17. El nuevo templo, etc.
Hemos
llegado al punto más crítico de todo el profetismo, al nuevo templo de
Ezequiel.
El
templo de Ezequiel es una encrucijada en que el alegorista nos espera, con la
sonrisa maliciosa en los labios, seguro de vengarse de cuantas posiciones poco
airosas le hemos tal vez hecho tomar en otros sectores de este estudio. El
nuevo templo, según él es el triunfo del alegorismo. Podríase tal vez dudar de
la existencia de la alegoría o de su interpretación en otros anuncios
proféticos, pero aquí resulta clara y evidente su existencia, y su
interpretación cierta en líneas generales, y desde este ángulo se iluminan
tantas cosas.
Hemos
de agradecer al autor que en este particular nos dé las razones que
están por la alegoría (págs. 293, 294). Las traemos aquí resumidas, junto con
nuestra respuesta:
1a. El texto. El objeto de esta profecía (cc. XL-XLVIII) no es
tanto el edificio material, ni los actos externos del culto, ni la repartición
de la Palestina entre las doce tribus, cuanto el espíritu nuevo (¡?) que ha de animar en los repatriados religiosa,
moral y socialmente, y cita en confirmación unos cuantos textos (Ez. XLIII, 10
ss.; XLIV, 6; 9 ss.).
Respuesta:
Pero ¿qué hacer de los demás? ¿Son acaso los pocos exclusivos de los muchos?
Porque en el legado se encuentren tres o cuatro piezas de oro, ¿hase de
desdeñar el resto del capital compuesto de billetes de banco?
2a. El contexto próximo (Ez. XLIII, 1-7, y cc. XLVII-XLVIII) y el remoto (cc. I, X y XXXVII), que todos
interpretan alegóricamente.
Resp.
Ninguna dificultad en admitir la figuración alegórica en esas visiones
misteriosas, ultraterrenas de la gloria de Dios y de los querubines (cc. I, X y
XLIII, 1-7), así como en esotra visión macabra, de todo punto artificiosa y
extraordinaria, de los huesos áridos etc. (c. XXXVII). Llevan en su misma
estampa, cuando no en términos expresos (Ib.), su carácter alegórico. No
pueden ser sino alegorías. Pero la visión del templo, con sus dependencias
meticulosamente mensuradas y la del río de aguas saludables con sus peces y pescadores
en acción, y la del reparto de la tierra entre las tribus de un pueblo repatriado,
a quien le estaba prometida para siempre, ¿por qué han de ser necesariamente
alegoría? ¿Es que no pueden ser tales cosas, como suenan, objeto digno de
profecía y de promesas? Y, si tales
cosas pueden profetizarse y prometerse, ¿con qué otras palabras se las había de
anunciar?
Evidentemente,
se necesitan argumentos más eficaces que los dados para concluir, después de
todo, que visiones tan pompantes y realistas, como las que integran la perícope
final (cc. XL-XLVIII), no encierran otro contenido que la realidad efímera y
precaria del espíritu nuevo (¡?) de
los repatriados en la teocracia postexílica. El autor siente esa necesidad, y a
los argumentos alegados añade otro que juzga decisivo. Helo aquí:
3a. Como se puede
comprobar en Esd-Neh., Ag. y Zacarías y se confirma por la historia, no se tuvo
en cuenta el plano de Ezequiel en la reconstrucción del templo, ni sus disposiciones
rituales en la ordenación del culto, ni mucho menos su esquema geográfico en la
distribución de la tierra. Sus descripciones no se han de tornar, pues, a la
letra sino alegóricamente, y así lo debieron de
entender los bravos restauradores postexílicos.
Resp. El
argumento probaría, sino hubiera otra restauración que aquella histórica, pero si
en éste, como en otros vaticinios, está en vista la restauración escatológica,
el argumento pierde toda su fuerza probatoria. Ya se cumplirá algún día, a la
vuelta de la dispersión secular, lo que no se cumplió más que en figura a la
vuelta del destierro babilónico.
