¿Qué decir, pues, a todo esto? ¿Acaso el misterioso fenómeno del día de Pentecostés en que se nos dio el Espíritu Santo fue verdaderamente un bautismo para los presentes (baptizabimini S. S.), o bien una confirmación para los ya bautizados (accipietis virtuttem supervenientis S. S.), o tal vez la ordenación sacerdotal de los Apóstoles (non littera sed Spiritu)?
Nada de eso parece sostenible.
El fenómeno tiene todas las apariencias de uniformidad y universalidad, y así hasta prueba en contrario hemos de pensar que traía aparejado un efecto semejante en todos y cada uno. Este no es verosímil que fuera el del bautismo, ni el de la ordenación, ni aun el de la confirmación, con implicar este último menos inconveniencias.
No el del bautismo, pues los Apóstoles, siendo como eran ya
sacerdotes, con poder de consagrar (I Cor. XI, 24-25), perdonar los pecados (Jn.
XX, 22-23), gobernar la Iglesia (Jn. XXI, 15 ss.), predicar y bautizar (Mt.
XXVIII, 19-20; Mc. XVI, 15; cf. Lc. XXIV, 47-48), hay que pensar que estaban ya
bautizados. No la ordenación, pues
muchos de los allí presentes no eran sujetos capaces del orden sagrado. Además,
los miembros de la familia del centurión Cornelio, con haber recibido el
Espíritu Santo al modo de los Apóstoles, según estas de san Pedro:
No por eso quedaron bautizados, como se enuncia en las palabas transcritas, ni tampoco quedaron ordenados, como se deja fácilmente comprender, ni aun siquiera fueron confirmados con una confirmación específicamente sacramental, porque no estaban todavía bautizados.
Aun dando de balde que el Espíritu de Pentecostés produjera en los agraciados efectos iguales a los sacramentales, todavía habremos de convenir en esto: que el modo de comunicarse el Espíritu no fue por vía sacramental o ex opere operato, pues no medió allí ningún rito de carácter sacramental.
El fenómeno del día de Pentecostés sería, pues, un fenómeno extrasacramental, mas no por eso ha de quedar reducido a la categoría de fenómeno meramente carismático. ¿Quién osará, en efecto, sostener que la familia de Cornelio, cuando se dice haber recibido el Espíritu Santo, no recibió más que sus carismas o gracias gratis datas, y no al mismo Espíritu divino con sus dones y la gracia santificante que a todos los precede? Aquí de la norma proclamada por San Pablo:
“¿Habéis recibido al Espíritu Santo después de abrazar la fe?” (Hech. XIX, 2)
Del germen espiritual de la fe a la eflorescencia del Espíritu. Cornelio y su familia creyeron, y en virtud de esa fe recibieron al Espíritu Santo y con mayoría de razón los Apóstoles y cuantos con ellos estaban en el día de Pentecostés, ya que el fenómeno de la casa de Cornelio se presenta como una réplica más bien atenuada del místico fenómeno del Cenáculo.
Es lo que dice otra vez San Pablo, cuando sentencia así, escribiendo a los Corintios:
“Pero, teniendo el mismo espíritu de fe, según está escrito: “Creí, y por esto hablé”; también nosotros creemos, y por esto hablamos” (II Cor. IV, 13; cf. Sal. CXV, 10).
Le llama Spiriturn fidei, por ser principio y término de la fe en su proceso psicológico de justificación. Y este proceso psicológico es lo que por otro nombre se llama la vía psicológica de la fe, con que aparte de la vía mistagógica o sacramental puede captarse al Espíritu.
Mas con esto no hacemos sino acrecentar la dificultad de dar con la explicación del fenómeno que venimos rastreando.
Efectivamente, admitida la vía mistagógica en la producción del fenómeno de Pentecostés, la novedad de él estaría cabalmente en eso, en haberse de producir y haberse producido a su tiempo por vía mistagógica, ya que, desconocida esta manera en la Antigua Economía, comenzó a ser usual en la Nueva a partir de ese día memorable. Pero descartada toda de él la vía mistagógica, que era verdaderamente una manera extraordinaria y nueva de darse el Espíritu, para venir en comunión con él no quedaba más que la manera usual y corriente de la fe:
“Es preciso que el que se llega a Dios crea su ser y que es remunerador de los que le buscan” (Heb. XI, 6).
Manera tan antigua como el mundo.
“Por ella se dio testimonio a los padres” (Heb. XI, 2).
Norma universal e invariable en la comunicación de Dios con el hombre a través de la variedad de las tres leyes: la natural, la mosaica y la cristiana.
Y es así que, a menos de tratarse de un fenómeno meramente carismático, el Espíritu Santo se comunicó siempre al hombre por la vía psicológica de la fe. Mas a esa manera ordinaria se sobrepuso en la Nueva Economía la manera extraordinaria dicha sacramental o mistagógica. Eliminada esta manera del fenómeno místico del Cenáculo, corre, pues, sola la vieja manera de la fe, mas con ella corre también pareja la dificultad de dar una explicación satisfactoria a la novedad única del fenómeno por todos proclamado o presentido.
Aun con temor de cansar a mis oyentes, repetiré brevemente lo hasta aquí expuesto: es, a saber: que así en la Antigua Economía como en la Nueva se comunicaba el Espíritu por vía psicológica y con el Espíritu, sus gracias y dones. Basta recordar a la ligera el Miserere. Pues ya, si se trata de carismas, o manifestaciones del Espíritu para utilidad común, se dieron en la Antigua Economía, ni más ni menos que en la Nueva, y estoy por decir que más en la Antigua que en la Nueva, pues en ésta con el último Apóstol cesó el ejercicio del profetismo público. Ni se oponga a esta nivelación lo espectacular del fenómeno del Pentecostés Apostólico, pues no es ésta nota característica suya, cuando con verdad se puede decir que tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento
“El espíritu del Dios todopoderoso se hizo allí manifiesto con señales bien patentes” (II Mac. III, 24).
El "Spiritus vehemens" de Pentecostés no sería más que una réplica del
“Vino el Espíritu de Yahvé sobre Sansón” (Juec. XIV, 6).
De el:
“Espíritu de Dios se apoderó de Saúl” (I Rey. XI, 6; cf. X, 10)
Y del tantas veces repetido:
“Vino entonces el Espíritu de Yahvé sobre Jefté” (Juec. XI, 29), “Sobre Saúl” (I Rey. XIX, 23), etc.
Y eso no sin una espectacular manifestación de sí mismo, como en los coros proféticos de Samuel (I Rey. X, 10; XIX, 23-24). Y ese Espíritu no era Espíritu meramente caris-mático, o de sola fuerza, sino Espíritu de verdad y santidad, y para verdad y santidad precisamente, como atestigua el autor de la Sabiduría:
“El Espíritu del Señor llena el mundo universo” (Sab. I, 7).
“Se derrama por las naciones, entre las almas santas, formando amigos de Dios y profetas” (Sab. VII, 27).
Antes el Espíritu de Dios hacía amigos de Dios y profetas; ahora hace amigos de Dios y apóstoles. ¿Dónde está, pues, la novedad única del fenómeno místico del Cenáculo?
La solución en el capítulo
siguiente.