15. El día del Señor.
A
propósito de la invasión de Egipto por Nabucodonosor (Ez. XXX), se define
arriba el día del Señor por “aquél en que manifiesta Él su justicia, castigando
a los impíos” (pág. 229 col. 2º). La definición es verdadera, pero
incompleta, porque no se expresa en ella más que el género, falta la diferencia
específica, que es el carácter colectivo o social de ese castigo; y esto es de
suma importancia para la inteligencia del día del Señor por antonomasia, que es
el de la parusía o juicio universal de las naciones.
Según la manera de hablar de
los profetas, este juicio universal no sólo es público, sino social y
colectivo, es decir, entablado directamente, no contra los individuos, sino
contra las naciones como tales. Juicio, pues, de vivos, no de muertos o
resucitados, directamente por lo menos. El hacer directamente el juicio de
muertos se aplaza para otro tiempo. La distinción viene ya expresada en la
fórmula dogmática: y de nuevo ha de
volver a juzgar a vivos y muertos, varias veces consignada en la Escritura
(Act. X, 42; II Tim. IV, 1; I Pet. IV, 5).
Ahora bien, así como hay dos
maneras de juicio de muertos, que son el particular y el universal, así hay dos
maneras de juicios de vivos, que son asimismo el particular y el universal,
según que el Señor haga residencia de una sola nación (día del Señor contra
Egipto, —contra Jerusalén—, contra Babilonia, etc.) o bien de todas a la vez
(día del Señor contra todas las gentes o naciones).
La
división cuatriforme del juicio divino puede expresarse esquemáticamente en
esta clave:
Juicio
divino:
1)
De vivos (social): día del Señor.
a)
Particular.
b)
Universal.
2)
De muertos (individual).
c)
Particular (después de la muerte).
d)
Universal (después de la resurrección).
Para abreviar, al juicio
universal de vivos le llamamos sencillamente Juicio universal y al juicio universal de muertos, Juicio final. En aquél hay varios actos
sucesivos. Este consta de un solo acto, momentáneo al parecer. A diferencia de
los juicios particulares, así de vivos como de muertos, que son de todos los
tiempos, el universal y el final son escatológicos, y corre entre ellos, o
hablando más precisamente entre sus comienzos, una distancia, llena casi enteramente
por el milenio apocalíptico.
El milenio apocalíptico, en
que será finalmente realidad la paz que anunciaron los profetas, no implica necesariamente
ninguna especie de milenarismo histórico. Pueden darse y se dan otras
explicaciones razonables de ese evento singular, cuya futuridad empero nos
parece irreprochable. Tomado el acto de juzgar en sentido lato, corriente entre
los hebreos, el pacífico reinado del milenio, cualquiera que sea su duración es
el acto principal del juicio universal de las naciones, limitando en sus
extremos por sendos actos de rigor, que son lo más característico del juicio
universal.
De este juicio universal se habla a menudo en la
Escritura y a él se le alude además frecuentemente en los vaticinios del día
del Señor sobre tal o cual nación particular. Del juicio final, por el contrario, sólo se habla claramente en dos lugares
del N.T., en Mt. XXV, 31 ss, y en Ap. XX, 11 ss., a seguida del milenio. En el
juicio universal, como social que es, el Señor tendrá asesores en el cielo y
representantes en la tierra —os sentaréis también vosotros (Mt. XIX, 28 y par.; cf. I Cor. VI,
2; Ap. II, 26 ss.; al.)— a quienes dará parte de su jurisdicción. En el
final, en cambio, por su carácter de individual, no hay posibilidad para tal
asesoría o lugartenencia.
Todo esto es un ejercicio
o desdoblamiento de la potestad real, no de la sacerdotal, que va aparte y no
tiene nada que hacer en el juicio. Y en esto está el embrollo de la alegoría
alejandrina en confundir lo real con lo sacerdotal, explicando aquello por
esto, el reino por el sacerdocio.
