La Presunción perezosa.
Es la presunción que cuenta
de tal manera con Dios que transforma la pereza en abandono total. Seduce a los temerarios, mientras que los tímidos,
queriendo evitarla, no osan confiarse tanto como debieran. Nuestro propósito es
ponerla en su lugar, es decir, de ninguna manera, como se lo cree generalmente,
más allá, sino bastante por debajo de la
más circunspecta confianza en Dios. Así quitaremos a los despreocupados y a
los timoratos la ilusión cómoda de la que se nutre su pereza, en unos, la
apariencia de llevar al extremo el abandono en la Providencia, y en otros, de
retener este abandono en sus justos límites.
¿Se
arruina la presunción al señalarle un exceso de confianza? Es hacerle demasiado
honor. Para que haya presunción más allá de la confianza, sería preciso que
reciba los límites de la Bondad divina y no de la estrechez del corazón humano.
Pero lejos de desalentar nuestras esperanzas, Dios las desafía a vencer su
generosidad. En todo caso la victoria será del Infinito, pero le hacemos la
victoria muy fácil. Son raros los corazones grandes que, fuertes contra
Dios, no lo obligan a triunfar sin gloria.
Cuando se habla de los
límites de la bondad de Dios, tengamos la delicadeza de notar que no viene de
Él sino de nosotros.
“El amor divino no tiene más límites que los
rechazos opuestos por nuestras libertades. Aun así, no tiene cuenta de nuestros
rechazos parciales y provisorios, por más graves y reiterados que sean. Una sola
cosa lo desarma: un rechazo decisivo e irremediable” (Sertillanges, O.P., Catecismo de los incrédulos, tomo, 2).
Esto
responde bien a la idea que nos hacemos de la Caridad infinita, pero cómo leer
sin repugnancia estas líneas desoladoras de un autor por otra parte muy
recomendable[1]:
“Que la bondad de Dios para con nosotros tiene
límites, todo lo proclama: el infierno, el dolor, el mal, y hasta esos
mediocres goces que pronto nos dejan… Hagámonos muy humildes y como tímidos
ante esos terribles límites de la bondad; temamos sobrepasarlos” (Práctica progresiva de la confesión,
II).
No,
no temamos ir más allá, temamos más bien quedarnos muy por debajo de los
espléndidos ofrecimientos, de las ventajas insospechadas que la munificencia
infinita prodiga incluso a los menos aventajados entre nosotros.
Pero,
se dirá, ¿no es bueno que los pecadores empedernidos teman agotar la
misericordia?
“Para evitar las caídas, dice San Alfonso, exhorto
(a la religiosa imperfecta) a tener siempre presente en la memoria esta gran
máxima enseñada por San Basilio, San Jerónimo, San Agustín y otros Padres y
fundada en las Sagradas Escrituras, a saber, que Dios ha contado a cada persona
el número de pecados que está dispuesto a perdonarle y que, al no conocer ese
número, cada uno de nosotros debe temer que al agregar un nuevo pecado a las
antiguas faltas, Dios lo abandone y se pierda por siempre… ¡Cuántas almas se
han perdido miserablemente con la falsa esperanza del perdón!” (La Religiosa santificada, cap. V).
¿Es realmente así como
debemos presentar la acción divina? No, Dios no dejará nunca de perdonar, sino
que el pecador, ¡ay!, dejará de pedir perdón. Sí, hay muchos pecadores
presuntuosos, pero su presunción no es más que una falta de confianza y como
una desesperanza vergonzosa.
Consideremos
el caso, por desgracia frecuente, del pecador que descuida hacer penitencia,
bajo el hermoso pretexto que Dios es demasiado bueno para perdonarlo sin ningún
esfuerzo de su parte. Evidentemente Dios es demasiado bueno para olvidar el pasado, pero es muy bueno para contentarse con un gesto
tan pobre. Al pedir con antelación la contrición que sólo Él puede dar, se
muestra más generoso que si perdonara antes de todo arrepentimiento, así como
nosotros seríamos más clementes si, en lugar de olvidar simplemente los errores
de nuestro enemigo, lo lleváramos dulcemente a reconocerlos y a repararlos.
En realidad, el presuntuoso no espera en absoluto un perdón muy amplio.
Recorta, por el contrario, el perdón ofrecido y no toma más que la parte que se
acomoda a su pereza.
