II
LA PRESENCIA DE ISRAEL EN EL REINO MESIANO
La presencia de Israel en
las grandes profecías del Antiguo Testamento, como sujeto de las promesas
divinas y aun como protagonista de las grandes empresas mesianas, es un hecho a
todas luces evidente. Basta abrir, v. gr., cualquier página de Isaías, para ver que Israel llena el pensamiento del
profeta, y ha de llenar algún día el mundo entero (cf. Is. XXVII, 6), cuando Jerusalén, antes desolada y desierta, vuelva
a ser el centro de atracción e irradiación universales. La exégesis fluctúa al
hacer la aplicación y dar la explicación de tales vaticinios[1].
1. LA SOLUCIÓN HISTÓRICA
Leyendo aquellas
afirmaciones en los profetas anteriores al cautiverio babilónico, se pudo
pensar que tales promesas tuvieron su cumplimiento a la vuelta del dicho
cautiverio bajo la égida de Zorobabel
y Esdras. Y esa es en el fondo la
explicación de ciertos exegetas. Se
advierte, es verdad, un gran contraste entre la magnificencia de los vaticinios
y la mezquindad de aquella restauración postbabilónica. No hay adecuación
perfecta entre la profecía y su cumplimiento histórico, pero eso se
debería, según dicen, al modo de expresarse los profetas, de un idealismo y
patriotismo a toda prueba. Sin embargo, esta solución no pasa de ser especiosa
en tantos casos.
Efectivamente, los autores
postexílicos, que eran naturalmente los llamados a aplicar esos vaticinios a su
tiempo, proyectan su cumplimiento a un tiempo posterior, como es de ver en la
oración del autor del Eclesiástico,
donde con alusión perpetua a los profetas anteriores se expresa así en el capítulo XXXVI:
“Renueva
los prodigios, y haz nuevas maravillas. Glorifica tu mano, y tu brazo derecho.
Despierta la cólera, y derrama la ira. Destruye
al adversario, y abate al enemigo. Acelera el tiempo, no te olvides del fin;
para que sean celebradas tus maravillas. Devorados sean por el fuego de la ira
aquellos que escapan; y hallen su perdición los que tanto maltratan a tu
pueblo. Quebranta las cabezas de los príncipes enemigos, los cuales dicen:
"No hay otro fuera de nosotros". Reúne
todas las tribus de Jacob; para que conozcan que no hay más Dios que Tú, y
publiquen tu grandeza, y sean herencia tuya, como lo fueron desde el principio.
Apiádate de tu pueblo que lleva tu nombre, y de Israel a quien has tratado como
a primogénito tuyo. Apiádate de
Jerusalén, ciudad que has santificado, ciudad de tu reposo. Llena a Sion de
tus palabras inefables, y a tu pueblo de tu gloria. Declárate a favor de
aquellos que desde el principio son creaturas tuyas y verifica las predicciones que anunciaron en tu nombre los antiguos
profetas. Remunera a los que esperan
en Ti, para que se vea la veracidad de tus profetas; y oye las oraciones de
tus siervos, según la bendición que dio Aarón a tu pueblo, y enderézanos por el
sendero de la justicia. Sepan los moradores todos de la tierra, que Tú eres el
Dios que dispone los siglos”. (Eccli.
XXXVI, 6-19).
Nótese la razón, tan significativa, que da de lo que pide a Dios, que es
el haberlo prometido en su nombre los profetas anteriores, y en ellos y por
ellos el mismo Dios, que contemplando sin celajes la serie de los siglos, no se
puede engañar al revelarnos lo futuro. A tenor del contexto de los aludidos
vaticinios, pudo pensar que su horizonte profético era la vuelta del
cautiverio, pero Él sabe muy bien que no es así, sino que hay que retroceder
ese horizonte hasta otro tiempo (cf. Dn. X, 14; Hab. II, 3); y por eso pide al
Señor que acorte las distancias, y le cumpla cuanto antes a su pueblo lo que tantas
veces le tiene prometido, y ante todo la vuelta de las tribus, que por lo visto
no quedó cumplida con la vuelta de aquella cautividad.
Alguien tal vez se
inclinará a pensar que una tal interpretación de los antiguos vaticinios surgió
en la mente del Sirácida a última hora, en vista de la decepción producida por
la restauración postbabilónica. Pero la verdad no es esa. Ya a primera hora Zacarías, vuelto del cautiverio entre
los primeros repatriados, en la recapitulación de vaticinios de los profetas
anteriores, que hizo con ocasión de una consulta de Israel sobre el ayuno (Zac. VII-VIII), toma los dichos
vaticinios con la misma proyección hacia un futuro indefinido; y antes había
establecido el principio en que se funda esa proyección, y es que Jesús, Zorobabel y demás artífices de aquella restauración eran varones de
presagio (Zac. III, 8), y
consiguientemente, toda aquella
restauración histórica presagiaba una restauración ulterior.
