II. - EL SI Y EL NO ACERCA DEL FENÓMENO.
SUMARIO. — Fluctuación exegética en el caso. — Carácter carismático y santificante del fenómeno. — ¿Hizo tal vez las veces de bautismo, confirmación u ordenación? — El Espíritu Santo y el carácter sacramental. — El fenómeno no hizo las veces de ningún sacramento. - ¿Será, pues, un fenómeno meramente carismático? — El caso de la familia de Cornelio. — La exclusión de la vía mistagógica en la producción del fenómeno acrece la dificultad de explicarlo. – Resumen e indicación de solución.
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Creemos que no se ha precisado lo bastante la significación del Pentecostés Apostólico, fluctuando los que tocan este punto entre si el fenómeno extraordinario se limitó a la efusión de gracias carismáticas, o si a la efusión de ellas acompañó una gracia especial santificante, sin entrar de lleno en la investigación de la modalidad propia de esa do-nación, ya fuese carismática, ya carismática y santificante al mismo tiempo.
Desde luego, el carácter carismático del fenómeno es innegable, pues a raíz de él y en virtud de él los Apóstoles de Cristo, de ignorantes y tímidos que antes eran se sintieron repentinamente transformados y llenos de una fortaleza y sabiduría celestiales, comenzaron a hablar en distintas lenguas.
Que estos carismas fueron acompañados de un acrecimiento de gracia santificante en todos los presentes, es harto cónsono con la desbordante bondad divina, la cual acostumbra a colmar con creces los deseos de sus creaturas, sin otro límite en sus comunicaciones que el que el sujeto le pone voluntaria o involuntariamente.
Aunque hablando con más propiedad no es la gracia santificante la que acompaña a los carismas, sino más bien los carismas a la gracia santificante como efecto primero y principal que es de la presencia del Espíritu, cuya manifestación externa, es el carisma (I Cor. XII, 7). Es verdad que por la mala disposición del sujeto puede darse esa manifestación externa de la presencia del Espíritu sin su efecto interno primero y principal, como aconteció en Balaám, mas lo normal es que la presencia del Espíritu santifique primero al sujeto internamente y luego, por una manera de redundancia o exterior desbordamiento, se manifieste a los demás, si así lo pide ante el Señor una razón de utilidad o conveniencia.
Que ese acrecimiento indudable de gracia santificante hiciera en los Apóstoles las veces del bautismo cristiano, según lo que el Señor les tenía prometido:
“Porque Juan bautizó con agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en Espíritu Santo, no muchos días después de éstos” (Hech. I, 5)
tiene visos de verosimilitud por ese contraste entre el bautismo de agua, administrado por Juan, y el bautismo del fuego o del Espíritu (Mat. III, 11 y par. Mc. Lc.).
Pero es harto más verosímil que la gracia pentecostal hiciera en los Apóstoles las veces de confirmación, que es el desarrollo obligado de la gracia bautismal, su complemento y perfección. A confirmación, en efecto, suenan las palabras del Señor en San Lucas, alusivas al fenómeno:
“Más vosotros estaos quedos en la ciudad hasta que desde lo alto seáis investidos de fuerza” (Lc. XXIV, 49; cf. Hech. I, 8).
La confirmación, además, se presenta en la primitiva Iglesia como una reiteración del día de Pentecostés. Así a los Samaritanos, bautizados por el diácono Felipe, los Apóstoles les impusieron luego las manos, esto es, los confirmaron, para que recibieran el Espíritu Santo (Hech. VIII, 15). Así también unos efesios, después de bautizados con el bautismo de Jesús, reciben la imposición de manos del Apóstol San Pablo, y con ella el Espíritu Santo y sus carismas (Hech. XIX, 5-6). Esos espirituales carismas, o manifestaciones del Espíritu para utilidad de los demás (I Cor. XII, 7), que tanto habían de abundar luego en la iglesia de Corinto, son sustancialmente los mismos del día de Pentecostés.
Pudiera pensarse también en una equivalencia de la ordenación sacerdotal, que tanta semejanza tiene con la confirmación sacramental, pues que en ambas se comunica el Espíritu Santo por medio de la imposición de manos (Hech. VI, 6; XII, 3; cf. XIV, 22; I Tim. IV, 14; cf. I, 18; Tit. V, 3); y con alusión al día de Pentecostés, o promulgación de la Nueva Ley, al Espíritu Santo se atribuye la idoneidad para el ministerio (II Cor. III, 5-6) con su cortejo obligado de espirituales carismas, uno de los cuales, la profecía (I Cor. XII, 10), hasta parece identificarse con el episcopado (cf. Rom. XII, 6; Ef. IV, 14; I Tim. I, 18; IV, 14).
En efecto, San Pablo parece como si hiciese del mismo Apostolado una especie de carisma, cuando escribe a los Corintios:
“Y a unos puso Dios en la Iglesia, primero apóstoles, segundo profetas, tercero doctores, a otros les dio el don de milagros, de curaciones, auxilios, gobiernos y variedades de lenguas” (I Cor. XII, 28).