¿Por
lo menos esa parte lo llevará al paraíso? Se ha visto a los perezosos diferir
su conversión hasta la última hora y alcanzar entonces, parece, la obra de su
salvación. Se ha visto a la gracia derramarse de repente sobre pecadores endurecidos
y arrojarlos, por así decirlo, en los brazos de la misericordia. Que uno
admire en estos encuentros excepcionales una impactante manifestación de la
solidaridad cristiana, está perfecto, pero muy equivocadamente uno aplaudiría
el triunfo más bello de la Bondad divina. Esta victoria de la última
hora es, en el fondo, una derrota a medias[2]. El que cuenta con eso,
desespera teniendo el aire de esperar; estrecha la confianza, lejos de
exagerarla. Pues la plena esperanza no espera sólamente la salvación final sino
los medios de llegar a ella. Espero los medios normales, los que Dios nos ha
prometido y que da más fácilmente, porque son los más dignos de Él. Para ir al
cielo, Nuestro Señor no nos ha revelado sino la vía común y real de la cruz, evidentemente
la mejor y la más segura, no tanto porque exija un menor aporte de Dios, sino
por el contrario porque está llena de un cabo al otro de los dones divinos más
excelentes. Penetrémonos completamente de esta verdad: son los dones más
ricos los que Dios encuentra placer en derramar, son esos sólamente con los que
siempre podemos contar. Si es temerario contar con una intervención
extraordinaria, es precisamente porque la infinita Bondad la lleva a cabo a su
pesar, como una imagen de ella misma muy poco fiel para ser amada. Estos
senderos, que Cristo no ha frecuentado, avergüenzan a la Misericordia. En vano
se los buscará en la Revelación. A Dios le disgusta dar con parsimonia, y
uno se arriesga mucho a no recibir absolutamente nada si se obstina en pedir
muy poco[3].
No sabríamos pedir mucho, e
incluso tenemos más posibilidades de ser escuchados mientras más osamos pedir. ¿Se objetará la presunción de los hijos del
Zebedeo? De parte de ellos no era cuestión de exceso de confianza, sino más
bien o presunción orgullosa si pensaban tener títulos a los primeros lugares de
la corte celeste, o más bien presunción ignorante, si no tenían ojos, como
parece, más que para la gloria y el reposo, sin suponer lo que en realidad
pedían, a saber, la mayor parte en el cáliz de amargura. Pero ¡cuántos
santos han pedido el honor de ser crucificados con Jesucristo, la gracia más
sublime que se pueda esperar de Dios! Osemos decirle: si esta demanda es
sincera, si la audacia que supone viene no de la sobreestima de nuestras
ínfimas posibilidades sino de la confianza heroica en la Bondad todopoderosa,
será ciertamente escuchada[4].
La ilusión sería aquí que disimulemos nuestra profunda cobardía, o incluso
esperar la curación súbita. Este milagro extraordinario, en efecto, probaría
menos misericordia en Dios que la cura normal y progresiva, donde la gracia
sobrenatural y el esfuerzo natural, lejos de limitarse mutuamente, se
multiplican felizmente el uno al otro.
La ilusión natural cara a
nuestra pereza, así como a nuestro orgullo, hace de nuestra cooperación la
rival de la acción divina. ¡Obrando por
nosotros mismos dispensaremos a Dios de obrar, absteniéndonos, Le daremos una
bella ocasión de intervenir! Es la vulgar tentatio Dei, antropomorfismo apenas excusable, pues incluso de
hombre a hombre este balance no es siempre verdadero. De Dios a nosotros es
invariablemente falsa. Si a veces la Providencia escoge a los pobres y
débiles para ejecutar grandes obras, es que están menos expuestos a contar
sobre ellos mismos, pero no los dispensa con todo de recurrir a los medios
humanos. La dispensa, por lo menos, no se presume y no es digna de ser
pedida o esperada. Dios la impondrá, tal vez, para mejor hacer ver su
presencia, pero este milagro no enriquece al actor: si es don, es en
consideración a los espectadores.
Nuestra acción participa del
don divino. Es con ella que el don toma todo su valor. Menos bueno, Dios
hubiera impuesto sus favores. Infinitamente bueno, prefiere ofrecerlos. En
lugar de sacar Él mismo una pieza de su tesoro y ponerlo en nuestra mano, abre
sus cofres y nos invita a sacar de allí a voluntad. Cierto, ignoramos la medida de gracias que quiere
poner a nuestra disposición: Dios es libre. Pero el último límite a sus dones
vendrá de nosotros, no de Él. Algunos se lamentan amargamente que Dios les haya
impuesto la existencia, o más bien la conciencia y la libertad. Pero esos dones
no pueden ser recibidos de otra manera, al menos en germen. Sobre todo, es en
germen sólamente que Dios los impone, haciendo depender de nuestros esfuerzos
su desarrollo y medida definitiva.
Otros
se quejan ante Dios de no haber impuesto a todos la plena medida, esta
infinidad relativa que sabía con anterioridad inaccesible a los más heroicos esfuerzos.
Pero el don, materialmente más grande, una vez impuesto, ¿no se marchitaría? La
ausencia de riesgos, en la hipótesis susodicha, ¿no sería la prueba que el bien
sería allí menor en realidad? Pues:
“El bien extremo acarrea siempre la posibilidad del
mal extremo. El universo tiene muchas cimas para no tener abismos”
(Sertillanges, O.P., Catecismo de los
incrédulos, tomo, 2).
