El día 11, creyendo que Juana iba a morir, pidió un sacerdote que la confesó. La sirviente, temiendo una fiebre tifoidea, se fue y León Bloy solo pudo conseguir auxilio de su cuñada, que acudió esa misma noche.
El 12 a la mañana Juana recibió el Viático y la Extremaunción.
Ese mismo día Bloy escribe a su amigo Henry de Groux esta dolorosa carta:
"Henry:
Mi mujer recibió esta mañana el Viático de los moribundos y el sacramento de la Extremaunción.
No se sabe si vivirá, si le queda siquiera un día de vida. Ya ha hecho sus últimas recomendaciones.
No olvidaré la noche terrible que acaba de terminar, ni el cuadro de la infortunada, que pronunciaba constantemente el nombre de Jesús mientras la atormentaban verdugos invisibles y despiadados, cuya llegada ya habíamos presentido.
Anteayer, en un acceso de delirio, me habló de usted, Henry, pues había oído su voz. Eran más o menos las tres de la madrugada.
Me costó hacerle comprender que no había nadie.
Henry: estoy casi muerto de pena, de cansancio y de terror. ¡Hace más de sesenta horas que me veo casi solo, cuidando a dos criaturas y a su madre, sin comer ni dormir, traspasado de dolor y sin dinero!
Soy un yunque enclavado en un abismo, el yunque de
Dios, que me hace sufrir así porque me ama, lo sé bien.
¡El yunque de Dios, en el fondo del abismo!...
Sea. Es buen lugar para repercutir hacia Él.
Todo lo que sucede es adorable, verdaderamente adorable, y las lágrimas me queman...
Suyo,
León Bloy"
El 21 Juana fue trasladada al hospital y casi una semana después, Bloy escribe una vez más a su amigo de Groux:
Mi querido Henry:
(…)
Mi existencia es tan horrible que me esfuerzo grandemente cada minuto para no venirme abajo.
Veo a mi esposa todos los días en el hospital. Tu carta, que me socorrió maravillosa, divinamente, la hizo llorar ayer de ternura, cuando le leí algunos pasajes. No sabemos cuándo se curará la desafortunada.
Salgo de diversos despachos de la Asistencia pública. Vengo de abrazar, tal vez por última vez, a mi pobrecito Pedro que tuve que confiar a esta administración para que no muera.
El hijo de León Bloy se llama ahora 8097. Mañana o pasado mañana me tendré que separar también de Verónica y me muero de pena. Estaré entonces completamente solo. Guérin apenas viene; Grasset nunca. No soy de aquellos por los cuales uno se preocupa.
Tienes razón, mi único amigo. Soy funesto para el que me ama. Es algo que se presiente y es por eso que todo el mundo me ha abandonado…”.
Y el 3 de diciembre le volvía a escribir:
“Mi querido Henry:
(…)
He reflexionado mucho, al igual que tantos otros padres, muchos más desafortunados que yo, antes de separarme de mi pequeño Pedro. He visto a la nodriza que lo ha llevado. Me agrada mucho y me persuado que este suceso es, en suma, lo más feliz para este niño.
En fin, tengo el consuelo de poder conservar a Verónica…”.
Con el correr de los días Juana fue mejorando, pero faltaba el último golpe. El 10 de diciembre murió su hijito Pedro, que había sido entregado al cuidado de la nodriza.
“El desafortunado padre, comenta Bollery, privado incluso de los dolorosos consuelos que lo habían acompañado cuando la muerte de Andrés, estaba solo para soportar el choque. Ni siquiera un amigo al cual confiar su pena, salvo Alcides Guérin…”[1].
Por último, el día 20 de diciembre, León Bloy respondió a la esposa de Henry de Groux que le había enviado una fotografía de su hija Elizabeth.
“Querida amiga:
Acabo de recibir, no puedo decirte con cuánta alegría, como así también con un sentimiento de vivo consuelo, mezclado con un poco de envidia, el retrato de mi ahijada.
Mi pequeño Pedro ha muerto, muy lejos de aquí, en los brazos de su nodriza. Dos en un año, ¡y en qué horribles circunstancias! Es mucho, te lo aseguro, y tengo mucha necesidad que Dios me muestre su mano de misericordia para poder encontrar un poco de equilibrio.
Mi mujer sigue en el hospital. Su debilidad es extrema y temo que su convalecencia sea muy larga, puesto que ha sido atacada en los órganos vitales.
¿Quieres conocer el horror de mi situación? La pobre madre tiene que saber todavía la muerte de su hijo. No me animo a darle este golpe y cada día voy a verla con esta espina en el corazón, forzado a mentir, a fingir alegría, esperanza, con peligro de traicionarme a cada instante, de estallar en sollozos cuando me habla de este niño que está bajo tierra y que mi inexperiencia ha matado, tal vez, cuando yo mismo estaba obligado a cuidarlo como una nodriza. Es para volverse loco. ¿Cómo terminará todo?
(…)
¿Qué decir de lo demás? Vivo exclusivamente de limosnas muy raras (…) Es tiempo que Dios se muestre, pues el torrente de aguas amargas me sumerge y casi no me quedan fuerzas…”.
Bollery termina el capítulo con estas palabras[2]:
“La muerte de su niño no era aún suficiente. Un supremo dolor le estaba reservado por un sacerdote muy respetuoso de las reglas eclesiásticas: ¡rechazó los honores de una sepultura religiosa al hijo de León Bloy, por no tener un certificado que atestiguara que el niño había sido bautizado!