Fácil
y lógica llama el autor a la exégesis alegórica (pág. 295, col. 2º). Fácil,
desde luego, lo es. Que sea lógica, además, no está probado.
Nuestra posición implica ante
todo la reedificación del templo de Jerusalén, para dedicarlo, por supuesto, no
al culto mosaico, sino al cristiano.
Ese grandioso acontecimiento futuro está expreso en muchos lugares de la
Sagrada Escritura. Vamos a señalar los más salientes:
a) La restauración histórica
y sus hombres, según Zacarías, no fueron más que un presagio de la escatológica
y los suyos (Zac. III, 8; cf. VI, 9-15). Ahora bien, el centro de la
restauración histórica fue el templo. Este, pues, será también el centro de la
restauración escatológica. Y eso que decimos a priori, es lo que se supone en Ez. XXXVII, 26-28, al hacer del
templo el centro del pacto sempiterno, y se afirma en Zac. III, 8; VI, 12, al
atribuir esa obra monumental al tsémah
porvenir -ecce adducam—, cuando Zorobabel estaba ya presente y no era más que
un presagio.
b) A ese Zorobabel escatológico
le enfoca también Ageo —el igual que Isaías a Ciro (Is. XLV)—, y a él y no a
otro atribuye la construcción del templo novísimo, que ha de eclipsar la gloria
del primero:
“Una
vez más, y esto dentro de poco, conmoveré el cielo y la tierra, el mar y los
continentes (cf. v. 22). Conmoveré todas las naciones, y vendrán los tesoros de
todos los pueblos, y henchiré de gloria esta Casa, dice Yahvé de los ejércitos.
Mía es la plata, mío el oro, dice Yahvé de los ejércitos. Grande será la gloria
de esta Casa; más grande que la primera será su postrera, dice Yahvé de los
ejércitos; y en este lugar daré la paz, dice Yahvé de los ejércitos”[1].
Ese templo no es ciertamente
el que reedificaban los repatriados de entonces, harto modesto por cierto (Ag.
II, 3; Esd. III, 12); éste era sólo un presagio. Ni esa paz, con ser la messiana,
se ha dado todavía: No creáis que he venido a traer la paz sobre la tierra (Mt. X,
34 y par.) ¿Cuándo acabaremos de entenderlo?
c) En el N. T. se supone
reedificado el templo de Jerusalén, a la venida del último anticristo, pues que
se asentará en él (II Tes. II, 4) y sus huestes hollarán sus atrios (Ap. XI, 2), donde poco antes las doce tribus de Israel, ya
bautizadas (signatae), juntamente con
los gentiles venidos de todas partes, servirán al Señor día y noche (Ap. VII,
15; cf. Is. LVI, 1 ss.). Ya sé que para esta bellísima escena se postula por
algunos la gloria de la Jerusalén celeste, pero de ésta dice formalmente que no
vió templo en ella y que no se da allí la alternación de día y noche (Ap. XXI,
22, s.).
La
escena apocalíptica del señalamiento (bautismo) de las doce tribus de Israel,
junto con esas adherencias innúmeras de parte de las demás naciones (Is. LVI,
8; Miq. V, 3; etc.), nos lanza en medio del nuevo orden de cosas, que traerá
consigo la conversión de Israel en masa, y que importa nada menos que la
institución de la hegemonía universal de derecho positivo cristiano en la dinastía
davídica restablecida (Miq. IV, 8; Zac. XII, 8).
No
hemos de repetir aquí las peripecias por que habrá de pasar esta institución o
restitución de la hegemonía universal en Israel. Sólo notaremos que, al
triunfar, con la intervención divina, del último de sus enemigos en Gog, la paz
del mundo quedará asegurada para siempre: da estabilidad al orbe de la
tierra, que no se moverá (Sal.
XCII, 1) y el Salmista podrá descolgar su harpa y entonar de nuevo el Sal. XVII
(Te amo, Yahvé),
al que hará coro Etán el Ezraíta con el Sal. LXXXVIII (Las Misericordias del Señor).