Agreguemos
que la solidaridad cristiana remedia cuanto puede a riesgo inevitable de
desobediencias individuales, In Christo
Iesu ¡cuántas suplencias a nuestra enfermedad! Per Dominum nostrum Iesum Christum ¡cuántas fáciles oraciones
tendrán la eficacia de energías sobrehumanas! Es así que en el sacramento de la
penitencia la atrición es suficiente para el perdón, que requiere, por otra parte,
la contrición. Valerse, como sucede, de esta solidaridad misteriosa con Cristo
para relajar el esfuerzo personal, he ahí sin dudas una forma de presunción
perezosa. ¿Se dirá que aquella, por lo menos, peca por exceso y no por defecto
de confianza? ¡Habría que confesarlo si, como Pascal hace decir a sus
adversarios en la Décima carta Provincial,
fuera una ventaja poder dispensarse impunemente de amar a Dios con todo su
corazón! ¿Pero hay algún moralista tan laxo para agregar al Sermón del monte esta sentencia
monstruosa?: “Fue dicho a los antepasados: “tendréis la contrición perfecta de
vuestros pecados”, pero Yo os digo: “¡contentaos con un arrepentimiento
imperfecto”! ¡Ah! ¡Ciertamente que el sacramento no es una invitación a relajar
nuestro esfuerzo personal! Apura nuestra reconciliación con Dios y, en
consecuencia, también este amor perfecto que florece sobre el alma
reconciliada. Attritus actus fit virtute
sacramenti habitus contritus[5].
La atrición no es suficiente, pues, más que con el deseo (implícito) de la
contrición. Quien rechaza el amor no puede volver a estar en gracia con él.
Bajo la ley nueva, el Padre sale al encuentro del hijo pródigo; pero es para
traerlo cuanto antes a la casa y no para instalarse con él en medio del camino.
Dios no podría reducir sus exigencias sin disminuir sus favores, porque Él
da lo que pide. Y es por eso que, como se vé claramente en el Sermón del monte, son las exigencias más
grandes las que hacen la superioridad de la nueva ley, dado que conllevan
promesas más ricas y medios de salvación más abundantes. El camino para
recorrer es más largo, pero disponemos de vehículos más rápidos. Servirse de
ellos únicamente para andar más cómodamente, y no para ir más lejos que los
peatones de la antigua ley, es abusar y no aprovechar los dones divinos; es
esperar muy poco y pecar, por lo tanto, de falta de confianza.
La
presunción perezosa, reconozcámoslo, es el gran peligro de la era de la gracia
abundante. Hay energías que el temor despertaría, y que una incompleta
revelación del amor adormece, por desgracia. Dios reclama nuestro esfuerzo
porque nos ama: no esperemos, pues, que su piedad nos dispense de él. Si
las almas caen en el infierno, no es que Dios las haya amado muy poco, sino,
por el contrario, que las amó mucho. ¡Oh!, ¡Qué desesperación oprimirá a los
condenados, cuando comprendan que Dios, para salvarlos a pesar de ellos,
hubiera podido empeorar la magnífica salvación que les ofrecía, y, para sentarlos
en su festín real, forzarlos a entrar como miserables sustitutos, en lugar de
tratarlos, como lo hizo, como a invitados de honor! ¿Qué piedad podría
tener al rebajar los dones a los que nuestra cobardía no quiere subir, cuando
se tiene como Dios el poder de dar a los que no lo rechazan obstinadamente el
coraje de pretenderlos y la fuerza de esperarlos?
Digamos
una vez más, para terminar dignamente un sujeto que aplasta nuestra pequeñez,
la muy bella oración del domingo once después de Pentecostés[6]:
“Oh Dios omnipotente y eterno que, por un exceso de
tu bondad, das a los que a ti acuden más de lo que merecen y desean; derrama
sobre nosotros tu misericordia, hasta el punto de perdonar las faltas por las
cuales teme la conciencia, y de añadir por tu cuenta lo que la oración no osa
pedir”.
[1] Nota del Blog: Que no es otro más que el P. Beaudenom a quien ya le habíamos publicado algunas hermosas
páginas (Ver AQUI). ¿Es necesario aclarar que coincidimos con la
crítica que Thibaut le hace? (y lo mismo dígase de la observación a San Alfonso
que sigue inmediatamente a continuación).
[2] Nota del Blog: ¿Quién se atreverá a negar la exactitud, la terrible exactitud, de estas palabras?
[3] Nota del Blog: ¡Palabras de fuego que deberían ser escritas con
caracteres de oro!
[4] “Hace
un tiempo donde, cada mañana, en San Sulpicio, ante un altar de mi agrado, le
pedí a Dios que me hiciera sufrir. Fui completamente escuchado. ¡Cuando se pide
a Dios sufrir, agregó con su risa dolorosa apoyada con una mirada a la vez
cándida y burlona, siempre se es escuchado!”. (Palabra de León Bloy a
Leopoldo Levaux, citada en: Quand Dieu
parle, Bloud et Gay, 1926, p. 165).
[5] Nota del Blog: Si no nos falla el latín, literalmente: “El acto
atrito se hace hábito contrito en virtud del sacramento”, o en mejor prosa:
“El acto de atrición se transforma en hábito de contrición por la fuerza
del sacramento”.
[6] Omnipotens sempiterne Deus, qui abundantia pietatis tuae et merita
supplicum excedis et vota, effunde super nos misericordiam tuam ut dimittas
quae conscientia metuit et adjicias quod oratio non praesumit. Per Dominum
nostrum Iesum Christum.