La verdad es que al ejercicio
del sacerdocio sucede el de la maleza, y desde ese momento se simultanean
realeza y sacerdocio (Ap. V, 10; XX, 6). Cuantos no admiten este esquema en el
desarrollo de la salud messiana, para la explicación de las grandes promesas de
tipo político y social, no tienen otro recurso que el de acogerse al
confusionismo alegorista, de cuño alejandrino, precristiano, como al Deus ex machina, para salir de todos los
enredos. Nos parece un sistema superado.
16. El castigo de Gog.
La
incursión de Gog y sus aliados, como se ve por su paralelo apocalíptico, tiene
lugar al final del pacífico milenio, y es de más transcendencia de lo que a
primera vista pudiera colegirse de Ezequiel XXXVIII y XXXIX. Trátase de una rebelión
universal –sobre los
cuatro ángulos de la tierra (Apoc.
XX, 8)- de la gentilidad apóstata, mal avenida con la hegemonía de Israel restablecido,
rebelión que es sofocada con un diluvio de fuego (Ap. XX, 9 = Ez. XXXVIII, 22;
XXXI, 6). Es este el último acto del juicio universal contra las naciones,
en que cabe distinguir tres actos sucesivos; el inicial (destrucción del último
anticristo, etc.), el central (reinado del pacífico milenio) y el final
(diluvio de fuego contra Gog). Sigue el juicio final de muertos, que no tiene
más que un sólo acto (Ap. XX, 11 ss. = Mt. XXV,31 ss).
Hay exegetas que ven en Gog y
sus aliados un símbolo de los enemigos del pueblo de Dios en todos los tiempos;
pero ¿con qué derecho introducen la universalidad de tiempo, donde la Escritura
habla solamente de la universalidad de espacio con indicación de circunstancias
tan concretas? Nuestro autor, como de costumbre, ve ahí el anuncio de un hecho
ya pasado, la persecución de Antíoco Epifanes. Pero, ¿y el lugar paralelo del
Apocalipsis? ¿y las discrepancias del relato profético con la historia? ¿qué
tiene que ver esa irrupción de hordas barbáricas, venidas de todas partes, con
el atildamiento político y militar de los helenos? No hay que turbarse por tan
poco. Trátase de una mera alegoría, de la que hace decir a Buzy: “¿Quién no
admite la inspiración y la belleza de esta alegoría?” (pag. 277, col. 1º)
Mas para que la pieza
fuera inspirada y bella no precisaba que fuera alegoría. Con semejante criterio
habríamos de tomar por alegorías tantísimos otros anuncios proféticos y
aplicarlos luego a nuestro talante, guiados por una vaga semejanza entre el
anuncio y el hecho que más nos acomode.
La alegoría no se supone, se
impone, o lo que es lo mismo, hay que probarla. De otra manera se le atan las
manos al profeta, para que anuncie lo que quiera, como quiera, y a quien
quiera. Dígaseme, si no, de qué otras expresiones se habría de valer el profeta
para anunciar la incursión escatológica de unas hordas barbáricas sobre Israel
definitiva-mente reintegrado a su destino, porque todos estos extremos se tocan en el texto, como es de ver en
estas palabras, con que acaba: “No volveré más a esconder de ellos mi rostro;
porque habré derramado mi espíritu sobre la casa de Israel” —oráculo de Yahvé,
el Señor” (Ez. XXXIX, 29). Bastaba
esta frase final, para echar por tierra todo ese tinglado alegorista de las profecías
cumplidas en la historia de Israel, pues en vano buscaréis a lo largo de esa
historia ninguna de las circunstancias que ahí se tocan y menos en vísperas de
la secular reprobación de ese pueblo, que aún perdura.
O
cambia el profeta, o cambia el intérprete alegorista. Mas como el profeta no
tiene por qué cambiar, se impone la revisión de ese sistema de interpretación
que tan mal se aviene con la letra.