La
siguiente carta, escrita tres años después, nos muestra a Bloy recién
convertido.
II Carta de la madre a L.
Bloy[1]:
3 de enero de 1869
Mi buen León, mi querido hijo:
¡Qué emoción me ha causado tu buena carta![2]
¡Qué dulces y felices lágrimas me ha hecho derramar! Oh, querido hijo, solamente
ahora te será dado conocer la verdadera felicidad ¡Qué son todas las
alegrías del mundo comparadas con un solo momento pasado al pie de la Cruz de Jesús!
Cómo he deseado que Dios llenara tu corazón; lo había creado muy vasto para que
ninguna otra cosa sino Él pudiera llenarlo. Llegará un momento en que encontrarás
demasiado pequeño tu corazón, donde pedirás a ese Dios tan bueno que lo
ensanche para amarlo más intensamente. Debes tener la alegría de unirte a Dios
en el sacramento de su amor; con esa alma que conozco, que Dios te dé la fuerza
de soportar tu alegría. ¡Ah! Es que comprendemos nuestra indignidad y nuestra
malicia, junto con todos esos inefables misterios del amor de nuestro Dios; es
necesario que su poder nos sostenga, pues moriríamos. Sé fiel a la gracia, haz
el sacrificio de todo orgullo, desconfía del espíritu del mal, no te creas
llamado a grandes cosas, abandónate a Dios, Él sabe hacer llegar cada cosa a su
debido tiempo. Recordemos a menudo nuestros pecados y que Dios se sirve a
menudo de los más viles instrumentos para hacer brillar su poder. Estoy
feliz de conocer tu intención de escribir cada ocho días; hazme partícipe de
todas tus alegrías. Nadie puede estar más contenta que yo.
Querido amigo, ruega por mí a la Santísima Virgen,
esa buena Madre: ámala mucho. Recuerda que quise que en el bautismo llevaras su
nombre a fin de que estuvieses más especialmente bajo su protección. Si
obtuvieras por su intercesión mi curación, sería realmente un milagro, pues
estoy más impotente que nunca; no voy más a misa y apenas camino con la ayuda
de dos bastones, pero todo poder es de Dios y que se haga su voluntad.
Adiós. Te abrazo y piensa en tu pobre madre a los
pies de Jesús.
María Bloy.
Al
poco tiempo le vuelve a escribir, y como dice Bollery: “la pobre mujer cree que
es su deber moderar el ardor combativo de su hijo en sus relaciones con su
padre”.
Esto
se entiende al punto si se tienen en cuenta dos hechos: el primero, que el
padre de Bloy era un libre pensador[3] y
el segundo… bueno, el temperamento ardiente, colérico y demás de Bloy. El
choque, pues, era casi inevitable, y de ahí esta nueva carta de su madre.
III Carta de la madre a L.
Bloy[4]:
10 de febrero de 1869
Como has visto, mi querido León, tu última carta no
ha producido un buen efecto. La primera página era buena, muy buena, pero
algunas ideas, y sobre todo tu manera de expresarlas, parecían proceder más de
la pasión que del amor al prójimo y de la dulzura y humildad que uno esperaría de
tu nueva conversión. El anatema que lanzas con profusión me parecen válidas
para muchas cosas, pero hay otras para las cuales era necesario un poco más de
reflexión. Tu padre ha sido mal impresionado y como no le gustan las
discusiones, sobre todo cando se nota la pasión y son de una determinada naturaleza,
no me sorprende que te haya prohibido que le escribas; le sería difícil
seguirte por ese camino. Oremos a Dios y todo se arreglará con el tiempo. Como
esta prohibición no me concierne, me vas a escribir buenas cartas como un buen
hijo a una madre que te ama y que nada desea más que tu felicidad. Si tu padre
vé que tus nuevas ideas han contribuido a hacerte más ordenado, más capaz de
hacer honor a tus asuntos, un hombre, en fin, razonable, feliz, sobre el cual
se pueda contar, menos propenso a hacer admitir su manera de ver por la
fogosidad de sus palabras que por su conducta, volverá a la confianza y te
devolverá todo su afecto.
(…)
Ahora quiero que me digas lo que ganas, cómo vives.
Eso me interesa y veré allí un signo de confianza que me causará placer.
(…)
Tu madre,
M. Bloy
Quería decirte que, ya que has tenido siempre con
mucha razón una gran veneración por San Vicente de Paul, deberías ir a ver a
los Lazaristas del cual es el Padre y fundador. Allí encontrarás santos
sacerdotes todavía animados de su espíritu, humildes, instruidos y
completamente consagrados al prójimo.
No
satisfecha con darlo a luz por segunda vez, esta buena madre se preocupa de la
educación de su hijo por medio de sabios consejos.
[1] Id. pag. 102.
[2] ¡Lástima grande que no ha llegado a nosotros!
[3] Algunos dicen que incluso era masón.
[4] Op. cit. pag. 103.