2. LA SOLUCIÓN ALEGÓRICA
La manera más corriente de explicar tales vaticinios, es que en su
sentido más profundo no miran a Israel, sino a Cristo y a su Iglesia, en
quienes se concentra y sublima la obra de liberación y salvación, que en esos
vaticinios se dibuja. Es verdad que allí suena Israel, y a Israel
se hacen, según la letra, tan magníficas promesas, pero el espíritu de esos
vaticinios trasciende evidentemente todos los lindes de la historia de Israel,
y sólo en la redención mesiana, obra de Cristo y de su Iglesia, tienen
explicación y aplicación cumplida.
Ni sería otro el pensamiento de San Pablo, cuando en oposición al Israel
carnal introduce el Israel de Dios, al final de la epístola a los Gálatas, como
expresión de los hijos de Abrahán según la promesa, en oposición a los hijos de
Abrahán según la carne, de los hijos de la libre en oposición a los hijos de la
esclava (Rom. IV; Gal. IV).
Como hijos de la promesa,
los fieles cristianos, y no otros, serían el sujeto adecuado de las magníficas
promesas mesianas, contenidas en los antiguos vaticinios, particularmente en los
de signo babilónico. Ni sería otra la restauración ulterior, presagiada en
aquella restauración histórica, que la fundación de la Iglesia y
establecimiento del cristianismo, o ley perfecta de la libertad (Sant. I, 25), en todo el mundo. Sepamos
ver el espíritu que libera y vivifica a través de la letra que mata (II Cor. III, 6.17), la realidad a
través de la figura, y eso es todo.
Hay aquí un gran fondo de verdad, pero rezuma todo ello alegorismo
alejandrino, y no es ciertamente este carácter la mejor recomendación de esta
manera de exégesis.
Desde luego, la letra que mata, en oposición al espíritu que vivifica,
de que habla San Pablo (II Cor. l. c.), no es, como quieren los alegoristas, la
Escritura tomada en sentido literal, sino la ley mosaica de las obras en
oposición a la justificación por la fe (II Cor. ib.; cf. Rom. III, 27 s.)[2]. El alegorismo alejandrino, expulsado ya en buena hora de los libros
históricos y didácticos de la Biblia, se ha refugiado como en un reducto
inexpugnable, en un sector importante de los libros proféticos, y desde aquí
impone todavía sus leyes, y las impondrá aún por algún tiempo. Pero desde el
momento que en el sentido literal se ad-mite universalmente la distinción de
propio y traslaticio, que no percibió nunca bien la alegoría, no hay por qué
mantener ese sistema de interpretación en los profetas.
En ellos, como en el resto de la Escritura, ha de dominar en jefe el sentido
literal, cuando propio, propio, y cuando trasladado, trasladado, siempre dentro
de la unidad dialéctica del discurso.
Esa unidad dialéctica del discurso es cabalmente la que rompe la
susodicha interpretación alegórica o espiritual, pues que suele aplicar una
parte del vaticinio al Israel carnal y otra al Israel de Dios. Al Israel carnal
la apostasía del pueblo, la conminación del largo cautiverio en castigo de sus
extravíos y un retorno cualquiera a su tierra con no sé qué restauración
anodina. Al Israel de Dios, en cambio, se le aplica la parte gloriosa del
vaticinio, con una restauración específica en el reino mesiano y toda clase de
bienes espirituales, los mismos, nótese bien, que a vuelta de otros muchos
bienes materiales, le vienen prometidos al Israel carnal en desquite de tanto
peregrinaje, humillación y servidumbre. Es típico, entre otros, el caso de la
claudicante (Miq. IV, 6; Sof. III, 19), prefigurada en la misteriosa cojera de
Jacob (Gen. XXXII, 31)[3], la cual como tal sería la Sinagoga, mas como recogida y colmada de
favores sería la Iglesia.
Es evidente que una
interpretación así, con esa vivisección del sujeto del discurso, no podía
sostenerse en buena lógica, y ha comenzado a ser suplantada por otra, al
parecer más racional, en que se cree salvar la unidad del vaticinio.
[1] ¿Pero no es esto exactamente lo mismo que hace el autor, tal como vimos
más arriba?
[2] Para profundizar este tema nada mejor que el primer capítulo de la obra
de Lacunza.
No tenemos duda
que Ramos García ha sido grandemente influenciado por el genial exégeta
chileno en esta parte.
[3] ¡Bellísimo! No recordamos haber leído esta hermosa tipología en ningún
otro autor. La cojera de Jacob, producto
de su lucha contra el ángel, es tipo de Israel, llamada “la que cojea” por
Miqueas y Sofonías.