I Carta de la madre a L. Bloy[1]:
Périgueux, 4 de marzo de 1866
¿De dónde viene, querido niño, que no nos escribes?
Siento el corazón completamente afligido, pues siento que sufres. Estoy
segura que no te das bien cuenta de lo que pasa en tu pobre alma: hay un poco
de todo, es ardiente y carece del alimento que le es propio; a veces vas para
un lado y a veces para otro y no puedes determinar tu mal ¡Ah! Pobre niño,
cálmate un poco. Reflexiona. La razón no puede ser porque creas que tu futuro
está perdido o amenazado, pues a tu edad todavía no es posible aún hacer su
futuro o desesperar de él; ordinariamente es todavía muy incierto; no, no es
eso. Tus estudios, tu trabajo te dejan sin progreso que te satisfagan, ¿por
qué? Porque, tal vez, quieres muchas cosas al mismo tiempo, porque eres muy
impaciente; no, no es ese el problema aún. Tu espíritu quisiera, pero tu alma y
tu corazón sufren y tienen otras necesidades, otras aspiraciones sin que dudes
de ellas y su malestar y sufrimiento actúan sobre tu espíritu y le quitan la
fuerza y atención necesarias.
Sufres, eres desdichado. Siento todo lo que padeces
y, sin embargo, soy incapaz de consolarte, de apoyarte, pero sin embargo
quisiera. ¡Ah!, si tuviéramos las mismas convicciones. ¿Por qué has rechazado
sin un profundo examen la fe de tu niñez? Las palabras de aquellos a los que la
fe molesta o que han sido perdidos por falta de instrucción han impresionado tu
pobre imaginación; y sin embargo tu corazón tiene necesidad de un centro que
no encontrará jamás sobre la tierra. Es Dios, es lo infinito lo que precisas y
sobre el cual te impulsan todas tus aspiraciones. Formas parte del
restringido número de esos elegidos a los cuales Dios se comunica y prodiga su
amor, una vez que esos hombres han querido hacer un acto de humildad
sometiéndose a las obscuridades de la fe.
Dios te dará la Ciencia, las Artes; ¡ah! si te
impulsaras al infinito, ¡hasta dónde podrías llegar!... ¡Cómo siente la
creatura tan cerca de su Dios desarrollar sus facultades y cómo sus
concepciones se vuelven sublimes en ese momento!
Yo,
que no era más que una pequeña niña, ¡oh, mi Amigo! Si pudiera contarte todos
los éxtasis y embelesos que, a tu edad, transportaron mi alma, una exaltación y
una ilusión momentáneas no hubieran podido ocasionarme tales alegrías; al pie
del tabernáculo, a los pies de Jesús crucificado, ya no existía para mi alma el
mundo aquí abajo: los placeres, las fiestas, todas las alegrías que nos ofrecen
eran menos que nada para mí. ¡Oh! Me parece que, al salir de esas
conversaciones con mi Dios, era más fuerte que un ejército, hubiera afrontado
el martirio con alegría y toda dificultad parecía desaparecer.
¡Oh,
qué embelesos! Todo, en las obras de Dios, me enternecía: el canto de un pájaro
me hacía estremecer y amaba a Dios; una hormiga me llenaba de admiración, y
adoraba a Dios; un ser que sufría me hacía sufrir y suplicaba a Dios que tuviera
piedad de la criatura. Todo, todo en la naturaleza clamaba a Dios y a su amor.
He ahí la poesía en los pensamientos, la sublimidad en las obras, el amor sin
límites al prójimo, el olvido de nosotros mismos para perdernos completamente
en Dios. Entonces, con San Agustín, repetía en éxtasis: ¡Tarde te amé, belleza
antigua y siempre nueva…!
Pero
esta nueva Mónica tendrá que esperar aún un par de años para ver a su hijo retornar
a la fe de su juventud.
La
historia del encuentro de Bloy con Barbey d'Aurevilly es conocida, pero ¿fue
realmente esa la causa de su
conversión? Por más que Bloy parezca haberlo dado a entender en más de una
oportunidad, ese famoso encuentro no pudo haber sido más que la ocasión, y el mismo Bloy era consciente
de ello, como luego veremos.
