sábado, 9 de diciembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (IV de VI)

Tenemos, sí, una carta de Bloy a su madre escrita un par de meses después, que si es la respuesta a esta última no lo sabemos, pero lo cierto es que “se queja de las infaltables decepciones, de sus impaciencias en los primeros pasos de la vida espiritual”.

I Carta de L. Bloy a su madre[1]:

[fin de junio de 1869].

Ya os había dicho que había vuelto a ser cristiano. Nada es más cierto y agrego que mi convicción católica no hace más que crecer en mí al punto de excluir en mí cualquier otra preocupación intelectual. El sentimiento profundo de la verdad revelada ma hace despreciar hoy las doctrinas impías de nuestros días y las ciencias orgullosas que son su origen y que quieren que sustituyan a la fe.

Pero, me animo a decírtelo, esa es toda mi transformación. De las tres virtudes que hay que tener para alcanzar la salvación no tengo más que la primera: la fe; no poseo ni el poder del deseo ni la certeza del amor. Y sin embargo estoy tan penetrado de las verdades de la Iglesia que no puedo escuchar el mal horrible que se dice hoy en día por todas partes, sin palidecer de dolor y de cólera.

No puedo entrar a una iglesia sin derramar lágrimas como un exiliado que viera de lejos su querida patria. Nadie en el mundo contempla como más profundamente verdadera, santa y pura a la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo que yo. Desde hace un año mi fe ha pasado por el crisol de mi joven razón y jamás ha desfallecido. Mi razón, que temía orgullosamente sometérsele y que durante el espacio del primer segundo se rebeló con horror, ha abdicado desde hace mucho tiempo. Se abolió en la fe, allí se fortaleció y, al hacerlo, vino a ser invulnerable. Hoy en día poseo un conjunto de creencias verdaderamente inquebrantable, pues entrego todo a Dios, hago que todo dimane de la fe e incluso, literalmente, he cesado por completo de entender que se pueda tener, no digo una duda, sino incluso la sombra de una duda sobre todas las cosas que enseña la Iglesia. Para mí sólo existe la verdadera fe que gobierna absoluta y despóticamente la razón, y me parece que esta noción divina debe primar en el mundo, las almas y las legislaciones, que son las almas de los pueblos (sobre este último punto daría con gusto mi vida para convencer a mi padre, pues entonces sería cristiano). En una palabra, estoy herido en el corazón de la manera más profunda, mi fe extraída de la fuente de la más pura ortodoxia es tan ardiente que a veces, y no exagero, mi corazón no resiste en su prisión de barro y, en el silencio de la noche, me ha sucedido que he derramado torrentes de lágrimas sin poder aplacar los impotentes deseos de mi alma. Pero por desgracia, - ¿hace falta que lo diga? – no rezo, no sé, no puedo rezar. Caigo de rodillas y caigo en vano, pues los más indignos objetos me distraen invenciblemente de Dios. Desde hace un año intento en vano rezar. Creo que Dios difiere acordarme su gracia a fin de castigarme haciéndome probar la decepción de haberlo rechazado y desconocido por tanto tiempo”.




[1] Id. Pag. 104 sig.