Tenemos,
sí, una carta de Bloy a su madre escrita un par de meses después, que si es la
respuesta a esta última no lo sabemos, pero lo cierto es que “se queja de las
infaltables decepciones, de sus impaciencias en los primeros pasos de la vida
espiritual”.
I Carta de L. Bloy a su madre[1]:
[fin de junio de 1869].
Ya os había dicho que había vuelto a ser cristiano.
Nada es más cierto y agrego que mi convicción católica no hace más que crecer
en mí al punto de excluir en mí cualquier otra preocupación intelectual. El sentimiento
profundo de la verdad revelada ma hace despreciar hoy las doctrinas impías de
nuestros días y las ciencias orgullosas que son su origen y que quieren que
sustituyan a la fe.
Pero, me animo a decírtelo, esa es toda mi
transformación. De las tres virtudes que hay que tener para alcanzar la
salvación no tengo más que la primera: la fe; no poseo ni el poder del deseo ni
la certeza del amor. Y sin embargo estoy tan penetrado de las verdades de la
Iglesia que no puedo escuchar el mal horrible que se dice hoy en día por todas
partes, sin palidecer de dolor y de cólera.
No puedo entrar a una iglesia sin derramar lágrimas
como un exiliado que viera de lejos su querida patria. Nadie en el mundo
contempla como más profundamente verdadera, santa y pura a la Iglesia de
Nuestro Señor Jesucristo que yo. Desde hace un año mi fe ha pasado por el
crisol de mi joven razón y jamás ha desfallecido. Mi razón, que temía
orgullosamente sometérsele y que durante el espacio del primer segundo se
rebeló con horror, ha abdicado desde hace mucho tiempo. Se abolió en la fe,
allí se fortaleció y, al hacerlo, vino a ser invulnerable. Hoy en día poseo un
conjunto de creencias verdaderamente inquebrantable, pues entrego todo a Dios,
hago que todo dimane de la fe e incluso, literalmente, he cesado por completo
de entender que se pueda tener, no digo una duda, sino incluso la sombra de una
duda sobre todas las cosas que enseña la Iglesia. Para mí sólo existe la
verdadera fe que gobierna absoluta y despóticamente la razón, y me parece que
esta noción divina debe primar en el mundo, las almas y las legislaciones, que
son las almas de los pueblos (sobre este último punto daría con gusto mi vida
para convencer a mi padre, pues entonces sería cristiano). En una palabra,
estoy herido en el corazón de la manera más profunda, mi fe extraída de la
fuente de la más pura ortodoxia es tan ardiente que a veces, y no exagero, mi
corazón no resiste en su prisión de barro y, en el silencio de la noche, me ha
sucedido que he derramado torrentes de lágrimas sin poder aplacar los
impotentes deseos de mi alma. Pero por desgracia, - ¿hace falta que lo diga? –
no rezo, no sé, no puedo rezar. Caigo de rodillas y caigo en vano, pues los más
indignos objetos me distraen invenciblemente de Dios. Desde hace un año intento
en vano rezar. Creo que Dios difiere acordarme su gracia a fin de castigarme
haciéndome probar la decepción de haberlo rechazado y desconocido por tanto
tiempo”.
[1] Id. Pag. 104 sig.