Hasta aquí Bloy y uno no puede menos que hacer suyas las palabras de J. Bollery que, a continuación, agrega:
“Todo comentario no haría más que debilitar la trágica sobriedad del relato…”.
Sobre la causa de la enfermedad que había de llevar a la muerte al hijo de Bloy, Bollery comenta[1]:
“Es probable que el pequeño Andrés haya sido contagiado por Alcides Guérin el cual, ignorando que estaba tuberculoso, no tomó ninguna precaución con respecto a los hijos de su amigo en sus frecuentes visitas, abrazando a su ahijada y naturalmente a su hermanito (…) La insalubridad de la húmeda casa precipitó sin dudas la evolución del mal que tomó la forma de una meningitis tuberculosa fulminante”.
Los vaivenes de lo que sucedió durante el año pueden seguirse más o menos en El Mendigo Ingrato.
Lo importante, para esta reseña, son algunos datos:
El estado lamentable de la casa continuó, a pesar de las infructuosas tentativas de Bloy para que el propietario hiciera los arreglos correspondientes y su mujer e hija habían caído enfermas casi inmediatamente después de la muerte del pequeño Andrés.
Recién en julio pudieron mudarse a otra casa, cerca del cementerio donde reposaba su hijo, pero las condiciones no fueron mucho mejores que la anterior y su amigo Henry de Groux no pudo cumplir su promesa de regalarles una estufa.
En septiembre del mismo año nació su segundo hijo varón: Pedro, y Bloy lo narra así en su diario:
“24.- Nacimiento de mi hijo Pedro.
¡Que el Señor y su Madre, que los Ángeles y los Santos bendigan a este hijo de nuestro dolor y que aquel, perdido tan terriblemente, nos sea restituido en él!
Hoy es la fiesta de Nuestra Señora de la Merced. ¿Nos traerá él realmente, la Merced de Dios?
25.- Bautismo. Meditando acerca del nombre sublime de Pedro, dado a este niño, he aquí que de pronto viéneme este pensamiento, no sé de dónde ni cómo, que escribo enseguida:
¡Te quejas de estar cautivo, hombre de poca fe! ¡No
ves que los Ángeles te desencadenaron, hace mucho; que la puerta de tu prisión
está abierta y que Jesús te aguarda, allá abajo, sobre las aguas, en la suave
noche luminosa!...
¿No concurre todo allí: los Ángeles, San Pedro, su
cautividad, su liberación y, por último, el bautismo simbolizado por las aguas
sobre las cuales sólo Pedro puede caminar, siguiendo a Jesús?
¡Ah, si este hijo, tan amado ya por mí, hubiera sido mandado realmente para socorrernos, para ser el motivo de la liberación de su padre, tan duramente cautivo desde hace años, Dios mío!
26. — Juana me hace observar las circunstancias del nacimiento con la soga al cuello, del pequeño Pedro, el día de Nuestra Señora de la Merced, liberadora de cautivos, y en la octava de los Siete Dolores de María Santísima, que está representada en la Salette con una cadena alrededor del cuello.
Este nuevo nacimiento iba a acentuar la pobreza de Bloy aún más, como era de esperarse.
Las semanas transcurrieron hasta que el 6 de noviembre cayó súbitamente enferma Juana, su mujer, quedando Bloy, de un día para el otro, a cargo del cuidado de su mujer y los dos niños, estando también la pequeña Verónica enferma.
Comenta en su diario:
9. – “Desde el miércoles he pasado mis días y mis noches cuidando a mi querida mujer, que cayó súbitamente enferma y cuyo estado, hoy, me aterra. He debido dedicarme, además, a los dos pequeños – biberón, aseo, etc.- tareas en las que soy completamente inexperto, además de tener que ocuparme de los quehaceres domésticos. Sin recursos, sintiéndome enfermo, y sin poder descansar, perturbado hasta el fondo del alma por la inquietud y la pena, privado además, de mi comunión cotidiana[2], sin la cual considero la vida como imposible, abandonado, en fin, de todo el mundo, temo desquiciarme completamente”.
Y un poco más abajo escribe lo siguiente:
“Perseguido por ideas fúnebres, he aquí lo que he pensado ayer y hoy:
Nuestra debilidad es tan grande que no podemos darnos cuenta de nada, ni aun de la muerte de un ser querido. Me es imposible, por ejemplo, comprender en toda su plenitud el dolor enorme de la muerte de Andrés. Es necesario, sin embargo, que todo se comprenda al fin. Más adelante, sin duda, cuando nuestros cuerpos se conviertan en polvo, poseeremos la sustancia de esa pena, de la que sólo hemos podido conocer y sentir el accidente”.