lunes, 5 de noviembre de 2018

Ezequiel, por Ramos García (IX de XXI)


15. El día del Señor.

A propósito de la invasión de Egipto por Nabucodonosor (Ez. XXX), se define arriba el día del Señor por “aquél en que manifiesta Él su justicia, castigando a los impíos” (pág. 229 col. 2º). La definición es verdadera, pero incompleta, porque no se expresa en ella más que el género, falta la diferencia específica, que es el carácter colectivo o social de ese castigo; y esto es de suma importancia para la inteligencia del día del Señor por antonomasia, que es el de la parusía o juicio universal de las naciones.

Según la manera de hablar de los profetas, este juicio universal no sólo es público, sino social y colectivo, es decir, entablado directamente, no contra los individuos, sino contra las naciones como tales. Juicio, pues, de vivos, no de muertos o resucitados, directamente por lo menos. El hacer directamente el juicio de muertos se aplaza para otro tiempo. La distinción viene ya expresada en la fórmula dogmática: y de nuevo ha de volver a juzgar a vivos y muertos, varias veces consignada en la Escritura (Act. X, 42; II Tim. IV, 1; I Pet. IV, 5).

Ahora bien, así como hay dos maneras de juicio de muertos, que son el particular y el universal, así hay dos maneras de juicios de vivos, que son asimismo el particular y el universal, según que el Señor haga residencia de una sola nación (día del Señor contra Egipto, —contra Jerusalén—, contra Babilonia, etc.) o bien de todas a la vez (día del Señor contra todas las gentes o naciones).

La división cuatriforme del juicio divino puede expresarse esquemáticamente en esta clave:


Juicio divino:

1) De vivos (social): día del Señor.

a) Particular.      

b) Universal.


2) De muertos (individual).

c) Particular (después de la muerte).

d) Universal (después de la resurrección).

Para abreviar, al juicio universal de vivos le llamamos sencillamente Juicio universal y al juicio universal de muertos, Juicio final. En aquél hay varios actos sucesivos. Este consta de un solo acto, momentáneo al parecer. A diferencia de los juicios particulares, así de vivos como de muertos, que son de todos los tiempos, el universal y el final son escatológicos, y corre entre ellos, o hablando más precisamente entre sus comienzos, una distancia, llena casi enteramente por el milenio apocalíptico.

El milenio apocalíptico, en que será finalmente realidad la paz que anunciaron los profetas, no implica necesariamente ninguna especie de milenarismo histórico. Pueden darse y se dan otras explicaciones razonables de ese evento singular, cuya futuridad empero nos parece irreprochable. Tomado el acto de juzgar en sentido lato, corriente entre los hebreos, el pacífico reinado del milenio, cualquiera que sea su duración es el acto principal del juicio universal de las naciones, limitando en sus extremos por sendos actos de rigor, que son lo más característico del juicio universal.

De este juicio universal se habla a menudo en la Escritura y a él se le alude además frecuentemente en los vaticinios del día del Señor sobre tal o cual nación particular. Del juicio final, por el contrario, sólo se habla claramente en dos lugares del N.T., en Mt. XXV, 31 ss, y en Ap. XX, 11 ss., a seguida del milenio. En el juicio universal, como social que es, el Señor tendrá asesores en el cielo y representantes en la tierraos sentaréis también vosotros (Mt. XIX, 28 y par.; cf. I Cor. VI, 2; Ap. II, 26 ss.; al.)— a quienes dará parte de su jurisdicción. En el final, en cambio, por su carácter de individual, no hay posibilidad para tal asesoría o lugartenencia.

Todo esto es un ejercicio o desdoblamiento de la potestad real, no de la sacerdotal, que va aparte y no tiene nada que hacer en el juicio. Y en esto está el embrollo de la alegoría alejandrina en confundir lo real con lo sacerdotal, explicando aquello por esto, el reino por el sacerdocio.

La verdad es que al ejercicio del sacerdocio sucede el de la maleza, y desde ese momento se simultanean realeza y sacerdocio (Ap. V, 10; XX, 6). Cuantos no admiten este esquema en el desarrollo de la salud messiana, para la explicación de las grandes promesas de tipo político y social, no tienen otro recurso que el de acogerse al confusionismo alegorista, de cuño alejandrino, precristiano, como al Deus ex machina, para salir de todos los enredos. Nos parece un sistema superado.


16. El castigo de Gog.

La incursión de Gog y sus aliados, como se ve por su paralelo apocalíptico, tiene lugar al final del pacífico milenio, y es de más transcendencia de lo que a primera vista pudiera colegirse de Ezequiel XXXVIII y XXXIX. Trátase de una rebelión universal –sobre los cuatro ángulos de la tierra (Apoc. XX, 8)- de la gentilidad apóstata, mal avenida con la hegemonía de Israel restablecido, rebelión que es sofocada con un diluvio de fuego (Ap. XX, 9 = Ez. XXXVIII, 22; XXXI, 6). Es este el último acto del juicio universal contra las naciones, en que cabe distinguir tres actos sucesivos; el inicial (destrucción del último anticristo, etc.), el central (reinado del pacífico milenio) y el final (diluvio de fuego contra Gog). Sigue el juicio final de muertos, que no tiene más que un sólo acto (Ap. XX, 11 ss. = Mt. XXV,31 ss).

Hay exegetas que ven en Gog y sus aliados un símbolo de los enemigos del pueblo de Dios en todos los tiempos; pero ¿con qué derecho introducen la universalidad de tiempo, donde la Escritura habla solamente de la universalidad de espacio con indicación de circunstancias tan concretas? Nuestro autor, como de costumbre, ve ahí el anuncio de un hecho ya pasado, la persecución de Antíoco Epifanes. Pero, ¿y el lugar paralelo del Apocalipsis? ¿y las discrepancias del relato profético con la historia? ¿qué tiene que ver esa irrupción de hordas barbáricas, venidas de todas partes, con el atildamiento político y militar de los helenos? No hay que turbarse por tan poco. Trátase de una mera alegoría, de la que hace decir a Buzy: “¿Quién no admite la inspiración y la belleza de esta alegoría?” (pag. 277, col. 1º)

Mas para que la pieza fuera inspirada y bella no precisaba que fuera alegoría. Con semejante criterio habríamos de tomar por alegorías tantísimos otros anuncios proféticos y aplicarlos luego a nuestro talante, guiados por una vaga semejanza entre el anuncio y el hecho que más nos acomode.

La alegoría no se supone, se impone, o lo que es lo mismo, hay que probarla. De otra manera se le atan las manos al profeta, para que anuncie lo que quiera, como quiera, y a quien quiera. Dígaseme, si no, de qué otras expresiones se habría de valer el profeta para anunciar la incursión escatológica de unas hordas barbáricas sobre Israel definitiva-mente reintegrado a su destino, porque todos estos extremos se tocan en el texto, como es de ver en estas palabras, con que acaba: “No volveré más a esconder de ellos mi rostro; porque habré derramado mi espíritu sobre la casa de Israel” —oráculo de Yahvé, el Señor” (Ez. XXXIX, 29). Bastaba esta frase final, para echar por tierra todo ese tinglado alegorista de las profecías cumplidas en la historia de Israel, pues en vano buscaréis a lo largo de esa historia ninguna de las circunstancias que ahí se tocan y menos en vísperas de la secular reprobación de ese pueblo, que aún perdura.

O cambia el profeta, o cambia el intérprete alegorista. Mas como el profeta no tiene por qué cambiar, se impone la revisión de ese sistema de interpretación que tan mal se aviene con la letra.