IV.- EL ESPÍRITU DADO A CADA UNO DE LOS FIELES
Sumario. — La misión de Cristo, de la Iglesia y
del Espíritu. — La doble plenitud de Cristo, escanciada con el Espíritu en la
Iglesia — La doble vía, la una mistagógica y la otra psicológica, por donde el
Espíritu se derrama. — Exposición más detallada de la vía psicológica: a) doble
acción del Espíritu en el initium fidei,
germen de la justificación; b) su doble desarrollo vital, el parcial por la
esperanza y el temor, y el total por la caridad; c) fe, esperanza y caridad, de
actuales convertidas en habituales por el sello del Espíritu; d) ¿carácter o
gracia santificarte? — La vía mistagógica suplemento y complemento de la psicológica.
— Conexión de ambas con la Iglesia en el Espíritu. - La obra salvadora de la
Iglesia, y la Mariología. — La trilogía de la Teología dogmática. — Voto final
del autor.
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De lo hasta aquí expuesto se desprende que la obra de la espiritual rehabilitación del hombre está toda en manos da la Iglesia. Cristo, una vez formado el cuerpo de su esposa, alentó sobre ella su divino Espíritu con que la vivificó de su propia vida y la constituyó madre de todos los vivientes.
Cristo, enviado del Padre para salvar al mundo, envió a su vez a su esposa la Iglesia y con ella a su Espíritu vivificador, para realizar divinamente su obra, y desde ese momento vivirán siempre asociados el Espíritu y la Esposa, y asociados los vio San Juan en el Apocalipsis cuando escribe (XXII, 17):
“Y el Espíritu y la Esposa dicen: “Ven”.
Y la obra salvadora de Cristo es ya obra salvadora de la Iglesia; salva Cristo, pero salva por la Iglesia; vivifica Cristo, pero lo hace por medio de la Iglesia. Si Cristo es el mediador universal, la Iglesia es la universal dispensadora, reina y señora de la Nueva Economía. Tiene en su mano las llaves del cielo y en su seno la fuente del Espíritu, y dando de él a beber a los mortales los reanima y vigoriza.
A Cristo le vió San Juan lleno de gracia y de verdad y de esa plenitud recibimos todos (Jn. I, 14.16; cf. Col. I, 19; II, 9). Pues bien, al venir sobre la Iglesia el Espíritu de verdad (Jn. XIV, 17; XV, 26; XVI, 13; I Jn. I, 4) y de santidad (Rom. I, 4; cf. V, 5; XV, 60; Hech. X, 45, etc.), pasó a ella la doble plenitud de Cristo, y en armonía con esas dos categorías espirituales, la santidad y la verdad, están las dos vías o maneras como el Espíritu se comunica a cada uno por medio de la Iglesia, es decir la vía mistagógica y la psicológica, dos caminos en parte diferentes, pero siempre convergentes y desde luego armónicos.
El mistagógico o sacramental es bien conocido de todos por el desarrollo que ha tenido en la Iglesia la doctrina sacramentaria, y así no será necesario detenernos aquí a describirlo. Baste recordar someramente que por institución divina los sacramentos de la Iglesia, no sólo significan el don del Espíritu, como los ritos de la Antigua Economía, sino que lo aportan efectivamente, quiere decir ex opere operato, esto es en virtud de la misma acción sacramental, que puesta debidamente lleva aparejada la comunión sustancial con el Espíritu de parte del sujeto, el cual puede sin embargo impedirla, manteniendo voluntaria o involuntariamente una disposición incompatible, no abriéndose de ningún modo, o cerrándose positivamente al illapsus del Espíritu.
En esa resistencia del sujeto a la dicha comunión con el Espíritu, según fácilmente se comprende, caben grados y matices varios, significados en la Sagrada Escritura con los nombres figuradas de dureza de cerviz, o de corazón, incircuncisión de corazón o de oído (cf. Hech. VII, 51). El más grave de todos, que es el de cerrarse herméticamente al illapsus del Espíritu, rechazando obstinadamente sus solicitaciones amorosas, es el llamado pecado contra el Espíritu Santo, que no será perdonado ni en este siglo ni en el otro (Mt. XII, 31; cf. Mc., Lc. lug. par.). El que voluntariamente y con obstinación cierra los ojos a la luz, es regular que no llegue a gozar de ella; y si esa luz es la vida espiritual del alma, quedará privado de ella para siempre.
