Y ya para terminar, nada mejor que dejar la pluma al mismo Bloy que estampa, al final del Mendigo Ingrato, un grito doloroso, desgarrador y que es, al mismo tiempo, la mayor alabanza que se haya escrito sobre su mujer:
“Basta. No puedo más. Aquí estoy. ¡Comedme, perros! He aquí las entrañas de un hombre.
¡Ciertamente, era necesario
que fuera especial y terriblemente elegida para encontrarse conmigo la noble
muchacha escandinava, la primogénita y la preferida del poeta Christian
Molbech!
En cualquier parte, sin duda,
los sufrimientos y las amarguras de la muerte se hubieran lanzado sobre ella, como
proscritos hacia un refugio, como
amantes de Dios hacia un lugar santo, lleno de luces. ¿No estaba, acaso,
elegida muy especialmente para la penitencia voluntaria y la propiciación?
Pero era necesario, seguramente
—absolutamente necesario, y desde la eternidad— que fuera yo la configuración privilegiada de su
holocausto.
¿Podía descender más abajo
esta alma, en su ambición de inmolarse?
¡Ser, por propia elección, la compañera de un hombre universalmente detestado! ¡Compartir la ignominia y la escasez de pan de un fabricante de libros, a quien los más viles ganapanes de las letras se creen con derecho a cubrir de inmundicias! ¡Aceptar para sí misma el abandono completo, el ultraje infame, el ridículo, el desprecio, la calumnia! Todo eso y mucho más, si Dios se lo pide, por no cometer la infamia, que hace temblar las Columnas, de haber pasado junto al Abandonado sin percibir en él la grandeza.
¡La magnánima quiso hacer lo que ningún hombre había tenido el valor ni el pensamiento de emprender, y he aquí que se muere… y de qué muerte!”.
Y a renglón seguido, termina su diario, y nosotros con él:
“El rodar de varias semanas, tan pesadas
como los carromatos de los Profetas, me ha triturado el corazón.
Mi mujer muy amada no morirá, es cierto. El cáliz de los tormentos aún desborda, ¿y quién me ayudará a beberlo?
Pero en cierto lugar hay una pequeña tumba más, y en medio del griterío inhumano del populacho que nos rodea debemos escuchar a veces esta melopea lastimera y desgarradora de nuestra pequeña Verónica, la última criatura que nos queda:
Mi hermanito Andrés ha muerto.
Mi hermanito Pedro ha muerto.
Mi mamita ha muerto.
Mi papito ha muerto.
Ya no hay más jardín.
Ya no tenemos casa.
Y la nena anda sola por la calle.
La veo y la oigo todavía a la querida hijita,
sentada en uno de los escalones de nuestra humilde vivienda perdida en su sueño,
y cantando - ¿para quién Señor? - con una voz dulce y grave de tórtola que
muere, ¡imposible de expresar…!