Con
eso, y antes de eso, la humanidad redimida tendrá su capital en “la Ciudad
amada” (Ap. XX, 8) y la capital su nasi—el
mélek de Is. XXXII y Jer. XXIII —que
lugar tan preeminente ocupa en toda esta visión postrera (Ez. XLIV, 3; XLV,
7.16-17.23; XLVI, 2.4.8.10 ss.).
Ni está lejos el sumo
representante del sacerdocio levítico (Ez. XLIV), cristianizado, sin duda, lo
mismo que la realeza davídica. A ambas dinastías, la davídica y la levítica, se
les promete al mismo tiempo y en términos parecidos la perpetuidad en sus
funciones (Jer. XXXIII, 17 ss.), no ciertamente en su dimensión histórica, sino
en la escatológica.
Creemos saber el modo
y manera cómo la dinastía davídica se volverá cristiana (V. supra). Ignoramos,
en cambio, la manera y el alcance preciso de la cristianización del sacerdocio
levítico, que el porvenir nos ha de revelar. Pero su transformación radical es
necesaria y la afirma además en términos Mal. III, 3.
Paro, ¿y los ritos de
impronta mosaica que constituyen el culto del nuevo templo? (Ez.
XL, 38-43; XLII, 13; XLIII, 18-27; XLIV, 9 ss.; XLV, 15 ss; XLVI, 4 ss.). ¿Habremos
de volver acaso a los sacrificios cruentos y ofrendas materiales? ¿Y no es esto
judaizar?
—Resp.:
El hecho material de sacrificar animales y hacer otras ceremonias de las
prescriptas por la ley no es necesariamente judaizar. Para judaizar es menester
que el sacrificio, o rito cultural que se practica, tenga carácter prognóstico de la redención por venir,
pues entonces la actitud del sujeto es incompatible con la realidad cristiana:
así judaízan actualmente cuantos esperan todavía al Messías, y esperándole
niegan que ya vino. Dad a esos mismos ritos cultuales una significación rememorativa, y fundamentalmente serían irreprensibles. El problema se reduce entonces a saber si una
autoridad legítima no llegará algún día a prescribirlos, no para presagiar,
sino para recordar las humillaciones del Messías, sin otros fines que se dejan comprender,
y aun parecen indicarse (Ez. XLVI, 21-24) en plan de servicio perenne de
caridad y hospitalidad en que será la casa de todos (Is. LVI, 1-8; cf. Mc. XI,
17), centro universal de peregrinación en las generaciones futuras (Is. II, 3; LXVI, 18-24; Miq. IV, 2; Ag. II, 8 hebr.; Zac. VIII, 20-23; XIV, 16-21)[2].
Las calderas, de que se hace
mención en la última cita de Zacarías, en conformidad con Ez. XLVI, 21-24, cortan
las alas a cualquier intento de espiritual alegorismo.
A
cargo del sacerdocio levítico, en su dimensión escatológica, ayudado tal vez de
sucursales, correría, pues, el servicio total del nuevo templo, de una manera que
en parte se trasluce, y que el porvenir acabará de revelar.
Y
al decir esto, no pretendemos dogmatizar: insinuamos solamente soluciones
razonables a la mayor dificultad del libro de Ezequiel, cuyo contenido en este
punto recoge y resume Malaquías con estas notables palabras:
“Pues
será (el Mesías venidero) como fuego de acrisolador, y como lejía de batanero. Se
sentará para acrisolar y limpiar la plata; purificará a los hijos de Leví, y
los limpiará como el oro y la plata, para que ofrezcan a Yahvé sacrificios en
justicia. Y será grata a Yahvé la oblación de Judá y de Jerusalén, como en los
días primeros y como en los tiempos antiguos” (Mal.
III, 2-4).
