La participación por parte del hombre en ese tesoro espiritual del Redentor pone en el hombre algo de la divinidad y filiación divina del Unigénito de Dios encarnado, haciendo de la creatura humana un nuevo hijo de Dios por participación, para lo cual se requiere, en consecuencia, una nueva generación, la regeneración espiritual, obra peculiar del Espíritu Santo (Jn. III, 5). Pero ese Espíritu regenerador, dice que no se ha dado todavía, y que sólo se dará cuando Cristo sea glorificado, y aun entonces no se dará a todos (cf. Jn. XIV, 22) sino sólo a los que creyeren en Cristo:
“Dijo esto del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él” (Jn. VII, 39).
Tenéis aquí la tesis Paulina de la justificación por la fe y en el Espíritu que, en oposición a la letra acusadora de la Ley, el Apóstol expone tantas veces en sus cartas, particularmente a los Romanos y a los Gálatas, y que nunca expresó con tanta energía y concisión como en esta pregunta a unos Efesios:
“¿Habéis recibido al Espíritu Santo después de abrazar la fe?” (Hech. XIX, 2).
Las partes principales de la tesis Paulina son las siguientes: por la fe se adquiere el Espíritu, por el Espíritu la gracia, por la gracia la filiación, por la filiación la herencia. La herencia es de los hijos y los hijos son los fieles cristianos; hasta ahora no ha habido más que siervos: el ser de hijos nos viene de la gracia por obra del Espíritu; el Espíritu, pues, no se había dado hasta ahora. Y con esto recaemos en la tesis Joanea de “no había sido dado el Espíritu” o en la del apóstol S. Pedro, que señala el día de Pentecostés como el momento solemne, en que el Espíritu se nos dio, en cumplimiento de la secular promesa.
Estas mentalidades semitas son realmente formidables por lo tajantes y absolutas. Antes, la letra que mata; ahora, el Espíritu que vivifica. Antes, la ley que condena; ahora, la gracia que salva. Antes, el ministerio mosaico, que es ministerio universal de condenación; ahora, el ministerio de Cristo, que es ministerio universal de reconciliación. Antes, los siervos, esclavos, sin derecho a la herencia; ahora los hijos, libres y con derecho a ella (cf. II Cor. III). Faltaba sólo sacar la última consecuencia a tenor de las palabras no menos absolutas del Maestro:
“Quien creyere y fuere bautizado, será salvo; más, quien no creyere, será condenado” (Mc. XVI, 16)
Y con eso dar la razón a Lutero sobre la eficacia única de la fe para salvarse, y a Calvino, sobre la predestinación antecedente de unos para la gloria y de otros para el infierno.
Sin embargo, esta conclusión está fuera de la perspectiva apostólica. Ni Pablo ni Juan quisieron decir eso.
Meditad un poco en este pasaje de San Pablo:
“Mientras el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo, sino que está bajo tutores y administradores, hasta el tiempo señalado anticipadamente por su padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos bajo los elementos del mundo, sujetos a servidumbre. Más cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, formado de mujer, puesto bajo la Ley, para que redimiese a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y porque sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abba, Padre!”. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por merced de Dios” (Gal. IV, 1-7).
Según esto, el hombre de la Antigua Economía, aunque por estar constituído bajo instituciones elementales en nada se diferenciaba externamente del siervo, en realidad era ya hijo de Dios, ni más ni menos que el de la Nueva, si bien era minorenne y por eso bajo tutela. Ahora bien, si era hijo de Dios, lo era seguramente por el Espíritu, de quien entonces como ahora y siempre, le nacen los hijos a Dios. Según el pensamiento de San Pablo en la Antigua Economía, se daba, pues, también el Espíritu. ¿Qué hace de nuevo, pues, el Espíritu que se nos da en la Nueva? Hace eso y algo más. A la filiación de hijos de Dios añade que tengamos ante Dios voz de hijos, es decir, actuales derechos de hijos, o sea, la filiación divina en todo su desarrollo de derecho, aunque no todavía de hecho (cf. Rom. VIII, 19 ss.; I Jn. III, 2 s.), con lo que hemos pasado de minorennes a mayorennes o mas brevemente, de siervos a hijos, expresión empero esta última un tanto equívoca, ya que siervo es aquí igual a hijo menor en oposición al mayor al modo que otras veces es el hijo mayor de derecho en oposición al de hecho (cf. Rom. loc. cit.).