Mientras escribiendo más tarde a los efesios parece poner claramente al profetismo entre los ministerios jerárquicos, cuando afirma:
“Y Él a unos constituyó apóstoles, y a otros profetas, y a otros evangelistas, y a otros pastores y doctores, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef. IV, 11-12).
Es notable la constancia con que en los escritos Apostólicos se consigna la efusión del Espíritu Santo en estos tres sacramentos, esto es, el bautismo cristiano, la confirmación y el orden, y bien valdría la pena de hacer un estudio detenido sobre este punto particular, pues seguramente sería fecundo en sugerencias y enseñanzas.
Yo sólo notaré aquí lo más saliente y es que según los escritos Apostólicos, el Espíritu Santo interviene particularmente en el bautismo, la confirmación y el orden, pero con esta diferencia: que en el bautismo parece presentarse como causa eficiente, mientras en la confirmación y en el orden se ofrece más bien como don, aunque este don increado es causa a su vez del don creado en el aumento de la gracia.
Trátase en el bautismo de engendrar una nueva creatura, de regenerar al
hombre según Dios, y esa regeneración se efectúa por gracia del Espíritu Santo,
y el hombre así regenerado se dice nacido de Dios o del Espíritu (Jn. V, 5-6;
cf. Tit. III, 5), hijo de Dios por adopción y en consecuencia su heredero (Rom.
VIII, 14, ss; Gal. IV, 6-7).
En la confirmación y ordenación, en cambio, trátase de habilitar a la creatura, ya divinamente regenerada, para ciertas operaciones saludables, de índole preferentemente social, cuales son las de profesar, confesar y propagar la fe cristiana.
En vano se buscará en los otros cuatro sacramentos ese especial respecto y relación con el Espíritu Santo o al menos la expresión repetida de esa relación en la Sagrada Escritura. Ese respecto peculiar se reserva para solos estos tres sacramentos que son casualmente los tres que imprimen carácter. ¿Será acaso que el carácter sacramental es el efecto cuasi formal, algo así como la huella específica del Espíritu Santo en el alma? Eso cabe, en efecto, rastrear del modo de hablar de la Escritura. Quiérese que el carácter sea a modo de sello o marca de propiedad y pertenencia y prenda de seguridad. Pues bien, eso es lo que, según la Sagrada Escritura, es lo que hace el Espíritu en el alma; sellaría, con su presencia amorosa, y con esto premunirla y avalarla como es de ver en las siguientes autoridades:
1. “El que nos confirma juntamente con vosotros, para Cristo, y el que nos ungió es Dios; el mismo que nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (II Cor. I, 21-22).
Como en Cristo así en el cristiano, reengendrado a su imagen y semejanza (Rom. VIII, 29) hay una doble unción espiritual, la sustancial y la accidental. A la unción sustancial de la divinidad en Cristo corresponde en el cristiano el carácter sacramental o unción permanente del Espíritu Santo, y por ende cuasi sustancial; y de esa primera unción trae su origen, tanto en Cristo como en el cristiano, la unción segunda o accidental de la gracia santificante.
2. “En Él también vosotros, después de oír la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, habéis creído, y en Él fuisteis sellados con el Espíritu de promesa; el cual es arras de nuestra herencia a la espera del completo rescate” (Ef. I, 13-14).
Dícese "Espíritu de promesa", por tratarse de un don tantas veces prometido, el que como tal había de darse sólo después de la glorificación de Cristo. En el texto alegado exprésase lo mismo que en la citada pregunta de San Pablo a unos efesios (Hech. XIX, 2). Es el germen de la fe que florece en el Espíritu.
3. “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual habéis sido sellados para el día de la redención” (Ef. IV, 30).
Trátase del Espíritu Santo como prenda en orden a una redención escatológica, o liberación de males novísimos a que se alude tantas otras veces (Lc. XXI, 28; cf. Rom. VIII, 23-24; II Tes. I, 6-8, etc.), y a que se refiere asimismo la siguiente autoridad.
4. “Y vi otro ángel subiendo del oriente del sol, teniendo (el) sello del Dios vivo y clamó con voz grande a los cuatro ángeles, a quienes se les dio dañar la tierra y el mar diciendo: “No dañéis la tierra, ni el mar, ni los árboles, hasta que hayamos sellado a los siervos de nuestro Dios en sus frentes”. Y oí el número de los sellados: ciento cuarenta y cuatro mil sellados de toda tribu de (los) hijos de Israel” (Apoc. VII, 2-4).
“Después de esto vi y he aquí una multitud copiosa que numerarla nadie podía, de toda nación” (Apoc. VII, 9).
Tratase de la universal restauración (Hech. III, 21) puesta, finalmente en
acto por la obra personal de Elías redivivo (Mt. XVII, 11; Eccl. XLVIII, 10;
Mal. IV, 5-6; Is. XLIX, 1-3, etc.), que es el gran Bautista escatológico, del
cual el Bautista histórico fué tipo singularmente expresivo (cf. Lc. I, 17).