señor, véis mi debilidad y es preciso que me deis lo que me pedís”: “Da quod iubes et iube quod vis”. Sucede también a los santos que pierden la paciencia y, no pudiendo más, apelan a la indulgencia divina. Les pasa, para consuelo de los pobres pecadores, que son presa de tentaciones tan violentas que ya no saben si son amigos o enemigos de Dios. ¿Qué oración pueden entonces sacar de su corazón sino el De profundis o el Miserere mei?
Si está permitido a los más grandes santos replegarse así sobre ellos mismos en ciertos momentos, ¿cómo estará prohibido a los débiles y pusilánimes multiplicar los clamores a la piedad? Sin dudas no es esa la oración más sublime y los soberbios dirán incluso que es la oración de los cobardes. Pero la falta de coraje que no se transfigura en prudencia a sus propios ojos, la cobardía que se confiesa y deplora no es un vicio imperdonable como la suficiencia de los orgullosos. El temor al infierno es menos noble que el abandono de los quietistas: sin embargo, ésta es una herejía y aquélla no.
Al hacer depender la salvación de la oración y no del esfuerzo, Dios ha favorecido, por así decirlo, a los cobardes y ha perjudicado a los orgullosos. Es cierto que la oración exige un esfuerzo, pero este esfuerzo no crea ningún peligro de complacencia propia. La cobardía, cuando no es consentida, inclina a la humildad. Uno entendería que Dios colme de males a un alma soberbia a fin de que, triturada, clame piedad. Las agonías de la muerte no son, tal vez, otra cosa más que un supremo artificio de la Misericordia para quebrar los corazones endurecidos.
Sin embargo, la cobardía debe tener sus límites. A quien no tiene el valor de pedir la cruz salvadora, si apela a su misericordia, Dios se la ofrecerá sin que la haya pedido. Si ni siquiera tiene el valor de tomar la cruz presentada, si continúa rezando, Dios se la colocará sobre sus espaldas. Pero entonces deberá tener el valor de llevar su cruz y su oración no puede pedir más que el valor indispensable.
No todos los cristianos sienten igualmente el peso de la cruz. Están los que la cargan triunfantemente como un victorioso estandarte; otros, pasablemente como un yugo familiar; muchos, lamentablemente como una carga muy pesada. Los primeros cantan el Te Deum laudamus, los que siguen articulan el Fiat voluntas tua, y los últimos suspiran el Miserere mei Deus. Es un error ver en la primera clase a los perfectos, a los que progresan en la segunda, y a los que comienzan en la tercera. La experiencia enseña que mientras más avanzamos en la vida espiritual, más reconocemos nuestra miseria e impotencia y más sentimos el urgente auxilio de la piedad divina. Los principiantes no piensan más que en agradecer a Dios, como si ya estuvieran en el cielo; los veteranos, presintiendo el fin de su peregrinaje, se apresuran a apelar a la Misericordia antes que pase su tiempo.
Más que los principiantes, los veteranos tienen piedad de los pecadores y desafortunados. Saben lo que cuesta evitar el pecado y resignarse ante la desgracia. La compasión en los hombres no es completamente desinteresada. Para compadecerse vivamente de los males de otro es necesario o haber sufrido uno mismo o bien estar dispuesto a sufrir. Aquel que se cree impecable es duro para con los pecadores y las personas saludables encuentran sus enfermedades muy difíciles. Es un misterio tan profundo como la infinita misericordia del Ser infinitamente santo e infinitamente feliz o impasible.
La compasión divina no comienza en la Encarnación. El Hijo de Dios quiso padecer por nosotros porque era compasivo. Su pasión nos persuade de la sinceridad de su compasión, pero no es la causa. La causa se encuentra eternamente en Dios. El amor de Dios hacia el hombre no tiene nada de platónico. Dios es humano y el hombre no tiene piedad más que porque viene de Dios. Mientras más vuelve a Dios, más tierno se vuelve el corazón de los santos. Si el Corazón de Jesús y el Corazón de María son los corazones humanos más tiernos, es que están más unidos a la divinidad que ningún otro.
El Miserere mei Deus tiene la seguridad, pues, de no encontrar la divina insensibilidad. Es la Misericordia la que la hace nacer en nuestra alma y este llamado es en realidad una respuesta a los anticipos de Dios. Esta es la razón por la cual es oída de antemano y escuchada ipso facto. Podemos y debemos estar seguros que Dios tiene misericordia de nosotros cuando apelamos a ella. La oración será eficaz en la medida en que tengamos confianza. ¡Qué consuelo, para el que sufre, pensar que Dios no es insensible a nuestros sufrimientos! ¡Qué sostén, para el que está tentado, creer que el Todopoderoso se interesa en su lucha!
El llamado confiado a la divina Misericordia es el signo
de predestinación menos ambiguo; fuera del caso de una
revelación particular, no se puede decir cuán presuntuoso sería abandonar como
superfluo este llamado necesario a todos los pecadores. El Miserere mei es la
oración para cualquier momento y sobre todo es la oración de la hora final.
Morir dirigiéndola a Dios desde el fondo del corazón, es morir predestinado.