En todo caso, la presencia del Espíritu es la prenda (pignus Spiritus) de un grado más perfecto.
Este equívoco latente de la inadecuada oposición de siervo a hijo se refleja luego en esta doble fórmula de la embarazosa expresión final;
“Porque sois hijos, envió Dios el Espíritu de su Hijo… de modo que ya no eres esclavo, sino hijo”.
Que es tanto como decir: Porque érais hijos — se entiende minorennes- se os dio el Espíritu, y porque se os dio el Espíritu sois hijos - se entiende mayorennes— con pleno derecho a la herencia, de que es garantía la presencia del Espíritu. La voz del Espíritu clama, y esa voz no podrá ser desoída.
La doctrina de San Pablo sobre la efusión del Espíritu en la Nueva Economía no excluye, pues, la efusión del mismo Espíritu en la Antigua.
Por su parte, San Juan nos asegura que en la aparición del Señor a los discípulos el mismo día de la Resurrección por la tarde, entre otras cosas, les dijo e hizo ver lo siguiente:
“Como mi Padre me envió, así Yo os envío”. Y dicho esto, sopló sobre ellos, y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonareis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retuviereis, quedan retenidos” (Jn. XX, 21-23).
Según estas palabras de San Juan, antes del día de Pentecostés fue dado por el Señor el Espíritu Santo a los Apóstoles, y en consecuencia pudo ser dado de igual modo a los demás, como de hecho les fue dado a los profetas y a otras almas justas, según lo arriba expuesto.
Ni vale objetar que el día de la Resurrección ya el Señor estaba glorificado y que, por tanto, pudo ya desde entonces, mas no antes, dar el Espíritu prometido para después de su glorificación. Digo que no, porque nadie, desde San Pedro acá, ha pensado en la insuflación del día de la Resurrección, sino en el conocido fenómeno del día de Pentecostés, como momento preordenado para el cumplimiento de la gran promesa. El mismo Señor, que el día de la Resurrección insufló a los Apóstoles el Espíritu, insiste en su promesa de dárselo después, a los pocos días de su ascensión al cielo:
“Comiendo con ellos, les mandó no apartarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre, la cual (dijo) oísteis de mi boca. Porque Juan bautizó con agua, mas vosotros habéis de ser bautizados en Espíritu Santo, no muchos días después de éstos” (Hech. I, 4-5).
La misma perspectiva se contiene en las palabras del Maestro referidas por San Juan (Jn. XVI, 7). Si no queremos, pues, poner en pugna a San Juan consigo mismo y con San Lucas (Hech. loc. cit.), hemos de admitir que la promesa del Espíritu, tantas veces repetida, miraba al día de Pentecostés y no al de la Resurrección.
Mas admitido todo esto, vamos de Caribdis a Escila.
Efectivamente, si el Espíritu, según lo dicho, se comunicaba de hecho a los mortales aun antes del día de Pentecostés, cuando la promesa de darlo miraba cabalmente a ese día, ¿qué sentido tienen entonces las palabras de San Juan "aún no había Espíritu, por cuanto Jesús no había sido todavía glorificado?” ¿Es que puede ser dado y no dado al mismo tiempo? Eso sólo es posible según una razón distinta. He ahí la cuestión puesta en términos propios y el principio para resolverlo.
Antes de Pentecostés el Espíritu se daba según una razón, no se daba según
otra; o, lo que es lo mismo, el día del Pentecostés Apostólico se dio según una
razón nueva, y bajo esta razón nueva procedía la promesa.
Hallar esa razón, ahí es todo, y eso es lo que vamos a intentar en el capítulo
siguiente.