A allanar el camino al Espíritu de vida, que después de darse a la comunidad tiende a difundirse por todos y cada uno de los hombres, para hacer de ellos otros tantos miembros vivos de la Iglesia, a allanar, digo, el camino al Espíritu divino conduce el proceso psicológico, del que hablamos con alguna detención en nuestra Summa isagógico-exegética, II, pag. 407 ss., el cual, comenzando por la fe, se espacía por la esperanza y el temor y culmina en la fe, esperanza y caridad actuales todavía, pues, para ser habituales necesitan el sello o huella específica del Espíritu Santo, que él deja en el alma con su abrazo amoroso y que señala el término del proceso.
Proceso psicológico, he dicho, porque se desarrolla en el interior del alma, mas su principio es el Espíritu de verdad, que con su acción eficaz promueve el asentimiento a la fe, y esto de dos maneras a la vez objetiva y subjetivamente. La Iglesia, al proponer la verdad de que guarda el depósito incorruptible, obra no sólo en virtud de la misión de Cristo (aspecto jurídico), sino de la asistencia continua (aspecto místico), que la hace infalible e indefectible, infalibilidad e indefectibilidad que culmina en su órgano universal, supremo.
Pero el Espíritu Santo no sólo asiste a la Iglesia docente en la proposición de la verdad, sino que obra subjetivamente en el corazón de los oyentes, inclinándolos a recibir con docilidad lo que por tal medio se les propone, según estas precisas palabras de San Pablo a los Tesalonicenses:
“Recibisteis la palabra divina que os predicamos, y la aceptasteis, no como palabra de hombre, sino tal cual es en verdad: Palabra de Dios, que también obra en vosotros los que creéis” (I Tes. II, 13).
Contra la lección inexacta de la Vulg. "qui operatur in vobis qui credidistis", está la precisa lección original: ὃς καὶ ἐνεργεῖται ἐν ὑμῖν τοῖς πιστεύουσιν, “qui etiam operatur in vobis credentibus". El Espíritu Santo promueve, pues, no solo externamente, sino también (etiam καὶ) internamente el asentimiento a la fe propuesta en los que creen (credentibus, πιστεύουσιν), y no sólo en los que ya creyeron, como expresa la Vulgata.
De esas dos acciones del Espíritu en el alma, la objetiva y la subjetiva, la primera es ciertamente por ministerio de la Iglesia; en la segunda, condicionada al ministerio eclesiástico cabe, sin embargo, mayor autonomía, y aquí viene bien el efato evangélico:
“El Espíritu sopla donde quiere” (Jn. III, 8).
Según esto, el que da su asentimiento a la fe propuesta, no es solamente un catecúmeno, sino también un energúmeno en el sentido meliorativo de la palabra; y por ambos cabos movido del Espíritu y lleno de energía espiritual, rigorosamente sobrenatural, tenemos con ello bien establecido el principio del proceso psicológico, la fe sobrenatural en el alma del creyente, siquiera esa fe no tenga todas las partes del hábito teologal. Es sólo una fe inicial, el initium fidei de la tradición; ni es tampoco la justificación cumplida, sino solo su raíz necesaria, sobrenatural. Vamos a ver cómo se desarrolla ese germen en el alma bien dispuesta.
El atribuir San Pablo absolutamente la justificación a la fe implica necesariamente el hecho de que la fe contiene en sí la justificación perfecta como en su propia causa, sin necesidad de nuevos elementos sobrenaturales que añadir, para obtener tamaño efecto, debiendo bastar el desarrollo de los existentes, que se reducen a la doble acción del Espíritu, la objetiva y la subjetiva.
La fe, pues, una vez recibida normalmente, ella tal cual es y de por sí, sin nueva acción del Espíritu Santo, espontáneamente tiende a desarrollarse en el alma ilustrada por ella, y de hecho se desarrollará sin tropiezo hasta su última fructificación, de caer en un alma bien dispuesta, esto es, recta y sincera en la apreciación de las cosas espirituales.
Para entender lo cual, es de saber que la fe suficientemente propuesta, no
sólo contiene verdades dogmáticas, que piden el acatamiento del entendimiento,
sino también verdades morales, es decir, leyes, normas o preceptos, que piden
el acatamiento de la voluntad, y como sanción de ese doble acatamiento promesas
y amenazas, cosas todas que en el orden psicológico, una vez dado el
asentimiento del entendimiento a la fe divina, solicitan divinamente el de la
voluntad no solo en virtud de su valor objetivo, realmente divino, sino del Impulso
del Espíritu, que se oculta en esas formas.