Por
su parte, la carta a Bourget que arriba citábamos, terminaba con estas
palabras:
“En fin, un día, en una iglesia donde había
conseguido entrar, fui asido de tal forma en la mano de Dios que toda
resistencia devino imposible, caí de rodillas, rostro en tierra, pidiendo
gracia y mi conversión se llevó a cabo”.
¿Entonces,
fue esta la causa? ¿Una gracia que
cambió el corazón de Bloy en un segundo cual un nuevo San Pablo?
Sí
y no. O si se quiere seguir con la analogía, así como la conversión de San
Pablo fue debida a las oraciones de San Esteban, del mismo modo, la del
impetuoso adolescente fue debida a las oraciones de su madre.
En
la carta ya citada a Bourget, Bloy confesaba:
“Mi madre, una cristiana de los días antiguos
(…) rezaba por mí desde mi infancia. Cuando la indiferencia primero y el
odio después reemplazaron la fe en mi corazón, redobló sus oraciones, las hizo
más fervientes, más largas y profundas, encendió sobre el altar de su corazón
un deseo ardiente que se elevó perpetuamente hacia Dios como la llama de un
holocausto inextinguible. En cuanto a mí, yo redoblé la impiedad. Las oraciones
no lograban nada y la Gracia me encontraba siempre rebelde, cerrado e
inflexible. Un día, mientras mi madre meditaba la Pasión dolorosa del Divino
Salvador, comprendió que Nuestro Señor, habiendo rescatado todos los hombres
sufriendo por ellos sin medida y sin consuelo, los cristianos, que son sus
miembros, pueden, según la justicia y la razón, prolongar ese maravilloso
resultado y operar relativamente por sus sufrimientos imperfectos lo que Jesús
ha obrado absolutamente por su inexpresable y perfecto dolor. Se ofreció
entonces a sufrir por sus hijos y a llevar sus penitencias. En un consejo de
una sublimidad misteriosa e inefable, fue acordado entre ella y Dios que haría
el sacrificio absoluto de su salud y el completo abandono de toda alegría y de
todo consuelo humano y que, en retorno, le sería acordada la conversión entera
y perfecta de aquel de sus hijos que tenía la mayor necesidad de conversión.
Ese acuerdo prodigioso concluído en la presencia y por la mediación de la
Santísima Virgen María, recibió su cumplimiento inmediato en la persona de mi
madre que perdió repentina e irremediablemente su buena salud de una forma tan
completa como es posible sin que sobrevenga la muerte. Su vida pasó a ser un
suplicio de veinticuatro horas por día y a fin que fuera completo y no dejara
nada que desear a la extravagancia sublime del heroísmo más exigente, la
enfermedad tomó un carácter de humillación
y rebajamiento físico que es inútil
expresar aquí. En cuanto a mí, no he conocido estas cosas sino mucho más tarde
y cuando ya me había vuelto cristiano. Recién entonces comprendí que mi madre
me había dado a luz una segunda vez en el dolor. Mientras tanto, no veía nada
más natural que lo que sucedía y seguía siendo un perfecto impío. Incluso
más, fue por ese tiempo que el mal de mi alma tomó el carácter terrible que ya
he señalado. Luego he pensado que Dios quería que el milagro fuera
completamente impactante. En sus designios permitió que descendiese moralmente
tan bajo cuanto fuera posible y, por así decirlo, en el regazo de la muerte, a
fin de manifestar su poder de resucitar de una forma imposible de desconocer.
Cuando la gracia se abalanzaba sobre mí, la resistía desesperadamente. Sentía
que algo muy poderoso obraba sobre mí y a fin de no saber nada sobre el
sacrificio admirable que me hacía violencia, comprendí muy bien que la
violencia se ejercía e intentaba oponer la rabia de mi corazón a esos terribles
reproches. En fin, un día…”.
Todo
comentario parece superfluo.
[1] Id. pag. 77-78. Es inevitable modificar algún tanto la puntuación y agregar
algunas conjunciones para hacer un tanto más fluido el pensamiento.