No me detendré a hablar del
río que sale del santuario y de la repartición de la tierra prometida. Sólo
notaré acerca del río, que en Zacarías toma una doble dirección: mitad de sus
aguas van al mar oriental, como en Ezequiel, mitad al mar occidental (Zac. XIV,
8); y la causa próxima de ese desdoblamiento del raudal pudiera ser la escisión
del monte de los Olivos, de Oriente a Occidente, que poco antes se consigna (Zac.
XIV, 4). Este río, con ser maravilloso, pertenece todavía al mundo actual, y
sin dejar de ser real, es una alegoría del que alegrará a la nueva Jerusalén
(Ap. XXII, 1 ss.) en un tercer mundo mejor (II Pet. III, 13: = Ap. XXI, 1 ss.)
y que es de naturaleza claramente misteriosa, tanto que en Daniel se convierte
en río de fuego (Dn. VII, 10). Es la doble efusión, de la bondad y del rigor
divinos.
[1] Adhuc unum modicum est, et
ego commovebo cælum, et terram, et mare, et aridam (cf. v. 22). Et
movebo omnes gentes, et veniet optimum
quodque cunctarum gentium (sic
Hebr.) desideratus cunctis gentibus: et
implebo domum istam gloria, dicit Dominus exercituum. Meum est argentum, et
meum est aurum, dicit Dominus exercituum. Magna erit gloria domus istius
novissimæ plus quam primæ, dicit Dominus exercituum: et in loco isto dabo pacem,
dicit Dominus exercituum” (Ag. II, 7-10).
[2] Nota del Blog: Confesamos que mientras leíamos este trabajo por
primera vez, nos preguntábamos constantemente cómo iba a resolver el autor el
tema del Templo y los sacrificios narrados en los últimos nueve capítulos del
libro y la verdad que la respuesta que da, sin dudas siguiendo a Lacunza, es
del todo convincente.
“Hoy nos
atreveríamos a precisar más la doctrina invisibilista tomándola no sólo por más
segura, sino por cierta. El Señor tras su espectacular Descenso (Script.
pass.), bien diferente de su primera aparición y la de su obra entre los
hombres (cf. Lc. XVII, 20), se hace "el Dios escondido", de que nos
habla Is. XLV, 15. Lugar de su
escondimiento, desde donde hará sentir fuertemente su presencia invisible, el
novísimo Templo de Jerusalén, dedicado al culto cristiano, y no al mosaico pese
a ciertas apariencias y de cuya futura existencia apenas es posible dudar,
dado que el último anticristo se lo disputará temerariamente al mismo Cristo,
según II Thes. II, 4;
Ap. XI, 1 ss.; XIII, 6; cf. Ez. XLIII, 7; Ag. II, 7-10; Mal. III, 1 etc. etc.”
Al principio
creímos ver un cambio de posición del autor, pero, mirando las cosas con más
detenimiento, nos parece, salvo meliori
juicio, que no hay tal cosa, sino más bien una incomprensión de nuestra
parte. En nuestra nota decíamos:
“El tema de los sacrificios judíos en el Templo es demasiado complejo como
para decir algo definitivo al respecto. Nosotros seguimos a Lacunza en este
escabroso tema, pero aquí, sin
entrar en disputas, nos basta con que el autor reconozca que “en apariencia”,
léase: “según la letra del Texto”, el nuevo Templo va a ser consagrado al
culto mosaico.
A la afirmación del autor nos parece que le faltan dos pequeñas
precisiones: por un lado, que el culto mosaico no sólo que no sería exclusivo,
sino que será totalmente secundario
del culto cristiano, es decir de la Misa; y por otro lado no volverían todos los
ritos, ceremonias y sacrificios sino sólamente algunos”.
Pero esto parece
ser un error, porque habíamos entendido que el autor negaba la existencia de la
vuelta de (algunos) ritos del Antiguo Testamento, pero lo que simplemente
afirma es que el nuevo Templo será dedicado al culto cristiano (lo cual confesamos sin dudar) sin especificar nada
sobre los ritos o ceremonias
mosaicos, cosa que aquí deja bien en claro.