Hay un acto que es fundamental y principalmente la
operación propia de Jesucristo. El acto mismo de Redención es el motivo de la
Encarnación, de forma tal que, en el presente orden de la providencia, la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad no hubiera asumido una naturaleza
humana si Adán, el padre de la raza humana, no hubiera pecado[1].
El fin de la Encarnación se cumplió en la pasión y muerte de Cristo, en un acto
que fue, al mismo tiempo, satisfactorio, sacrificial, redentor, y por lo tanto
eficazmente la causa de nuestra salvación[2].
Desde el mismo momento de Su concepción Cristo mereció la salvación eterna para
nosotros en cualquier acto que realizó y en toda adversidad que sufrió. Pero,
en los misericordiosos decretos de la divina providencia, había sido
establecido que todos estos otros méritos de Cristo debían ser ordenados a y
tener sus efectos de y a través de la pasión[3].
La vida de Cristo en este mundo se centró en
realidad sobre la pasión. Nuestro Señor podía y de hecho vio Su exaltación en
la cruz como el logro más importante de Su vida sobre la tierra. El sacrificio del Calvario era el acto
hacia el cual estaba ordenada cualquier otra acción de Su vida, y a la cual
esperó con impaciente anticipación.
“Un bautismo tengo para
bautizarme, ¡y cómo estoy en angustias hasta que sea cumplido!”[4].
El sacrificio del Calvario es el acto y perfección
propios de Cristo de forma que el Apóstol de los Gentiles podía hablar de su
obra evangelizadora en términos de:
“Predicamos a Cristo
crucificado”[5].
Y estando en medio de la gloria eterna del cielo,
San Juan lo describe como
“Un Cordero, como degollado”[6].
El Cuerpo
Místico de Cristo es la organización de aquellos a quienes Dios acordó el
notable favor de estar unidos a Cristo de tal forma que Su acto se vuelve suyos. La operación de una cosa
constituye su propia perfección y, en última instancia, algo es uno en cuanto
obra como uno. El acto propio del Cuerpo Místico no es diferente del acto
propio del mismo Cristo. El acto de la Cabeza es el acto del cuerpo. Nuestra
unión con Cristo no es meramente un tema de posición. No es inactiva sino dinámica.
El Cuerpo Místico, como organización,
tiene una tarea central, un asunto esencial, que constituye la preocupación
fundamental y propia de todos sus miembros. Esa operación no es otra más que el
gran acto sacrificial de Cristo.
La Iglesia nos ha dado una precisa enseñanza sobre
la manera en la cual la pasión de Cristo y sus efectos se comunican a la
persona a quien Dios ha llamado a la unidad del Cuerpo Místico. En primer
lugar, es de fe que la justicia de Cristo no es simplemente imputada a
nosotros. Esa era la posición de Lutero, condenada con razón en el Concilio de
Trento[7]. Tampoco
esa justicia se vuelve nuestra simplemente por una especie de unión material,
según la cual el miembro de Cristo se justificaría formalmente por la justicia
del mismo Cristo[8].
El miembro de Cristo es sacramentalmente un
participante de la justicia de Cristo.
“Si no renacieran en Cristo,
nunca serían justificados, como quiera que, con ese renacer se les da, por el
mérito de la pasión de Aquél, la gracia que los hace justos”[9].
Los hombres a los que se comunica el mérito de su
pasión son los que reciben el beneficio de su muerte. Los miembros de la
Iglesia reciben los beneficios de la pasión y muerte de Cristo, no como
individuos separados, sino como personas unidas y configuradas dinámicamente a
Él en el sacramento del Bautismo, el sacramento de la fe.
Santo Tomás nos ha dado una enseñanza clara y
auténtica sobre el modo de nuestra unión dinámica con Cristo, sobre la manera
en que participamos en Su actividad. El
corazón de lo que es propiamente la doctrina del Cuerpo Místico en Santo Tomás
está contenido en la cuestión sobre el carácter sacramental.
Considerado en su contexto inmediato, el tratado sobre los sacramentos, en
general y en particular, y en su propio trasfondo de la ciencia teológica como
un todo, la doctrina tomista sobre el carácter sacramental nos da las bases
para un concepto propiamente dinámico del Cuerpo Místico. El epítome de la doctrina
tomista sobre el carácter sacramental, y sobre la naturaleza dinámica del
Cuerpo Místico se encuentra en el artículo aparentemente recóndito que afirma
que el carácter es una potencia, y que
debe clasificarse por reducción bajo la segunda especia de cualidad[10]. Los hombres que, bajo el pretexto de
perspicacia filosófica, jugaron con esa noción e intentaron el pasatiempo
aparentemente inofensivo de sustituir la primera (hábito y disposición), por la
segunda (potencia e impotencia) especie de cualidad, causaron un daño
considerable al desarrollo de la teología católica, y contribuyeron en gran
medida a una apreciación reducida de la doctrina de nuestra unión con Cristo en
el Cuerpo Místico.
Toda la doctrina de Santo Tomás sobre el carácter
sacramental depende de la definición de sacramento en su aceptación general, contenida
en la teología católica tradicional.
“El sacramento es el signo
de una cosa sagrada en la medida en que santifica al hombre”[11].
Este sacramento
significa al mismo tiempo la causa de nuestra salvación, la pasión de Cristo.
Así es rememorativo de un evento pasado.
Significa la forma de nuestra santificación, la gracia habitual y las virtudes
sobrenaturales. De esta forma es manifestativo
de un efecto presente producido dentro de nosotros por la pasión de Cristo.
Finalmente, el sacramento es el signo del efecto último de nuestra
santificación, la vida eterna. Así, es un
anuncio de la gloria futura. De esta manera la pasión de Cristo, la causa
de nuestra salvación, es comunicada a nosotros en cierta manera en los
sacramentos[12].
[1]
Summa Theologica, III, q. I, art. 3.
Nota del Blog: Sabido es que esta es la opinión de Santo Tomás y que existe en
la historia de la teología una famosa discusión entre Tomistas y Escotistas al
respecto. Hace tiempo publicamos un interesante trabajo que intentaba conciliar
ambas posiciones. Ver AQUI.
Por lo demás, está claro que, incluso si esta opinión
a la que adhiere Mons. Fenton fuera errónea, nada se seguiría en contra de la
tesis principal de este artículo.
[2] Ibid. III, q. 48 passim.
[3] Ibid. III, q. 44. Art. 3
ad 3, y III, q. 48, art. 1 ad 2; Ver también Vosté, De Mysteriis Verbi Incarnati, p. 355.
[4] Lc. XII, 50.
[5] I Cor. I, 23.
[6]
Apoc. V, 6.
[7]
Trento, Sesión 6, canon 11; Dz. 821.
[8] Ibid., canon 10; Dz. 820.
[9] Ibid., cap. 3; Dz. 795.
[10] Summa Theologica, III, q. 63, art. 2.
[11] Ibid., III, 60, art. 2.
[12] Ibid., III, 60, art. 3.